Capítulo 7

Chowchilla, estado de California

Dos semanas más tarde

A las 13:32 de la tarde, Tucker Andersen terminó de poner en antecedentes a la directora de la Cárcel de Mujeres de California Central. Era una mujer gruesa, de cabello castaño encanecido y que tenía la costumbre de plegar las manos ante sí. Salió con él de su despacho privado.

—Hábleme de Eva Blake —dijo Tucker.

—No protesta ni ha tenido ningún expediente por el artículo 115[5] —dijo la directora—. Empezó en el patio principal, recogiendo y vaciando las papeleras. Hace diez meses la premiamos con un puesto en la cadena de montaje de nuestra fábrica de artículos electrónicos. En su tiempo libre escucha la radio, sigue practicando el karate y hace trabajos voluntarios; enseña en las clases de alfabetización y lee en voz alta a las ingresadas en la enfermería. Hace un par de meses envió una serie de currículos, pero ninguna otra presa lo sabe. Aquí hay una regla no escrita: no se pregunta a una compañera presa ni lo que ha hecho ni lo que hace. Blake ha sido lista y no ha dicho nada de sí misma.

—¿Quién viene a visitarla? —preguntó Tucker cuando pasaban ante el puesto de guardia.

—Familiares, de cuando en cuando, de otro estado. A veces venía en coche cada varios meses una amiga de Los Ángeles, Peggy Doty, antigua colega suya. La señora Doty lleva tiempo sin verla. Creo que ahora trabaja en la Biblioteca Británica, en Londres. Este es el módulo de alojamiento de Blake.

Entraron en un mundo de largas extensiones de suelo de linóleo, puertas cerradas, luz fluorescente dura y ruido ensordecedor: interfonos que crujían, televisores a todo volumen en los cuartos de estar, y gritos y palabrotas sonoras.

La directora se volvió a mirarlo.

—Chillan tanto por hacer algo, además de para expresarse. Aquí estamos al doble de nuestra capacidad, y por eso hay el doble de ruido del que debería haber. Blake está en el patio del módulo. Puede salir tres horas al día, si quiere. Siempre quiere.

La directora hizo un gesto con la cabeza al guardia que estaba de pie junto a la puerta. Este la abrió, y les llegó una bocanada del olor crudo de los abonos agrícolas. Salieron; el sol del Valle Central caía a plomo sobre un espacio abierto de césped, hormigón y polvo. Algunas mujeres estaban sentadas; otras dormitaban o se movían sin rumbo. Más allá se alzaban altos muros de ladrillo rematados por alambre de cuchillas electrificado.

Tucker buscó con la vista a Eva Blake entre las presas. Había visto fotos suyas, además de un vídeo de su aparición ante el tribunal por la muerte de su marido, en la que se había declarado culpable de homicidio por imprudencia de tráfico. Buscaba su cabellera pelirroja, su cara bonita, su cuerpo larguirucho.

—No la reconoce, ¿verdad? —le dijo la directora—. Es aquella.

La señaló con un gesto de la cabeza, y él, siguiéndolo, vio a una mujer, vestida con la camisa y los pantalones holgados de la cárcel, que caminaba alrededor del perímetro del patio. Llevaba el pelo completamente oculto, recogido dentro de una gorra de béisbol. Tenía el rostro inexpresivo, el aire inofensivo. Se parecía muy poco a aquella mujer tan viva que había visto él en las fotos y en el vídeo.

—Se pasa las horas dando vueltas al patio, una vuelta tras otra. Está sola porque lo prefiere así. Como ya le he dicho, es lista; ha aprendido a hacerse invisible, a no llamar la atención. Aquí, cualquiera que llama la atención puede convertirse en blanco de la violencia.

«Impresionante, tanto por su actitud como por su capacidad para pasar desapercibida», pensó Tucker.

La directora juntó las manos ante sí.

