Capítulo 31

Dubái, Emiratos Árabes Unidos

EL ostentoso cóctel se celebraba en el piso trigésimo de la impresionante Burj al-Arab, la Torre de los Árabes, el hotel más alto del mundo, y se decía que el más lujoso. La suite ocupaba dos pisos enteros y contaba con una escalera de mármol en espiral, kilómetros de remates en oro de veinticuatro quilates y amplios ventanales que ofrecían vistas panorámicas del golfo Pérsico, rico en petróleo. Dos príncipes saudíes, ataviados con kanduras blancas ondulantes, acababan de llegar por el helipuerto del piso vigésimo octavo, más abajo; habían venido en avión de Saint Tropez con sus séquitos completos.

Martin Chapman, director de la Biblioteca de Oro, apartó su atención del revuelo que los rodeaba para observar a un exportador ruso y a su amante, que recibían llamadas en teléfonos móviles de diez mil dólares, con incrustaciones de diamantes. Chapman sonrió; aunque aquello le divertía, él no permitiría jamás una ostentación tan afectada por parte de sus empleados.

Chapman, que iba vestido de manera conservadora, con traje con chaleco y chaqueta de dos aberturas posteriores, se despidió de un grupo de banqueros internacionales y se apartó. Él llevaba su gran fortuna personal con la naturalidad del que es de familia rica de toda la vida, a pesar de que se había ganado a pulso él mismo hasta su último centavo.

Moviéndose entre los asistentes a la fiesta, saboreaba el ambiente general de emoción y de avaricia cruda. Pero es que aquello era Dubái, epicentro de una tormenta de comercio, con zonas francas, licencias empresariales por la vía rápida, sin impuestos, sin elecciones, y casi sin delincuencia. Se decía que la mascota de la ciudad era la grúa: parecía como si los rascacielos brotaran de la arena del desierto de la noche a la mañana, y casi todos sus apartamentos y oficinas estaban vendidos de antemano. Dubái, codicioso y podrido de dinero, era el lugar perfecto para Chapman, que estaba allí para hacer dinero.

—¿Aperitivo, señor?

El camarero, ataviado con un esmoquin color verde dinero, no levantó la vista.

Chapman eligió caviar beluga sobre un triángulo de pan tostado y siguió adelante. En Dubái, los beneficios eran el tema de mayor interés, por delante de la religión, de la delincuencia y del terrorismo; y los beneficios eran enormes. Aun antes de que la Hallburton hubiera decidido trasladar su sede central mundial de Houston a Dubái, Chapman ya sabía que era hora de prestarle atención. Por eso había ampliado su colección de residencias comprándose una casa en la exclusiva Palm Jumeirah… y había empezado a hacer amigos.

Era hora de ponerse a trabajar. Se dirigió al jeque Ahmad bin Rashid al-Shariff.

El jeque, con sus bigotes con las puntas hacia arriba, se quitó de encima a un grupito de famosillas ricas, rubias y bronceadas, y sonrió a Chapman. Levantó el vaso de bourbon al saludarlo con un As salaam alaykum, «la paz sea contigo».

—Alaykum as salaam.

«Y contigo la paz». Aunque Chapman no hablaba árabe, hacía mucho tiempo que se había aprendido la respuesta adecuada.

—Estoy disfrutando de su fiesta.

El jeque Ahmad era un hombrecillo moreno de unos cuarenta y cinco años, elegante con su traje gris de raya diplomática. Era primo del monarca del emirato y había estudiado en los Estados Unidos, donde había obtenido un máster en Administración de Empresas en Stanford. Aquel mismo día se había puesto en persona al volante de una limusina Cadillac para llevar a Chapman a ver varias de las obras que tenía en marcha. Pero es que Chapman no era un visitante corriente. Era director de Chapman y Asociados, que en tiempos había sido la empresa de private equity más rica de los Estados Unidos. Con la crisis económica, había pasado de gestionar unos noventa y ocho mil millones de dólares en activos a solo treinta y cinco mil millones; pero todos los fondos de inversión de los Estados Unidos habían quedado muy tocados, aunque puede que su empresa más que otras. Chapman contaba con que su proyecto de Jost volvería a llevarlo al puesto que le correspondía, al número uno. Lo que era más importante todavía, agradaría a su esposa.

