Capítulo 13

CHARLES Sherback sabía que había cometido un error terrible. Dejó el Citroën en la agencia de autos de alquiler y tomó un taxi. En su mente había un tumulto. Ovidio tenía razón cuando dijo res est ingeniosa dare, «para dar, hay que tener buen juicio». Y él había hecho algo más que «dar»; se había sacrificado por Eva. De hecho, había arriesgado mucho por ella.

Mientras el limpiaparabrisas surcaba el cristal de un lado a otro, él miraba la noche lluviosa de Londres, sin verla. Se suponía que ella estaba en la cárcel. ¿Como era posible que estuviera en la exposición del Museo Británico? Y, ahora, él había fracasado en el intento de eliminarla.

—Aquí estamos, jefe.

El taxista miraba al espejo retrovisor. Tenía el pelo blanco, cara flácida y ojos cansados que, afortunadamente, no habían perdido la expresión de aburrimiento.

Charles pagó y bajó del taxi al estrépito de Piccadilly. Mientras circulaban rápidamente los coches y los camiones por el bulevar, él fue sorteando a los peatones y entró en el hotel Le Méridien, de cinco estrellas, albergando la esperanza de que Preston no se hubiera adelantado.

Miró a su alrededor. El vestíbulo era amplio, de dos pisos de altura, rematado por una cúpula intrincada de vidrio coloreado. Las instalaciones eran modernas y refinadas, y el aire olía a flores frescas. El hotel era elegante, tal como le gustaba a él. Además, tenía mucho movimiento de público.

Pasó al ascensor y pulsó el botón de la octava planta. La cabina ascendió con una lentitud desesperante. En cuanto se abrieron las puertas, Charles corrió por el pasillo, metió en la cerradura su llave electrónica y entró a paso vivo en la habitación de lujo. Las cortinas estaban corridas para protegerse de los ojos curiosos, y una cafetera caliente esperaba en la mesa baja, ante dos sillas tapizadas. No se veía rastro de Preston.

—Hola, cariño.

Robin Miller, sentada en el extremo de la gran cama de matrimonio, apagó el televisor.

—Me alegro de que hayas vuelto. ¿Estás bien?

Un instante de felicidad lo invadió.

—Estoy bien.

Se despojó de la gabardina mojada.

—¿Está muerta?

El rostro de Robin estaba orlado de una espesa caballera rubia ceniza, con un tupido flequillo que le llegaba hasta los ojos verdes. Tenía la boca redonda y sensual, y su piel lucía un bronceado rojizo. Tenía treinta y cinco años. Por orden del director, todos los miembros del equipo tenían que someterse a cirugía plástica antes de poder trabajar en la biblioteca. Él había visto fotos de Robin de aquella época, y ahora era más hermosa todavía.

—Ha habido complicaciones —dijo, sacudiendo la cabeza con desagrado—. Eva se ha escapado.

Ella lo miró fijamente con preocupación.

—¿Vas a contar al director que te reconoció?

Él se dejó caer en una butaca y se sirvió una taza de café humeante.

—Será más seguro para mí que me ocupe del problema en persona —dijo.

Añadió azúcar, y después crema hasta que adquirió color de café con leche. Le habría gustado tener a mano un buen whiskey irlandés para añadirlo también.

—Pero ¿qué vas a hacer?

—Tengo que matarla —dijo él, oyendo la determinación en su propia voz. Ya había llegado tan lejos que no le quedaba otra opción. Desde el momento en que había aceptado el puesto de bibliotecario jefe de la Biblioteca de Oro, su suerte había quedado echada. Recordó aquella sensación de haber cumplido su destino. Había plantado cara a la realidad, se había quitado de encima todo remordimiento y se había arrojado a su vida nueva y emocionante.

—Quizá debieras pedir ayuda a Preston.

Charles negó bruscamente con la cabeza.

—Se lo diría al director.

Quedaron callados, reconociendo la amenaza que significaba aquello. Él vio que ella se aferraba con tal fuerza al borde de la cama que le palidecían las manos. Se acercó a ella y la atrajo hacia sí. Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Él absorbió su calor.

—Tengo miedo —susurró Robin.

Era una mujer fuerte. Hasta entonces no había reconocido que tenía miedo. Ella podía estar en una situación tan apurada como la de él, porque tampoco se lo había contado al director inmediatamente.

—Todo esto es por culpa de Eva —dijo él para tranquilizarla—. Si no me hubiera reconocido, no estaríamos metidos en este lío. Te quiero. Recuérdalo. Te quiero.

