Capítulo 27

Roma, Italia

ERAN las tres de la tarde; hacía un sol fuerte, que resultaba casi abrumador tras la lluvia fría y gris de Londres. Eva caminaba por el barrio Monti, de siglos de antigüedad, en Roma. Monti, justo al sur de la Via Nazionale, era un remanso de paz de artistas, escritores y gentes adineradas, y no solía figurar en las guías turísticas. A ambos lados de la calle había casas altas, cubiertas de hiedra, solo separadas por callejones adoquinados poco más anchos que un carro romano. Los viandantes paseaban por las calles.

Eva, sujetando con fuerza su bolso de bandolera contra su costado, se arriesgó a volver la vista atrás. Según lo esperado, Judd la seguía a varias casas de distancia; tenía un aspecto mediterráneo con sus gafas de sol, su rostro bronceado y su nariz aguileña. Habían dedicado el tiempo necesario a comprarse ropa nueva, para no desentonar con el clima más cálido y con el estilo local. Él llevaba una chaqueta de sport marrón suelta, una camisa azul con el cuello abierto, y pantalones vaqueros italianos. Ella también llevaba vaqueros italianos, con camisa y chaqueta verdes.

Mientras pasaban velozmente los Fiat y las Vespas, ella atravesó una piazza sombreada por los árboles, llena de niños preescolares que correteaban bajo la mirada amorosa de las niñeras. Por fin, pasó a la calle transitada donde vivía Yitzhak Law.

Judd, sin dejar de seguir a Eva, oteó discretamente aquella zona bulliciosa, y detectó a los tres miembros del equipo que había enviado Tucker Andersen para que vigilaran la casa del profesor Law.

Uno estaba al otro lado de la calle: un hombre con bolsa de compra de tela, vestido con traje gastado y sentado en un banco. Otro estaba un cuarto de manzana más allá; era, aparentemente, una mujer de edad avanzada, arrellanada en una tumbona bajo un turbinto, ante una trattoria, leyendo el diario italiano La Repubblica. El tercero era un joven que practicaba el monopatín, con gafas de sol y mochila. Pasó perezosamente haciendo eses con la tabla, haciendo girar las caderas al ritmo de la música que oía por sus auriculares.

Judd llamó por su móvil al skater, que era el jefe del equipo.

—¿Alguna novedad, Bash?

La unidad llevaba en posición una hora; era menos tiempo del que él habría querido, pero había sido preciso montarla con los oficiales encubiertos que ya tenía Catapult en operaciones en Roma y en sus cercanías.

—Todo va bien, tío. No ha entrado ni salido nadie —le informó Bash Badawi. Saltó de la acera con su tabla.

—Avísame si cambia la situación.

Judd observó a Eva, que avanzaba por delante de él a pasos largos y confiados, con la cabellera pelirroja brillante a la luz resplandeciente del sol. Apretó el paso.

Cuando pasó a su lado, dijo sin mover los labios:

—Es seguro. Entra.

La casa de Yitzhak Law era un edificio de tres pisos, de piedra amarilla antigua, con ventanas grandes y contraventanas blancas. Eva subió corriendo los escalones gastados y tocó el timbre. En el interior sonó un carillón.

Cuando se abrió la puerta, Eva esbozó una amplia sonrisa.

Buon giorno, Roberto —dijo.

Roberto Cavaletti era la pareja de Yitzhak desde hacía mucho tiempo.

—No te quedes ahí parada, Eva. Pasa, pasa. Estoy encantado.

La besó en las dos mejillas, haciéndole cosquillas con su barba castaña, que llevaba muy corta. Era de poca estatura y delgado, y producía el aspecto de un zorro ágil, con rostro inteligente y ojos castaños claros.

—Me he traído a un amigo —advirtió Eva.

Se volvió y señaló con la cabeza hacia Judd. Este, después de echar una ojeada a su alrededor, no tardó en llegar al lado de ella, y ambos pasaron a un zaguán decorado con antigüedades y pinturas. En el ambiente perduraba el aroma fragante de una salsa de tomate con especias. En Roma, la comida del mediodía era tradicionalmente la principal del día, y se hacía en casa, entre el mediodía y las tres de la tarde; por eso había tenido ella la firme esperanza de encontrar allí a Yitzhak.

Eva presentó a Judd, diciendo que había venido con ella de los Estados Unidos como compañero de viaje.

Benvenuto, Judd. Bienvenido —dijo Roberto, dándole la mano con entusiasmo—. ¿No tienes jet lag? No parece que tengas jet lag.

El desfase horario era una preocupación constante de Roberto, que nunca viajaba más allá de la zona horaria de Roma, a pesar de que Yitzhak lo solía invitar con frecuencia a acompañarlo.

