EL funeral de Jonathan Ryder se celebró en la iglesia presbiteriana Chevy Chase, en el noroeste de Washington. Una multitud sombría llenaba el templo: hombres de negocios, abogados, inversores, filántropos y políticos. En la primera fila se sentaba Jeannine, la viuda de Jonathan; el hijo de este, Judd, y diversos parientes. Tucker Andersen, por su parte, se buscó un sitio al fondo desde donde podría observar y escuchar.
Después de que mataran a Jonathan, la Policía había registrado los edificios que rodeaban el parque Stanton y había interrogado a todos los posibles testigos. Entrevistaron a la viuda, al hijo, a sus vecinos y a sus socios y compañeros de trabajo, que no comprendían por qué habría querido alguien asesinar a un hombre bueno como era Jonathan. La investigación policial seguía en marcha.
Al documentarse sobre las últimas palabras de Jonathan, Tucker solo había encontrado una alusión a la Biblioteca de Oro en la base de datos de Langley. Después había buscado en la biblioteca online y había hablado con historiadores de las universidades de la zona. Había consultado también a los analistas de objetivos de la unidad de antiterrorismo. Hasta el momento, no había encontrado nada útil.
—En Jesucristo se ha vencido a la muerte y se ha reafirmado la promesa de la vida eterna.
La voz del pastor, que oficiaba la liturgia de Testigos de la Resurrección, retumbaba en las altas paredes.
—Este es el tiempo de celebrar los dones maravillosos que recibimos de Dios en nuestro trato con Jonathan Ryder…
Tucker sintió una oleada de duelo. Concluyó por fin la celebración de la vida de Jonathan, y los acordes de La cruz vieja y tosca llenaron el templo. La familia salió en primer lugar. Judd Ryder ayudaba a su madre, que iba con la cabeza baja.
Tucker salió tras ellos en cuanto hubo pasado un tiempo prudencial.
La recepción se celebró en el salón Chadsey, de la misma iglesia. Tucker charló con los asistentes, presentándose como viejo compañero de estudios de Jonathan. Duró una hora. Cuando Jeannine y Judd salían por la puerta, solos, Tucker les salió al encuentro.
—Tucker, cuánto me alegro de verte —le dijo Jeannine con una sonrisa—. Te has quitado la barba.
Era una morena menuda y llevaba un vestido de tubo negro con una gargantilla de perlas sencilla. Había cambiado mucho; ya no era aquella esposa vivaracha que recordaba Tucker. Tenía la edad de él; pero daba una sensación de haberse asentado, de que ya no quedaba nada por preguntar.
—Karen se quedó conmocionada —reconoció Tucker con una sonrisa. Durante los últimos años se había estado dejando y quitando la barba a temporadas—. Hacía ya bastante tiempo que no me veía la cara entera.
Dio la mano a Judd, el hijo de Jonathan.
—La última vez que nos vimos estabas estudiando en Georgetown —le dijo. Recordaba cuando nació Judd, que era el ojito derecho de Jonathan. Su nombre completo era Judson Clayborn Ryder.
—Hace mucho tiempo de eso —asintió Judd con cordialidad—. ¿Tú sigues con Estado?
Judd tenía treinta y dos años. Medía un metro ochenta y cuatro, era ancho de hombros y se movía con soltura. Tenía el rostro cubierto de finas arrugas y moreno por haber pasado demasiadas horas al sol. Sus cabellos eran ondulados y castaños, y sus ojos pardos se habían desvaído hasta quedar en un gris oscuro, reflexivo. Tenía la mirada firme como una roca, pero se le apreciaba un aire de desencanto y un atisbo de cinismo. Tucker recordaba que estaba retirado después de pasar por los Servicios de Inteligencia Militar.
El Departamento de Estado era la tapadera de Tucker desde hacía mucho tiempo.
—Si se quieren librar de mí, tendrán que despegarme de mi mesa con una palanca.
—La Policía dice que estabas con papá cuando le dispararon.
Judd dijo aquello con tono de leve curiosidad, pero Tucker percibió algo más profundo.
—Sí. Vamos a charlar un rato fuera.
Caminaron hasta el prado. Solo quedaban unas pocas personas que iban subiendo a los coches y las limusinas que esperaban junto a la acera.
Tucker acompañó a los dos a un lugar a la sombra de la iglesia de piedra.
—¿Alguno de los dos habéis oído hablar de la Biblioteca de Oro?
