Capítulo 5

EN cuanto hubo dejado a Judd Ryder, Tucker Andersen llamo por teléfono al cuartel general.

—Voy ahora para allá.

Vigilando atentamente los alrededores, aparcó el Oldsmobile en la parte trasera de un centro comercial concurrido de las afueras de Chevy Chase, tomó un taxi y llamó por teléfono a su mujer. Después tomó otro taxi, y a este lo hizo volver a Capitol Hill.

El equipo Catapult, de alto secreto, tenía su cuartel general en un edificio de ladrillo de estilo federal, al nordeste del Capitolio, en un vecindario vibrante, lleno de bares animados, de restaurantes y de tiendas especializadas. Un vecindario tan frecuentado servía de buena tapadera a Catapult, que era una unidad especial antioperativa de la CIA: antiterrorismo, antiespionaje, contraespionaje, contramedidas, antiproliferación, antiinsurgencia. Catapult trabajaba de manera encubierta y entre bastidores, tomando medidas agresivas para dirigir o impedir los hechos negativos, tanto en fase de reparación como de planificación.

Tucker pasó con el taxi ante el edificio de la unidad, de ladrillo erosionado por la intemperie, con su puerta y sus contraventanas negras y brillantes. Las lámparas del porche estaban encendidas. Un letrero discreto sobre la puerta anunciaba CONSEJO DE ENSEÑANZA POR PARES.

Detuvo el taxi tres manzanas más allá, se apeó y volvió paseándose, aparentando la mayor despreocupación. Pero en cuanto hubo cruzado la verja del edificio, pasó apresuradamente ante las cámaras de seguridad para llegar a la puerta lateral, donde marcó su código en el teclado electrónico. Después de una serie de clics suaves, empujó la puerta y la abrió. Era muy pesada, de acero, diseñada para la cámara de seguridad de un banco.

Llegó al pasillo. Si bien el edificio tenía un aspecto exterior elegante e histórico, su interior era utilitario y de alta tecnología. Las paredes enyesadas y las gruesas molduras estaban pintadas en tonos verdes y grises discretos, y en ellas se exhibían fotografías en blanco y negro, muy contrastadas, de ciudades de todo el planeta, que recordaban, a los pocos a los que se permitía acceder a aquel lugar, lo lejos que llegaba la mano de Catapult.

Levantó la vista y observó las cámaras en miniatura y los detectores del tamaño de una moneda, mientras pasaba junto a un par de miembros del personal que llevaban carpetas azules de alta seguridad. En la zona de recepción, la directora de la oficina, Gloria Feit, presidía tras su gran escritorio metálico. A la derecha de Tucker estaba la entrada principal, y a su izquierda un largo pasillo que se adentraba en la casa, donde había despachos, la biblioteca y el centro de comunicaciones. En el piso superior había más despachos, una sala de conferencias y dos dormitorios grandes con catres para los oficiales encubiertos y para visitantes especiales en tránsito.

Gloria había comenzado su turno a las ocho de la mañana, pero seguía pareciendo fresca. Era una mujer de algo menos de cincuenta años, con patas de gallo en los ojos. Había sido agente de campo, y Tucker y ella habían trabajado juntos a temporadas a lo largo de dos décadas.

Enarcó las cejas sobre sus gafas de cerca con montura multicolor.

—Llegas a tu hora —dijo.

Aquello era un debate constante entre los dos, ya que Tucker solía retrasarse.

—¿Cómo lo sabes? Suelo estar aquí.

—Menos cuando no estás. ¿Tuviste suerte?

—La suerte hay que prepararla. Yo la preparé. Pero no tuve tanta suerte como esperaba. A veces creo que sabes demasiado, Gloria.

—Entonces, deberás dejar de contarme las cosas —repuso ella, sonriendo.

—Buena respuesta.

Gloria tenía una memoria notable, y él recurría a ella para recuperar los detalles que se le perdían a veces entre el bombardeo de información entre el que transcurría su trabajo diario. Además, era una enciclopedia ambulante sobre las personas con las que habían trabajado, tanto del país como extranjeras.

—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó él—. Deberías haberte vuelto a tu casa hace horas.

—Me marcharé ahora que has llegado tú. Ted me lleva a cenar a última hora. Ha llamado Karen para preguntar si habías llegado bien a Catapult. Será mejor que le llames.

—¿Por qué se preocupa tanto por mí todo el mundo?

Pero la verdad era que Karen había pasado demasiados años preguntándose dónde estaría él, y sin saber a veces si estaba vivo o no.

