Capítulo 8

Londres, Inglaterra

A Eva el mundo le parecía nuevo y apasionante; sin esposas, sin vigilantes, sin ojos que la siguieran día y noche. Eran las ocho y media de la noche y llovía con fuerza mientras ella atravesaba aprisa el patio delantero del Museo Británico, hacia la entrada principal. Apenas sentía la humedad fría en el rostro. El tráfico de Londres retumbaba a su espalda, e iba bien envuelta en su vieja gabardina Burberry. Alzó la vista hacia las altas columnas, los muros de piedra desnuda, los relieves y las estatuas neohelénicas. La invadían los recuerdos de los buenos ratos que habían pasado Charles y ella en aquel museo antiguo y majestuoso.

Esquivó un charco y subió a paso vivo los escalones de piedra; cerró el paraguas y entró en el gran zaguán. Estaba deslumbrante de luz; sus altos techos se perdían entre una oscuridad dramática. Hizo una pausa en la entrada de la gran plaza central cubierta Reina Isabel II, tres cuartos de hectárea de suelo de mármol, rodeado de paredes de piedra de Portland y de puertas de entrada con columnas. Absorbió su belleza serena.

En su centro estaba el salón de lectura circular, una de las mejores bibliotecas del mundo; y salían por su puerta Herr Professor Georg Mendochon y señora.

Eva fue a saludarlos, sonriente. Ellos cruzaron miradas y titubearon.

—Timma, Georg —dijo, tendiéndoles la mano—. Han pasado años.

—¿Cómo estás, Eva? —dijo Georg. No tenía mucho acento extranjero. Era un erudito austriaco que viajaba mucho por el mundo.

—Es maravilloso volver a veros —dijo ella con sinceridad.

Ja. Y sabemos por qué ha pasado tanto tiempo —dijo Timma, que nunca había brillado por su sutileza—. ¿Qué haces aquí?

Solo le faltó decir: «Mataste a tu esposo, ¿cómo te atreves a presentarte aquí?».

Eva bajó la vista, mirándose la alianza de oro que llevaba en el dedo. Ya sabía que aquello sería difícil. Había llegado a aceptar que ella había matado a Charles, pero el sentimiento de culpa seguía destrozándola.

Levantó la vista, sin atender al tono de Timma.

—He venido con la esperanza de ver a viejos amigos. Y para ver el Libro de los Espías, claro está.

—Es un descubrimiento apasionante —asintió Georg.

—Me hace preguntarme si alguien ha encontrado por fin la Biblioteca de Oro —siguió diciendo Eva—. Si lo ha encontrado alguien, tienes que ser tú, Georg.

«Ahora que no está Charles», añadió para sus adentros, echándolo en falta todavía más.

Georg se rio. Timma se ablandó y aceptó el cumplido con una sonrisa.

Ach, ojalá —dijo Georg.

—¿No se ha dicho nada de quién puede estar relacionado con el descubrimiento? —insistió Eva.

—No he oído nada de eso, por desgracia —dijo Georg—. Vamos, Timma. Debemos ir ahora a la exposición china. Te veremos arriba, Eva, ¿sí?

—Sí, desde luego.

Mientras ellos cruzaban la gran plaza, Eva se dirigió al ala norte y subió las escaleras hasta el primer piso. Le llegaron los sonidos de una multitud plurilingüe desde una puerta abierta donde un letrero anunciaba:

SIGUIENDO EL DESARROLLO DE LA ESCRITURA

EXPOSICIÓN ESPECIAL DE LA COLECCIÓN

LESSING J. ROSENWALD

Buscó su invitación.

El guarda se la recogió y le dijo:

—Que se divierta, señora.

Pasó al interior. El gran salón estaba cargado de energía y de animación. El público formaba grupos y se apiñaba alrededor de los expositores de vidrio; muchos llevaban auriculares para oír la guía grabada de la exposición. Circulaban discretamente guardias del museo encorbatados. El aire olía como lo recordaba ella, a perfumes caros y a vinos aromáticos. Inspiró a fondo.

