EL pub Lamb, en el 93 de Lamb’s Conduit Street, era una taberna clásica, a la antigua, con maderas antiguas, paredes de color marrón ahumado y una barra ornamentada, en forma de U, que todavía conservaba en su parte superior las antiguas pantallas llamadas snob screens, que podían desplegarse para que un cliente pudiera tener una cierta intimidad. Su ambiente oscuro estaba cargado de los aromas sabrosos de las buenas cervezas rubias y morenas.
Eva, aliviada por haber salido a salvo de la calle, se lavó la cara en el baño y se instaló en un banco corrido al fondo. Observó a Judd Ryder, con su larga figura, que, apoyado en la barra, inspeccionaba la sala mientras esperaba a que le sirvieran las bebidas. Los parroquianos se apiñaban alrededor de la barra, apoyando los zapatos en el apoyapiés del suelo. Ryder y ella solo habían llamado la atención durante un instante, y ahora no la miraba nadie, ni siquiera Ryder.
Si había aprendido algo en la cárcel era que para sobrevivir había que ser desconfiado. Ryder había dejado su chaquetón en el asiento de cuero. Ella le registró los bolsillos interiores. Había un par de rotuladores, el espejito, una barra de muesli, un fajo grueso de billetes y un horario de trenes del metro de Londres. Volvió a dejar todo en su sitio, salvo el horario de trenes, y cuando se disponía a comprobar si él había anotado algo en él, Ryder tomó de la barra la bandeja del té de ella. Ella volvió a echar al instante el horario de trenes en el bolsillo interior del chaquetón.
Él caminó hacia ella a pasos largos. Llevaba pantalones vaqueros, un polo azul oscuro y una chaqueta de pana suelta. Eva no llegaba a apreciar la sobaquera en la que llevaba la pistola. Su cara, de fuertes mandíbulas, estaba curtida y tenía una rudeza de hombre que vive al aire libre, como si se la hubiera formado más la vida que la herencia biológica. Tenía las manos grandes y hábiles, pero sus ojos grises oscuros eran inescrutables. Era atlético, y estaba claro que entendía de karate; de lo contrario, no habría sido capaz de esquivar el golpe de ella. Bien podía estar diciéndole la verdad… o no.
Disimuló su tensión y sonrió.
—Gracias. Tiene un aroma delicioso.
—Té lapsang souchong, como me pidió. Leche caliente, y una taza también caliente —dijo él, dejando la bandeja en la mesa—. Beba. Está temblando.
Cuando él volvió a la barra para recoger su cerveza negra, ella sacó de nuevo el horario de trenes y lo inspeccionó. No tenía señales ni notas. Examinó a continuación los bolsillos exteriores del chaquetón. Frunció el ceño al descubrir el lector electrónico de un dispositivo de seguimiento de algún tipo. Era un pequeño ordenador de mano con GPS, semejante a los que había montado ella en la fábrica de artículos electrónicos de la prisión. Aquellos dispositivos servían para controlar la situación de cualquier cosa, y el aparato lector indicaba la información que transmitía el chip.
Levantó la vista. El barman estaba poniendo ante Ryder un vaso de pinta, y este estaba pagando la cuenta. Disponía de poco tiempo. Pulsó los botones tan aprisa que los dedos le volaban, y la pantalla del aparato cobró vida y color. Eva vio que Ryder hacía el seguimiento de dos chips. Marcó el primero. Aparecieron líneas y símbolos que formaron un mapa de Londres, en el que estaba señalada una ubicación: el hotel Le Méridien, en el West End. El hotel no le resultaba familiar, y no tenía tiempo de consultar el otro chip. Volvió a meter el aparato en el chaquetón de Ryder.
Este se dirigía hacia ella, con el vaso en la mano, mirándola fijamente. Cuando se detuvo ante la mesa, ella advirtió que en su rostro se había producido un cambio extraño, desvelando algo que era duro y, hasta cierto punto, temible.