—Sí; los financieros e industriales de costumbre —dijo el jeque—. Con algún que otro rico desocupado. Son como el azafrán: aportan un poco de sabor y de color; sirven para que los que trabajamos de firme, como tú y yo, nos entretengamos. También están aquí algunos de la private equity, como tú.

Private equity era el término eufemístico con que se designaba a las empresas dedicadas a comprar compañías en apuros a base de créditos externos, el leveraged buyout. En los cuatro primeros meses del año, Chapman y Asociados había gastado y tomado prestados muchos menos miles de millones de dólares que en sus mejores momentos, pues él había procurado comprar empresas que rindieran por debajo de sus posibilidades o que estuvieran infravaloradas. Con cada trato había que abrir un nuevo fondo de combate; por ello, él debía moverse constantemente por los círculos del dinero, convenciendo, halagando, recitando cifras, mientras seducía a sus objetivos a base de apretones de manos enérgicos y de visiones de un futuro glorioso. Como su participación en el capital de la empresa seguía siendo mayor que la de ningún otro socio, se llevaba un porcentaje importante con cada nueva transacción.

Se comió el caviar, se limpió los dedos con la servilleta y la dejó caer en la bandeja de un camarero que pasaba.

—He estado hablando con algunos de ellos hace un rato. También les apetece mucho que los lleve usted personalmente a hacer visitas turísticas por Dubái.

El jeque se rio.

—Es lo que me gusta de ti, Martin. No te importa regalar mi dinero, ni siquiera a tu competencia. Como de costumbre, serían demasiados pequeños para mí, y eso ya lo sabes. Por cierto, ya he tomado una decisión acerca de tu propuesta.

Hizo una pausa para dar mayor dramatismo y para sugerir que su respuesta podría no ser acorde a los deseos de Chapman.

Chapman, sin titubear, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se lanzó al contraataque.

—Sí; yo también he estado pensando en la adquisición. Puede que no le convenga a usted. Creo que debo retirar la propuesta para que los dos nos ahorremos un apuro.

El jeque Ahmad parpadeó despacio; sus párpados pesados se abrieron y cerraron como los de un halcón posado en un baniano, esperando a su presa. Pero su presa era Martin Chapman.

Sonrió.

—Martin, eres demasiado. ¿Quieres jugar a mi propio juego? Iré al grano. Quiero entrar. Son quinientos millones de dólares, ¿no es así?

—Trescientos veinte millones. Nada más. Pero eso le dará un veinte por ciento.

Chapman seguía la regla de dejar siempre a los inversores con ganas de más; y si la operación salía mal (aunque él sabía que no sería así), el jeque tendría menos motivos de queja. Chapman tenía confianza en que la compra con apalancamiento, por dieciséis mil millones de dólares, de una cadena minorista arrojaría unos beneficios del sesenta por ciento, como mínimo. Sus gestores habían sido incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos; pero la base era sólida para una reestructuración, financiada a base de vender participaciones secundarias y de créditos. Solo habría que despedir a cinco mil trabajadores.

—Que sean trescientos veinte millones, entonces —aceptó con buen humor el jeque Ahmad—. Me gustan las inversiones en las que no tengo que mover un solo dedo. ¿Tienes alguna otra cosa para la que pueda darte dinero?

—Pronto. La operación no está preparada todavía… pero lo estará pronto.

—¿De qué se trata? ¿Una cadena minorista, una empresa de distribución, acero, maderas, suministros?

Chapman no dijo nada y sonrió, pensando en su proyecto de Jost de alto secreto.

El jeque asintió con la cabeza.

