Capítulo 9

LA sala de interrogatorios de la Policía era un espacio estrecho en un piso inferior de los trece que tenía la comisaría de Policía de Holborn, a solo siete manzanas del Museo Británico.

—Y bien, doctora Blake, parece que no me ha estado diciendo usted la verdad.

El inspector Kent Collins, de la Policía Metropolitana, saludó con un gesto de la cabeza al agente que estaba de vigilancia en un rincón, y este le devolvió el saludo. El inspector cerró la puerta a su espalda, aislándolos del mundo.

—Me dijo que su marido había muerto. Pero no me dijo que a usted la habían condenado por matarlo.

Era un hombre de pelo hirsuto, de nariz grande y que, a pesar de lo tardío de la hora, llevaba las mejillas bien afeitadas. Duro, impecable y claramente al mando de la situación, llevaba bajo el brazo una carpeta nueva de papel manila.

Eva tenía las manos en el regazo. Hacía girar sobre el dedo la alianza de oro. No había podido llamar por teléfono a Tucker Andersen porque no había estado sola en ningún momento desde que la habían detenido. Tenía bien presente la advertencia que le había hecho de no hablar de su misión a nadie. Pero ¿cómo iba a salir de aquello? ¿Podría hacerlo de alguna manera?

—Lo que dije fue que se suponía que Charles había muerto —dijo al inspector—. Si le hubiera contado todo lo demás, quizá no me habría dejado explicárselo todo. El hombre que vi era Charles Sherback. Mi marido. Vivo. Y no fui yo la que mentí a los guardias del museo —le recordó—. Fue él. Les dijo que yo llevaba un cuchillo. Me registraron. No tenía ningún cuchillo.

El inspector Collins dejó la carpeta en la mesa de golpe y se dejó caer en una silla de plástico ante el extremo de la mesa, de modo que estuvieran sentados cerca uno de otro pero en ángulo recto. Ella reconoció aquella técnica. Si quieres que alguien tenga empatía contigo, siéntate a su lado. Pero si lo que quieres es desafiarlo, ponte frente a él. La posición en ángulo recto le otorgaba flexibilidad.

Se volvió hacia ella.

—Estamos más bien ocupados como para ponernos a buscar entre los vivos a un hombre que está muerto y enterrado.

—Charles no solo mintió en lo del cuchillo; huyó porque me había reconocido.

—O huyó porque era un sujeto inocente y usted lo estaba acosando.

—Pero en tal caso podría haber dado parte a los guardias.

El inspector perdió la paciencia.

—¡Chorradas! Fue usted, y no él, quien atacó a los dos vigilantes en la entrada del museo.

—No tenía tiempo de pararme a demostrar que no llevaba ningún cuchillo, ni a explicarles por qué tenía que atrapar a Charles. Y otra cosa: soy cinturón negro de karate. Podría haber hecho mucho daño a los guardias. En vez de ello, les di con la fuerza justa para que quedaran sin aliento y retrocedieran. ¿Ha presentado denuncia alguno de los dos?

Ella sospechaba que no, ya que no se había hablado de ello.

—La verdad es que no.

Ella asintió con la cabeza.

—Aquí hay mucho más que lo mío. Charles está vivo, y en su tumba debe de estar enterrada alguna otra persona. ¿Quieren hacer el favor de buscarlo?

En la expresión del inspector Collins se leía claramente que la tomaba por loca.

—¿Cómo quiere que lo encontremos? No nos ha dado usted ninguna dirección. Nada concreto en absoluto.

Ella tomó su teléfono móvil, pulsando botones mientras decía:

—Lo grabé en vídeo en el museo.

Dispuso la pequeña pantalla de manera que pudieran verla los dos y puso en marcha la grabación. Y allí estaba, un Charles en miniatura, bien plantado con su gabardina negra sobre el fondo movedizo de visitantes del museo. La miraba fijamente, desde un punto más alto que el teléfono móvil, y fruncía el ceño.

—Todavía no se le ve el modo de andar —dijo al inspector—. Su manera de andar es importante. Es deportista y se mueve como tal, un poco inclinado hacia delante y con paso flexible. Además, los hombros le tiemblan regularmente. Es un rasgo muy distintivo. También coinciden la edad y la estatura. Y también el color de los ojos y la voz.

En el vídeo, Charles miraba hacia abajo.

—Esto fue cuando se fijó en mi móvil —explicó ella.