Eva dio unas palmaditas en el chaquetón de Ryder, y después lo alisó.
—Perdone. Me está empezando a moquear la nariz. Iba a buscar un pañuelo de papel.
Lo de su nariz era cierto.
Él, sin hacer ningún comentario, se sacó un pañuelo del bolsillo, se lo entregó y se sentó con su pinta de cerveza negra con avena.
—Gracias.
Se sonó la nariz, y tomó después entre las manos la taza caliente de té.
—Cuando Charles y yo visitábamos Londres, veníamos aquí a veces. Por si no lo sabía, Charles Dickens, Virginia Woolf y los del grupo de Bloomsbury eran clientes asiduos. Todavía vienen por aquí editores y escritores. A nosotros nos parecía que este pub era el prototipo del viejo Bloomsbury, el núcleo palpitante del mundo literario de Londres.
—Se siente mejor —juzgó él.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Por qué no me habló de usted Tucker?
—No está entrenada, y queríamos que se comportase con normalidad. Hay personas que no llevan bien que las estén vigilando. Usted no habría sabido reaccionar, ni nosotros tampoco, hasta que estuviera en el museo mismo. La velada de la inauguración solo iba a pasar una vez, e hicimos todo lo que pudimos para multiplicar sus posibilidades de éxito.
—¿Se llama Judd Ryder de verdad?
—Sí. Estoy en la CIA con contrato temporal. Tucker me reclutó para este trabajo.
—Entonces, trabaja para Catapult.
Tucker le había hablado de su unidad, que se dedicaba a las contraoperaciones.
—¿Por qué usted? —le preguntó a continuación.
Ryder bajó los ojos hacia su vaso; después, levantó la vista con expresión sombría.
—Tucker y mi padre eran amigos desde la universidad. Ingresaron en la CIA a la vez; después, mi padre lo dejó para dedicarse a los negocios. Hace un par de semanas pidió a Tucker que se viera con él en un parque de Capitol Hill. Los dos solos. Era de noche… Un francotirador mató a mi padre.
Ella vio el dolor en sus ojos y se retrajo.
—Es terrible. Lo siento mucho. Debió de ser horrible para usted.
—Lo fue.
Ella reflexionó un momento.
—Pero… de los asesinatos se encarga la Policía.
—Mi padre intentaba advertir a Tucker de algo que tenía que ver con una cuenta de muchos millones de dólares en un banco internacional, no dijo en cual… y con el terrorismo islámico.
—¿Con el terrorismo? —dijo ella, enarcando las cejas con gesto de alarma—. ¿Qué clase de terrorismo? ¿Al Qaeda? ¿Alguna de sus ramificaciones? ¿Un grupo nuevo?
—No lo sabemos todavía; pero, al parecer, temía que se fuera a producir algún desastre inminente. Mi padre había recogido recortes de prensa sobre el yihadismo en Pakistán y en Afganistán; pero de momento no les encontramos mucho sentido. Catapult está vigilando de cerca las operaciones bancarias internacionales, claro está. El único dato sólido fue el que tenía que ver con usted: mi padre dijo que había descubierto la información en la Biblioteca de Oro.
—¿En la biblioteca? Entonces, la biblioteca existe de verdad.
—Sí. Mi padre dijo también a Tucker que es propiedad de una especie de club de bibliófilos.
—¿Su padre era miembro del club de bibliófilos?
Él se encogió de hombros, incómodo.
—Todavía no lo sé.
—Si su padre era miembro del club, me parece que debía de tener una vida secreta.
Él asintió con la cabeza, sombrío.
—Igual que su marido.
Ella se inclinó hacia delante.
—Usted quiere descubrir lo que hacía su padre y quién está detrás de su muerte.
—Vaya si lo quiero —dijo él, con un destello de rabia en el rostro.
—¿Por qué no me contó Tucker nada de esto?
—No hacía falta que lo supiera, y nos pareció que su misión sería sencilla de esta manera.
