MIENTRAS conducía el coche hacia el apartamento de Peggy Doty, Preston se complacía en su éxito en la complicada misión de recuperar el Libro de los Espías. Había sido como en los viejos tiempos, cuando era oficial de la CIA y trabajaba encubierto en puntos calientes de Europa y de la antigua Unión Soviética. Pero cuando terminó la guerra fría, en Langley habían perdido el apoyo del Congreso, de la Casa Blanca y del pueblo americano, que les había permitido vigilar el mundo como es debido. Asqueado y descorazonado, había presentado su dimisión. Cuando llegaron los ataques del 11 de septiembre y todo el mundo se dio cuenta de la importancia fundamental de los servicios de inteligencia para la seguridad de los Estados Unidos, él ya se había comprometido con algo más grande, con algo más perdurable. Con algo mucho más relevante, casi eterno: con la Biblioteca de Oro.
Lo invadió una oleada de furia. Charles era engreído, y el engreimiento siempre era una carga. Había puesto en peligro la biblioteca.
Preston pulsó el botón donde estaba memorizado el número del director.
—¿Has conseguido el Libro de los Espías?
Martin Chapman hablaba con voz enérgica, centrando la atención al instante, a pesar de que en Dubái era algo más tarde de las cuatro de la madrugada. Esta reacción de hombre incansable era típica suya, y era uno de los motivos por los que Preston lo admiraba.
—El libro está a buen recaudo. Pronto estará en el avión. Y Charles ha verificado que es auténtico.
El director le respondió con voz de agrado, tal como Preston había esperado.
—Felicidades. Buen trabajo. Sabía que podía contar contigo. Como escribió Séneca, «No importa cuántos libros tenga uno, sino lo buenos que sean». Estoy impaciente por volver a verlo. ¿Ha ido todo sin incidentes?
—Un pequeño problema, pero es manejable. La esposa de Charles ha salido de la cárcel y estaba en la inauguración, en el museo. Lo reconoció, armó un escándalo y la detuvieron. Charles intentó atropellarla. Falló, claro está. Ahora voy en coche al apartamento donde él cree que se aloja ella. Acabo de enterarme de todo esto.
—El muy desgraciado debería haber dado aviso inmediatamente. ¿Robin lo sabía?
—Sí.
Las reglas de la biblioteca eran inviolables. Todos lo sabían. Era una de las razones fundamentales por las que la biblioteca se había mantenido invencible (e invisible) a lo largo de los siglos.
—Mata a Eva Blake —dijo el director con frialdad, implacable—. Ya decidiré más tarde lo que hay que hacer con Charles y Robin.
Preston aparcó cerca de la Sant John Street, en el barrio de moda de Clerkenwell, después de haber pasado ante el portal del edificio de apartamentos donde vivía Peggy Doty y de haber dado media vuelta a la manzana. Cuando bajó del Renault, se caló la visera de su gorra del Manchester United. Le llegó desde una cafetería iluminada el rico aroma del café vietnamita, que impregnaba la noche. En aquel barrio histórico se movía una multitud de jóvenes elegantes, dedicados a sí mismos y a pasarlo bien aquella noche.
Preston, después de haber comprobado que estaba limpio, desanduvo el camino hasta el edificio de Peggy Doty y probó la puerta del portal. Estaba cerrada. Por fin, salió una mujer. Preston atrapó la puerta antes de que llegara a cerrarse, se metió dentro y subió por las escaleras.
Dio un golpecito en la puerta, y Peggy Doty abrió al instante. La cosa tenía explicación: Peggy se disponía a salir. Llevaba un abrigo largo de lana, y junto a ella, en el suelo, había una maleta. El apartamento estaba a oscuras y en silencio, lo que indicaba que allí no había nadie más.
Preston tuvo que decidir lo que haría. Cuando era mucho más joven, la habría amenazado para que le dijera dónde estaba Eva Blake. Pero aquella mujer tenía un aspecto inteligente y templado que hizo comprender a Preston que podría mentir; y si la mataba demasiado pronto, ya no podría volver para exigirle la verdad.
Adoptó una sonrisa calurosa.
—Usted debe de ser Peggy Doty. Yo soy amigo de Eva. Me llamo Gary Frank. Me alegro de haber llegado a tiempo.
