Capítulo 30

EL fuerte «¡no!» de Angelo resonaba en los oídos de Judd mientras Odile se lanzaba a apoderarse de la escítala de oro que relucía sobre la mesa de la cocina. Eva asestó un golpe de martillo kentsui-uchi con el puño en el costado de Odile; giró sobre sí misma y, manteniendo el tronco en vertical, subió el codo para dar un golpe tate hiji-ate a la parte inferior de la barbilla de Odile.

Odile volvió bruscamente la cabeza hacia atrás, y su pistola disparó. Se oyó un quejido, y Roberto se derrumbó sobre la mesa y se deslizó después al suelo; le brotaba sangre de la parte superior del hombro, donde la bala le había rasgado la camisa.

—¡Roberto! ¡Roberto! —exclamó Yitzhak, arrodillándose a su lado.

A pesar del ataque que había sufrido, Odile no había dejado de empuñar la pistola con fuerza. Mientras las dos mujeres forcejeaban por el arma, Angelo se arrojó sobre Judd.

Judd se apartó rápidamente de su alcance y apuntó a Angelo con su arma.

—Quieto, maldita sea.

Angelo arrugó la frente en gesto de furia. Soltó una sonora maldición; pero se quedó inmóvil, mirando fijamente la pistola.

Judd echó una mirada a las mujeres en el momento en que Eva se disponía a golpear la pistola de Odile con el canto de la mano. Pero Odile lanzó un golpe shuto-uchi de mano-espada al brazo de Eva, y después de recuperar el equilibrio le asestó una brutal patada frontal mae-geri a la pierna.

Eva se tambaleó, y Odile le clavó en el vientre la boca de la pistola. Tenía revuelta la cabellera rubia platino, y ojos de furia desenfrenada. Judd disparó; la francesa bajó repentinamente la cabeza, y la bala se la atravesó por la parte superior. Saltó un chorro de sangre, y Odile cayó pesadamente sobre Eva, sin dejar de empuñar su arma.

—Quítale la pistola, Eva —ordenó Judd, mientras se volvía para cubrir a Angelo. Pero Angelo se había apoderado de un afilado cuchillo de filetear del portacuchillos magnético que estaba sobre la encimera.

Bâtard —gritó, abalanzándose sobre él.

Sonaron dos disparos más en la puerta de la cocina. Angelo se quedó paralizado en plena zancada; se tambaleó, y por fin cayó, mientras se le formaban flores rojas de sangre en la chaqueta beis, allí donde lo habían alcanzado las balas.

Mientras se extendía el olor a pólvora por la habitación, entró en ella Bash Badawi, con la pistola todavía levantada en una de sus manos musculosas, mientras el monopatín le colgaba de la otra.

—Les has dado de chiripa —le dijo Judd, sonriéndole.

—¿De chiripa? Y un cuerno. Me alegro de haber llegado a tiempo para la fiesta. ¿Cómo te va, Eva?

—Mejor que nunca.

Eva, con la pistola de Odile en la mano, se agachó junto a Roberto y Yitzhak. Tenía salpicaduras de sangre en la cara y en la chaqueta verde.

Bash echó una mirada al cuerpo inmóvil de Angelo, y bajó la vista después para contemplar el de Odile.

—Deben de haber llegado antes que yo —dijo—. No había indicios de que estuvieran aquí.

Judd asintió con la cabeza.

—¿Cuántos limpiadores hay fuera? —le preguntó.

—Cuatro siguen en acción, vestidos de joggers. Otros dos, abatidos. Tuve un pequeño rapapolvo con ellos —dijo, mientras sonreía brevemente y le asomaba de pronto al rostro una expresión humorística—. Hemos perdido a Martine y a Quinn —añadió después, más serio.

—Mala noticia. Lo siento. ¿Cómo has entrado tú?

—Forcé la cerradura. La Polizia di Stato viene de camino. He oído sirenas muy cerca de aquí. Se van a concentrar en los dos limpiadores de la calle, y en Martine y Quinn. Lo bueno será que las sirenas y los testigos ya habrán ahuyentado a los cuatro que quedaban del equipo de ejecutores.

—Pero todavía podrían entrar por la puerta trasera.