—Los dos tenemos motivos personales para encontrar la biblioteca; pero esto llega a un nivel completamente distinto. Mucho mayor.
—Es una cosa personal para los dos.
Ryder dejó el vaso, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta e hizo deslizar sobre la mesa, hacia ella, su alianza de oro y su colgante.
—Creí que le gustaría recuperar estas cosas.
Ella, mirándolas fijamente, retiró las manos de su taza y las dejó caer en su regazo.
—Ya no las necesito. Eso fue otra vida. Otra persona.
Él la observó con detenimiento. Después, recogió las joyas y se las guardó de nuevo en el bolsillo.
—Cuénteme lo de Charles y el accidente de coche.
—Volvíamos a nuestra casa de Mulholland después de una cena; conducía él, y…
Se interrumpió. Reprodujo mentalmente el viaje: la risa despreocupada de Charles, los bandazos que daba, para divertirse, por la carretera desierta… Se lo contó a Ryder. Después…
—Nos salió bruscamente al paso un coche de un acceso particular, y Charles dio un frenazo. Nuestro coche derrapó. Yo sentía náuseas y me daba vueltas la cabeza. Y perdí el sentido. No recuerdo nada más, hasta que me desperté en una camilla.
Vaciló.
—Charles debió de darme algún tipo de droga. Más tarde, el forense encontró en el cadáver la alianza de Charles, y los dientes coincidían con los registros dentales de Charles.
—Ahí se aprecia mucha planificación, dinero y recursos sucios. ¿Podría haberlo organizado Charles él solo?
—De ninguna manera. Él era un erudito. Tuvo que ayudarlo alguien.
—¿Quién?
Ella reflexionó.
—No sé de nadie que hubiera podido.
—¿Dónde cree que ha estado?
—Solo Dios lo sabe. Tiene un buen bronceado, así que debe de ser algún sitio con sol.
—¿Qué clase de hombre era?
—Dedicado. Nuestro mundo es pequeño. Solo existen unos pocos miles de personas bien formadas sobre los manuscritos iluminados. Verdaderos expertos, puede que un centenar. La mayoría nos conocemos unos a otros en mayor o menor grado. Supongo que parecemos raros para la gente de fuera. Jugamos a juegos de cartas de la época griega y romana, y celebramos nuestros propios concursos de conocimientos. Nuestras conversaciones pueden parecer raras… por ejemplo, hablamos en latín y en griego. Algunos consideraban que Charles era la máxima autoridad en el tema de la Biblioteca de Oro. Estaba inmerso en ello, lo vivía, lo anhelaba; y por eso era tan entendido. A él le habría resultado difícil convivir con una persona que no hubiera sabido apreciar ese rasgo suyo.
—¿Y usted lo apreciaba?
—Sí. Para mí, tenía sentido.
Él asintió con la cabeza.
—¿Es posible que su desaparición tuviera alguna relación con la biblioteca?
—En la temporada anterior al accidente había estado trabajando muchísimas horas —dijo ella—. Puede que hubiera tenido alguna idea o que hubiera descubierto algo, y que sintiera la necesidad de desaparecer para que nadie se enterara de nada mientras él remataba el descubrimiento.
Siguió la mirada de Ryder, que estaba inspeccionando el antiguo pub. Los elementos decorativos de bronce pulido relucían. Se habían marchado algunos parroquianos; habían entrado otros.
—He grabado cerca de una hora de vídeo de la gente que rodeaba el Libro de los Espías —le dijo él—. Podemos verlo juntos si hay un cibercafé abierto a estas horas.
Ella tiró de su bolso.
—No hace falta que vayamos a ninguna parte. Tengo aquí mi portátil.
Cambiaron de lugar en el banco corrido en forma de U para sentarse juntos. Mientras ella ponía su ordenador sobre la mesa y lo encendía, él se sacó de los bolsillos de la chaqueta una cámara de vídeo del tamaño de la palma de la mano, un cable USB y un disco de software.
