Capítulo 18

EVA contuvo un escalofrío mientras Charles caminaba a su lado, apoyándole la pistola en el costado. Habló intentando que no le asomara a la voz el dolor ni la indignación.

—¿Por qué fingiste tu muerte y desapareciste? Yo creía que éramos felices juntos. Pero, por tu culpa, he pasado dos años en la cárcel… y ahora quieres matarme. ¿No significo nada para ti después de los años que pasamos juntos?

—Significaste mucho… en su tiempo —dijo él con impaciencia—. No lo entenderías nunca. Siempre estuviste demasiado metida en el mundo.

—Y tú no lo estabas lo suficiente. ¿Tiene esto que ver con la Biblioteca de Oro?

—Claro que tiene que ver con la biblioteca. Me ofrecieron el cargo de bibliotecario jefe —dijo con veneración—. No importa, Preston —añadió, hablando por los auriculares—. Ya no se lo va a decir a nadie.

—No te reconozco. ¿En qué te has convertido?

Él hizo un gesto de desprecio sacudiendo la mano que tenía libre.

—Hay cosas que valen cualquier precio.

—¿Es que la Biblioteca de Oro era más importante que los amigos y compañeros que dejaste llorando por ti? ¿Más importante que yo?

Sentía la nostalgia del amor perdido.

—Tienes una mente mezquina, Eva. Gracias a Dios, a lo largo de los siglos han existido unas pocas personas con mayor amplitud de miras. Estas personas mantuvieron viva la biblioteca, y no solo en el sentido físico, sino en toda la plenitud de su espíritu.

Ella guardó silencio; se esforzaba por controlar sus emociones. Tenía que enterarse de todo lo que pudiera, mientras buscaba el modo de escaparse.

—¿Dónde está la biblioteca? —le preguntó.

—No lo sé.

—Debes de estar de broma.

Él negó con la cabeza.

—No lo entenderías nunca —repitió.

A Charles le había agradado siempre el sonido de su propia voz, la brillantez de su lógica, la fuerza de su personalidad.

—¿Quién mantuvo viva la biblioteca? —le preguntó ella, con la esperanza de picarlo en su afición a impartir lecciones.

A él le asomó una sonrisa al rostro.

—Cuando Iván el Terrible perdió su última guerra contra Polonia, entregó en secreto la biblioteca al rey Esteban Báthory en concepto de indemnización de guerra. El sucesor de este se la pasó al cardenal Mazarino de Francia, que ya tenía una biblioteca famosa propia. Acabó por fin en manos del Gran Elector Federico Guillermo de Brandenburgo. También la tuvieron Pedro el Grande y el rey Jorge II de Inglaterra. Más adelante estuvo custodiada por Napoleón Bonaparte, Thomas Jefferson y Andrew Carnegie; todos ellos se entregaron generosamente a la biblioteca. Este tipo de compromiso no ha flaqueado nunca a lo largo de los años, y el secreto de la Biblioteca de Oro siempre ha sido sacrosanto.

Eva, consciente con inquietud de la presencia de la pistola de él, echó una mirada atrás con la esperanza de ver a Judd Ryder; pero este había tomado una dirección completamente distinta, hacia el Trocadero. Para colmo de males, Charles la hizo doblar entonces la esquina entrando por Haymarket Street. ¿Sería allí donde iban a reunirse con aquel tal Preston, para que este se encargara de ella?

Miró atrás. Seguía sin verse ningún Policía. Un hombre de gabardina gris rasgada, abotonada hasta la rodilla y con gorro negro de lana bien calado sobre la frente y las orejas caminaba cabizbajo y arrastrando los pies.

Charles la hizo doblar a la fuerza por otra calle. Ahora, a Ryder le resultaría más difícil encontrarla. Imposible, quizá.

Eva volvió a la carga.