—Yo también te quiero, cariño —dijo ella, rodeándolo con sus brazos—. Pero tú no eres un matador. No sabes hacer esas cosas. Mientras Eva siga viva, será peligrosa para la biblioteca… y para nosotros. Debes decírselo a Preston, para que él se pueda encargar de ella. Si no quieres decírselo tú, se lo diré yo.

Alguien dio cuatro golpecitos a la puerta.

—Ya ha llegado Preston —dijo ella, apartándose de él—. Déjame un momento.

—Date prisa.

Ella asintió con la cabeza y se puso de pie, alisándose el pelo y estirándose el suéter blanco de cachemira y los pantalones marrones.

Él se dirigió a la puerta, y llegó hasta ella cuando empezaba a sonar otra serie de cuatro golpecitos. Miró por la mirilla. La imagen distorsionada de Doug Preston se recortaba en el pasillo, con una mochila bien llena en la mano izquierda. Tenía la mano derecha oculta en el interior de su cazadora de cuero negro, donde llevaba la funda de su pistola. Todo su aspecto, desde las rodillas levemente flexionadas hasta la atención penetrante con que vigilaba el pasillo, emitía una impresión amenazadora.

Charles inspiró hondo y abrió la puerta, y Preston entró en la habitación. Charles lo observó con inquietud mientras él inspeccionaba con la vista el interior. Cuando se detuvo a mirar a Robin, ella le hizo un gesto de saludo con la cabeza, con ojos de desconfianza. Charles se centró en la mochila. Podía aplazar la decisión de contar o no a Preston lo de Eva, porque el contenido de la mochila era una cuestión más urgente.

—¿Tienes el Libro de los Espías? —le preguntó.

—Lo tengo.

Preston dejó la mochila en una silla y empezó a abrir la cremallera.

—Desde ahora, me hago cargo yo de él —dijo Charles.

Preston se apartó.

Mientras Robin se unía a ellos, Charles extrajo el bulto de plástico de burbujas.

—Aparta el café, Robin. Deja las servilletas.

Ella tomó la bandeja y se la llevó. Aunque la mesa parecía limpia, Charles la frotó con las servilletas de lino. Después, dejó en la mesa el bulto y empezó a quitarle capas de plástico de burbujas y de polietileno transparente. Por último, solo quedó película de poliéster para archivos.

Hizo una pausa, sintiendo una reacción visceral. Miró con un nudo en la garganta el manuscrito iluminado que se traslucía a través del envoltorio protector transparente.

—¿Preparado?

Se instaló en la butaca y levantó la vista. Preston asintió con la cabeza.

—Date prisa —dijo Robin.

Soltó el poliéster y lo dejó caer a los lados.

—Ay, Dios mío —susurró Robin.

—Sí que es una belleza —asintió Preston.

Charles miraba y absorbía el espectáculo del célebre Libro de los Espías, recopilado por orden de Iván el Terrible, a quien fascinaba la cuestión de los espías y de los asesinos a sueldo. El volumen, recubierto de oro, era grande; debía de medir unos veinticuatro por treinta centímetros, con diez centímetros de grosor, y estaba decorado con voluminosas esmeraldas, grandes rubíes y perlas lustrosas, una fortuna en piedras preciosas. Las esmeraldas, dispuestas a lo largo de los bordes de la cubierta, formaban un marco rectangular de color verde brillante. Las perlas estaban reunidas en los dos tercios superiores, formando la figura de un puñal reluciente, y los rubíes rojos estaban bajo la punta del puñal, en forma de una gran gota de sangre. Las joyas rutilaban como llamas a la luz de la lámpara.

En la habitación reinó un silencio de admiración. Robin dio a Charles unos guantes limpios de algodón blanco. Charles se los puso, abrió el libro y fue pasando despacio las páginas, saboreando el estilo, los colores, la tinta, el tacto del pergamino fino entre sus dedos cuidadosos. Cada página era un alarde de ricas imágenes, de letras cirílicas austeras y de orlas intrincadas, ardientes de color. Se emocionaba al considerar no solo el esfuerzo de recopilar aquellos conocimientos, sino el de crear aquella obra de arte.

—Esta obra maestra costó seis años de arduo trabajo —les dijo Charles—. Doce meses al año, siete días por semana, de doce a catorce horas de trabajo cada día. Con pinceles y pinturas muy rudimentarios. Solo se podía trabajar a la luz del sol y a la de las lámparas de aceite. Sin buena calefacción durante los terribles inviernos de Moscú. Con la molestia constante de los mosquitos durante el verano. Imaginaos la dificultad, la dedicación.

