Capítulo 24

Washington, D. C.

LA senadora Leggate se puso el albornoz, encendió un cigarrillo y agitó la mano para desviarse el humo de los ojos. Washington era una ciudad donde los favores se intercambiaban de mano en mano como las fichas del póquer. Para sobrevivir, tenías que aprender a resultar útil, vigilando, al mismo tiempo, con quién jugabas. Si querías ser un contrincante de peso en las aguas políticas de la nación, agitadas y traicioneras, tenías que ser un jugador de categoría olímpica.

Aunque la crudeza con que Thom Randklev le había expuesto lo que le esperaba si se negaba a colaborar le había producido una sensación de amenaza, también sentía un cierto júbilo. Thom había aceptado con facilidad la cifra elevada que le había pedido ella. Aquello le daba a entender que tendría acceso a más dinero todavía. Lo que temía era si sería capaz de hacerle frente (o de hacerse frente a sí misma) si alguna vez tenía que negarle algo.

Pero aquello era cosa del futuro. Dentro de varios años, quizá. Nunca, con suerte. Se dirigió con paso firme a su despacho, encendió la lámpara del escritorio, hizo girar la agenda rotatoria Rolodex y marcó un número.

—Buenos días por la mañana temprano, Ed. Soy Donna Leggate.

—Cielo santo, Donna, ¿sabes la hora que es?

Ed Casey era un miembro destacado del equipo de Apoyo de Misiones de Langley, que se dedicaba a construir y administrar centros de la CIA, a crear y mantener comunicaciones seguras, a gestionar la compañía telefónica de la CIA y a contratar, formar y asignar oficiales para todas las divisiones. Su departamento se ocupaba también de las nóminas, lo que quería decir que tenía acceso a los datos de todas las personas contratadas por la CIA… siempre que estuvieran en los registros.

—Yo llevo despierta varias horas, leyendo informes clasificados —le dijo, forjando una mentira que él pudiera creerse—. Lamento molestarte, pero quisiera que me ayudaras en una cosa antes de irme a la oficina. En uno de los informes se habla de una oficial llamada Gloria Feit, del Servicio Clandestino, pero no se dice nada de quién es su jefe. Quisiera saberlo, y saber también a qué se dedican su jefe y ella.

—Tendrías que dirigirte a la oficina del director de la CIA.

—Si empiezo a hacer preguntas sobre esto, otros miembros del subcomité harán lo mismo. Si me dirijo a la oficina del director de la CIA, se abre la posibilidad de una filtración, y entonces los sabuesos de la prensa se abalanzarán con ansia sobre cualquier cosa que puedan desenterrar. Si te llamo es porque sé que tú y yo compartimos nuestro propósito de proteger a Langley siempre que sea posible.

—Existe una cadena de mando, y yo no me la salto.

—Mientras marcaba tu número —siguió diciendo ella con tono pensativo—, me estaba acordando de cuando me dijiste que necesitabas un fondo de ahorro para los estudios universitarios de tus chicos. ¿Qué edad tienen ahora?

A Ed le cambió la voz. Quizá con un matiz de culpabilidad.

—Te agradezco que me facilitaras la posibilidad de comprar acciones del Grupo Parsifal —dijo.

Ella remachó la idea:

—¿Ha sido una buena inversión para ellos?

—Sí —reconoció él.

—Cuánto me alegro. Creo que a todos nosotros nos gusta ayudarnos mutuamente siempre que podemos. Lo que te estoy pidiendo, lo puedo conseguir de otro modo. Solo que lo quiero ahora, mientras lo tengo fresco en la cabeza.

—¿De qué trata el informe?

—Está clasificado M, lo siento.

La M indicaba una operación encubierta extraordinariamente sensible. Los códigos de seguridad de una sola letra estaban entre los más elevados que empleaban los Estados Unidos, y aquello quería decir que la información era tan secreta que solo se podía aludir a ella por medio de iniciales, y que de ningún modo se podía hacer partícipe de ella a Ed.