Charles se llevó la mano al oído, se volvió bruscamente y desapareció entre la multitud. Eva maldijo para sus adentros. Se había movido tan aprisa que ella no había captado su modo de andar. El vídeo terminó.

—¿Eso es todo? ¿No tiene más? —dijo el inspector, con un tono que parecía una agresión.

—Es algo. Es un comienzo.

—Dijo usted que allí estaban otras personas que su marido y usted conocían desde hacía años. Si ese hubiera sido su marido, que está muerto, habrían dicho algo. De hecho, me figuro que se habrían alborotado bastante.

El inspector, sacudiendo la cabeza, abrió la carpeta, sacó una hoja de papel y se la acercó deslizándola sobre la mesa.

—La Policía de Los Ángeles me ha enviado esto por correo electrónico. Dígame quién es.

Era un retrato que se había hecho Charles para los folletos de la Biblioteca Elaine Moreau. Sus rasgos refinados y sus ojos negros brillantes la miraron desde el papel.

—Es Charles, por supuesto —dijo ella en voz baja—. Después de desaparecer, ha debido de teñirse el pelo y de operarse la cara.

El inspector señaló la foto bruscamente con el pulgar.

—Esta foto no se parece en nada al hombre que sale en su vídeo.

La miró fijamente, desafiándola.

—He hablado con la prisión. ¿Es esta la primera vez que ha creído verlo después de su muerte?

Ella vaciló, pero se rindió.

—Usted sabe que no, evidentemente.

El inspector sacó otro papel y leyó en voz alta:

—«En las tres primeras semanas tras la muerte del doctor Sherback, la doctora Blake dijo que había creído verlo dos veces. Según su relación, ella abordó a los hombres, que se comportaron de manera amistosa. Pero cuando les explicó por qué quería hablarles, se apartaron de ella».

Le pareció como si sus pulmones hubieran perdido el oxígeno.

—Se parecían a Charles…

¿Cómo podría salir de allí para encontrarlo? Pensó con rapidez. Dijo por fin:

—Mi marido y yo éramos bibliotecarios y conservadores de manuscritos antiguos y medievales. Solíamos viajar por el mundo para asistir a inauguraciones como la de esta noche. Al haberme vuelto a encontrar en ese ambiente… puede que usted tenga razón y que haya cometido un gran error.

Bajó la voz.

—Lo echo mucho de menos. Espero que usted pueda entenderlo.

Una chispa de compasión se asomó a la cara hirsuta del inspector. La miró fijamente, con aire de estar considerando lo que debía hacer.

Sentía tensión en todo el cuerpo. Se volvió hacia él, rozándole un hombro con el suyo.

—Lamento de verdad haber causado tantos problemas.

—Puede que usted quiera que esté vivo para no tener que cargar con la culpa de lo que hizo —dijo él.

Ella le dio la respuesta que él quería oír.

—Sí.

En los ojos cansados del inspector se leía la lástima. Encogiéndose de hombros, se puso de pie. Sacó el pasaporte de Eva del interior de su chaqueta de sport y se lo entregó.

—Coja un avión mañana y vuélvase a su casa. Pida cita a un psicoterapeuta.

Eva recogió sus cosas y siguió al inspector Collins por el pasillo de la comisaría. Mientras oía el rumor del sistema de ventilación, volvía mentalmente al hombre del museo, al hombre que ella estaba segura de que era Charles, a pesar de lo que había contado al inspector.

A cada paso que daba, reconstruía su perfil, su estatura y su edad, la expresión de sorpresa y de reconocimiento que había visto en sus ojos. Mientras bajaban en el ascensor, reproducía mentalmente las palabras que había dicho él a los guardias del museo, oyendo la entonación familiar de su voz.

El inspector la dejó, y ella salió al exterior y se detuvo. Refugiada bajo el pórtico de entrada de la comisaría, visualizó a Charles huyendo en la noche de tormenta. Vio cómo agitaba los brazos a los costados. Ahí había algo. Algo relacionado con sus manos.

Entonces, lo recordó. Sacó su teléfono móvil. Volvió a reproducir el breve vídeo y lo observó con atención. Detuvo la imagen y la amplió. Charles había sufrido una herida grave en la mano izquierda en un accidente, en unas excavaciones en Turquía. Si aquel hombre era Charles, debería tener una cicatriz larga en la mano.