—Así que, lo que estás diciendo es que, al final, has conseguido la mitad de tu deseo. Eres el responsable de la biblioteca; pero sigues jodido porque no tienes la otra mitad, la fama internacional por haberla descubierto. Eso era lo que anhelabas; pero no lo tendrás nunca, porque no puedes o no quieres decir a nadie dónde está la biblioteca.

Charles esbozó una sonrisa petulante. Acercó una mano a los auriculares. Después de titubear, los desconectó. Preston ya no podría oír lo que decía a Eva.

—Existe la posibilidad de que alguien descubra algún día dónde está —le dijo.

—Tú sí que lo sabes. ¿Por qué esperar? —dijo ella, cargando la voz de sinceridad—. Ya podrías ser famoso. Dímelo. Te ayudaré.

—Para conseguir el puesto, tuve que acceder a seguir con la biblioteca hasta la muerte. Todos estamos comprometidos de por vida.

—Querrás decir que estáis presos. Dímelo ya. Si desenmascaramos la biblioteca, quedarás libre.

—No, Eva. No es seguro. Tú no conoces a Preston. Además, no quiero dejar la biblioteca.

Cambió de tema sin apartarse de ella.

—¿Recuerdas esos juegos de tablero antiguos a los que jugábamos? Los más sencillos de todos los países se basan en tres actividades que se practican desde la antigüedad: la caza, la carrera y la batalla. Los juegos modernos equivalentes son respectivamente los gatos y el ratón, el chaquete y el ajedrez.

—Claro que los recuerdo —respondió Eva—. Los griegos y los romanos los practicaban, y los antiguos egipcios también. Los juegos más conocidos son el scripta y los latrunculi.

—Muy bien. No has olvidado todo lo que te enseñé.

—Me has enseñado muchas cosas, pero algunas de ellas no las quisiera haber aprendido, y menos de una persona querida, como son la mentira y la traición. Todavía no entiendo por qué dejaste que me metieran en la cárcel.

—Porque tú eres Diana, la cazadora incansable. Yo tenía que desaparecer por completo. Si tú hubieras creído que me había matado en un accidente de coche mientras tú dormías en casa, todavía habrías estado en nuestro mundillo. Si más tarde hubiera aparecido algún indicio sobre la biblioteca y sobre mí, tú te habrías lanzado de cabeza a investigarlo. Era una amenaza demasiado peligrosa.

—¡Me drogaste! ¡Hay otra persona en tu tumba!

Él hizo una mueca de indignación, como si la desleal hubiera sido ella.

—Me costó un trabajo infernal convencer al director para que no te dejara quemarte con el coche. Lo de mandarte a la cárcel fue idea mía. Te salvé la vida.

—¿Y crees que eso justifica lo que hiciste? Dios mío, Charles, tienes la moral de un palo. Stat fortuna domus virtute. «Si no hay virtud, nada puede tener verdadero éxito». Aunque seas el bibliotecario jefe, eres un fracasado.

Mientras Charles se encrespaba, apareció a su lado una mano tendida, abierta y con la palma hacia arriba.

—¿Me da unas libras, amigo?

Eva volvió la vista. Era el hombre de la gabardina rasgada y el gorro de lana. Tenía los ángulos de la boca torcidos hacia abajo en una mueca constante, e irradiaba autocompasión. Entonces, Eva captó un destello de sus ojos grises y advirtió su cara cuadrada. Aturdida, desvió la mirada. Era Judd Ryder.

—Largo de aquí, maldita sea —dijo Charles, mientras impulsaba a Eva para que siguiera adelante.

Ryder volvió al instante junto a Charles, siguiéndolos a su mismo paso.

—Venga, sé un buen tío. Una ayudita. Mira, tengo la mano vacía. Llénamela con una monedita, y me iré volando en un saltamén.

Ella comprendió que, entre las metáforas y la impropiedad del lenguaje, acabaría con la paciencia de Charles.

Este, furioso, se volvió hacia Ryder.

—Váyase a la mierda.