Judd corrió de golpe el pestillo, y se asomó después por la gran ventana de la cocina, que daba a un pequeño jardín trasero con lilas y césped. Un camino embaldosado llegaba hasta el final de un muro alto de ladrillo que rodeaba el terreno de la casa. Tras el muro había un callejón adoquinado que se apreciaba a través de un portón de hierro forjado. No había nadie a la vista.

—Tenemos que largarnos de aquí a escape —les dijo Judd—. Revisa a la mujer, Bash. Yo me ocupo del hombre.

Se dirigió hacia Angelo.

—Roberto necesita un médico —les recordó Eva—. ¿Cómo te encuentras, Roberto?

—¿Ha terminado ya? —susurró Roberto. Estaba sentado en el suelo, apoyado en una pata de la mesa. Tenía pálida la cara barbuda, los labios secos.

—Todo va bien —le aseguró ella.

—Sujétame esto —dijo Yitzhak, indicando a Eva el pañuelo ensangrentado que había estado apretando contra el hombro herido de Roberto—. Yo llamaré a una ambulancia.

—Esta es una rata muerta —informó Bash, inclinado sobre Odile—. ¿Cómo está el tuyo?

—También muerto —dijo Judd. Limpió la empuñadura de la pistola de Angelo y la apretó contra su mano flácida. Registró los bolsillos de Angelo, dejando la cartera. No había nada útil, ni siquiera un teléfono móvil.

—¿Tu pistola es localizable, Bash? —preguntó.

—Nada de eso. No soy tan tonto.

—Bien. Ponle las huellas de la mujer y déjala a su lado. Así parecerá que se han disparado el uno al otro. Que Eva te dé la pistola de Odile. Tienes que ir armado.

—No —dijo Yitzhak, volviéndose hacia ellos con una mirada furiosa, mientras acercaba la mano al teléfono de la cocina. Tenía la cara roja de rabia, y la calva salpicada de gotas de sudor—. Tenemos que contar toda la verdad a la Policía.

Judd, que sentía la presión del tiempo, no hizo caso al profesor, y dijo a Bash:

—En cuanto hayas terminado aquí, ve a la parte delantera de la casa y mira por las ventanas. Quiero saber qué pasa fuera.

Después, se dirigió a Yitzhak.

—Cuelga el teléfono, profesor. La herida de Roberto es superficial. Le daremos atención médica, pero no ahora mismo. Quedarse por aquí podría ser una sentencia de muerte, tanto para ti como para Roberto. Esa gente ha estado intentando acabar con Eva.

Yitzhak miró a Eva frunciendo el ceño.

—¿Es verdad eso?

—Sí —dijo ella—. ¿Te acuerdas de los oprichniki de Iván el Terrible? Pues estos son así, absolutamente despiadados.

—Querrán enterarse de lo que sabéis de nosotros, y de dónde vamos —dijo Judd—. Os localizarán; y en cuanto se lo hayáis contado, os matarán. Tenemos que marcharnos todos, y deprisa. ¿Puedes andar, Roberto?

—Creo que sí —dijo Roberto con voz débil. Había estado escuchando, con los ojos castaños muy abiertos y asustados—. Sí, es evidente que debemos marcharnos.

Yitzhak volvió a colgar el teléfono.

—Eva, sujeta tú a Roberto por un lado, y yo iré del otro lado.

Roberto se puso de pie apoyándose en los dos. Bash entró otra vez corriendo en la habitación.

—La Policía está cerrando la calle —dijo—. He encontrado el bolso de la muerta en el cuarto de estar. Tampoco ella tenía móvil.

—Prefiero no arriesgarme a salir por la puerta de atrás —le dijo Judd—. Yitzhak, al fondo de tu refugio, abajo, vi algo que parecía ser la entrada de un túnel. ¿Podemos salir por allí?

—Creo que sí, pero quizá no sea fácil.

Yitzhak hablaba con vigor. Llevando sobre el hombro el brazo sano de Roberto, había vuelto a su ser habitual.

Eva tomó la escítala de oro y el fragmento arábigo-judaico, y se puso en camino con los demás. Judd rompió la tapa y el fondo de la caja de cartón, que llevaban el nombre de Eva y lo escrito por Charles. Echó los pedazos al triturador de basuras; lo puso en marcha, y tiró después a la basura las bolas de poliestireno y el resto de la caja. Recorrió con la vista toda la cocina para cerciorarse de que no se dejaban nada. Después, miró por la ventana… y se dejó caer tras la encimera. Se levantó despacio, lo justo para volver a ver el exterior.