—Ni pizca de jet lag —le aseguró Judd.

Roberto, aliviado, se volvió hacia Eva, le puso las manos en las caderas y la riñó:

—No te has mantenido en contacto.

Con esta breve frase había cubierto el accidente de tráfico, su declaración de culpabilidad y su estancia en la cárcel, haciéndole saber al mismo tiempo que, por lo que a él respectaba, seguían siendo amigos.

—Tienes razón, y es culpa mía. Me encantó la carta que me enviasteis Yitzhak y tú.

Eva no había confiado en la compasión que se apreciaba en la nota que le habían enviado los dos hombres, y por eso no los había respondido. Vio con claridad repentina cómo se había aislado a sí misma.

—Estás completamente perdonada. Yo soy como el papa, severo pero magnánimo. ¿Tienes hambre? ¿Te apetece un caffé? Se está haciendo ahora mismo.

En Roma, el café tenía tanta importancia como el vino.

—Un café estaría muy bien —dijo ella—. Como lo haces siempre, molto caldo.

Él sonrió, agradeciendo el cumplido, y se dirigió a Judd.

—¿Y tú, amigo de Eva?

—Desde luego. Le ayudaremos.

Roberto miró a Eva y enarcó las cejas.

—Tiene buenos modales. Lo apruebo.

Después, le susurró al oído:

—Y es guapísimo.

Señaló hacia el pasillo a la manera italiana, con una mano extendida con la palma hacia abajo, y los siguió.

Mientras pasaban ante puertas abiertas que daban a un cuarto de estar y a un comedor pequeño y elegante, ella le preguntó:

—¿Está Yitzhak en casa? Nos encantaría verlo también a él.

—Por supuesto. Y él querrá veros. Le llevaréis el café. Está en su rifugio.

Pasaron a la cocina moderna, reluciente con sus paredes blancas esmaltadas, donde había una nevera y una cocina de acero inoxidable. El aroma del café recién hecho se extendía por la amplia habitación. Roberto vertió el café en una jarra, y dispuso después en una bandeja tazas, una jarrita de crema, un azucarero y unas cucharillas.

Señaló la bandeja.

—Es responsabilidad tuya, Judd —dijo.

Judd la tomó.

—Muéstreme el camino —dijo.

Roberto volvió a llevarlos al pasillo y hacia la parte trasera de la casa, donde una amplia escalera subía dos pisos, pero abrió la puerta que estaba debajo de las escaleras, dejando al descubierto unos escalones sencillos de madera que descendían. Subía una corriente de aire fresco. Agachando la cabeza, bajaron al sótano, en cuyas paredes y suelo de ladrillos bastos e irregulares se apreciaba la antigüedad de la casa.

Lo más notable del sótano era lo que había en el centro de su suelo, un agujero irregular con escalones de madera, construidos solo diez años atrás, que descendían hacia lo que parecía ser un abismo. Junto al agujero había una trampilla de ladrillos viejos montados sobre una plataforma de madera contrachapada. La trampilla tenía las dimensiones exactas del agujero, y Eva comprendió que, al bajarla, los ladrillos encajarían con precisión unos con otros, con lo que el agujero no se apreciaría.

Judd miró hacia abajo y aparentó sorprenderse.

—¿Dónde están las llamas? ¿Y los alaridos de las almas condenadas?

Roberto se rio.

—Este no es el infierno de Dante, mi nuevo amigo. Vas a ver un espectáculo glorioso que han presenciado pocas personas. Pero es que estamos en Roma, que ha sido la caput mundi, la capital del mundo, donde vivía un millón de almas cuando París y Londres no eran más que asentamientos remotos de chozas de barro. No es de extrañar que los romanos seamos tan orgullosos. Os dejo aquí.

Dijo en voz alta por el pozo:

—Tenemos dos visitantes más, amore mio. Prepárate para recibir una sorpresa agradable.

—¿Más visitantes? —dijo Judd, con expresión de curiosidad, sin desvelar nada. La presencia de extraños complicaría su tarea de enterarse en poco tiempo de lo que quería decir el mensaje de Charles.

Roberto asintió con la cabeza.

—Eva se alegrará —dijo con aire de misterio, y volvió a subir las escaleras.

Eva ya conocía por visitas anteriores aquellos escalones empinados. Se volvió y bajó de espaldas, asiéndose a la barandilla. Judd la siguió, llevando la bandeja en equilibrio, y entraron en los dominios privados del profesor.