—Le voy a dar un consejo —dijo—. En la cárcel, los presos varones obedecen las órdenes, o las desafían. Las presas preguntan el por qué. No le mienta. Pero, si le miente, asegúrese bien de que no le pilla la mentira, al menos mientras usted esté intentando convencerla para que haga lo que usted quiere. ¿De verdad no va a decirme de qué se trata?

—Es una cuestión de seguridad nacional.

Ella asintió secamente con la cabeza, y Tucker caminó por el césped hacia Eva Blake, suscitando un coro de silbidos y de abucheos. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que se dirigía hacia ella. Cuando Blake estaba a unos cien metros, su paso se volvió nervioso, y alzó la cabeza. Se detuvo y se volvió hacia él girando despacio y con parsimonia. Los brazos le colgaban a los costados, en reposo aparente, pero su postura era firme y equilibrada, una postura de karate. Tenía unos reflejos excelentes, y su manera de moverse indicaba que seguía en buena forma física.

Caminó hasta ella.

—Doctora Blake, me llamo Tucker Andersen. Me gustaría hablar con usted. La directora nos ha cedido una sala de visitas.

—¿Por qué?

Su cara era una máscara.

—Quizá tenga una propuesta para usted. En tal caso, sospecho que le gustará.

Ella dirigió la vista detrás de él, y él miró atrás.

La directora seguía en la puerta. Hizo una seña con la cabeza a Blake, con aire severo. Con aquello, lo convertía en una orden.

—Como usted diga —dijo Blake, relajando un poco la postura.

Cuando ella se dispuso a rodearlo, tropezó, se torció el tobillo y cayó contra él. Él la asió de los hombros para ayudarla. Ella recobró el equilibrio, pidió disculpas, se apartó y caminó con paso firme hacia la prisión.

La sala de entrevistas tenía las paredes en tono pastel, una única mesa de metal con cuatro sillas también metálicas, y cámaras que observaban desde dos rincones del techo.

Tucker se sentó ante la parte ancha de la mesa e indicó las otras sillas.

—Sírvase usted misma.

Ni una sonrisa. Eva Blake se sentó ante el extremo de la mesa.

—Dice usted que se llama Tucker Andersen. ¿De dónde es?

—De McLean, en Virginia. ¿Por qué?

Ella se sacó de debajo de la camisa la cartera de él, la abrió y consultó el permiso de conducir, comprobando su identidad. Dispuso sobre la mesa las tarjetas de crédito, todas con el mismo nombre. Asintió con la cabeza para sí misma, volvió a guardar las cosas en la cartera y se la entregó.

—Es la primera vez que veo un visitante en el patio fuera de los días de visita.

Él no había notado cómo le robaba, pero al chocarse con él le había hecho sospechar. Mientras la seguía hacia la prisión, se había llevado la mano a la chaqueta y había comprobado que le faltaba la cartera.

—Buena limpiada —dijo él con suavidad—; pero tiene experiencia, ¿verdad?

Ella abrió los ojos un poco más.

Bien. La había sorprendido.

—Su historial juvenil está sellado. Debería haberlo hecho destruir.

—¿Ha podido acceder a mi historial juvenil? —le preguntó ella.

—He podido, y he accedido. Cuénteme lo que pasó.

Ella se quedó callada.

—De acuerdo; se lo contaré yo —dijo él—. Cuando tenía catorce años era lo que se suele llamar una revoltosa. Tomaba cerveza sin tener edad. Fumaba algo de hierba. Algunos amigos suyos robaban en las tiendas. Usted también lo probó. Hasta que un hombre que parecía un guardia de seguridad de paisano la localizó en los almacenes Macy’s. Pero en vez de entregarla, la felicitó y le preguntó si tendría valor para hacerlo a lo grande. Resultó que no trabajaba en los almacenes; era un maestro carterista que dirigía media docena de equipos. Le enseñó el oficio. Trabajaban los aeropuertos, los partidos de béisbol, las estaciones de tren, esos sitios. Como era guapa, solía hacer de tapia para poner en banda al primo. Pero cuando tenía dieciséis años, un bolsillero de su equipo huía con el botín cuando lo vieron unos polis. Entró corriendo entre el tráfico para huir…

Ella bajó la cabeza.

