En vuelo sobre Europa
EL turbojet Gulfstream V se remontaba por el cielo nocturno. Sus potentes motores Rolls-Royce zumbaban suavemente. Sobre el aparato se extendía una bóveda infinita de estrellas rutilantes, y muy por debajo de él, nubes grises de tormenta salpicadas de relámpagos zigzagueantes. Judd Ryder observaba desde su ventanilla el paisaje celeste, con un sentimiento de estar suspendido entre dos mundos que le producía incertidumbre y una cierta sensación de peligro. Se preguntó en qué habría estado metido su padre, y en qué medida había salido a él.
Se quitó de encima sus emociones, se reclinó en su asiento y se concentró. El reactor Gulfstream los había esperado en un hangar privado del aeropuerto de Gatwick; era uno de los aviones que solía alquilar Langley para transportar a empleados federales y a los presos muy valiosos. Eva y él eran los únicos pasajeros, e iban sentados juntos cerca del centro de la cabina. El reposabrazos de cada asiento tenía incorporado un ordenador portátil y conectores para aparatos electrónicos. En sus mesillas había tazas humeantes de café recién hecho en la cocina de a bordo. El rico aroma perfumaba el ambiente.
Miró con atención la cara cansada de Eva, su barbilla redondeada, su leve bronceado californiano. La cabellera pelirroja le formaba una guirnalda de largos rizos alrededor de la cabeza, que tenía apoyada en el asiento. Los párpados de sus ojos azules estaban a medio cerrar. En aquel momento no manifestaba nada del fuego ni de la combatividad que tanto lo habían exasperado a él; por el contrario, parecía blanda y vulnerable. Todavía no tenía claro el concepto que tenía de ella. En cualquier caso, aquello era irrelevante. Lo importante era que la necesitaba para la operación. Esperaba poder enviarla de vuelta a California dentro de poco tiempo.
Eva abrió los ojos.
—Debería intentar ponerme en contacto con Peggy —dijo.
—No puedes encender el móvil mientras estamos en vuelo, pero puedes usar el mío.
Ryder conectó el cable de su móvil en el reposabrazos, accediendo al sistema de comunicaciones inalámbrico del avión. Explicó a Eva cómo funcionaba el modo seguro del teléfono y le enseñó a hacer lo que a los demás les parecería una llamada normal.
Eva marcó el número del móvil de Peggy. Cuando oyó la voz que le contestó al otro lado, miró a Ryder frunciendo el ceño.
—¿Puedo hablar con Peggy, por favor?
Hubo una pausa.
—No le voy a decir quién soy mientras no me diga quién es usted.
Otra pausa. Eva cortó la conversación bruscamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él al momento.
—Ha respondido un hombre. Me hacía preguntas.
Mientras volvía a marcar, le dijo:
—Llamo a información para pedir el número del hotel Chelsea Arms.
Cuando lo tuvo, volvió a llamar.
—Con la habitación de Peggy Doty, por favor.
Escuchó.
—Sé que tiene una habitación allí. Íbamos a compartirla… ¿Cómo? ¿Que ella qué?
Miró fijamente a Ryder con cara de susto.
—Peggy ha muerto. El recepcionista dice que la Policía cree que se ha suicidado de un tiro; pero es imposible que se haya quitado la vida. Tiene que haberla matado alguien.
Impresionada, sacudió la cabeza.
—Me parece increíble que esté muerta —dijo. Le rodaban las lágrimas por las mejillas.
Él, al verla, volvió a sentir la pérdida terrible de su padre, el conflicto de emociones. Fue a la cocina; volvió con una caja de servilletas de papel y se la dio. Mientras Eva se secaba los ojos y se sonaba la nariz, él le dijo:
—Lo que supongo es que Charles dijo a Preston que Peggy era amiga tuya, y Preston fue a verla esperando encontrarte allí. La ha matado él. Lo siento, Eva. Esto es terrible para ti.
Vio de pronto la imagen de su padre, cuando este tenía aproximadamente la edad actual de él, mirándolo desde su altura mientras él montaba en el tiovivo del parque Glen Echo. La buena cabellera rubia, la nariz y la barbilla bien marcadas, la expresión de felicidad en el rostro mientras la música llenaba el aire y él estaba de pie junto a su hijo en actitud protectora. Judd tenía unos cinco años y había montado en un caballito de color palomino, con crin plateada ondulada al viento. Al subir y bajar el caballito mientras daba vueltas el tiovivo, sintió que se escurría. Su madre lo saludaba con la mano con el rostro radiante de orgullo. Cuando él levantó una mano para devolverle el saludo, se cayó; tenía las piernas demasiado cortas como para recobrar el equilibrio apoyándose en el suelo. Quedó suspendido con medio cuerpo fuera del caballo.