Peggy frunció el ceño.
—Se lo agradezco mucho, señor Frank, pero ya he llamado a un taxi.
Era una mujer pequeña, de cabello castaño corto y gafas que se le deslizaban por la nariz. Tenía la cara franca, cara de persona a la que apreciaban automáticamente los demás.
—Llámame Gary, por favor.
En vista de que Peggy no le había preguntado cómo sabía Eva Blake que se marchaba, resultaba evidente que las dos estaban en contacto.
—Vives en un barrio estupendo. ¿No transcurren en Clenkerwell algunas novelas de Peter Ackroyd y de Charles Dickens? —le dijo, con un guiño de complicidad—. Soy comerciante de libros usados.
A ella se le iluminó el rostro.
—Sí, así es. Debes de estar pensando en Los cuentos de Clerkenwell de Ackroyd. Es una obra de ficción estupenda sobre el Londres del siglo XIV. También vivía aquí el empleado del banco Tellson, de Historia de dos ciudades. Se llamaba Jarvis Lorry. Y la guarida de Fagin también estaba en la zona de Clerkenwell.
—Oliver Twist es uno de mis favoritos. Eva me ha dicho que trabajas en la Biblioteca Británica. Me gustaría que me contaras lo que haces. Déjame que te lleve en mi coche, por favor.
Peggy vaciló.
Él cortó el silencio.
—¿Dijiste a Eva que ibas a llamar a un taxi?
Ella suspiró.
—No, no se lo dije. De acuerdo. Es un gran favor por tu parte.
Él tomó su maleta, y se pusieron en camino.
Preston, con Peggy Doty a su lado, llevaba el coche hacia el sur, dirigiéndose al hotel de Chelsea donde Peggy iba a reunirse con Eva Blake. Eva podía estar allí ya, y a él le interesaba llegar acompañado de aquella morenita para poder acceder a la habitación sin llamar la atención.
—Entonces, ¿a ti también te ha parecido que Eva estaba alterada? —le preguntó para sondearla.
Ella llevaba las manos unidas en su regazo, pálidas por contraste con su abrigo azul medianoche.
—Dice que su difunto marido está vivo. Que, de hecho, lo ha visto. ¿No te parece increíble? Espero que haya vuelto en su sano juicio cuando lleguemos.
—Estoy seguro de que sí —dijo él; y siguieron adelante en silencio.
Por fin, aparcó, se caló la visera de la gorra cubriéndose bien los ojos y entró con ella en el hotel, llevándole la maleta. Cuando firmó en el registro, él observó que era diestra.
—¿Ha llegado ya la señora Blake? —preguntó Peggy.
—Todavía no, señorita.
Ella torció el gesto. Subieron en ascensor hasta la habitación de ella. Estaba llena de cretonas pretenciosas y de esos dibujos espantosos de caballos en colinas que se ven en los hoteles para turistas de Londres.
Peggy recorrió con la vista la habitación vacía.
—Ya debería haber llegado, Gary.
Él dejó la maleta de Peggy en el soporte.
—¿No se habrá pasado antes por algún otro sitio?
—La llamaré.
Peggy marcó un número en su teléfono móvil y se puso a la escucha cada vez más seria. Dijo por fin:
—Eva, soy Peggy. ¿Dónde estás? Llámame en cuanto oigas el mensaje.
Colgó.
—¿Estaba con alguien cuando hablasteis? Puede que hayan ido juntos a alguna parte.
—Lo único que oí fue un fondo ruidoso. Espero que esté bien —dijo Peggy, soltando un hondo suspiro.
Había llegado el momento. Por fortuna, con lo que había descubierto por medio de Peggy, ya disponía de un modo de liquidar a Eva Blake.
—Peggy, quiero decirte que eres una mujer agradable.
Ella lo miró con expresión de sorpresa.
—Gracias.
—Y que esto no es más que mi oficio.
Se inclinó rápidamente y extrajo de la funda del tobillo la pistola de dos tiros, imposible de identificar.
Ella, mirando fijamente la pistola, dio un paso atrás.
—¿Qué haces…?
Él se adelantó y la asió de los hombros. Su cuerpo era ligero.
