Capítulo 6

Condado de Jefferson, estado de Misuri

HACÍA una noche fresca y despejada sobre las colinas onduladas de Misuri cuando el hombre salió de la Interestatal 5 y se dirigió al oeste, entre granjas y bosques. El camión era un Freightliner de clase 6[3] con buena dirección asistida. Iba tamborileando con los dedos en el volante mientras veía pasar el campo. Llevaba a su lado, en el asiento, una carabina M4, arma principal de la mayoría de los militares de fuerzas especiales y de los rangers. El arma era una vieja amiga, y cuando hacía por las noches trabajos especiales, como aquel, se la llevaba para que le hiciera compañía.

Tenía delante la fábrica de ropa. Era de planta baja, del tamaño de un campo de fútbol, rodeada de una verja alta de malla metálica rematada con alambre de espino en rollo. Se detuvo en la entrada y presentó las credenciales que le había dado Preston. El guardia de seguridad, somnoliento, les echó una ojeada y le dio paso con un gesto de la mano. Él siguió adelante, soltando un suspiro de alivio, y contó los muelles de carga que asomaban como dientes grises por el costado sur del edificio. Cuando hubo determinado cuál era el muelle número tres, trazó un círculo con el camión y lo acercó al muelle marcha atrás. Los frenos resoplaron.

Cuando subió al muelle, profirió una maldición al ver la montaña de cajas. Pasó dos horas trabajando, haciendo viajes con su carretilla entre el muelle y las fauces abiertas del camión, apilando las cajas en el interior. Era un trabajo penoso para un solo hombre. Pensaba quejarse a Preston. ¿Quién habría pensado que unos uniformes abultarían tanto?

Cuando hubo terminado, estaba sudoroso. Pero al menos ya había terminado aquella parte del trabajo, la más peligrosa. Se puso al volante y dirigió el camión tranquilamente hacia la caseta del guardia. Al acercarse, se abrió el portón y pasó sin problemas. Aquello era lo que tenía Preston. Sabía preparar bien un trabajo. Tomó su teléfono móvil y marcó el número. Era hora de darle la buena noticia.

Condado de San Diego, estado de California

El joven aparcó el coche robado, tipo sedán, bajo las ramas de un turbinto, en el borde más remoto del amplio aparcamiento para camiones junto a la transitada carretera Interestatal 15. Deslizó su fusil bullpup militar FAMAS en la funda especial que llevaba por debajo de su chaqueta larga y salió. Caminó tranquilamente entre las sombras de la noche, por el borde del aparcamiento, evitando la estación de servicio bien iluminada, con su restaurante, su hostal, su lavadero para camiones y su taller de reparaciones. Entre el rugido de los camiones que entraban y salían, la peste del gasoil y el sabor a los gases de los escapes, aquel lugar atacaba los sentidos.

Mirando con cuidado a todas partes, se dirigió hacia donde estaban aparcados en hileras ordenadas treinta camiones con las luces apagadas, cuyos conductores estaban dentro de los locales, ocupándose de sus negocios, de comer o de divertirse. El camión que buscaba él era un Peterbilt de clase 7[4], un tráiler pesado de cinco ejes.

Lo encontró enseguida, y leyó la matrícula para cerciorarse. Satisfecho, y después de mirar a un lado y a otro, probó la puerta. Como esperaba, no estaba cerrada con llave. Subió al interior. La llave de contacto estaba puesta. Encendió el motor, observó que el depósito estaba lleno y se puso en marcha. En cuanto estuvo en la Interestatal, llamó por teléfono a Preston.

Condado de Howard, estado de Maryland

Martin Chapman oyó por fin el coche en el camino de entrada de su casa. Se asomó por su ventana del tercer piso; la luna arrojaba su luz plateada sobre la región hípica de Maryland. Su mujer estaba en el palacete que tenían en Saint Moritz, aprovechando el final de la estación de esquí, y había silencio en el interior de su gran casa, de estilo plantación. Sus pastores alemanes ladraban afuera, en los terrenos que rodeaban la casa, y los caballos relinchaban en los pastos y en los establos. Las luces de seguridad brillaban con fuerza, iluminando solo una pequeña parte de su inmenso criadero de caballos árabes.

Pulsó el botón del teléfono interior.

—Abriré yo la puerta, Bradley. Vuelve a acostarte.

Bradley era su mayordomo, empleado fiel con veinte años de servicio.

Chapman, que seguía vestido, miró la foto que estaba sobre su escritorio, en la que aparecía Gemma con un vestido de noche largo y ceñido, con diamantes relucientes en los pendientes y al cuello, y él con un esmoquin de alquiler. Sonreían abiertamente. Era el retrato favorito de él, tomado años atrás, cuando él estudiaba en la Universidad de California en Los Ángeles y ella en la Universidad del Sur de California, a kilómetros de distancia en el mapa, a mundos de distancia en lo económico, pero enamoradísimos. Ahora los dos habían cumplido los cincuenta. Apartó la vista lleno de emoción cálida. Era un hombre alto, de espeso cabello blanco que llevaba peinado hacia atrás en ondas, ojos azules y cara libre de arrugas y de preocupaciones.