—Puedes pedir por correo electrónico a tu oficina la información sobre Gloria Feit.

—Espera —gruñó él.

La senadora Leggate sonrió para sus adentros. En tiempos había visto a su marido conseguir lo que quería a base de halagos y de amenazas, y ahora era ella la que ocupaba el puesto de mando.

Johannesburgo, Sudáfrica

Thom Randklev estaba de pie ante el ventanal de su despacho, con las manos unidas a la espalda en postura cómoda, contemplando las rocas y los estratos del Witwatersrand, que en afrikáans significa «el risco del agua blanca». Al desplazarse las nubes, dejando paso al sol, relucían depósitos de cuarzo que atraían su mirada. Tuvo por un instante una viva sensación de orgullo.

Del Witwatersrand había salido el cuarenta por ciento de todo el oro que se había extraído en el planeta en toda su historia, y había sido el origen de la primera pequeña fortuna de su familia. Después, el perezoso de su padre lo había perdido todo, entre el alcohol, los divorcios y el tren de vida descontrolado. Pero Thom ya lo había recuperado con creces, y tenía casas en Saint Moritz, París y Nueva York. En esta última ciudad era donde había conocido a la senadora Leggate y donde había empezado a cultivar su trato. Tal como había asegurado Thom al director, la senadora era quien podía encargarse del primer paso para resolver el problema de por qué la CIA quería exhumar a Charles Sherback.

Mientras repasaba mentalmente las cosas que había conseguido, se volvió para mirar los libros que cubrían dos largas paredes de su despacho. La información que le había comunicado el director lo había inquietado; pero, al mismo tiempo, tenía confianza absoluta en que la situación, fuera cual fuese, se podría resolver.

Lo que importaba era que la Biblioteca de Oro se había mantenido en secreto a lo largo de los siglos gracias a la atención cuidadosa a los detalles, y aquel secreto era el sello de los que habían heredado la biblioteca. En el mundo de hoy, las mayores guerras se libraban a puerta cerrada, en salas de juntas, y el club de bibliófilos conocía exactamente el modo de preparar, luchar y ganar todas las escaramuzas. Y aquello no era otra cosa que una mera escaramuza. Mientras daba vueltas a aquello, recordó lo que había escrito Platón: «El pensamiento es la conversación del alma consigo misma». «Muy cierto», pensó mientras se servía una copa.

Cuando sonó el teléfono, lo cogió de un tirón.

Como esperaba, era Donna Leggate.

—Gloria Feit es jefa de personal de Catherine Doyle —le dijo la senadora—. Doyle tiene una misión especial, pero no hay registro de qué se trata. Como entiendo un poco de estas cosas, creo que Doyle tiene un equipo, y que trabaja en lo más negro. Y eso significa que quizá no exista ningún registro oficial de sus empleados ni de sus misiones. Ed no me quiso decir más. La verdad es que dudo que sepa más, porque esto está por encima de su nivel de seguridad. Parece que Catherine Doyle es una OEE.

Los oficiales encubiertos extraoficiales, los OEE, eran aquellos oficiales, llenos de talento y de valor, que operaban sin la cobertura oficial de su identificación como agentes de la CIA. Si los detenían en un país extranjero, podían ser juzgados como espías y condenados a muerte.

—Gracias, Donna. Te lo agradezco. Voy a poner a mi gente a filtrarte el dinero para tu campaña de reelección. Queremos que los buenos amigos como tú sigan en el cargo.

En cuanto se la hubo quitado de encima, llamó por teléfono al director y le transmitió la información.

Estocolmo, Suecia

Era mediodía en Estocolmo, y Carl Lindström estaba sentado en la butaca reclinable de cuero de su despacho, leyendo informes financieros, cuando le llamó el director. En cuanto Carl se hizo cargo de lo que quería, fue a su escritorio, comprobó su correo electrónico y encontró la nota que le habían reenviado, con la información que había obtenido el experto en escuchas de Washington de los correos electrónicos de seguridad de Ed Casey a Langley.