—Haré que sea rápido.
—¡No!
Ella se resistió, golpeándole el abrigo con los puños.
Él le apoyó la pistola bajo la barbilla y disparó. Hubo una explosión de fragmentos de cráneo y de materia cerebral. La sostuvo un momento y la dejó caer después al suelo, desmadejada bajo su gran abrigo.
Se puso unos guantes de látex y se limpió la chaqueta negra con los pañuelos especiales que llevaba siempre encima. Mientras limpiaba la pistola, escuchó junto a la puerta. No se oía ningún ruido en el pasillo. Volvió aprisa junto a ella, le puso las dos manos alrededor de la empuñadura y del cañón de la pistola, y después le metió la empuñadura en la mano derecha e hizo que la apretara con los dedos.
Se apoderó del teléfono móvil de Peggy y, después de sopesar las posibilidades, llegó a la conclusión de que los investigadores de la Policía sospecharían si no lo encontraban. Memorizó el número de móvil de Eva Blake, apagó el teléfono de Peggy y lo dejó en el bolsillo del abrigo de ella. Después, limpió el asa de su maleta, y asiéndola con el mismo pañuelo con que la había limpiado la llevó hasta Peggy, le apretó sobre el asa una mano y después la otra y volvió a dejar la maleta en el soporte.
En el exterior, la noche parecía templada y acogedora. Mientras bajaba caminando por la calle transitada, Preston llamó con su móvil a sus hombres de Londres.
—Eva Blake va a llegar de aquí a poco rato a esta dirección.
Les comunicó el nombre y dirección del hotel y el número de la habitación.
—Acabad con ella.
Parecía como si en la habitación del hotel Le Méridien hubiera descendido la temperatura en cinco grados. En cuanto se hubo marchado Preston, Charles sacó la Glock y la dejó sobre la mesa de café, junto al Libro de los Espías. Observó a Robin, que hacía el equipaje, recogiendo meticulosamente las cosas de los dos. Estaba helado, y le dolían las manos de tanto apretarlas. Le parecía como si se estuviera hundiendo el mundo a su alrededor.
—No estás enfadado conmigo, ¿verdad, Charles? —le preguntó ella por fin.
—Claro que no. Tenías razón. Preston localizará a Eva y se ocupará del problema. Se te ha olvidado hacer un escaneado del manuscrito.
—Debo de estar un poco trastornada.
Abrió la cremallera de la maleta y sacó el detector, del tamaño de un llavero. Tenía una antena telescópica que localizaba las cámaras inalámbricas, los micrófonos y los chips de seguimiento ocultos. En cuanto lo hubo activado, se encendió una luz roja de aviso.
Charles soltó una exclamación y se incorporó en su asiento.
Robin, frunciendo el ceño, recorrió la habitación en busca del origen de la señal. Cuando se aproximó al Libro de los Espías, la luz parpadeó más aprisa.
—Oh, no —dijo Robin, con tensión en el rostro.
Desplazó el detector sobre la cubierta del manuscrito iluminado hasta que la luz dejó de parpadear. Señalaba una de las esmeraldas que bordeaban la cubierta de oro del libro.
Consultó la pantalla digital del aparato.
—Dice que en esta esmeralda hay un chip de seguimiento.
Consternada, miró a Charles.
—Puede que lo pusieran los del museo o los de la Colección Rosenwald, como medida de seguridad —dijo él—. No; es una locura. Jamás vulnerarían una cosa tan preciosa como es el Libro de los Espías. Ha tenido que ser otro; pero ¿quién?
—¿Qué hacemos? ¿Cómo vamos a arrancar una de las joyas? Destruiríamos la integridad del libro. Sería un sacrilegio.
Los dos bajaron la vista hacia el manuscrito.
Por fin, Charles tomó una decisión.
—Ya ha quedado destruida la integridad, porque esa esmeralda no puede ser auténtica.
Sacó su navaja de bolsillo y arrancó la joya falsa, dejando un gran agujero en el marco perfecto de gemas verdes.
—Queda horrible —se lamentó ella.
Él asintió con la cabeza, asqueado; después, se incorporó de un salto y corrió al baño. Echó el chip al retrete y tiró de la cadena.