—Ah, ya veo. Esperaré a que estés preparado para desvelarlo todo. Tienes vacío el vaso. Debes tomarte otra copa para que lo celebremos.

Levantó una mano e hizo un gesto. En cuestión de segundos había un camarero junto a ellos.

Chapman aceptó otro bourbon porque habría sido una falta de educación rechazarlo, y siguió hablando con el jeque, resistiéndose a la tentación de mirar su reloj. Por último, el jeque lo invitó a asistir a una sesión del majlis, su Consejo Real, que iba a reunirse en la planta superior, y Chapman pudo disculparse con elegancia.

Chapman llamó por teléfono a su esposa desde la amplia escalinata de entrada del lujoso hotel, disfrutando del aire acondicionado exterior. Dirigió la vista sobre el golfo para contemplar la serie de islas artificiales llamadas El Mundo, una de las últimas fantasías al estilo de Las Vegas hechas realidad por Dubai S. A. Había oído comentar que Rod Stewart se había comprado la isla Gran Bretaña por diecinueve millones de libras. Quizá él mismo también pensara en comprarse un continente en su próxima visita, cuando hubiera salido adelante el proyecto de Jost.

Al no recibir respuesta, dejó un mensaje en el contestador.

—Voy a coger el avión, querida. Solo quería decirte que te quiero.

Ella seguía en Saint Moritz, pero debía partir pronto para Atenas.

Mientras estaba contemplando el descenso del sol rojo y ardiente hacia las aguas púrpuras del golfo, se detuvo ante él su limusina. El chófer le abrió la puerta, y Chapman subió a la parte trasera, donde ya lo esperaba su maletín. Al poco tiempo iban por la carretera Jeque Zayed, rodando hacia el este entre los edificios de la ciudad, al estilo de Manhattan, mientras el desierto y el golfo, que iban oscureciendo, se extendían, llanos y austeros, a ambos lados.

Llamó a su asistente de la Biblioteca de Oro. El proyecto de Jost era tan secreto, que Chapman dirigía la operación desde allí.

—¿Cómo vamos? —le preguntó.

—Los uniformes y los equipos militares han llegado a Karachi.

Este puerto, en el mar Arábigo, tenía fama por su penetrabilidad.

—Preston lo ha llevado todo de manera impecable. La reunión de usted con el señor de la guerra se ha acordado para mañana, en Peshawar.

—¿Y la seguridad?

—Estoy trabajando en ello con Preston. Será completa.

Después de colgar, Chapman hizo algunas llamadas telefónicas más, poniéndose al día con otros asuntos y, naturalmente, dando órdenes. Por muy buena que fuera la gente que trabajaba para uno, siempre necesitaba que la dirigieran.

Cuando la limusina llegó a la zona privada del aeropuerto internacional de Dubái, el chófer lo llevó hasta el Learjet. Los motores del aparato ya zumbaban. El chófer detuvo la limusina y corrió a abrir la puerta trasera.

Chapman bajó llevando su maletín. Entregó su pasaporte al agente de aduanas que lo estaba aguardando; no esperaba ningún problema, y no lo tuvo: el agente se limitó a sellar el pasaporte. Chapman caminó hacia el avión mientras el chófer descargaba su maleta.

Había dos hombres más esperándolo al pie de la escalerilla. Uno era el piloto; el otro era el hombre armado que le había preparado Preston. Este llevaba una bolsa pequeña.

—Me alegro de verle, señor —dijo el piloto, llevándose la mano a la visera de la gorra.

—¿Algún problema?

—No. Hemos seguido sus instrucciones, y no hemos hablado con ella.

Chapman asintió con la cabeza y subió a la esplendorosa aeronave. Esta tenía amplios asientos de cuero, decoración con colores personalizados y accesorios de alta tecnología. En la última fila iba sentada la única pasajera, Robin Miller.

—Hola, señor Chapman.