—Porque tú mismo te preocupas, Tucker —dijo Gloria mientras apagaba su ordenador—. Los demás te hacemos falta para encargarnos de que tú puedas concentrarte en preocuparte. Es una dura labor, pero todo sea por la patria —añadió con una sonrisa—. Tienes tus mensajes en tu escritorio. En cuanto te he visto por los monitores exteriores, he avisado a Cathy de que habías llegado. Te está esperando en tu despacho. Que lo pases bien.

Cogió su bolso, sacó las llaves de su coche y se dirigió a la puerta.

Tucker recorrió el largo pasillo sintiendo el peso de la muerte de Jonathan. Su despacho era el último; lo había elegido porque era el más silencioso cuando había más actividad en la casa. Como segundo al mando que era, tenía derecho a ciertas cosas, y había elegido el despacho que más le gustaba.

Abrió la puerta. Ante su escritorio abarrotado, sentada en una de las dos butacas como las que había en toda la oficina, estaba Catherine Doyle, jefa de Catapult.

Se volvió hacia él.

—Parece que estás hecho una mierda.

—¿Tan buen aspecto tengo? Gracias —replicó él. Le dedicó una sonrisa y se dirigió a su escritorio.

Cathy Doyle rio por lo bajo. Tenía la misma altura de Tucker y llevaba un traje con falda pantalón, de color camel, y botines que tenía plantados con firmeza en la moqueta. A sus más de cincuenta años seguía siendo una belleza, con cabellos cortos con mechas rubias y cutis de porcelana. Había trabajado de modelo para pagarse los estudios en la Universidad de Nueva York; se había graduado ganándose la afiliación a Fi Beta Kappa, y había obtenido después un doctorado en Política Internacional en la Universidad de Columbia, donde la habían reclutado los de Langley.

—Gloria se ha marchado a casa —dijo Tucker, sentándose—. Puedo llamar a los de Comunicaciones para que traigan café o té.

—No me importaría tomar algo más fuerte.

—Me parece estupendo.

Tucker giró sobre su butaca hacia el archivador y abrió la cerradura del cajón inferior. Sacó una botella de whisky escocés Johnny Walker etiqueta roja y la levantó, volviendo la vista hacia atrás.

Cathy asintió con la cabeza, y Tucker sirvió dos dedos en sendos vasos para agua. El aire se llenó de la fragancia penetrante y compleja del whisky blended, con sus tonos ahumados y sus aromas de malta y madera. Dio un vaso a Cathy y sostuvo el suyo entre las palmas de las manos para calentarlo.

—Han llegado los datos de esa matrícula —le dijo ella—. Corresponde a un Chevrolet Malibu que denunciaron esta mañana como robado.

—No es de extrañar. ¿Hay algo sobre la Biblioteca de Oro, un banco internacional y la financiación de los yihadistas?

Varias agencias gubernamentales de Washington (la CIA, el FBI, el servicio aduanero, Hacienda, la Red Contra los Delitos Económicos, la Oficina de Activos Extranjeros y Control y el Servicio Secreto) enviaban al Tesoro los nombres de individuos y grupos sospechosos, y de allí se pasaban a una amplia base de datos de transacciones financieras dudosas. En la base de datos se cruzaban los nombres con los datos existentes y se identificaban las coincidencias.

—Todavía no hay nada —dijo Cathy, sacudiendo la cabeza.

—¿Y SWIFT?

SWIFT, la Sociedad Mundial para la Telecomunicación Financiera Interbancaria, colaboraba con el antiterrorismo estadounidense vigilando las transacciones financieras internacionales y buscando las que fueran sospechosas de estar destinadas a financiar el terrorismo, al blanqueo de dinero o a otras actividades criminales. El problema era que la única información de que disponía SWIFT era la que proporcionaban los bancos entre los que se realizaba cada transacción.

—Nada —le dijo Cathy—. Si al menos supiéramos el nombre del banco, ya tendríamos algo para empezar. En todo caso, han aparecido las habituales transacciones sospechosas, que se investigarán a fondo. Y tampoco había nada sobre la Biblioteca de Oro.

—¿Y sobre Jonathan Ryder? Datos de viajes, registros de llamadas telefónicas…

—Hasta ahora, cero. Seguimos buscando.

Cathy observó a Tucker.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

Él le contó el funeral y el cuento para dormir que le había relatado Judd Ryder.

—Es interesante que el padre le contara aquello —dijo ella—. Demuestra una larga relación de alguna clase con la Biblioteca de Oro.