—Era uno de los cuentos que me solía contar papá al acostarme, como los de Lorna Doone y La Pimpinela Escarlata —dijo Judd—. ¿Y tú, mamá?
Jeannine frunció el ceño.
—Lo recuerdo vagamente —dijo—. Lo siento, pero no recuerdo gran cosa. Era una cosa entre Jonathan y Judd.
—¿Tuvo algo que ver la Biblioteca de Oro con el asesinato de papá? —preguntó Judd.
Tucker se encogió de hombros.
—La Policía cree que puede haberle disparado un imitador de los Francotiradores de la Circunvalación.
Los Francotiradores de la Circunvalación habían sido responsables de una oleada de asesinatos aleatorios, algunos años antes.
—Es horrible —dijo Jeannine, llevándose la mano a la garganta.
Judd le pasó un brazo por los hombros.
—Jonathan me dijo que quería que lo ayudara en algo relacionado con la biblioteca —siguió explicando Tucker—. Pero murió sin poder decirme exactamente de qué se trataba. ¿Qué te contó a ti tu padre de la biblioteca, Judd?
Judd cambió de postura sobre sus pies.
—Voy a resumir lo esencial. Todo empezó en el Imperio bizantino. A lo largo de un milenio, mientras los emperadores conquistaban el mundo, recogieron y produjeron manuscritos iluminados. Pero en 1453 el Imperio cayó bajo los turcos otomanos. Aquello podría haber significado el fin de la biblioteca de la corte; pero una sobrina del último emperador huyó llevándose los mejores libros. Estaban recubiertos de oro y de joyas. Cuando la sobrina se casó con Iván el Grande, se llevó consigo a Moscú ochocientos libros.
Judd hizo una pausa.
—La leyenda nació con el nieto de ambos, Iván el Terrible —siguió contando—. Después de que este heredara la biblioteca, añadió más manuscritos iluminados y empezó a permitir que algunos visitantes europeos importantes vieran la colección. Estos, impresionados, hablaban de ella al volver a sus países. Corrió por todo el continente la voz de que solo entre los libros dorados de Iván se podía llegar a entender de verdad la sabiduría, el arte, la riqueza y el poder eterno. Así adquirió la colección su nombre, la Biblioteca de Oro. Era un buen cuento de aventuras con final feliz, que se convirtió en misterio. Iván murió en 1584, quizá por intoxicación mercurial. Hacia la misma época, varios de sus espías y asesinos a sueldo murieron de enfermedad o fueron ejecutados… y la biblioteca desapareció.
Tucker se había ido inclinando hacia delante mientras escuchaba. Retrocedió de nuevo y volvió la vista hacia Jeannine.
—¿Es eso lo que recuerdas tú? —le preguntó.
—Es mucho más de lo que había oído nunca.
—He consultado en la biblioteca y he encontrado aproximadamente esos mismos datos —reconoció Tucker—. La biblioteca de la corte bizantina existió, en efecto, pero muchos historiadores opinan que no llegó ningún libro a Moscú. Algunos consideran que unos pocos terminaron en Roma y que los turcos otomanos quemaron muchos, se quedaron con algunos y vendieron los demás.
—Me gusta más la versión de Jonathan —opinó Jeannine.
—¿Preguntaste a tu padre cómo había conocido la historia, Judd?
—Nunca se me ocurrió.
—¿Dónde decía Jonathan que está ahora la biblioteca?
Judd miró a Tucker con severidad.
—He terminado de contártela como terminaba de contármela mi padre: con la muerte de Iván el Terrible y la desaparición de la biblioteca.
—¿Te importaría que mirara los papeles de Jonathan? —preguntó Tucker a Jeannine.
—Te lo ruego, si crees que puedes encontrar algo —respondió ella.
—Yo te ayudaré —le dijo Judd.
—No es necesario… —intentó decir Tucker.
—Insisto.
Los Ryder vivían en el barrio exclusivo de Chevy Chase, que pertenece al estado de Maryland. La casa era una mansión blanca señorial de estilo neohelénico, con seis altas columnas rematadas por un frontón con relieves intrincados. El despacho de Jonathan estaba lleno de libros. Pero aquello no era nada en comparación con la biblioteca propiamente dicha. Tucker la contempló. Desde el suelo de parqué hasta el techo, a dos pisos de altura, se exhibían ante él miles de libros, muchos de ellos con encuadernaciones artesanales de piel.
—Esto es asombroso —dijo Tucker.
—Era coleccionista. Pero ¿ves lo gastado que está su sillón? No se limitaba a coleccionar libros; también leía mucho.