Bajó apresuradamente y abrió la puerta. En el largo porche de ladrillo estaba Doug Preston, con la gorra de golf entre las manos. Preston, alto, delgado y atlético, irradiaba confianza tranquila. Tenía cuarenta y dos años y rasgos aristocráticos, bien torneados. En su rostro muy bronceado apenas se apreciaba más que su expresión habitual neutra; pero Chapman conocía a aquel hombre mejor que él se conocía a sí mismo. Tenía una tensión alrededor de los ojos y se le habían estrechado los labios. Había pasado algo que a Preston no le gustaba.

—Pasa —dijo Chapman sin más—. ¿Quieres tomar algo?

Preston le dirigió un gesto de asentimiento con la cabeza, y Chapman lo condujo a su enorme biblioteca, con las paredes cubiertas de altas estanterías llenas de volúmenes encuadernados en piel. Después de mirarlos con aprecio, se dirigió al bar, donde sirvió un bourbon con agua de manantial para cada uno.

Preston le dio las gracias educadamente, tomó su bebida, se dirigió a las puertas cristaleras y se puso a contemplar la noche.

Chapman, que lo observaba, sintió un momento de impaciencia, pero se contuvo. Era preciso tratar a Preston con cuidado; así era como lo manipulaba con la misma habilidad que dedicaba a su negocio, muy competitivo y que movía miles de millones de dólares.

—¿Qué has descubierto del desconocido del parque? —le preguntó Chapman para irlo animando. Preston había atropellado al francotirador con su Mercedes y se había llevado el cadáver. Había que eliminar al hombre; le había visto la cara demasiada gente.

Preston se volvió hacia él y le puso al día con detalle.

—Esperé ante el funeral de Jonathan Ryder, tomé fotos del tipo que estaba con el señor Ryder en el parque y las pasé por varios bancos de datos. Se llama Tucker Andersen. Trabaja para Estado. Seguí a Andersen hasta la casa de los Ryder y después fui por él cuando salió. No pude acabar con él; el hombre conduce como un piloto profesional de la NASCAR. Esa habilidad suya podría significar algo, o podría no significar nada. Así que llamé a un contacto de alto nivel en Recursos Humanos del Departamento de Estado. Andersen es especialista en documentos y va a salir esta noche para asistir en Ginebra a una conferencia de la ONU sobre asuntos de Oriente Medio. Dura tres semanas. Hice comprobaciones, y tiene una reserva en el hotel de la conferencia. Para asegurarme, he puesto a un equipo en su casa de Virginia y me mantendré en contacto estrecho con mi hombre del Departamento de Estado. Si Andersen no se marcha, sabremos que tenemos problemas. Lo estaré esperando, y lo quitaré de en medio.

Chapman percibió el desagrado en la voz de Preston. A aquel hombre, que aborrecía los cabos sueltos, le costaba trabajo digerir el no haber liquidado a Andersen.

Pero no todo estaba perdido.

—Buen trabajo.

Chapman hizo una pausa; observó el destello de agradecimiento en los ojos de Preston.

—¿Qué hay de la Policía de Washington? —le preguntó.

Preston sonrió por primera vez.

—Siguen sin hacer preguntas sobre la biblioteca, y, si supieran algo, ya las estarían haciendo. Empieza a parecer que el señor Ryder no contó o no pudo contar nada importante a Andersen.

Preston, que había sido jefe de seguridad de la Biblioteca de Oro durante más de diez años, era hombre apasionado por los libros y absolutamente leal, rasgos estos que no solo se valoran, sino que se exigen a todo aquel que trabaje en una biblioteca.

—Ese sería un buen resultado —dijo Chapman, y pasó a su tema de interés siguiente—. ¿Y qué hay de la cena de la biblioteca?

Preston tomó un largo trago, relajándose.

—Todo va como debe. La comida, los cocineros, los transportes.

Durante el último mes habían ido llegando por aire miembros del club de bibliófilos para visitar la biblioteca y trabajar con los traductores, preparando y documentando las preguntas para el torneo del banquete anual. En la visita que había hecho Jonathan a la biblioteca, pocos días antes, había sido cuando este se había enterado del nuevo negocio de Chapman y se había alarmado.

—¿Cómo vas con el proyecto de Jost?

Jost era una provincia del oriente de Afganistán, fronteriza con Pakistán. Era allí donde Chapman pensaba recuperar con creces las grandes pérdidas que había sufrido con la crisis económica mundial.

—Según el plan. Ya se han recogido los uniformes y el material. Se expedirán mañana por la mañana. Lo tengo bien controlado.

—Procura que siga así. No debe surgir ningún tropiezo. Ninguno. Y sigue atento a la situación con Tucker Andersen. No queremos que nos estalle en la cara.