—Sujétate fuerte y tira para volver a subir —le dijo su padre con calma—. Tú puedes.
Él se asió con fuerza del poste y fue recuperando la posición poco a poco, tirando tanto que le dolían los brazos.
—Puedes hacer cualquier cosa, Judd. Cualquier cosa. Algún día, ya no te hará falta que yo esté a tu lado.
Advirtió de pronto que Eva estaba hablando.
—Esas personas tienen una maldad indescriptible —le decía, mirándolo con expresión fría—. Qué canallas. Tenemos que encontrarlos.
—Los encontraremos —dijo él.
Tomó su chaquetón del asiento del otro lado del pasillo.
—¿Estás preparada para trabajar un poco?
—Desde luego que sí.
Ryder sacó los artículos que había tomado del marido de Eva: teléfono móvil desechable, cuadernito forrado en piel, cartera y navaja suiza. Dejó en el bolsillo la pistola Glock y echó el chaquetón al asiento contiguo. Después, se quitó la chaqueta de pana y la echó encima. Se acomodó de nuevo en el asiento y se ajustó la sobaquera de la pistola.
Ella tenía en la mano el cuaderno e iba pasando las páginas. Él, después de pensárselo, optó por dejar que empezara ella con el cuaderno.
Él revisó el móvil de Sherback, buscando números de teléfono.
—Tiene la lista de contactos protegida por clave. ¿Qué clave usaría?
—Probablemente será algo clásico. Un nombre griego o romano. Prueba con Séneca, Sófocles, Pitágoras, Cicerón, Augusto, Arquímedes.
—Vale, ya te he entendido —dijo él. Se puso a marcar un nombre tras otro.
—Esto es interesante —dijo ella por fin—. He mirado todas las páginas, pero no hay ninguna lista de nombres, con números de teléfonos y direcciones o sin ellos. Parece que solo aparecen sus pensamientos y diversas citas. Cada anotación lleva su fecha, y las más antiguas son de hace seis años. Esto significa que ya lo tenía cuando vivíamos juntos, pero yo no se lo había visto nunca.
—Si te lo ocultaba, es que ya había empezado a tener secretos.
Ella asintió con la cabeza.
—Escucha esto —dijo—; es la primera anotación, y te da una primera idea: «En la Antigüedad, el culto a un dios se realizaba en un entorno hermoso: una arboleda, un lugar sagrado o un templo. No es casualidad que casi todas las bibliotecas estuvieran en lugares de culto paganos, así como en tiempos posteriores estuvieron en mezquitas, tabernáculos e iglesias. La palabra escrita tiene siempre un poder mágico, divino, que unifica al pueblo. Naturalmente, la religión quería controlar esto. Pero es que los libros son sinónimo de Dios».
—Mira a ver si habla en alguna parte de la Biblioteca de Oro o de Yitzhak Law.
—Lo he estado buscando. Aquí hay otra cita: «Hay libros que no podré encontrar nunca, mucho menos leerlos».
—Conmovedor.
Ella asintió con la cabeza y siguió leyendo en silencio.
A Judd ya no se le ocurrían más nombres que probar para buscar la clave del móvil de Charles. Se detuvo, con los dedos sobre el teclado.
Ella levantó la vista.
—Acabo de encontrar una de las citas favoritas de Charles. Es de Aristóteles. «Todas las personas desean saber por naturaleza». Parece adecuada. Prueba con Aristóteles.
Él pulsó las letras del nombre del filósofo griego, y apareció en la pantalla la lista de contactos.
—He entrado. Lo malo es que la lista está vacía. Debía de saberse de memoria los números a los que llamaba. Vale, ahora toca comprobar las llamadas entrantes y salientes.
La lista estaba protegida, pero Aristóteles volvió a funcionar.
—Solo hay dos. Los dos son números de Londres. ¿Reconoces alguno de los dos?
Le leyó los dos números de teléfono.
Ella negó con la cabeza.
—Pruébalos —dijo.
Él marcó. Con el primer número, el teléfono sonó cuatro veces, y una voz automática lo invitó a dejar un mensaje. Consideró la posibilidad, pero puso fin a la conexión. Ella lo miraba.
—Ha salido un contestador —le explicó.
Probó con el otro número y obtuvo la misma respuesta.