Tucker miró el sillón de cuero rojo, gastado y suavizado por el uso. Recordando su misión, volvió al despacho con Judd. Empezaron a revisar el escritorio de cerezo de Jonathan, sus archivadores a juego y las cajas de cartón con sus efectos personales que habían enviado desde su oficina en la sede central de la Bucknell.
—El Departamento de Estado es una buena tapadera —dijo Judd como sin darle importancia—. ¿Para quién trabajas de verdad, Tucker? ¿Para la CIA? ¿Para Seguridad Interior? ¿Para Inteligencia Nacional?
Tucker soltó una carcajada.
—Lamento desilusionarte, hijo. Trabajo de verdad para Estado. Y, no, no para la inteligencia de Estado. Me dedico, simplemente, a los papeleos, a ayudar a los diplomáticos a estar al día de los diversos cambios de política relacionados con Oriente Medio. Un experto en papeleos, como yo, es la persona ideal para revisar los documentos de Jonathan.
En realidad, Tucker era un agente encubierto, por lo que, si salía a relucir su situación real, podrían verse comprometidos otros espías, las operaciones, los informadores, los agentes y las personas que habían trabajado con él a sabiendas o sin saberlo.
—De acuerdo —dijo Judd, y dejó el tema.
A preguntas de Tucker, Judd describió a este la situación que había visto en Irak y en Pakistán, sin llegar a decirle, a su vez, nada tangible acerca de su trabajo.
—Apuesto que te quieren reclutar todas las agencias de la CI —dijo Tucker. La CI era la Comunidad de Inteligencia.
—Todavía hace poco tiempo que he vuelto a casa.
—Te buscarán. ¿No te tienta?
Judd se había quitado la chaqueta y, con los pantalones oscuros del traje y la camisa con gemelos, estaba agachado junto a una caja de cartón, leyendo nombres de carpetas.
—Papá me preguntó lo mismo. Cuando le dije que no, intentó convencerme para que trabajara con él en la Bucknell. Pero yo he ahorrado y tengo alquilada una casa adosada en La Colina[2]. Tenía pensado no hacer nada hasta que no aguantara más. Por entonces, ya sabré lo que me conviene hacer.
Tucker había estado revisando el escritorio de Jonathan. En el último cajón había carpetas. Leyó las etiquetas. La última no llevaba nombre. La sacó. Contenía media docena de recortes de periódicos y de revistas con fecha de la última semana; todos los artículos trataban del yihadismo en Afganistán y en Pakistán. Levantó la vista. Judd le daba la espalda. Plegó los recortes, se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y volvió a dejar la carpeta vacía en el cajón.
Encendió el ordenador de Jonathan.
—¿Sabes la contraseña de tu padre?
Judd volvió la cabeza.
—Prueba con Jeannine.
Esto no dio resultado, y Judd sugirió otras contraseñas. Por fin, funcionó con la fecha de nacimiento de él. En cuanto Judd volvió a dedicarse a las cajas de cartón, Tucker lanzó una búsqueda general del término Biblioteca de Oro, pero no descubrió nada. Después, inspeccionó los datos financieros de Jonathan en su programa Quicken. No había ningún aviso de incidencia.
—La cena —anunció Jeannine desde la puerta abierta—. Tenéis que descansar.
Se sentaron con ella a la mesa de arce de la cocina para compartir una cena sencilla.
—Tenéis una casa muy bonita —comentó Tucker—. Jonathan llegó muy lejos desde su South Side de Chicago.
—Todo esto era importante para él —dijo Jeannine, con un gesto que abarcaba la casa y todo el mundo privilegiado en que vivían—. Ya sabes lo ambicioso que era. La empresa le encantaba, y también le encantaba poder ganar mucho dinero con ella. Pero, cosa rara, creo que no habría podido ganar nunca lo suficiente para ser verdaderamente feliz. Con todo, pasamos muy buenos ratos.
Las lágrimas le asomaban a los ojos, y dejó de hablar.
—Pero tenemos muchos recuerdos estupendos, ¿verdad, mamá? —dijo Judd.
Ella asintió con la cabeza y siguió comiendo.
—Jonathan debía de viajar mucho, supongo —dijo Tucker.
—Constantemente —dijo ella—. Pero siempre se alegraba de volver a casa.
Después de tomar café, Tucker y Judd volvieron al despacho. A las diez de la noche ya habían concluido la búsqueda, y Tucker estaba aburrido de aquella tarea tan monótona.