—Lo atropelló una camioneta y lo mató —siguió contando Tucker—. Todo el mundo se largó por pies. Usted también se marchó… Pero, por algún motivo, cambió de opinión, volvió y habló con la Policía. La detuvieron, claro. Después, le pidieron que les ayudara a desarticular la banda, y usted lo hizo. ¿Por qué?

—Éramos todos tan jóvenes… Sencillamente, parecía que lo mejor era intentar ponerle fin mientras quizá tuviésemos tiempo de llegar a convertirnos en personas mejores.

—Y, más tarde, esas habilidades le sirvieron para trabajar para pagarse la carrera en la UCLA.

—Pero dentro de la ley. En una empresa de seguridad. ¿Quién es usted?

Él no atendió a la pregunta.

—Como lo más probable es que el año que viene la dejen salir con la condicional, ha estado enviando currículos. ¿Algún resultado?

Ella apartó la vista.

—Ningún museo ni biblioteca quiere contratar a una conservadora o restauradora con antecedentes criminales; al menos, a mí no. Demasiada carga por… la muerte de mi marido. Porque él era muy conocido y respetado en este campo.

Se llevó la mano a una cadena de oro que llevaba al cuello. La camisa le ocultaba lo que tuviera colgado de la cadena. Tucker observó que seguía llevando su anillo de casada, una alianza sencilla de oro.

—Ya veo —dijo con voz neutra.

Ella alzó la cabeza.

—Ya encontraré algo. Algún trabajo de otro tipo.

Él sabía que no le quedaba dinero. Como la habían condenado como homicida involuntaria de su marido, no había podido cobrar su seguro de vida. Había tenido que vender la casa para pagar las costas legales. Sintió lástima por un momento, pero se la quitó de encima.

—Ha llegado a dominar muy bien el ocultar sus emociones —comentó.

—Es precisamente lo que hay que hacer para salir adelante aquí.

—Hábleme de la Biblioteca de Oro.

Aquello pareció desconcertarla.

—¿Por qué?

—Deme ese gusto.

—Me ha dicho que tenía una propuesta para mí. Una propuesta que me gustaría.

—Dije que quizás tuviera una propuesta para usted. Veamos cuánto recuerda.

—Recuerdo mucho; pero Charles, mi marido, el doctor Charles Sherback, era una verdadera autoridad. Se había pasado la vida entera investigando la biblioteca, y conocía todos los detalles disponibles —dijo ella con orgullo en la voz.

—Empiece por el principio.

Ella contó la historia de la biblioteca, desde su formación en tiempos del Imperio bizantino hasta su desaparición tras la muerte de Iván el Terrible.

Él la escuchó con paciencia. Por fin, le preguntó:

—¿Qué fue de ella?

—Nadie lo sabe con certeza. Tras la muerte de Pedro el Grande, se encontró entre sus papeles una nota que decía que Iván había ocultado los libros bajo el Kremlin. Napoleón, Stalin, Putin y personas corrientes los han buscado durante siglos; pero allí abajo hay al menos doce niveles de túneles, y de la gran mayoría no existen planos. El paradero de la biblioteca es uno de los grandes misterios del mundo.

—¿Sabe lo que hay en la biblioteca?

—Se supone que contiene libros de poesía y novelas. Libros de ciencia, alquimia, religión, sobre la guerra, sobre política… incluso manuales de sexo. Se remonta hasta los antiguos griegos y romanos, por lo que es probable que contenga obras de Aristófanes, Virgilio, Píndaro, Cicerón y Sun Tzu. También tiene biblias, toras y coranes. En todo tipo de idiomas: latín, hebreo, árabe, griego.