Casi esperó ver una piel lisa. Pero quedó sin aliento al detectar la cicatriz blanca azulada que serpenteaba desde la punta del pulgar, pasando por la mano, hasta perderse bajo la manga de la gabardina. Charles.

Se volvió bruscamente con intención de entrar de nuevo en la comisaría… pero se detuvo. La Policía no la ayudaría de ninguna manera. Pensó en Tucker Andersen. Pero este ya debía de saber que ella se había hecho la ilusión de ver a Charles en otras ocasiones. Tampoco él la creería.

Pero tenía que darle su informe. Marcó su número.

No hubo ningún preámbulo.

—¿De qué se ha enterado? —le preguntó él al instante.

—No he podido encontrar a nadie que supiera nada nuevo de la Biblioteca de Oro —le dijo sin mentir—. Todos tienen sus teorías habituales.

—Lástima. Vuelva al museo mañana. Pásese el día entero.

—Claro.

Había ganado algo de tiempo.

Abrió el paraguas y caminó a la luz de las farolas, intentando ordenar sus ideas. Su matrimonio con Charles no había sido perfecto, pero ¿acaso existía una relación de pareja perfecta? A la muerte de él, los problemas de su relación se le habían borrado a ella de la mente. Lo había querido mucho, y creía que él la quería a ella. Tenía catorce años más que ella, y ya era célebre en su carrera profesional cuando se conocieron. Recordó aquella primera vez que lo había visto, entrando en el aula con pasos largos y seguros. Aquella cara apuesta que irradiaba inteligencia y curiosidad. Era conferenciante invitado en un curso universitario de segundo ciclo en el que ella ejercía de asistente mientras preparaba su doctorado. Citaba a Homero y a Platón, y había encantado e impresionado a todos.

Gratias tibi ago, doctor Sherback, benigne ades —le había dicho ella. «Gracias, doctor Sherback, por haber tenido la bondad de venir».

La multitud de admiradores se había ido disipando hasta que solo quedaban él y ella.

Él la había mirado fijamente desde su altura, evaluándola. Después, le había contestado también en latín.

—Me recuerdas a Diana, la diosa de la caza y de la luna y protectora de la juventud inocente. Dime, ¿tienes por aquí cerca un bosque de robles y un ciervo?

Ella se rio.

—Y mi arco y mis flechas.

—Ah, sí; pero entonces no eres solo una cazadora, sino un símbolo de castidad. No es de extrañar que necesites tus armas. Espero que no me conviertas en ciervo, como hiciste con Acteón.

Cuando Acteón vio a la diosa bañándose desnuda en un arroyo, esta lo convirtió en ciervo y le echó encima a sus perros de caza.

—Está completamente a salvo —le aseguró ella—. No tengo perros; ni siquiera un caniche miniatura.

Él se echó a reír; el buen humor le hacía fruncir los ojos.

—Me gusta una mujer que sabe hablar latín y que conoce a los dioses y diosas antiguos. ¿Nos tomamos un café?

Sus colegas, los críticos y los aficionados al arte lo admiraban, y las mujeres se le echaban encima. Pero había sido ella la que lo había cazado. No sospechó nunca que se estaba casando con un hombre capaz de hacerse pasar por muerto y de enviarla a la cárcel. Pero también es verdad que ella, como tantos otros, había quedado deslumbrada por él, por el estilo de vida de ambos y por sus propios sueños y ambiciones.

Mientras caminaba por la calle, la lluvia tamborileaba constantemente sobre su paraguas. Tenía que encontrar a Charles. Lo único que tenía era el breve vídeo. El inspector tenía razón: no iba a bastar. Sacó el teléfono móvil y llamó a Peggy Doty. Peggy había recuperado su antiguo trabajo en la Biblioteca Británica para estar cerca de su novio, Zack Turner, y Eva se alojaba con ellos durante su estancia en Londres.

Cuando Peggy se puso al teléfono con voz somnolienta, Eva, después de disculparse, le dijo:

—¿Te acuerdas de aquella vez que te cubrí en el Getty cuando te fuiste a París para pasar unos días con Zack? ¿Y cuando te enseñé el pegamento secreto que es invisible y no falla nunca? Y aquella vez que bloqueé a ese turista obseso sexual que te acosaba…

Se oyó una risita.

—Debes de estar desesperada. ¿Qué quieres?

—Es un gran favor, y no te lo pediría si no fuera vital. Necesito copias de los vídeos de seguridad de la inauguración de esta noche en el museo. Sobre todo, de aquellos en los que se vea a la gente próxima al Libro de los Espías.