A los pocos minutos ya estaban viendo la exposición. Ryder dio al avance rápido hasta que apareció Charles. Ella le hizo notar el modo peculiar de andar de Charles, le describió los modos en que se había cambiado el aspecto, e identificó a las demás personas que reconocía. Pero Charles no hablaba con nadie, y nadie hablaba con Charles. Y Eva no apreció que Charles se mirara a los ojos con nadie en ningún momento.
—Esto es interesante —murmuró Ryder. Detuvo la película y volvió a reproducir varias partes. Aunque al principio había grabado desde lejos, aquella parte estaba tomada desde cerca de la vitrina.
—Mire cómo Charles va rodeando poco a poco la vitrina. Fíjese en su mano derecha.
Eva observó la mano. Charles la tenía cerca de la cintura, entrecerrada con aire de naturalidad. Mientras se desplazaba, subía y bajaba la mano y movía el pulgar.
Ella lo miró fijamente.
—¿Está fotografiando en secreto el Libro de los Espías?
—Eso parece. Pero ¿por qué? ¿Por la adicción de un bibliómano tocado?
—O puede que tenga algo que ver con la Biblioteca de Oro; pero ¿cómo?
—Eso mismo me pregunto yo —dijo él, y consultó su reloj—. Es tarde. Debemos marcharnos. Usted se aloja en casa de su amiga, Peggy Doty. ¿Lo sabría Charles? —le preguntó, frunciendo el ceño.
A ella se le quedó seca la garganta. Tomó su teléfono móvil y marcó.
Al cabo de un rato, respondió una voz somnolienta:
—¿Diga?
—Peggy, soy Eva otra vez. Tienes que marcharte de allí. Ya sé que parece imposible, pero esta noche he visto a Charles en el museo.
La voz de Peggy sonó despierta de pronto.
—¿De qué me estás hablando?
—He visto a Charles en la exposición. Está tan vivo como tú y como yo.
—Eso es una locura. Charles murió, querida. Recuerda que ya te había parecido verlo en otras ocasiones. Está muerto. Vuelve a casa. Hablaremos de ello.
Eva apretó con más fuerza el teléfono móvil.
—Charles ha intentado matarme. Sabe que me alojo en tu casa. Podrías estar en peligro tú también. Tienes que marcharte. Vete a un hotel, y te veré allí. Hazlo por mí, Peggy, aunque no me creas.
Acordaron reunirse en el hotel Chelsea Arms.
—Haré yo las reservas de las habitaciones —se ofreció Peggy.
Eva, que se sentía agotada de pronto, accedió y puso fin a la comunicación.
Ryder apuró su vaso.
—Haré que Tucker compruebe la identidad del cuerpo que está en la tumba de Charles y que envíe un informe mañana por la mañana.
Dio a Eva su número de móvil y le dijo dónde se alojaba.
Se pusieron de pie. Mientras ella se echaba el bolso al hombro, él se guardó en los bolsillos de la chaqueta la cámara, con el resto del material, y se puso encima el chaquetón. Se dirigieron a la puerta, rodeando a los bebedores que estaban ante la barra, y salieron a la noche. A la luz de las farolas flotaban gotas brillantes de lluvia.
Él hizo señas a un taxi para ella.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó.
—Me encontraré mucho mejor cuando hayamos encontrado a Charles —respondió Eva.
Cuando el taxi se detuvo ante la acera, él le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Duerma bien hasta mañana.
Después, al taxista:
—Al Chelsea Arms.
Ella subió al vehículo. Cuando el taxi se puso en marcha, se volvió en su asiento para observar lo que hacía Ryder. Este caminaba en sentido opuesto. Había sacado su aparato de seguimiento electrónico y parecía que lo consultaba. Por fin, levantó la cabeza y llamó a un taxi para él. Después de haber echado otra mirada al aparato de seguimiento, se subió al taxi
A Eva la invadió la sospecha. Se inclinó hacia delante.
—He cambiado de opinión. Dé la vuelta. Lléveme al hotel Le Méridien, en Piccadilly.