Londres, Inglaterra
DOUG Preston estaba sentado en su coche alquilado en un aparcamiento público próximo al río Támesis, con los brazos cruzados, la cabeza echada hacia atrás, dormitando a ratos. Había entregado el cuerpo de Charles al avión de la Biblioteca de Oro, y ya se lo habían llevado para ponerlo a salvo. También había llamado a su contacto de la NSA, quien más tarde le había comunicado la mala noticia de que el teléfono móvil de Eva Blake estaba desconectado, por lo que no era posible localizarlo todavía. Después, se había ocupado de un nuevo encargo para Martin Chapman, contratando a un especialista de Washington para que entrara en la casa de Ed Casey.
Ahora esperaba una llamada de la NSA con la noticia de que el móvil de Eva Blake estaba activado y ya tenían su situación exacta; o del director, que le dijera que se había enterado por medio del pinchazo a Ed Casey de a dónde se dirigía ella. Cualquiera de las dos cosas serviría.
Agitado, cambió la postura de su cuerpo dolorido ante el volante. El aparcamiento estaba moteado de sombras primaverales. En algún lugar del río sonó la sirena de un barco. Consultó su reloj. Pasaba un poco de la una de la tarde. Cerró los ojos sin prestar atención al dolor de las costillas. Estaba empezando a quedarse dormido de nuevo cuando sonó por fin su móvil.
Martin Chapman le habló con voz cargada de indignación.
—Tucker Andersen es de la CIA.
—De modo que lo de Estado era su tapadera. Cuéntemelo todo.
Chapman le relató la noticia escalofriante.
—Judd Ryder envió un correo electrónico a Tucker Andersen. Lo sabemos porque Andersen envió una copia del mensaje a Catherine Doyle, que también es de la CIA. Forman parte de algún tipo de programa negro. Doyle es la jefa —dijo el director con voz tensa—. Ryder trabaja ahora con contrato privado para la CIA.
—¿El hijo de Jonathan Ryder?
—Sí. Él es el tirador, y ha estado ayudando a Eva Blake. Todo lo que pasó en el Museo Británico fue un montaje. Fue la CIA la que puso el chip en el libro y la que hizo que levantaran la condena a Blake. Se proponen encontrar la Biblioteca de Oro. Vamos a tener que enfrentarnos a tu antigua gente, Preston. Eras leal.
La voz se había vuelto más dura; la pregunta tácita quedó en el aire.
—Eso fue hace mucho tiempo. En otra vida. Me alegré de marcharme. Me alegré todavía más de que me contratase usted.
Dijo después las palabras que sabía que quería oír el director, y las dijo con sinceridad:
—Mi lealtad está solo con usted, con el club de bibliófilos y con la Biblioteca de Oro.
Hubo una pausa.
—El correo electrónico decía que Ryder y Blake se dirigían a Roma para ver a Yitzhak Law. No podrás llegar allí a tiempo. ¿Cómo propones que se lleve esto?
Preston reflexionó, con la vista perdida a través del parabrisas del coche. Forjó mentalmente un plan, y se lo expuso al director.
—Bien. Me gusta —dijo el director—. Como estamos tratando con una unidad negra, está cerrada en sí misma. Es la única ventaja que tenemos. Yo tengo una idea para ocuparme de Tucker Andersen y de Catherine Doyle. Volveré a ponerme en contacto contigo cuando te necesite.