Robin lo miró desde el fondo del pasillo, con los ojos verdes rodeados de cercos rojizos, con la cara congestionada de llorar. Estaba desastrada. Tenía los largos cabellos rubios revueltos, el flequillo echado hacia los lados, el suéter blanco arrugado sobre el pecho.

Él no le hizo caso, y clavó la mirada en la mochila negra que estaba atada al asiento de la misma fila donde iba ella, al otro lado del pasillo. Se llenó de placer. Después, recordó que la CIA estaba empeñada en encontrar la Biblioteca de Oro. Con un gesto brusco, indicó al guardia armado que se sentara junto al mamparo de la cabina de mando.

Mientras el piloto cerraba la portezuela y la fijaba, Chapman caminó hasta el final del pasillo e hizo girar el asiento que estaba delante de Robin para colocarlo mirando hacia ella. Fijó el asiento en posición, se sentó en él y se abrochó el cinturón de seguridad. Todavía sin decir nada, plegó las manos sobre su regazo. Ahora tenía que enterarse de hasta qué punto estaba implicada ella en los engaños de Charles Sherback.

Mientras los motores del reactor se revolucionaban, Robin miraba nerviosamente al director. El rostro de este, libre de arrugas, era severo; sus labios delgados trazaban una línea recta, y tenía los largos dedos entrecruzados sobre la chaqueta de su traje como si controlara el universo con sus manos. Y era cierto que controlaba el universo de ella, la Biblioteca de Oro.

El silencio era inquietante. Ella ya había visto en otras ocasiones hacer aquello al director, no decir nada, animando a la otra persona a romper a hablar sin más, en muchos casos haciendo revelaciones de las que se arrepentía más tarde. Se forzó a sí misma a esperar.

El avión despegó y se elevó suavemente entre la noche estrellada de Dubái. Robin miró por su ventanilla. Por debajo de ellos se extendían a lo largo de la costa las luces de la ciudad, de colores rutilantes.

Después, oyó su propia voz, que llenaba el silencio insoportable.

—¿Todavía vamos a Atenas?

Aquello parecía bastante inocuo. El plan había sido que desde Atenas llevarían el Libro de los Espías a su sitio en helicóptero.

—Por supuesto. ¿Por qué no me llamaste por teléfono inmediatamente para decirme que Eva Blake había reconocido a Charles en el Museo Británico?

Le hizo la pregunta con tono de curiosidad, como la haría un tío interesándose por las cosas de una sobrina a la que aprecia.

—Preston se iba a ocupar de ella.

Robin pensó en el cadáver del pobre Charles, envuelto en una lona y que habían arrojado a la bodega de carga del reactor como si fueran los trastos viejos de alguien.

El director frunció el ceño levemente. El gesto fue pasajero, pero ella comprendió que había dado una respuesta equivocada. Preston debía de haberle dicho que Charles y ella le habían ocultado la información.

—Lo importante es que tenemos el Libro de los Espías —dijo Robin, señalando con la cabeza la mochila que estaba al otro lado del pasillo—. Es fabuloso, más todavía de lo que dicen nuestros registros. ¿No le gustaría verlo?

Cuando Chapman tuviera entre sus manos el manuscrito iluminado, podría olvidársele que ella no había avisado de inmediato de lo de Charles.

—Después. Cuéntame lo que pasó.

Tras armarse de valor, narró cuidadosamente todo lo que había pasado en Londres, asegurándose de contarlo con precisión. Tenía la sensación de que él iba comparando cada palabra con lo que le había dicho Preston.

Cuando hubo terminado, él le preguntó:

—¿Viste el tatuaje que tenía Charles en la cabeza?

—Sí.

—¿Qué significa?

—No lo sé. Ni siquiera sabía que lo tenía.

Él asintió con la cabeza.

—¿Por qué crees que quería tener un tatuaje secreto?

—No lo sé.

—Si te afeitaran a ti la cabeza, ¿me encontraría otro tatuaje?

Robin sintió un escalofrío de miedo.

—Desde luego que no.

—Entonces, no te importará que lo compruebe.

