Capítulo 29

BASH Badawi se paseaba en su monopatín por la acera de enfrente de la casa de Yitzhak Law. Tenía un aspecto informal, con sus pantalones cortos sueltos, su sudadera con capucha y cremallera y su mochila pequeña. El pelo, liso y negro azabache, le enmarcaba un rostro de color oscuro y ojos castaños con forma de almendra. Aunque llevaba auriculares, que formaban parte de su disfraz, no oía más sonido que el rumor constante del tráfico y las conversaciones de los peatones a cuyo lado pasaba.

Después de atravesar el cruce haciendo eses con el monopatín y de dar la vuelta para desandar de nuevo el camino por la otra acera, echó una ojeada a Quinn, que seguía sentado pacientemente en el banco con su bolsa de compra de tela, y otra a Martine, que seguía en su tumbona bajo el turbinto aparentando leer el periódico, con la cabeza echada hacia atrás. Todo estaba bajo control.

A pesar de ello, redujo la velocidad en su monopatín para estudiar la zona, intrigado por un hombre que empujaba un carrito de niño. El hombre llevaba sudadera y pantalón de chándal grises; había pasado por allí hacía media hora, había regresado, y ahora empezaba a doblar la esquina de nuevo. Era grande y corpulento, con rasgos marcados y cejas negras y espesas. Podía ser que estuviera dando unas vueltas a la manzana para que el niño tomara el aire.

Bash se fijó también en un hombre de largos cabellos castaños y cara delgada, que iba en una Vespa azul. Había pasado por allí hacía un cuarto de hora, y quizá otra vez antes también. En Roma había motos pequeñas por todas partes, y pasaban muchas por la calle a toda velocidad. El hombre podía ser un mensajero de alguna clase.

Bash, pasando bajo un arce de amplias ramas, volvió a acercarse a la antigua casa de Yitzhak Law. No veía a nadie por las ventanas. Pero cuando dejaba atrás la casa se oyó en sus profundidades una leve detonación, cuyo sonido quedaba amortiguado por los muros de piedra. Un disparo. Sintió una opresión en el pecho. Hizo inmediatamente un viraje completo y clavó el pie en la acera, dirigiéndose velozmente hacia los escalones en su monopatín.

En la cocina, Judd apuntaba firmemente con su pistola a la sien de Angelo Charbonier, con el brazo apoyado sobre su garganta. Si Angelo intentaba recuperar su arma, podía aplastarle la tráquea de un solo tirón brusco.

Pero ahora que había llegado Odile, Angelo tenía una sonrisa triunfal. Tenía los ojos duros y negros como la antracita.

—Devuélveme mi pistola, Judd —ordenó—. No querrás que le pase nada a Roberto.

Roberto estaba pálido de miedo. La frente le brillaba de sudor.

—No entiendo… —dijo, mirando a Yitzhak con impotencia.

El profesor se había asomado de su escondrijo de detrás de la mesa.

—Guardad las pistolas —exigió, mientras parpadeaba a toda velocidad—. Todos. ¿Qué locura es esta?

—¿Has convocado a los hombres? —preguntó Odile a su marido en francés.

Eva empezó a traducir aquello a Judd. Este la interrumpió.

—Ya sé lo que ha dicho Odile. Y me figuro que sus hombres ya están aquí, o que no tardarán. Vi que Angelo se metía la mano en el bolsillo cuando oyó lo de Yakimovich.

Se dirigió a Angelo.

—Te figuraste que ya te habías enterado de todo lo que ibas a poder sacar en limpio, y por eso les mandaste la señal, ¿verdad?

Angelo sonrió todavía más, pero no respondió a la pregunta.

—Estamos en un punto muerto —dijo—, en un standoff, como decís los yanquis. Si no me devuelves mi pistola, Odile pegará un tiro a Roberto. Y lo hará, puedes creerme.

—Me dan ganas de disparar, en cualquier caso —dijo Judd—. Te quito de en medio a ti; y antes de que Odile haya tenido tiempo de apretar el gatillo, le habré podido meter un buen tiro. Así estaréis muertos los dos.

Odile retrocedió un poco más detrás de Roberto para que el cuerpo de este la protegiera mejor de la amenaza de Judd.

—Hay otra solución —dijo Odile—. Podemos bajar las armas los dos. Podemos hablar.

—Baja tú la pistola, Odile, y yo bajaré la mía —dijo Judd.

Ella asintió con la cabeza. Se miraron fijamente a los ojos, y ambos bajaron poco a poco la mano de la pistola.

Cuando Bash Badawi se aproximó a los escalones de la entrada de la casa, redujo la velocidad con su monopatín, oteando de nuevo. Además del disparo, había otra cosa que marchaba mal, pero no llegaba a identificarla. El sol de la tarde caía a plomo, convirtiendo la escena callejera, con los coches rugientes, las motos y el bullir de los viandantes, en un torrente de ondas de color. Cuando su mente clasificó rápidamente lo que veían sus ojos, advirtió que seis hombres con pantalones cortos y camisetas con anchas franjas de color verde, blanco y rojo, los colores de la bandera italiana, habían aparecido en grupo en la esquina, moviendo los pies con ligereza, con los antebrazos levantados y las manos sueltas, como suelen hacer los que practican el jogging. Todo normal en apariencia.