Robin se sentó en el suelo y apoyó un codo en la mesa para estar más cerca. Preston acercó una silla y se sentó, contemplando las páginas que iban pasando. Las imágenes representaban a espías discretos, diplomáticos orondos, monarcas vestidos con pieles, soldados con uniformes pintorescos, malvados con cara de astutos. Era una rica recopilación de relatos sobre espías y asesinos a sueldo verdaderos y míticos y sus misiones, que se remontaban hasta épocas anteriores a la Biblia.

—¿Estás seguro de que es auténtico? —preguntó Robin en voz baja y emocionada.

—El estilo es el correcto; tiende al naturalismo —le dijo Charles—. Los últimos toques no están ejecutados con pan de oro, sino con oro líquido.

El naturalismo y el oro líquido solo aparecieron hacia el final de la Edad Media, lo que concordaba con el año en que se terminó de elaborar el manuscrito en Moscú, 1580.

—Lo que resuelve definitivamente su autenticidad son las letras minúsculas que se aprecian bajo algunos colores. ¿Lo ves? Son casi invisibles. Hasta los mejores falsificadores pasan por alto este detalle revelador.

Señaló la página sin tocarla. Las letras representaban las iniciales del nombre latino de los colores que se había indicado al antiguo iluminador que colorearía los dibujos que había preparado previamente otro artista. La R era ruber, rojo; la V, viridis, verde, y la A, azure, azul.

—Lo pintó un italiano que trabajaba en la corte de Iván —explicó Charles.

—Recuerdo bien el libro —dijo Preston—. Los relatos de espías son interesantes. Los verdaderos héroes son los que encuentran los secretos y se los llevan a la tumba. A eso fue a lo que nos comprometimos cuando entramos a trabajar para la Biblioteca de Oro. A una lealtad total.

Mientras Preston hablaba, Robin miraba fijamente a Charles. Tenía las cejas fruncidas con determinación, y estrechaba los labios. Su mensaje estaba claro: si Charles no se lo decía a Preston, se lo diría ella.

—Tenemos un problema —dijo Charles, armándose de valor, mientras Preston volvía la vista hacia él.

—No es preciso que el director se entere, Preston —apuntó Robin—. Es una cosa de la que te puedes ocupar tú mismo.

Preston no la miró.

—¿Qué ha pasado, Charles?

Charles soltó un suspiro hondo.

—La cosa empezó en el museo. Yo había terminado de fotografiar el Libro de los Espías, y ya me marchaba, cuando vi a Eva. Mi mujer. Dios sabe cómo ha salido de la cárcel; pero el caso es que estaba allí, y me reconoció.

Siguió contando apresuradamente la persecución por el museo y la detención de Eva.

—Alquilé un coche. Cuando la Policía la soltó, la seguí, hasta llegar a una calle tranquila. Allí, estuve a punto de conseguir atropellarla. Pero se escapó. Di vueltas con el coche por todas partes, buscándola de nuevo.

—¿Sabe algo de la Biblioteca de Oro? —le preguntó Preston al instante.

—Por supuesto que no. Nunca le dije nada.

—¿Qué más?

—Me grabó con su teléfono móvil —reconoció Charles—. No sé si me hizo fotos o un vídeo.

—Por favor, Preston, no se lo digas al director —le suplicó Robin.

Preston guardó silencio. La habitación se llenó de tensión.

Charles se frotó los ojos y volvió a hundirse en su butaca. Cuando levantó de nuevo la vista, Preston no se había movido y su mirada era inescrutable.

—¿Dónde se alojaría en Londres? —le preguntó Preston.

—Teníamos dos hoteles preferidos, el Connaught y el Mayflower. Cuando venía ella sola, iba a casa de una amiga suya, Peggy Doty. En el museo oí comentar de pasada que Peggy se había vuelto a trasladar a Londres. No tengo su dirección, pero yo supongo que Eva se aloja en casa de Peggy. Eran amigas íntimas.

Preston marcó un número en su móvil.

—Eva Blake se puede alojar en uno de estos hoteles —dijo, retransmitiendo la información—. Te enviaré su foto por correo electrónico. Acaba con ella. Tiene un teléfono móvil. Es imprescindible que lo recuperes.

Puso fin a la conexión, y dijo a Charles:

—Yo mismo me encargaré de Peggy Doty.

Mientras Preston se dirigía hacia la puerta, Charles se puso de pie. Sudaba.

—¿Vas a decírselo al director?

Preston no dijo nada. La puerta se cerró.