—Eva, ¿eres tú?

Se volvió. Era Guy Fontaine, de la Sorbona. Era pequeño y gordito y estaba con un corrillo de amigos de Charles. Ella les miró las caras; advirtió el conflicto de emociones que les producía su aparición.

Los saludó con efusión y les dio la mano.

—Tienes buen aspecto, Eva —opinó Dan Ritenburg. Era un adinerado buscador aficionado de la Biblioteca de Oro, de Sidney—. ¿Cómo es que has podido venir?

—No seas grosero, Dan —le riñó Antonia del Toro.

Era una célebre historiadora, de Madrid. Se volvió hacia Eva.

—Siento mucho lo de Charles —lo dijo—. Un investigador tan entregado… aunque hay que reconocer que podía llegar a ser difícil a veces. Mi más sentido pésame.

Algunos más murmuraron sus condolencias. Se produjo una pausa expectante.

Eva rompió el silencio, respondiendo a la pregunta tácita que le estaban haciendo.

—He salido de la prisión.

Era lo que le había dicho Tucker que dijera.

—Cuando vi que aquí exhibían un manuscrito de la Biblioteca de Oro, tuve que venir, por supuesto —añadió.

—Por supuesto —asintió Guy—. El Libro de los Espías. Es hermoso. Incroyable.

—¿Creéis que su aparición significa que alguien ha encontrado la biblioteca? —preguntó Eva.

El grupo entabló una conversación animada; los presentes expresaron sus teorías de que la biblioteca seguía estando bajo el Kremlin; de que Iván el Terrible la había escondido en un monasterio a las afueras de Moscú; de que no era más que un mito soberbio que había propalado el propio Iván.

—Pero, si es un mito, ¿cómo está aquí el Libro de los Espías? —se preguntó Eva.

—Ajá; eso mismo digo yo —dijo Desmond Warzel, estudioso suizo—. Yo siempre he mantenido que Iván fue vendiendo la biblioteca por partes antes de morir, porque estaba mal de fondos. Recordad que perdió su última guerra contra Polonia… y aquello le salió caro.

—Pero, si eso es cierto, no cabe duda de que a estas alturas ya habrían aparecido otros manuscritos iluminados de la biblioteca —dijo Eva, muy razonablemente.

—Tiene razón, Desmond —dijo Antonia—. Te lo llevo diciendo muchos años.

Siguieron debatiendo, y por fin Eva se despidió de ellos. Circuló entre la multitud escuchando conversaciones, buscando a más personas que conociera, y por fin se pasó por el bar. Pidió un agua de Perrier.

—¿No la conozco a usted, señora? —le preguntó el barman.

Era alto y delgado, pero tenía cara regordeta de ardilla. El contraste resultaba sorprendente y entrañable. Ella lo recordó, por supuesto.

—Yo venía por aquí hace años —le dijo.

Él sonrió y le entregó el agua de Perrier.

—Bienvenida a casa.

Ella sonrió y se apartó para consultar el plano que indicaba en qué punto de la sala se exhibía cada libro xilografiado, cada manuscrito iluminado y cada libro impreso. Cuando localizó la ubicación del Libro de los Espías, se dirigió hacia él, pasando por alto la espectacular Biblia gigante de Maguncia, terminada en 1453, y el Libro de Urizen, mucho menor, con sus ilustraciones grotescas, de 1818. Este era la parodia del Génesis que había creado William Blake. Pocos años atrás, un día feliz de invierno, Charles y ella habían examinado personalmente ambos libros en la Biblioteca del Congreso.

La multitud se agolpaba de tal manera alrededor del Libro de los Espías, que algunos de los que estaban más lejos empezaban a cejar en sus intentos de verlo. Eva frunció el ceño, pero no por aquel muro humano imponente. Lo que le había llamado la atención era un hombre que se retiraba de la vitrina. Tenía un aire familiar. No le pudo ver el rostro, porque miraba hacia otro lado y se cubría un oído con la mano, escuchando la guía grabada.