Tucker guardó silencio un momento, reflexionando. Después de sus malos comienzos de adolescente, había tomado el buen camino y había seguido una carrera profesional de alto nivel, lo que demostraba su talento, su inteligencia y su responsabilidad. En la cárcel había sido discreta para no llamar la atención, señal de capacidad de adaptación. Le había robado la cartera porque le había parecido raro, lo que indicaba a Tucker que seguía teniendo valor. En aquella misión estaba trabajando en el vacío. Ningún analista de objetivos había encontrado nada útil, y la colección de recortes de prensa de Jonathan Ryder no había resultado de gran utilidad.

Estudió aquel rostro bajo la gorra de la cárcel, sus rasgos tallados a escoplo, su expresión que volvía a asentarse en una neutralidad fría.

—¿Qué me diría si le dijera que tengo pruebas de que la Biblioteca de Oro existe sin lugar a dudas?

—Le diría que me contase más cosas.

—La Colección Lessing J. Rosenwald ha dejado en préstamo al Museo Británico algunos de sus manuscritos para una exposición especial. Lo más destacado es el Libro de los Espías. ¿Conoce usted esa obra?

—No me suena de nada.

—Este libro llegó a la puerta del departamento de referencia de la Biblioteca del Congreso, envuelto en plástico de burbujas, dentro de una caja de cartón. Había una nota anónima que decía que había formado parte de la Biblioteca de Oro y que era una donación para la colección especial Rosenwald. Analizaron el papel, la tinta y demás. El libro es auténtico. Nadie ha podido localizar al donante o donantes.

—¿Esas son todas las pruebas que tienen de que procede de la Biblioteca de Oro?

Tucker asintió con la cabeza.

—Nos basta, de momento —dijo.

—¿Quiere esto decir que quieren encontrar la biblioteca?

Al ver que Tucker asentía, preguntó:

—¿Qué puedo hacer yo para ayudar?

—La exposición en el Museo Británico se inaugura la semana que viene. Su tarea consistiría en hacer lo mismo que hacía cuando viajaba con su marido. Hablar con los bibliotecarios, con los historiadores y con los aficionados que llevan años buscando la biblioteca. Fisgar las conversaciones que tengan entre ellos y con otros. Tenemos la esperanza de que si el Libro de los Espías procede verdaderamente de la colección, puede atraer a alguien que sepa dónde está la biblioteca.

Ella se había ido inclinando hacia delante. Volvió a erguirse. Se asomaron a su rostro diversas emociones.

—¿Qué gano yo con ello?

—Si lo hace bien, volverá a la cárcel, claro está. Pero después, al cabo de solo cuatro meses, saldrá con la condicional, suponiendo que mantenga la buena conducta. Son ocho meses de adelanto.

—¿Cuál es la pega?

—No hay ninguna pega, solo que tendrá que llevar una tobillera con GPS. Es a prueba de manipulaciones y lleva un transmisor GSM/GPRS que comunicará automáticamente su situación. Podrá quitárselo por las noches si quiere, para dormir más cómoda. También le daré un teléfono móvil. Trabajará a mis órdenes, y no deberá decir a nadie, ni siquiera a la directora de la prisión, lo que hace ni lo que descubre.

Ella se quedó callada.

—Usted abrió mi expediente juvenil —dijo por fin—. Puede sacarme de la cárcel. Y puede reducirme la condena. Antes de aceptar, quiero saber quién es de verdad.

Él hizo ademán de negar con la cabeza.

—El primer pago de mi ayuda es la verdad —le advirtió ella.

Él recordó lo que le había dicho la directora acerca de no mentir a los presos.

—Soy de la Agencia Central de Inteligencia.

—Eso no está en su cartera.

Él bajó la mano y abrió un bolsillo con cierre con velcro que llevaba en el interior de su calcetín largo. Le entregó el carné de la CIA.

—No debe decírselo a nadie. ¿De acuerdo?

Ella estudió el carné laminado oficial.

—De acuerdo. Si allí hay alguien que sepa dónde está la biblioteca, me enteraré. Pero no quiero volver a la cárcel cuando haya terminado.

Él sonrió para sus adentros. Su dureza le agradaba.

—Trato hecho.

Pareció como si a ella se le cayeran años de encima.

—¿Cuándo salgo?