Capítulo 21

DOUG Preston, lleno de dolor, se despertó dando un respingo. El callejón. Seguía en el callejón, tendido en la calzada, cerca del cadáver de Charles Sherback. Volvió la cabeza haciendo un esfuerzo, y vio los cuerpos de los dos policías. Después, miró al otro lado y vio su propio Renault, más allá del coche de Policía. El callejón seguía desierto.

Miró con atención el cráneo pelado de Charles, que a la luz disponible parecía gris como un hueso viejo. ¿Qué demonios quería decir aquel tatuaje?

De pronto, le llegó al cerebro el estrépito de las sirenas de la Policía. Era aquello lo que lo había despertado. Se puso de pie trabajosamente. El corazón le palpitaba con fuerza. Se frotó el chichón que tenía en el cogote; era del tamaño de un huevo de águila. Le dolía el lado derecho del pecho como si le ardiera. Estaba muy magullado, pero no herido, pues llevaba bajo la chaqueta y la camisa un chaleco antibalas de Kevlar de última generación, y los proyectiles no lo habían atravesado.

Se sentía débil; se inclinó y se apoyó las manos en los muslos, intentando quitarse de encima el dolor a base de fuerza de voluntad. Por fin, asió el cadáver de Sherback, consiguió echárselo al hombro y caminó penosamente hacia su coche. Cuando llegó a la entrada del callejón, oteó la calle estrecha, y después abrió la puerta trasera del Renault y echó a Charles al interior del vehículo.

Cuando se puso al volante y dio a la llave de contacto, el ruido de las sirenas le hizo saber que tenía pocos segundos para evitar que lo descubrieran. Pisó a fondo el acelerador, arrancó con chirrido de neumáticos, dobló la esquina derrapando, y redujo después la velocidad. Se sumó al tráfico con normalidad.

Se secó el sudor de la frente con mano temblorosa y soltó una maldición en voz alta. ¿Quién demonios había sido el que le había disparado? Debía de ser el mismo que había matado a Charles.

Pensó en el hombre que había visto asomado al borde de la azotea del edificio y que lo observaba pistola en mano. Pero por entonces él ya estaba lesionado, y el hombre le había disparado dos veces más sin darle tiempo de disparar a su vez. En ningún momento había visto al hombre más que como una silueta negra. Iba a resultar más difícil atrapar a Eva Blake si a esta la estaba ayudando un tipo que disparaba así de bien.

Se le ocurrió otra idea desagradable. Si había convencido a los bobbies para que le dejaran ver el cadáver, no era porque les hubiera descrito a Charles, diciéndoles que su viejo amigo, borracho, se había perdido, sino porque los bobbies no habían encontrado nada en los bolsillos de Charles y no tenían ningún modo de identificarlo. Aquello quería decir que el tirador debía de haberse apoderado de las cosas de Charles, entre ellas su teléfono móvil. Este contendría el número de Robin y el del propio Preston, y si el tirador tenía buenos contactos, podría localizar la situación de los teléfonos correspondientes a los números por medio de los chips de localización que llevaban los aparatos.

Preston tomó su móvil, bajó la ventanilla y lo arrojó al carril de la calzada contiguo al suyo. Vio por el retrovisor que lo aplastaban las ruedas de una camioneta. Satisfecho, sacó de su guantera un móvil desechable nuevo y llamó a Robin Miller.

—¿Estás en el avión? —le preguntó.

—Sí. Os estamos esperando a Charles y a ti —dijo ella con voz somnolienta.

—Escucha con atención y haz exactamente lo que te voy a decir. En cuanto haya colgado, abre tu móvil y quítale la batería. No vuelvas a ponerle la batería bajo ningún concepto. No me importa donde estés ni para qué creas que lo necesitas. No vuelvas a poner tu móvil en condiciones de funcionamiento. ¿Me has entendido?

—Por supuesto. ¿Cuándo llegarás aquí?

Parecía picada, ofendida porque le hubiera preguntado si le había entendido. A Robin no le gustaba que se dudara de su inteligencia.

—Pronto —dijo él—. Dime el número del teléfono vía satélite del avión.

Se oyó el ruido del teléfono al ser extraído de su funda de plástico. Robin le leyó el número. Después, él le dio el número de su móvil nuevo.

—La última vez que viste a Charles, ¿tenía afeitada la cabeza? —le preguntó.

—No. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Creí que lo sabrías.

—¿Está Charles contigo? —le preguntó ella, aprensiva.

—Sí, pero está muerto —dijo él con brutalidad.

Oyó un quejido sonoro.

Sin darle tiempo a que se echara a llorar, añadió:

—Lo han matado de un tiro, y lo más probable es que Eva Blake haya tenido que ver con ello. La última vez que hablé con él me dijo que la había atrapado. Os llevaré su cuerpo para que lo devolváis a la biblioteca. Quita la batería del móvil. Di al piloto que vaya calentando motores.

Colgó.

Esperaba que, al haber contado ya a Robin la muerte de Charles, se la encontraría algo recuperada cuando llegara. El director no se oponía a las relaciones sentimentales entre el corto número de personas que constituían el personal de la Biblioteca de Oro, pues resultaba más fácil dirigir a los miembros si tenían algo parecido a una vida familiar. A veces causaba problemas cuando surgían infidelidades o rupturas de parejas, pero hasta eso daba al personal un sentido de vida de comunidad.

Mientras dejaba el móvil nuevo en el asiento del copiloto, lo inundó una oleada de dolor. Sentía que le pesaban los párpados. Tras la primera subida de adrenalina de organizar las cosas con Robin, la mente se le estaba atontando. En circunstancias normales era capaz de pasarse tres días sin dormir y sin perder la atención; pero ahora estaba lesionado, y la resistencia se le escapaba como por un desagüe.