¿Qué tenía aquel hombre? Eva dejó el vaso en la bandeja de un camarero y lo siguió, sorteando a otros visitantes. El hombre llevaba una gabardina negra; tenía el pelo negro y reluciente, y la nuca bronceada. Eva quiso adelantarse para verle la cara, pero con aquella multitud resultaba difícil moverse con rapidez.

Después, el hombre pasó a un espacio despejado, y ella pudo ver con claridad por primera vez todo su cuerpo, su aspecto físico. Cuando lo observó, el corazón se le aceleró. El hombre caminaba con paso atlético, flexible. Los hombros musculosos le temblaban a cada seis u ocho pasos. Irradiaba gran seguridad en sí mismo, como si aquel salón fuera suyo. Su talla coincidía: alrededor de un metro ochenta. Aunque debería haber tenido el pelo castaño claro, no negro azulado, y aunque todavía no había podido verle el rostro, en todos los demás sentidos le resultaba familiar de una manera inquietante, desazonadora. Podría ser el doble de Charles.

El hombre se retiró la mano del oído. Eva, emocionada, se adelantó rápidamente hasta que estuvo caminando casi a su altura. El hombre inspeccionaba la multitud, girando lentamente la cabeza de derecha a izquierda. Por fin, Eva le vio el rostro. Tenía la barbilla más ancha y más pesada que Charles, y las orejas un poco salientes, mientras que Charles las había tenido pegadas al cráneo. Tenía aspecto general de tipo duro, de hombre que había perdido demasiadas peleas a puñetazos.

Pero, entonces, él se quedó mirándola fijamente y se detuvo. Tenía los ojos de Charles, grandes y negros con motas castañas, rodeados de espesas pestañas. Charles y ella habían vivido juntos ocho años de intimidad, y ella conocía cada uno de sus gestos, cada matiz de sus expresiones, y sus reacciones. Los ojos del hombre transmitieron sorpresa, y después se entrecerraron con temor. Inclinó la cabeza hacia atrás: orgullo. Y, por último, tuvo aquella expresión no emotiva suya que ella le conocía tan bien, cuando se encontraba ante lo inesperado. Formó con los labios la palabra Eva.

A Eva le pareció que la sala se difuminaba y que la charla del público se desvanecía mientras intentaba respirar, sentir los latidos de su corazón, saber que tenía los pies bien plantados en el suelo. Se esforzaba por pensar, por entender cómo podía seguir vivo Charles. La inundó el alivio de saber que no lo había matado. Pero ¿cómo había podido salir vivo del accidente con el coche? De pronto, su dolor y su culpabilidad se convirtieron en rabia aturdida. Había perdido dos años por su culpa. Había perdido a casi todos sus amigos. Su reputación. Su carrera profesional. Había llorado por él y se había culpado a sí misma… y, mientras tanto, él estaba vivo.

Mientras él la miraba con el ceño fruncido, ella sacó el teléfono móvil, tocó el teclado y enfocó al hombre con la cámara de vídeo del aparato.

Él frunció el ceño todavía más y, sacudiendo la cabeza, se llevó la mano al oído izquierdo y se abalanzó entre la multitud.

—¡Charles, espera!

Corrió tras él, sorteando a la gente, dejando un rastro de comentarios de desagrado.

Él pasó rozando a una pareja mayor y se adentró más entre la masa humana. Ella se puso de puntillas y vio que rodeaba un expositor. Eva corrió. Cuando Charles se abría camino a codazos entre un círculo de mujeres, dio un empujón con el hombro a un camarero que llevaba una bandeja llena de copas de vino. La bandeja se volcó; las copas salieron despedidas. El vino tinto salpicó a las mujeres. Estas chillaron y resbalaron con sus zapatos de tacón.

