Capítulo 23

Washington, D. C.

EL hombre aparcó su coche en una calle residencial sombría en la zona de colinas suaves y onduladas que está al norte del área central de Washington. A lo lejos, la alta cúpula del Capitolio brillaba como si fuera de marfil. Abrió la puerta del coche y salió de un salto Frodo, su pequeño terrier, que agitaba la cola.

Bajaron por la acera; el terrier, que formaba parte del camuflaje del hombre, iba por delante. Doblaron hacia la manzana de Casey. El hombre advirtió que venía hacia él, entre las sombras quietas, otro paseante madrugador con perro. Como solía hacer siempre, adoptó una sonrisa indulgente de propietario de perro y saludó con una inclinación de cabeza. Después, hizo bajar a Frodo de la acera para dejar paso libre a los otros dos.

En cuanto se hubo perdido de vista el otro paseante, el hombre se detuvo junto a un seto de arrayán cuyas ramas bajas rozaban el suelo. Deslizó la correa de Frodo por la parte inferior, y Frodo la siguió, arrastrándose hasta el interior y volviéndose después sobre sí mismo. Miraba hacia el exterior con sus ojitos negros.

—Quieto —dijo el hombre, e hizo el gesto de mando con la mano.

Frodo retrocedió inmediatamente y se acomodó entre el follaje, invisible para cualquiera que pasara. Habían hecho aquello muchas veces. Frodo no se movería ni haría el menor ruido.

Después de mirar atentamente a un lado y otro, el hombre corrió a través del césped hasta la casa de Ed Casey, con fachada de tablas de madera solapadas, y examinó las puertas y las ventanas del primer piso. Todas estaban cerradas con llave, hasta las puertas cristaleras que dominaban un estanque con peces de colores que había en el jardín trasero. Volvió a las puertas cristaleras. No tenían cerrojo. Se habían instalado pestillos, pero nadie se había molestado en echarlos. Le encantaba cómo se iba descuidando la gente a medida que transcurría el tiempo sin incidentes. Su profesión dependía de ello.

Abrió con una herramienta pequeña las puertas vidrieras y pasó a un cuarto de estar sumido en sombras. Le gustaba disponer de los planos de las casas, pero en aquella ocasión no había tenido tiempo de conseguirlos. Cuando Doug Preston lo había contratado para aquel trabajo, solo había podido darle la dirección de Ed Casey.

Pisando cuidadosamente la gruesa moqueta, salió a un pasillo central. Un reloj de pared producía un tictac rítmico. No había ningún otro ruido. Escuchó desde el pie de la escalera, y asomó después la cabeza por las puertas abiertas: un salón, un comedor y una cocina. Todos desiertos. Abrió la única puerta que estaba cerrada. Bingo: un despacho.

Sin dejar de prestar oídos a los posibles movimientos en el piso superior, fue directamente al escritorio, donde había un ordenador. Se puso a trabajar, instalando minúsculos aparatos transmisores dentro del disco duro y del teclado.

Cuando hubo terminado, volvió a escuchar la casa. Silencio. Salió del despachó y alcanzó el exterior por las puertas vidrieras. El cielo de la madrugada seguía oscuro. Volvería a la noche siguiente para retirar los chips, reduciendo así la posibilidad de que alguien llegara a enterarse de su trabajo de aquella noche.

Se detuvo cerca de la calle y oteó la zona. Por fin, caminó tranquilamente hasta el arrayán e hizo un gesto. Frodo salió corriendo, y el hombre le dio una galleta para perros. Volvió paseando con su animal hasta el coche, silbando tranquilamente.

Johannesburgo, Sudáfrica

Eran las doce y media del mediodía en Johannesburgo cuando Thomas Randklev recibió una llamada del director de la Biblioteca de Oro. En cuanto hubo colgado, Randklev telefoneó a Donna Leggate, la senadora estadounidense con menor antigüedad en el cargo del estado de Colorado. En Washington eran solo las cinco y media de la mañana, y se notó enseguida que la senadora se acababa de despertar.

En cuanto Randklev dijo su nombre, el tono de voz de la senadora pasó de gruñón a acogedor.

—Llamas a una hora rara, Thom, pero siempre me alegro de oírte.

Él sabía que esto era mentira.

—Te lo agradezco. Quería un poco de información. Nada que sea inadecuado, por supuesto.

—¿En qué te puedo ayudar?

—Se trata de una mujer llamada Gloria Feit, que está en vuestro Servicio Clandestino. Nos gustaría saber para quién trabaja y a qué se dedica.

—¿Por qué te interesa?

—No me es posible decírtelo; solo que se trata de una persona especial, como tú, de una persona a la que nos gusta dar un buen servicio…, uno de nuestros inversores. No se trata de nada que afecte a vuestra seguridad nacional, desde luego. No son más que negocios.

Ella vaciló.

—Preferiría que no…

Él la interrumpió.

—Espero que tus acciones del Grupo Parsifal te estén haciendo sonreír.

Leggate era viuda, y había llegado al Senado como sucesora de su marido, tras la muerte de este cuatro años atrás. Las deudas de su marido la habían dejado en una situación financiera precaria, pero gracias a Parsifal estaba ganando mucho más de lo que había ganado su marido. También era mucho más ambiciosa; pero en Washington la ambición no apoyada con dinero era un capricho social más.

—Sí, mucho —respondió con tono de reserva.

—Y también están los dividendos, claro está —le recordó él.

—Todavía mejor —reconoció ella—. Pero, con todo…

Aunque su renuencia no era de extrañar, resultaba molesta. Necesitaban que ella moviera aquello, y enseguida; pero él todavía no estaba dispuesto a decírselo.

—Formas parte del Comité de Inteligencia del Senado —observó él—. Has hecho entrar en Parsifal a un empleado de la CIA, Ed Casey. Dile que pida la información por correo electrónico a alguien de Langley. Si te parece que no puedes, tendrás que salir de nuestro club especial de inversores, y pasaré tus acciones a otro grupo de los nuestros. Podrás contar con unos beneficios aceptables, pero no como para sustentarte en tu vejez.

Dejó que ella asimilara estas palabras.

—Por otra parte, si puedes hacernos este favor, podrás seguir en el club, podrás seguir reclutando a otros escogidos, y recibirás una aportación considerable para tu campaña de reelección.

—¿Cómo de considerable? —le preguntó ella al instante.

—Cien mil dólares.

—Con quinientos mil brillaría mucho más el sol.

—Eso es mucho dinero, Donna.

—Me estás pidiendo un favor enorme.

Él guardó silencio.

—Ay, qué demonios —dijo por fin—. Está bien; de acuerdo. Pero solo si llamas a Ed Casey ahora mismo.

—Si yo estoy despierta, él también puede sacar el culo de la cama perfectamente.

—Siempre tan encantadora, Donna.

Randklev sonrió para sus adentros. La senadora había abandonado la negociación demasiado pronto. El director le había aprobado hasta 800.000 dólares.

—Y tú, siempre tan pillo simpático, Thom —dijo ella—. Me encanta ese rasgo tuyo. Dime, ¿necesitarás más favores?

—Quizá. Y recuerda que tú también me puedes pedir alguno de vez en cuando. Te ayudaré con mucho gusto en lo que esté en mi mano. Al fin y al cabo, somos amigos. Somos miembros de un mismo club.