Abrió la guantera y sacó una botella grande de agua y un bote pequeño de aspirinas. Se echó a la boca media docena de tabletas y tragó agua. Pestañeando, dirigió el coche hacia el oeste, camino de Heathrow, y siguió bebiendo.

Por fin, soltó un suspiro. Se sentía más fuerte. Mientras seguía conduciendo, dejó la botella de agua a su lado y se imaginó el lugar donde acudía en las ocasiones en que tenía necesidad de restablecerse y de encontrarse consigo mismo. Vio la luz dorada, las hileras de libros relucientes, las mesas y sillas antiguas pulidas. Podía oír el sonido rítmico y suave del equipo de purificación del aire.

Con la imaginación, cerró la puerta con llave, eligió un manuscrito iluminado y lo llevó a su butaca de lectura favorita. Se sentó con el libro en el regazo y saboreó el oro batido y las gemas rutilantes. Después, lo abrió y fue pasando las páginas, asimilando los dibujos de colores brillantes y la caligrafía exquisita. No sabía leer ninguna de las lenguas extranjeras de los libros de la biblioteca, pero no le hacía falta. Le bastaba con ver los libros, con poder tocarlos, con recordar los sacrificios y la dedicación a lo largo de la historia de la biblioteca, para quitarse de la cabeza su triste infancia, aquella vida miserable, el padre ausente, la madre iracunda. La sensación de pérdida que había sentido al ver cómo se hundía Langley en una espiral de sucios politiqueos.

La Biblioteca de Oro era la prueba de que el futuro podía ser tan estimable y tan glorioso como el pasado. De que el trabajo que hacía él era esencial. De que él era esencial.

Al cabo de un rato sintió que se le desaceleraba el pulso. La piel se le secó de sudor. El dolor se le alivió. Lo invadió una sensación de certeza.

Armándose de valor, tomó su móvil y volvió a marcar. Cuando le respondió el director, le dijo:

—Señor, se han producido algunas circunstancias. Debo informarle de lo que está pasando. Para empezar, alguien había puesto un chip en el Libro de los Espías. Estaba dentro de una joya falsa de la cubierta. La hemos tirado por un retrete.

—Dios santo. ¿Quién tendría los contactos necesarios para reproducir una de las gemas y meterle dentro un chip?

—Yo sigo pensando en el bibliotecario jefe que hubo antes de Charles. Creímos que había robado el libro y se lo habría vendido a un coleccionista para contar con el dinero necesario para intentar largarse. Pero si ese coleccionista fue el donante anónimo que entregó el libro a la Colección Rosenwald, y si fue él quien puso el chip, entonces la Biblioteca Nacional lo habría descubierto antes de que llegara al Museo Británico.

—A menos que el donante tuviera mucha mano. Que fuera alguien con el dinero y los recursos necesarios para localizar a alguien de la Biblioteca Nacional a quien se pudiera comprar para que no trascendiera lo del chip.

Preston asintió para sus adentros.

—He hecho algunas llamadas —dijo—, y he descubierto que Asa Baghurst, gobernador de California, firmó una orden especial para que Eva Blake saliera de la cárcel… hace solo tres días. Yo eliminé sin problemas a Peggy Doty, y después me llamó Charles y me dijo que había encontrado a Eva Blake. Fui a recogerlos para liquidarla a ella también, pero no estaban en el punto de reunión.

Contó cómo había visto el coche de Policía que lo había llevado a encontrar en el callejón el cadáver de Charles, muerto de un tiro.

—De modo que, al final, hemos perdido a Charles. Tanto mejor. Estaba metiendo tanto la pata que íbamos a tener que suprimirlo, en todo caso —dijo el director, soltando un suspiro—. ¿Lo mató su mujer?

—Allí había un hombre. Pudo hacerlo él. Me disparó varias veces, pero yo no le vi la cara. Su puntería y su postura dicen mucho de él. Está preparado. Parece que todo ha sido un montaje: el chip, Eva Blake y un tirador. Alguien quería seguir el Libro de los Espías.

—¿Podría haber descubierto Eva Blake de alguna manera que Charles era nuestro bibliotecario jefe, antes de la inauguración en el Museo Británico?

—No sé cómo. Era la primera vez que Charles se apartaba de la biblioteca. Y después de que su predecesor en el cargo sacara a escondidas el Libro de los Espías, doblamos la seguridad, claro está, de modo que Charles no tenía ningún contacto con el exterior en absoluto. Sin embargo, maquinaba algo. Cuando encontré su cuerpo, tenía la cabeza afeitada y llevaba algo tatuado en la cabeza: LAW 031308.

—¿Qué demonios es eso?

—No lo sé, señor. Usted mismo dijo que Charles era un romántico. Pero también era ambicioso. Estaba muy pagado de sí mismo.

—¿Se había afeitado la cabeza el propio Charles, o se la había afeitado alguien?

—Yo diría que se la afeitó alguien. Puede que fueran Eva Blake y el tirador. Haré que mi equipo registre a fondo la casa de Charles y su despacho. Allí podría haber algo que nos indicara lo que significa el tatuaje.

—¿Y qué hay del resto de la operación?

—Según lo previsto. Robin y el Libro de los Espías están en el avión. Dejaré a bordo el cuerpo de Charles, y ellos se volverán a casa en el avión, pero sin mí. Me quedaré en Londres para seguir buscando a Eva Blake. Cuento con un modo de localizarla: tomé su número de móvil del teléfono de Peggy Doty. Tengo un contacto en la NSA[7] que me puede servir para encontrarla por la situación del teléfono, siempre que esté encendido.

—Bien —dijo el director con alivio—. Hazlo.