ROBIN y Charles, con sus gabardinas negras puestas, bajaron en ascensor al garaje del hotel. De allí subieron por una rampa de acceso a un tenebroso callejón adoquinado. Robin, que tiraba de la maleta grande de equipaje de mano con ruedas de ambos, echó una mirada a Charles, que estaba apuesto e intenso. Charles llevaba la mochila en la que iba protegido el Libro de los Espías; se aferraba con las manos a las correas de la mochila con gesto posesivo.
Salieron al bulevar, lejos del amplio hotel y de sus luces brillantes. Siguieron adelante juntos hasta que se detuvieron en el lugar donde Preston les había dicho que esperaran.
—Esperaba que Preston ya estuviera aquí —dijo Charles, mirando con atención el tráfico—. Puede que haya tardado más tiempo de lo que pensaba en encontrar a Peggy.
—¿Estás bien?
Él le tomó la mano y se la besó.
—Yo estoy bien —le dijo—. ¿Y tú?
—Yo también estoy bien, cosa rara —dijo ella. Y lo decía de verdad.
Se había asentado dentro de ella una sensación de lo inevitable. No era solo que Preston se hubiera ocupado de la tarea de librarse de Eva, ni que albergara grandes esperanzas de que no se lo contaría al director, sino que había resurgido en ella algún recurso antiguo (valor, quizá, con un toque de temeridad) que le devolvía la confianza. Pasara lo que pasara, a ella se le ocurriría la manera de resolverlo.
Charles volvió la vista hacia ella.
—¿A ti te parece que Preston es un abnormis sapiens crassaque Minerva? —Un sabio heterodoxo, de genio sin cultivar.
—Sí me lo parece. Pero también es un helluo librorum. Un ratón de biblioteca, un devorador de libros.
—¿Crees que podemos confiar en él?
—No nos queda otra opción.
Se plantaron tan erguidos como tribunos romanos, buscando con atención el Renault de Preston. Sonaban bocinas. Circulaban vehículos por el bulevar. Algunas personas caminaban por la acera, agitando paraguas cerrados bajo el cielo nublado de la noche.
La acera quedó vacía unos momentos. Cuando se detuvo un taxi hacia el final de la manzana, Robin echó solo una breve ojeada a la mujer pelirroja que descendió y se inclinó hacia el conductor para pagarle.
—Merda —exclamó Charles, poniéndose tenso, cuando la mujer se volvió hacia ellos.
—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?
—Esa es Eva. Ocúpate del Libro de los Espías.
Se descolgó la mochila y la dejó a los pies de ella. Sacó la Glock.
—¿Estás loco? Ya intentaste matarla una vez, y fallaste. Podría verte alguien la pistola.
Robin, mientras hablaba, vio que Eva miraba fijamente a Charles.
—Te está viendo.
Charles se sonrojó. Asintió con la cabeza y volvió a ocultar el arma.
—La seguiré, y llamaré a Preston —dijo—. Llama a un taxi y llévate el Libro de los Espías al avión.
Mientras Charles terminaba de hablar, su esposa dio media vuelta y se alejó apresuradamente, hacia la plaza de Piccadilly. Él corrió tras ella.
Mientras Charles adelantaba a otros peatones, se puso los auriculares, llamó a Preston y le contó lo de Eva.
—Estaré allí dentro de veinticinco minutos —dijo el jefe de seguridad—. ¿Cómo ha sabido ella que estábamos en el hotel?
—No tengo ni idea. A menos que… Pero no parece posible. Nuestro escáner encontró un chip de seguimiento en la cubierta del libro.
—Dios santo. ¿Qué has hecho con el chip?
—Lo tiré por el retrete. Pero no se entiende que lo haya podido poner Eva.
—No la pierdas, maldita sea. No cuelgues.
Vio que Eva se sumaba a un grupo de personas que esperaban a que se pusiera verde el semáforo en la esquina de la plaza de Piccadilly, pero antes de que hubiera podido alcanzarla, ella cruzó la calle con los demás hasta la plaza y se mezcló con la multitud que había allí.
Él intentó empinarse para ver mejor mientras corría. ¿Dónde se había metido?