—Otra vez nada.
—Cuando vi a Charles en la calle, ante el hotel, estaba con una mujer rubia. Los dos números de móvil pueden ser el de Preston y el de ella. No la reconocí, pero saltaba a la vista que Charles y ella estaban juntos.
—Descríbemela.
—Pelo rubio largo y flequillo. Mona. Entre treinta y treinta y cinco, diría yo. Como de metro sesenta y cinco. Llevaba una maleta grande con ruedas. Él llevaba una mochila, que dejó a los pies de ella poco antes de empezar a perseguirme. La mochila era gruesa y de aspecto pesado, de modo que podría haber contenido el Libro de los Espías.
—Así se explicaría que el libro estuviera en el hotel.
—Sí —dijo ella, mientras volvía a la primera página del cuaderno de Charles.
Ryder examinó la navaja suiza. No tenía nada de particular; podía haber sido de Charles o de cualquier otra persona. Abrió la cartera, extrajo el carné de conducir y el dinero y extendió todo ello sobre la mesilla del asiento.
—Puede que haya encontrado algo —dijo Eva, dando unas palmaditas en el cuaderno—. Como te dije, aquí todo está fechado. He estado buscando pautas. Charles escribía algo de cuando en cuando, una vez por semana como mucho, con una excepción. Existe un periodo de tres meses, antes de nuestro viaje a Roma, en el que hizo muchas anotaciones, a veces varias al día. Eso fue cuando estaba de sabático, dedicado supuestamente a visitar algunas de las grandes bibliotecas del mundo. Él no llegó a explicarme nunca su itinerario completo, y a su vuelta no habló gran cosa del viaje.
—¿Dice en qué bibliotecas estuvo?
—No; pero lo que escribió trata casi por entero de bibliotecas.
—¿Qué crees que significa ese cambio de pauta?
—En primer lugar, contaba con bastante tiempo libre, lo que le permitía escribir sus pensamientos con mayor frecuencia; y tenía la mente puesta en el valor de las bibliotecas. Pero, en segundo lugar, no querría que yo ni nadie de la biblioteca se enterara de que se había tatuado algo en el cuero cabelludo. Así que, la secuencia de los hechos, tal como me la figuro, es la siguiente: se tatuó; pasó tres meses escondido, y volvió a casa, donde lo esperaba yo, con el pelo lo bastante largo y espeso como para que pareciera normal. Después, celebramos nuestro aniversario en Roma, con Yitzhak. Dos semanas más tarde estábamos en Los Ángeles, y otras dos semanas después fue el accidente.
—Tiene sentido.
Se tomaron el café y siguieron trabajando. Él no encontró nada escrito en los billetes de banco de Charles. Volvió a guardar en la cartera el carné de conducir y el dinero, y lo metió todo de nuevo en los bolsillos de su chaquetón. Comprobó después el cargador de la Glock de Charles. La pistola estaba limpia e impecable. No faltaba ninguna bala.
Eva le entregó el cuaderno.
—Aquí no veo nada más que pueda resultar útil. Te toca a ti.
Él lo tomó.
—Pareces cansada —le dijo—. ¿Por qué no duermes un poco?
—Creo que eso haré —dijo ella. Dejó la taza de café en la mesilla de él, y recogió la de ella plegándola en el interior del reposabrazos. Después, estirando los brazos, se subió la pernera del pantalón.
—Me voy a quitar esta tobillera electrónica.
—No. Si pasa algo y nos separamos, siempre podré encontrarte con mi aparato de seguimiento.
Ella se lo pensó y asintió con la cabeza. Reclinó su asiento y cerró los ojos.
Ryder envió a Tucker un correo electrónico en el que le pedía que identificara los dos números de teléfono que había encontrado en el móvil de Sherback y que investigara si Sherback se había alojado en el hotel Le Méridien, acompañado quizá de una mujer. Le dio el nombre falso que figuraba en el carné de conducir de Sherback, la descripción de la mujer, y el dato de que el Libro de los Espías podría haber estado en la mochila de ella. Antes, cuando había llamado por teléfono a Tucker para organizar la vuelta en avión, le había puesto al día sobre lo sucedido durante la noche, le había dado la dirección del profesor Yitzhak Law en Roma y le había pedido que consultara a la Policía de Londres sobre Preston y el cadáver de Charles Sherback.
Estudió el cuaderno y no encontró nada nuevo. Después, pasó un largo rato mirando a Eva. Por fin, reclinó la cabeza, deseando no soñar con el pasado y cayó en un sueño intranquilo.