—¿Qué?

—Y las necesito ya. Ahora mismo. Estoy andando hacia el museo. No te las pediría si no las necesitara de verdad.

Con suerte, en los vídeos se vería a Charles charlando con alguien a quien conociera ella. Puede que esa persona hubiera descubierto algo útil.

Hubo un largo silencio. Por fin, Peggy dijo:

—Lo que quieres es que se lo pida a Zack.

Zack era jefe de seguridad del museo.

—Hará cualquier cosa por ti. Haz el favor de llamarle por teléfono.

Se oyó un fuerte suspiro al otro lado de la línea.

—Te llamaré.

Eva le dio las gracias y siguió caminando por Theobalds Road, sujetando con fuerza contra su costado el bolso que llevaba colgado al hombro. Pero mientras andaba tuvo una sensación extraña. Miró hacia atrás. Caminaba tras ella, a unos diez metros de distancia, un hombre con un chaquetón azul. El rostro le quedaba oculto en las sombras. El hombre que había salvado al guardia del museo de caerse de las escaleras también llevaba un chaquetón azul. Volvió a mirar, pero el hombre ya no estaba.

Se dirigió al norte por Southampton Street y después siguió hacia el oeste por Great Russell Street, donde, involuntariamente, se puso a mirar a los coches que pasaban. Un Citroën de color bronce redujo la velocidad y la siguió durante unos momentos; después, aceleró. Ella advirtió con desazón que ya se había fijado antes en aquel coche. En el asiento del pasajero no había nadie, y no había podido ver al conductor.

Ya tenía por fin el museo a la vista. Dobló por Montague Street, que transcurría a lo largo de la fachada oriental del inmenso edificio y llegaba hasta Montague Place. La calle solo tenía una manzana de largo, era una de las muchas vías estrechas y tortuosas del barrio de Bloomsbury. No había tráfico, aunque había coches aparcados a lo largo de la acera. Miró hacia atrás y le pareció ver movimiento entre la oscuridad, bajo un árbol alto.

Sonó su móvil. Era Peggy.

—¿Tienes buenas noticias? —se apresuró a preguntarle.

—Cielo, Zack dice que no puede hacerte copias. Va en contra del reglamento. Lo siento mucho. Vuélvete a casa. Es muy tarde ya.

Eva cerró los ojos, desilusionada.

—Gracias por haberlo intentado. Lamento haberte molestado. Espero que puedas volver a dormirte pronto.

Pulsó el botón de apagado.

Mientras intentaba decidir qué haría a continuación, había empezado a cruzar la calle cuando oyó un motor de coche y sintió vibrar la calzada bajo sus pies. Miró a su izquierda. El vehículo se abalanzaba hacia ella con los faros apagados. La invadió el terror. Apretó el paso, pero el coche se desvió hacia ella.

Tenía ante sí la alta verja de hierro que rodeaba el museo. Dejó caer el paraguas, se echó en bandolera el bolso y echó a correr. Pronunciando una oración silenciosa, se elevó dando un fuerte salto tobi-geri. Asió con las manos dos barrotes húmedos, y encontró otros dos para apoyar precariamente los pies.

Volvió a mirar. El coche era un Citroën de color bronce como el que la había seguido en la Great Russell Street. Pero ¿quién…? Clavó la vista en el parabrisas. ¿Charles? Ay, Dios santo, ¡era Charles! Sus rasgos enérgicos parecían congelados; la mirada, ausente; pero se apreciaba emoción en sus manos. Las tenía aferradas con fuerza al volante, como si este fuera una soga.

Con un movimiento brusco, el Citroën saltó a la acera y golpeó con fuerza la cerca. Saltaban chispas. A Eva le parecía que el ruido del coche a toda velocidad, del metal contra el metal, le explotaba dentro de la cabeza. Trepó más alto. Los barrotes de hierro basto le temblaban en las manos. Mientras se esforzaba por sujetarse, el Citroën pasó rápidamente por debajo de ella, envolviéndola en una nube maloliente de gases de escape.

Mientras el autoderrapaba sobre la calle resbaladiza por la lluvia, Eva se soltó de la cerca y se dejó caer al suelo, intentando asimilar el hecho de que Charles acababa de intentar matarla. Horrorizada, echó a correr. Aceleró cada vez más; los músculos le palpitaban y el rostro frío de Charles le quemaba en la mente.