—¿No querrá decir que me va a cortar el pelo?

—No; lo hará Magus.

El director volvió la cabeza para hablar en voz alta hacia la parte delantera del avión.

—Estoy preparado para ti.

El guardia tomó su bolsita y caminó por el pasillo hacia ellos. Robin levantó la vista hacia él con impotencia.

Magus sacó de su bolsa unas tijeras, asió un puñado de pelo y cortó. Cayeron suavemente al suelo largos mechones rubios. Asió más pelo y cortó. Y más, y más. El pelo caía alrededor de ella. Robin sintió lágrimas que le quemaban los ojos. Enfadada consigo misma, pestañeó para contenerlas.

En el avión no se oía más que el chasquido de las tijeras y el rumor lejano de los motores. Mientras Robin se retiraba pelos de la cara con los dedos temblorosos, Magus guardó las tijeras y sacó una maquinilla eléctrica a batería. Ella sintió el frío del acero que le pasaba por el cuero cabelludo. La piel le vibraba y le picaba. Los pelillos volaban por el aire. Notaba la cabeza demasiado ligera. Se sentía desnuda, avergonzada.

—¿Ves algo, Magus? —preguntó el director—. ¿Alguna palabra, números o símbolos?

—No, señor.

Magus apagó la maquinilla y la echó en su bolsa.

—Vuelve a tu asiento.

El director clavó la mirada en Robin.

—¿Te habló alguna vez Charles de la ubicación de la biblioteca?

Sus ojos eran de hielo azul. Robin, al mirarlos, vio de pronto los ojos de su padre, que eran negros, pero igualmente helados. Recordó el momento en que había comprendido que debía marcharse para no regresar nunca más a Escocia. Lo había dejado todo, se había quitado el acento escocés y había pasado primero por la Sorbona y después por Cambridge, estudiando Arte Clásico y Biblioteconomía. Se había labrado una vida propia, trabajando primero con libros y manuscritos raros en la Biblioteca Houghton de Boston, y después en la Bibliothéque Nationale de France, en París, donde había oído hablar de la Biblioteca de Oro y se había impregnado de su historia mítica. Cuanto más descubría, más quería saber, hasta que llegó el momento emocionante en que Angelo Charbonier la reclutó para que formara parte del selecto personal de la biblioteca. Allí había conocido a Charles, y había creído que había encontrado un hogar, después de haber peregrinado durante diez años.

—Charles no habló nunca de la ubicación de la biblioteca —le dijo ella con frialdad.

—¿Lo desvela el tatuaje de Charles? —le preguntó el director.

—Ya le he dicho que no sé qué significa ese tatuaje.

—¿Sabes dónde está la Biblioteca de Oro?

—No. No se lo pregunté nunca a Charles; pero, en cualquier caso, no creo que él lo supiera. Yo no intenté enterarme por medio de nadie. Va en contra de las reglas.

Él volvió a asentir con la cabeza, aparentando que la respuesta le agradaba.

—Recuerda el viejo proverbio latino: «Lo que fue amargo de soportar, es dulce de recordar». Has validado tu postura, y volverá a crecerte el pelo. Ahora, tengo asuntos de que encargarme. Ve a la parte delantera del avión y siéntate cerca de Magus.

Ella se llenó de temor, a pesar de estas palabras. Tenía la sensación de estar condenada, y condenada, paradójicamente, por el tatuaje de Charles. Si el director había sido incapaz de confiar en Charles, que parecía amar a la biblioteca más que a su propia vida, ¿cómo podría confiar en serio en ella, que había estado enamorada de Charles de una manera tan evidente?

Había cometido un inmenso error…, no al enamorarse de Charles, sino al relacionarse con la biblioteca en un primer momento. Cuando comprendió lo que debía hacer, se le secó la boca. Debía volver a marcharse, como se había marchado del lado de su padre. Cuando el Learjet aterrizara en Atenas, debía buscar el modo de escapar.