Y entonces pasó a la acción Eva. Vigilando la mano de Charles, que seguía en el bolsillo pero apuntaba hacia otro lado, retrocedió rápidamente un paso, le lanzó una patada a la parte interior de la rodilla y le asestó con el canto de la mano un golpe shuto-uchi. Charles soltó un quejido y se tambaleó.

A Ryder le apareció en la mano su pistola.

—Venga el arma, Sherback —dijo. Arrancó a Charles los auriculares de la cabeza.

Charles había recobrado el equilibrio y apretaba con rabia la fuerte mandíbula.

—Vamos —dijo Ryder en tono cortante—. No te lo volveré a pedir con educación.

En los ojos de Charles se leía el miedo. Le pasó en silencio la pistola.

Eva respiró hondo.

—¿Cómo nos ha encontrado?

Ryder sonrió levemente.

—La tobillera que le dio Tucker.

Obligó a Charles a bajar por la acera silenciosa, y Eva pasó al otro lado de Ryder, lejos de Charles. Ryder, apuntándolo con las dos pistolas, le hizo doblar la esquina para pasar a una de las calles silenciosas de solo una manzana que hay en esa parte de Londres. La calle, de edificios altos, era tan estrecha que no había acera ni sitio donde aparcar. No pasaban coches.

—¿Dónde vamos? —preguntó Charles.

—Allí dentro.

Ryder lo dirigió hasta un callejón sin salida en cuyos lados había cubos de basura y cajas de cartón. Estaba desierto. Las pocas puertas que había estaban cerradas. Allí apestaba a ajo y a comida rancia. Los edificios que los rodeaban eran altos monolitos verticales que solo dejaban a la vista una franja del cielo nocturno.

—Vamos a llamar a la Policía —dijo Eva—. Quiero que detengan a Charles para recuperar mi buen nombre. Quiero que me devuelvan mi vida.

Ryder negó con la cabeza.

—Antes, debemos descubrir más cosas acerca de la Biblioteca de Oro.

Charles siguió caminando sin decir nada, tieso como una vara. Ryder seguía entre Charles y Eva, empuñando su pistola y la de Charles.

—Charles es el jefe de la Biblioteca de Oro —dijo ella para sondearlo—. Según lo que me ha contado, ha estado en manos privadas desde poco antes del final de la vida de Iván el Terrible.

—Pero ¿dónde está? ¿Quién la controla?

—No ha querido decírmelo. La Policía lo interrogará. Es su trabajo. Después, podemos pasar toda la información a Tucker.

Ryder negó firmemente con la cabeza.

—Este es un asunto de la CIA.

—Voy a llamar a los bobbies —dijo ella.

Se asomó por delante de Ryder.

—Dame mi teléfono móvil, Charles.

Charles sonrió de manera extraña y deslizó una mano hacia el bolsillo donde se lo había guardado.

—Quieto —le ordenó Ryder.

—Prefiero a la Policía que a ti —dijo Charles; pero sus palabras y su gesto eran una maniobra de distracción. Cambió bruscamente de postura y, veloz como un rayo, se arrojó sobre Ryder, extendiendo la mano para recuperar su pistola.

En el momento en que Charles cerraba la mano sobre el cañón del arma, Ryder le clavó un puño en la zona del diafragma. Mientras Charles tiraba de la pistola, su impulso hizo caer de espaldas a los dos. Ambos extendieron los codos y giraron el pecho. Cuando Eva no había tenido todavía tiempo de moverse, sonó una fuerte detonación y el olor a pólvora empezó a invadir el aire oscuro del callejón.

Charles cayó de rodillas.

—Ay, Dios mío.

Eva se cubrió la boca con las manos. La garganta se le llenó de bilis.

A Charles, inmóvil y arrodillado en el suelo del callejón, le salía sangre a borbotones por los labios. En su gabardina negra se formaba una mancha que hacía brillar el tejido.

Charles levantó la mirada hacia ella.

—Heródoto y Aristágoras —dijo. Después, cayó hacia delante, dio violentamente contra el suelo y quedó tendido con los brazos extendidos a lo largo de los costados y una mejilla contra la calzada.