Era un local extenso, iluminado con lámparas de pie y que abarcaba todo el ancho de la casa. En cuanto a su longitud, llegaba desde el jardín trasero hasta la calle. Al parecer, por el lado de la calle había un túnel pequeño al borde de un largo montón de escombros. El suelo era de mármol frigio rojo reluciente. En él estaban dispuestas aquí y allá esculturas de desnudos que se habían descubierto durante las excavaciones. Algunas columnas de mármol rosado parcialmente expuestas (seguían enterradas en su mayor parte en la tierra parda desnuda) arrojaban un brillo pálido. Había una pared al descubierto; era de ladrillos planos, lisos, en los que se apreciaba la labor meticulosa de los constructores de dos mil años atrás. Su pieza central, que siempre aceleraba un poco el pulso a Eva, era un mosaico impresionante que representaba a Júpiter y a Juno, rey y reina de los dioses romanos, sentados en sendos tronos. Eran pocos los que lo habían visto desde que había quedado enterrado en la antigüedad.

Eva percibió que Judd quedaba asombrado para volver al cabo de un instante a su estado de atención penetrante. Judd recorrió con la mirada la sala, donde estaba sentado Yitzhak con un hombre y una mujer, en sillas de madera, alrededor de una mesa sin barnizar en la que estaban sus notas y sus gafas de cerca. El profesor, estadounidense, era un erudito de fama mundial, estudioso de la historia griega y romana, con atención especial al judaísmo. Llevaba publicados una docena de libros sobre la materia.

Eva esbozó una sonrisa y los tres se pusieron de pie. El profesor se dirigió hacia ella a paso vivo, con los brazos abiertos. Era un hombre pequeño, de hombros caídos, que irradiaba el optimismo enérgico propio de los nativos de Roma. Tenía el rostro y el vientre redondos, los ojos penetrantes, y el cráneo, completamente calvo, le brillaba a la luz. Tenía poco más de sesenta años, quince más que Roberto.

—Querida, ha pasado demasiado tiempo —dijo, envolviéndola en sus brazos.

—Demasiado tiempo —dijo ella, devolviéndole el abrazo.

Cuando la soltó, ella le presentó a Judd.

—¿Te gusta mi pequeño sanctasanctórum, Judd? —le preguntó Yitzhak con curiosidad—. En la era de Augusto fue propiedad de familias ricas. Una vez que tuvimos que hacer obras de reparación, Roberto vio algunos fragmentos de cerámica bajo los ladrillos del sótano, y así fue como lo descubrimos.

—La antigua Roma es una ciudad enterrada bajo estratos de historia que en algunas partes tienen quince metros de profundidad —explicó Eva—. Lo que ves no es corriente; más de un ochenta por ciento sigue sin descubrir.

—Por favor, Judd, no nos delates —dijo Yitzhak con un susurro humorístico—. Nosotros, los propietarios privados, hacemos nuestras excavaciones de noche, como ladrones, porque no queremos que los de Beni Culturali se nos presenten en la puerta de casa para desahuciarnos. Y tienen esa costumbre, para que nuestros pequeños hallazgos sean públicos.

Miró a su alrededor con un brillo en los ojos.

—Este silencio y este aislamiento producen la extraña sensación de que el pasado lejano se puede tocar, ¿verdad que sí? —añadió.

—Así es —asintió Judd mientras dejaba en la mesa la bandeja del café. Después, añadió lo que Yitzhak quería oír—: Este lugar suyo es muy hermoso.

El profesor sonrió ampliamente, llenando de arrugas su rostro redondo.

—Debo presentarte a mis otros invitados. Estos son Odile y Angelo Charbonier, venidos de París pasando por Cerdeña. Acabamos de hacer una comida deliciosa. Y, ¿cómo no? Somos viejos amigos. Tan viejos amigos, que Angelo lleva años comprando y leyendo mis libros, y subrayo lo de comprando —observó, guiñando un ojo a Judd—. ¿Se puede pedir más? Eva, creo que tú ya conoces a los Charbonier.

Angelo dio la mano a Judd con energía.

—Encantado —dijo, con solo un leve acento francés.

Angelo, que pasaba del metro ochenta y no había cumplido los cincuenta, tenía expresión fresca y aspecto vigoroso con su camisa blanca de cuello abierto, chaqueta beis y pantalones sueltos. Tenía la cara tallada a escoplo de los hombres europeos que pasan muchas horas en los gimnasios de sus clubes deportivos exclusivos. Aunque era un adinerado banquero de inversiones, a Eva le había parecido siempre un compañero de trato sencillo y encantador en las inauguraciones y en las cenas en las que habían coincidido.

—Encantado de conocerle —dijo Judd a su vez, sin que Eva pudiera leer nada en su rostro sonriente.

Odile, siempre más reservada, dio la mano a Judd y dijo simplemente:

—Un placer.