—Exacto. Después, fui a casa de los Ryder, y Judd y yo registramos el despacho de Jonathan. Lo único que he encontrado ha sido una carpeta en su escritorio, una carpeta sin nombre.

Le entregó los recortes de prensa. Mientras ella los leía, Tucker siguió diciendo:

—Todos tratan de la actividad terrorista reciente en Pakistán y en Afganistán, sobre todo por los talibanes y por Al Qaeda. En lo que se refiere al dinero, hay un artículo sobre lo difícil que es detectar la financiación yihadista…; en el artículo se recurre al tópico de la aguja en el pajar. Otro habla de que los grupos yihadistas menores se están financiando a base de estafas, secuestros, atracos a bancos, pequeños delitos… y envían después un porcentaje a la central de Al Qaeda.

El círculo interior de Al Qaeda, muy cualificado y sofisticado operativamente, había quedado diezmado por las agencias de inteligencia y por el Ejército y apartado en gran medida de sus antiguas fuentes de ingresos, y ya no podía llevar a cabo ataques de un continente a otro. La amenaza principal era ahora el movimiento alqaedista, las múltiples franquicias regionales y comandos de base que surgían o que se reformaban en calidad de afiliados.

—Tengo ganas de oír lo que opinan los analistas —dijo Tucker—. En los artículos se cita a varios bancos. Ahora mismo me parece que Jonathan estaba recogiendo datos, pero que no sabía exactamente lo que buscaba.

—Eso mismo creo yo; aunque se estaba centrando en estos dos países —dijo Cathy, ordenando los recortes sobre su escritorio.

—Cuando salí de casa de los Ryder tuve otro incidente.

Contó a Cathy la persecución del Chevrolet Malibu.

—Supongo que ese tipo me reconoció en el funeral de Jonathan, de modo que ya sabe el aspecto que tengo ahora. No puedo volver a llevar el Oldsmobile hasta que haya terminado todo esto.

—Muy cierto. Y tampoco puedes volver a tu casa. Puede enterarse de dónde vives.

—Dormiré aquí. Es acogedor.

Hizo una mueca, y bebió.

—Karen está haciendo las maletas —añadió—. Se va en coche a casa de una amiga suya, en los Adirondacks, hasta que haya terminado esto. ¿Has organizado los ajustes para mi tapadera en Estado?

—Fue lo primero que hice. Hará ya una hora. Tardaste bastante en llegar.

—Tuve que dejar bien limpio mi rastro… ya sabes todo lo que hay que hacer.

Se recostó en su asiento haciendo girar entre las manos su vaso de whisky.

—Encontré en nuestra base de datos una cosa sobre la Biblioteca de Oro —siguió diciendo—. Hace unos años, un hombre que afirmaba ser el bibliotecario principal consiguió ponerse en contacto con uno de nuestros operativos. Dijo que el club de bibliófilos (así se llaman los que tienen la biblioteca) se dedicaba a actividades criminales internacionales de todas clases, y que él no podía escapar. A menos que lo sacásemos de allí nosotros.

—¿Qué tipo de actividades?

—No quiso dar detalles. Alegaba que podrían relacionarlo con la información y lo matarían, pero que cuando estuviera a salvo nos lo contaría todo. Cuando nosotros le pedimos que nos demostrara su buena fe, sacó clandestinamente uno de los manuscritos iluminados, el Libro de los Espías. Se creó en el siglo XVI. Después perdimos el contacto con él, y los de Langley tienen guardado ahora el libro en alguna parte.

Ella asintió con la cabeza, pensativa.

—¿Tienes un plan?

—Estoy preparándolo —dijo él.

—De acuerdo; pero será difícil asignarte a nadie. Ahora mismo ya estoy corta de personal, sobre todo si tú vas a dedicarte a esto.

—No hay problema.

Le contó cómo lo había encontrado Judd en el garaje donde se había escondido cuando lo perseguía el Chevrolet.

—Su nombre completo es Judson Clayborn Ryder. Quiero reclutarlo en calidad de asesor independiente. Tiene las credenciales necesarias, y puede hacerme un buen servicio.

—No es buena idea. El asunto tiene una carga emocional para él.

—Es verdad; pero se tranquilizó enseguida, y en cualquier caso iba a investigar por su cuenta. Así podré tenerlo vigilado; y estuvo en los Servicios de Inteligencia Militar, de manera que tiene experiencia.

Ella se lo pensó. Apuró el whisky.

—Haré que comprueben sus antecedentes en Langley —dijo por fin.