Había hombres ante el portón trasero. Uno llevaba sudadera y pantalones de chándal grises; los demás llevaban pantalón corto de correr y camisetas. El hombre grande de la sudadera intentó abrir el portón, pero estaba cerrado con llave. Murmurando para sus adentros, sacó un juego de ganzúas.

Judd corrió a las escaleras que partían de debajo de la escalera principal de la casa y descendió al sótano de muros de piedra. Se oían voces que salían del agujero irregular del suelo. Empezó a bajar por él y se detuvo a echar la trampilla de ladrillos sobre la abertura. Era pesada, pero haciendo palanca consiguió dejarla cerrada en su sitio. Con suerte, ninguno de los asesinos descubriría el recinto secreto de Yitzhak.

Bajó aprisa hasta el fondo, donde Júpiter y Juno presidían desde sus tronos con actitud regia. En la antigua sala había un silencio luminoso, una quietud que parecía envolverlo y prometerle seguridad. Pero todavía no estaban a salvo.

Todos estaban reunidos en el extremo de la sala que correspondía al lado de la calle, donde había escombros amontonados y un muro pardo de tierra hasta el techo. Bash y Eva estaban retirando piedras. El túnel, que había sido pequeño, era ya mucho más grande.

Eva lo vio.

—¿Están en la casa los hombres de Angelo? —le preguntó.

—Todavía no; pero es cuestión de minutos.

Judd corrió hacia ellos. El túnel tenía cosa de un metro veinte de alto y noventa centímetros de ancho. Al otro lado había oscuridad, y se oía a lo lejos el rumor de agua que corría. En el suelo de mármol estaban dispuestas en fila cinco linternas.

—Debes ir tú en cabeza —dijo Roberto al profesor, que seguía sujetándolo—. Yo puedo andar solo. Judd tiene razón. Estoy bien; es solo lo feo que parece.

Echó una mirada al pañuelo ensangrentado que apretaba contra su herida.

El profesor asintió con la cabeza.

—Vamos a meternos por debajo de la calle —dijo—. Coged las linternas.

Entregó una a Roberto y tomó otra para sí. Agachándose, se adentró en la oscuridad.

—Yo iré en último lugar —dijo Judd a los demás, pensando que los limpiadores podrían ser más listos de lo que él esperaba.

Bash cogió su monopatín, y Eva se echó a la espalda el bolso. Desaparecieron por aquella madriguera. Judd esperó. Cuando constató que no se oía nada de la parte superior, se agachó y entró apresuradamente en la oscuridad, mientras su linterna emitía un cono de luz. El aire empezó a oler a humedad y a musgo.

El pequeño grupo lo estaba esperando al final.

—Tienes que ver esto —le dijo Eva.

Pasó ante ella, apretándose, y se asomó a un túnel subterráneo natural, negro y sin final visible, una perforación irregular entre la tierra de la antigua Roma. Tenía más de un metro ochenta de alto y tres y medio de ancho. Lo había tallado a lo largo de los milenios un río de agua dulce que corría velozmente. Cuando lo iluminó con su linterna, relució como el mercurio.

Volvió a mover su linterna. A cada lado del agua había orillas secas de tierra, no muy por encima de la rápida corriente. Las orillas eran peligrosamente estrechas, de solo treinta centímetros en algunas partes. Caminar por ellas sería traicionero. Tendrían que ir en fila india.

—¿El río sigue la calle? —preguntó.

—Sí; al menos durante parte del camino —respondió el profesor—. Creo que desagua en la Cloaca Máxima, que está al oeste de donde estamos. Es una antigua alcantarilla que transcurre por debajo del Foro Romano. Varios de los ríos subterráneos de la ciudad desaguan en ella.

—¿Cómo saldremos del túnel?

—Por el camino tendremos que encontrar alguna salida. No es posible que seamos los únicos propietarios de casas que hayamos descubierto el río. Roberto y yo lo exploramos una vez, pero no llegamos lejos. Entonces no tenía importancia…

Judd asintió con la cabeza.

—Parece mejor opción que lo que nos espera en la casa. Yitzhak, vuelve a ir en cabeza. Tú conocerás mejor las señales que nos dirán que hay una vía de escape. Después irán Eva y Roberto. Bash y yo iremos los últimos, por si nos siguen. Vámonos.