Ahora, ya no solo conocía la ruta que había seguido el mensaje, el texto mismo de este y la dirección a la que se enviaba, sino también los códigos clandestinos empleados.

Provisto de estos datos, llamó por teléfono a su jefa de seguridad informática, Jan Mardis. Jan, que también había sido hacker maliciosa en otros tiempos, se encargaba de descubrir y detener los ataques contra su red informática mundial. También mantenía al día al personal a base de simulaciones de ataques contra sus sistemas; diseñaba herramientas para el hacking, y formulaba tácticas para la infiltración en las redes.

A veces les hacía trabajos especiales. El director de la Biblioteca de Oro había recurrido a ella varias veces durante los últimos meses, por medio de Carl.

—Tengo que proponerte un desafío, Jan —le dijo Lindström—. Y, cuando lo consigas, puedes contar con una gratificación generosa. Necesito que entres en el sistema informático de la CIA. Quiero que localices a un equipo determinado. Lo dirige Catherine Doyle. Uno de sus empleados de la oficina es Gloria Feit. Se trata probablemente de una unidad negra, lo que significa que van a aparecer como no registrados; pero tú y yo sabemos que en alguna parte debe de haber un registro. Te he enviado un correo electrónico con la información que necesitarás.

—Interesante.

Jan Mardis solía hablar con voz de aburrimiento, pero no en esta ocasión.

—De acuerdo, he leído su correo electrónico —añadió—. Salvo complicaciones, esto será divertido, como darse un baño en el lago Mälaren un día caluroso de verano, por así decirlo. Enrutaré mis señales por varios países; entre ellos China y Rusia, desde luego. Con esto, los polis digitales se quedarán bloqueados. Volveré a llamarle.

Carl Lindström se puso de pie y se desperezó. La delincuencia informática era la actividad criminal que aumentaba a mayor ritmo en el siglo XXI, y su empresa de software, Estrategias Lindström, era una de las que crecían más deprisa en todo el mundo. Había sufrido diversos ataques, pero nadie había sido capaz de violar los cortafuegos, gracias a Jan Mardis. Tenía confianza absoluta en ella, no solo por su habilidad, sino por factores humanos. La había salvado de ir a la cárcel a base de tirar de hilos en el sistema judicial, comprometiéndose, entre otras cosas, a darle trabajo. Las tareas adicionales que le encomendaba en secreto de cuando en cuando permitían a Jan satisfacer su afición a medirse con algunas de las organizaciones más seguras del planeta. Y le pagaba espléndidamente. Como escribió Maquiavelo, para tener éxito era fundamental entender las motivaciones de las personas… y aprovecharlas.

Mientras esperaba volver a tener noticias de ella, se acercó a su estantería, llena de volúmenes con encuadernaciones en piel repujadas. Sacó una antología de August Strindberg, que era uno de sus autores modernos preferidos. Abrió el libro, y puso los ojos en un pasaje: «El escritor no es más que un reportero de lo que ha vivido».

Pensó en ello y se lo aplicó a sí mismo. La labor de toda su vida, en la que había salido de los barrios bajos de Estocolmo para crear y dirigir Estrategias Lindström, era un reflejo de lo que había aprendido acerca de la necesidad de hacer todo lo que haga falta para protegerse de las humillaciones de la pobreza. Llegó con orgullo a la conclusión de que su empresa era su libro, era el libro que había escrito él.

Una hora más tarde, cuando se encontraba de nuevo leyendo informes financieros en su butaca reclinable, sonó el teléfono. Lo cogió.

—Soy yo, jefe —dijo Jan Mardis—. Tengo una perlita para usted. Tengo acceso al ordenador de la oficina de Catherine Doyle. ¿Quiere que busque algo en concreto?

Carl se incorporó en su asiento, y la emoción le aceleró el pulso.

—Envíame copia de todos los correos electrónicos de Doyle de las últimas veinticuatro horas. Después, sal de allí a escape.