Pero no lo era. El grupo se deshizo, y sus miembros se dispersaron sin dejar de correr. Cuatro cruzaron la calle hacia Carl y Martine, mientras otros dos se dirigían hacia él. Eran limpiadores, asesinos a sueldo, y sus objetivos eran su equipo y él, lo que quería decir que alguien (quizá el de la Vespa, o el hombre de la sudadera con el carrito de niño) les había explorado el terreno previamente.

Con los ojos puestos en los dos que corrían hacia él, Bash se metió la mano en el interior de la chaqueta, desabrochó la sobaquera y asió la empuñadura de su Browning.

Judd tenía la vista clavada en Odile mientras ella y él bajaban las pistolas hacia sus costados. Nadie se movió ni dijo palabra; todos estaban en suspenso, en un cuadro viviente de tensión. No había más sonido que la respiración jadeante, asustada, de Roberto, que parecía resonar sobre las superficies duras de la cocina. Roberto corrió hasta Yitzhak, que lo rodeó con un brazo.

Eva se acercó más a Odile, aparentando que lo hacía para dejar sitio a Roberto, y se detuvo cuando estaba a poco más de un metro de ella. Judd, recordando su dominio del karate, cruzó una mirada con ella. Ella entrecerró los ojos y asintió levemente con la cabeza.

Judd retrocedió, apartándose de Angelo.

—Háblame de la Biblioteca de Oro —le dijo.

Pero fue Odile quien le respondió.

—No hay nada que decir. Todos hemos sentido curiosidad por el tema desde hace años, claro está.

—Mentira —dijo Judd—. Si estáis aquí, es por la biblioteca. Por eso ha sacado Angelo la pistola. Por eso tenéis hombres fuera. Queréis evitar que la encontremos.

Angelo Charbonier se irguió contra la pared, alisándose la chaqueta de sport.

—Lo que yo quiero saber es a quién habéis informado de lo que habéis descubierto —dijo.

—Te lo diré —mintió Judd— si tú me dices qué relación tienes con la biblioteca.

—Supongamos, a modo de hipótesis, que tienes razón cuando dices que sabemos algo —dijo Angelo despacio—. Supongamos, incluso, que yo soy miembro del pequeño club de bibliófilos que patrocina la biblioteca.

—¿Mi padre era miembro también? —preguntó Judd inmediatamente.

Angelo pareció sorprendido por un instante, y después negó con firmeza con la cabeza.

—Ahora os toca a vosotros —dijo.

Aquello era un comienzo, pero Judd no se fiaba de Angelo.

—Supongamos que os damos la escítala —dijo—, y que vosotros nos contáis más cosas. Después, todos podemos marcharnos vivos y olvidarnos de que aquí haya pasado nada.

—Eso tiene sus posibilidades —reconoció Angelo.

Judd volvió a mirar a Eva, y ella le devolvió la mirada.

Señaló la mesa.

—Allí tenéis la escítala. Es toda tuya, Odile. Cógela.

—¡No! —gritó Angelo.

Pero era demasiado tarde. Odile ya había empezado a caminar hacia la mesa.

Bash tomó una decisión rápida. La misión que le habían encomendado era proteger a Judd Ryder y a Eva Blake. Sus compañeros de equipo, Martine y Quinn, tendrían que valerse por sí mismos. Él tenía que irrumpir en la casa del profesor, y enseguida.

Ninguno de los dos limpiadores que corrían hacia él había enseñado todavía un arma, y lo más probable era que no pensaran hacerlo hasta que estuvieran a su lado y pudieran liquidarlo discretamente. Se concentró en ellos mientras se impulsaba cada vez más deprisa en su tabla.

Los dos estaban a solo seis metros de él. Sin dejar de correr, se pusieron tensos al ver cómo aumentaba su velocidad. Se levantaron las camisetas unos dedos y sacaron pistolas de pequeño calibre con silenciadores montados.

Bash sacó la Browning. El aire por el que se desplazaba velozmente le parecía caliente y pegajoso. Los dos asesinos apuntaron. Él dobló las rodillas, adelantó el pie izquierdo hacia la punta del monopatín, y con el otro pie lanzó un pisotón en la cola del mismo. La tabla saltó por el aire al instante.

Los hombres, sorprendidos, alzaron la vista bruscamente. Bash desplazó su peso, y la tabla chocó contra el pecho de uno de los hombres. Este cayó de espaldas pesadamente, y su pistola salió despedida.

Bash aterrizó y rodó sobre sí mismo para amortiguar la caída. Impactó una bala en la acera junto a él, pero él no dejó de rodar. Le cortaron la piel fragmentos de cemento. El limpiador caído había recuperado rápidamente su pistola, y se estaba levantando del suelo para quedar en cuclillas cuando una segunda bala impactó contra la acera cerca de la cabeza de Bash.

Bash disparó dos veces, un tiro al pecho del hombre que estaba de pie y el segundo al pecho del otro. La sangre les manó a borbotones de las camisetas. Los transeúntes que caminaban hacia ellos por ambos lados huyeron gritando y chillando. Al mismo tiempo, sonó un disparo al otro lado de la calle.

Bash se incorporó de un salto y miró a través del tráfico. Martine estaba derrumbada en su tumbona, con la cabeza hundida sobre el pecho, y Quinn, por su parte, estaba tendido en el banco sobre el costado. Bash inspiró a fondo. Habían abatido a los dos. Vio después que los que los habían matado volvían corriendo hacia el bordillo, disponiéndose a cruzar la calle para ir a por él.

Recogió su monopatín y subió corriendo los escalones de acceso a la puerta de Yitzhak Law.