Mientras los invitados los miraban atónitos, los guardias de seguridad tomaron las radios que llevaban en el cinturón, y Charles salió corriendo por la puerta. Eva lo siguió velozmente y se lanzó escaleras abajo. Cuando llegó al rellano, un vigilante se despegó de la pared, empuñando su radio.

—¡Alto, señorita!

Corrió hacia ella, haciendo ondular el vientre prominente.

Ella aceleró, y el guardia no tuvo tiempo de variar su rumbo. Intentó asirla de la gabardina con las manos, pero falló. Tropezó y cayó hacia delante, sobre la barandilla, en una posición precaria sobre aquel desnivel de un piso de altura.

Ella se detuvo para volver a ayudarlo, pero un hombre que llevaba un chaquetón azul oscuro bajó tres escalones de un salto y tiró del guardia hasta dejarlo a salvo.

Eva, lamentándose del tiempo perdido, prosiguió su carrera desenfrenada escaleras abajo, mientras resonaban a sus espaldas los pasos de los guardias. Cuando alcanzó la primera planta, aceleró ante los ascensores y llegó a la inmensa plaza central. En las alturas retumbó con fuerza un trueno, y un chaparrón azotó la alta cúpula de cristal.

Vio a Charles de nuevo. Este, dirigiéndole una mirada furiosa desde el otro lado de aquella ancha extensión, pasó velozmente tras una inmensa escultura de la cabeza del faraón egipcio Amenhotep III.

Ella corrió tras él, siguiéndolo hasta el gran zaguán del museo. Los visitantes retrocedían en silencio, confusos, al verlo pasar corriendo. Había un vigilante a cada lado de la puerta principal abierta; ambos tenían la radio pegada al oído, con aspecto de que acababan de recibir instrucciones.

Cuando Charles se aproximó a ellos, Eva vio que se le ponía rígida la espalda.

El aire le trajo sus palabras. Era la voz profunda de Charles, que decía con toda seriedad a los dos guardias:

—Está loca… lleva un cuchillo.

Enfurecida, corrió más deprisa. Los guardias se miraron entre sí, y Charles aprovechó su vacilación para colarse entre ellos y salir corriendo entre la noche de tormenta.

Eva soltó una maldición para sus adentros. Los dos guardias se habían rehecho y se habían plantado hombro con hombro ante ella, cerrándole el paso.

—Alto —ordenó el más alto de los dos.

Ella se abalanzó sobre ellos. Mientras ellos entrecerraban los ojos, ella hizo una pausa y clavó la base de cada mano en el plexo solar de los hombres, asestándoles sendos golpes teisho de karate.

Los hombres, sorprendidos, sin aire en los pulmones, vacilaron, dejándole el sitio justo para pasar. A los pocos instantes, estaba fuera. La lluvia fría caía a cántaros del cielo anubarrado, empapándola mientras bajaba aprisa por la escalinata de piedra.

Charles era una esquirla negra en la noche; braceaba para impulsarse a través del largo patio delantero, hacia el portón de entrada del museo.

—Maldita sea, Charles. ¡Espera!

Los chillidos de una sirena de la Policía sonaban más fuerte, se aproximaban. Respirando con fuerza, salió corriendo tras él a Great Russell Street. Los vehículos que pasaban arrojaban olas oscuras de agua sobre la acera. Los peatones caminaban aprisa con los paraguas abiertos, como una falange de sombrillas oscilantes.

Cuando Eva redujo la velocidad, buscando a Charles por todas partes, unas manos la asieron por la espalda. Ella forcejeó, pero las manos la sujetaban con fuerza.

—Alto, le han dicho —le repitió un guardia del museo, jadeante.

Otro le arrancó el bolso que llevaba al hombro.

Un coche patrulla de la Policía Metropolitana se detuvo ante la acera con chirrido de frenos. Saltaron de él bobbies de uniforme que empujaron a Eva contra el coche y la cachearon. Ella, frustrada, furiosa, se volvió y vio que Charles se subía a un taxi, cerca del final de la manzana. Lo siguió mirando hasta que sus pilotos rojos traseros se perdieron entre el tráfico.