—Igualmente —dijo Judd.

Odile, un poco más joven que Angelo, era más callada, de rasgos refinados y pelo rubio platino perfectamente arreglado. Tenía aspecto grácil y atlético con su chaqueta y pantalón carísimos de terciopelo. Al mismo tiempo, aparentaba una cierta dureza, que sin duda le había resultado útil cuando Angelo y ella habían ido ascendiendo por la sociedad parisina gracias a los contactos de negocios de él y a las labores benéficas de ella.

Después de haber cambiado algunas frases amables con Judd, Angelo se dirigió a Eva.

—Lamento lo de Charles. Está claro que su muerte fue una tragedia. ¿Me permites que te diga que, pasara lo que pasara, fue un acccidente, y sin duda no fue culpa tuya? Charles era un gran hombre, y tú eres una gran dama. Odile y yo siempre te hemos apreciado.

Echó una mirada a Odile, que asintió firmemente con la cabeza.

Odile dio la mano a Eva.

—Ay, chérie, lo sentimos tanto que no tenemos palabras.

Angelo le tendió también la mano al momento. Eva, conmovida, se la tomó.

Él le apoyó los labios en el dorso de la mano. Cuando levantó la vista, le sonrió mirándola a los ojos.

—Me alegro de que tú no salieras malherida del accidente con el coche.

—Gracias, Angelo. Gracias, Odile. Sois muy amables los dos.

—¿Por qué no me dijiste que venías, Eva? —se quejó Yitzhak, observándola—. Llevábamos mucho tiempo sin tener noticias tuyas.

—Es culpa mía —reconoció ella—. No estaba segura de que…

—¿De que te siguiésemos adorando? —concluyó Yitzhak por ella—. ¡Qué tonta! Claro que sí.

—Te interesará saber que Yitzhak y yo estábamos hablando ahora mismo de la Biblioteca de Oro —le dijo Angelo—. Nos perdimos la inauguración en el Museo Británico.

—Ah, el Libro de los Espías —dijo Yitzhak—. Qué hallazgo.

Se inclinó sobre la mesa y tomó la jarra.

—¿Quién quiere café?

—Pasadlo bien. Yo voy a subir a pedir a Roberto mi copita de costumbre —dijo Odile.

Mientras Odile ascendía por los escalones, Yitzhak fue sirviendo crema y azúcar a cada uno según su gusto, y repartió después las tazas. Mientras los cuatro estaban juntos de pie, Eva echó una mirada a Judd, que había estado observando disimuladamente a los Charbonier. Judd, al ir a beber café, le dedicó una sonrisa por encima de la taza. Ella no leyó nada en sus ojos grises.

—Ojalá viviera Charles para que hubiera podido asistir a la inauguración —dijo el francés—. Estoy seguro de que nos habría ofrecido otra teoría sobre la situación de la biblioteca. Sus teorías eran siempre muy ingeniosas. ¿Pudiste ir tú? —preguntó, mirando a Eva.

—Sí. Fue interesante, y el Libro de los Espías es fabuloso.

—Me das envidia —dijo el profesor, y bebió de su café.

—¿Qué crees que habría dicho Charles? —preguntó Angelo con curiosidad.

Judd intervino sin dar a Eva tiempo de responder.

—De hecho, Charles sí que dijo algo… en cierto modo.

Eva, sorprendida, lo miró fijamente.

—Eva, creo que este es buen momento de poner al día al profesor —le dijo Judd—. No es necesario que lo aburras con una larga explicación. Bastará con que le des el mensaje de Charles.

Al parecer, Judd había llegado a la conclusión de que podía hacerlo sin peligro. Angelo Charbonier también era bibliófilo, y quizá pudiera resultar útil… ¿O sería que Judd estaba poniendo al francés a prueba de alguna manera?

—Es una cosa que he encontrado hace poco —dijo Eva, e hizo una pausa—. Solo era tu nombre, Law, y la fecha del aniversario de bodas de Charles y mío en 2008, el que pasamos con Roberto y contigo. ¿Sabes por qué me dejaría Charles un mensaje como este?

El profesor frunció el ceño mientras intentaba hacer memoria. Se frotó la barbilla. Por fin, se rio por lo bajo.

—Claro. A mi viejo cerebro casi se le había olvidado. Charles dejó un regalo secreto para ti, Eva… o para un enviado tuyo, si me lo mandabas; pero tenías que pedirlo y citar la fecha del aniversario.

Se dirigió hacia la escalera.

—¿Está aquí? —preguntó Eva, emocionada.

El profesor se volvió hacia ella; los ojos le bailaban de alegría.

—Sí —dijo—. Ven conmigo. Yo también tengo ganas de saber qué es.