—¿Seguro que no te animas a tomarte un coñac? —le preguntó Judd mientras lo acompañaba a la puerta principal—. Mi madre se sentará con nosotros.
—Me gustaría, pero tengo que volver a casa. Karen se va a creer que me he perdido.
Judd asintió con la cabeza en gesto de complicidad, y se dieron la mano.
Tucker se dirigió a su viejo Oldsmobile. Aquel coche le gustaba. Tenía un motor potente, de ocho cilindros, e iba como la seda. Se subió, recorrió el resto del camino particular circular, atravesó el portón electrónico y salió a la calle, dirigiéndose a su casa de Virginia, mucho más modesta. Estaba trabajando, y por eso no se había llevado a Karen al funeral. Pero ella lo estaría esperando con el fuego encendido en la chimenea. Sentía la necesidad de verla, de recordar los buenos tiempos y de olvidarse un rato del miedo que oyó en la voz de Jonathan, miedo a algún desastre inminente que no había tenido tiempo de nombrar.
Antes, cuando seguía a la limusina de Jeannine y Judd, camino de la casa de estos, le había parecido que un Chevrolet Malibu lo seguía durante la mayor parte del camino. Al entrar con el Oldsmobile por el portón de los Ryder había reducido la velocidad mientras miraba por el retrovisor. Pero el coche había pasado de largo sin que le dirigiera una sola mirada su conductor, cuyo perfil no se distinguía bien, pues llevaba una gorra de golf bien calada en la frente.
Ahora, mientras conducía, Tucker entró en alerta de segundo grado, vigilando a los peatones y a los demás coches. Después de recorrer diez manzanas hizo un giro brusco y entró por una calle tranquila. Volvía a tener detrás un coche, que podía ser el mismo. De color oscuro. También giró una moto que seguía al coche.
Tucker hizo otro giro brusco a la derecha y dobló después a la izquierda, entrando en una avenida residencial silenciosa. El coche todavía lo seguía, y la moto también. Pisó el acelerador. Se oyeron disparos que entraron por el parabrisas trasero. Recibió una lluvia de fragmentos de vidrio. Se agachó, sacó su Browning de nueve milímetros y la dejó en el asiento del pasajero. La llevaba siempre encima desde la muerte de Jonathan.
Pisó el acelerador a fondo, sintió que el gran motor de ocho cilindros se revolucionaba, y el coche salió despedido hacia delante entre la noche. Las casas pasaban a su lado como manchas borrosas. No hubo más balas, pero su perseguidor seguía con él, aunque se iba quedando atrás. Dio en silencio las gracias al potente motor del Oldsmobile. Tenía delante una cuesta. La subió a toda velocidad. Cuando llegó a lo alto, las ruedas delanteras se despegaron del suelo. La parte frontal del coche cayó de golpe, y siguió adelante velozmente, doblando para entrar en una calle, y después en otra.
Observó a su alrededor, expectante… Había un garaje abierto, y en la casa contigua no se veían luces encendidas. Observó por el retrovisor. Todavía no había rastro de su perseguidor.
Pisó bruscamente el freno y entró en el garaje, bajó del coche de un salto y tiró con fuerza de la cuerda de la entrada. La puerta del garaje se cerró con estrépito.
Apostado pistola en mano tras la ventana lateral del garaje, vio pasar velozmente a su perseguidor. Era el Chevrolet Malibu negro; pero solo vio el costado derecho del coche, no el lado del conductor, y no llegó a distinguir la matrícula. Seguía sin tener idea de quién iba al volante. La moto pasó inmediatamente después; el motorista tenía el rostro oculto bajo un casco negro.
Tucker siguió vigilando desde la ventana. Media hora más tarde, volvió a guardar la Browning en su funda y se dirigió al centro del gran portón del garaje. Levantó la puerta soltando un gruñido… y se quedó inmóvil, contemplando el cañón de una pistola Beretta semiautomática subcompacta.
—No intentes sacarla.
Judd Ryder lo miraba con rostro severo. Se había quitado el traje del funeral y llevaba pantalones vaqueros y cazadora de cuero marrón.
Tucker bajó la mano que había acercado a su arma.
—¿Qué demonios estás haciendo, Judd? ¿Cómo me has encontrado?
Ryder le dirigió una sonrisa torva.
—En los Servicios de Inteligencia Militar se aprenden algunas cosas.
—¿Me has puesto un chip en el coche?
—Ya lo creo. ¿Por qué no te mató a ti también el francotirador del parque Stanton?
—Tuve suerte. Me refugié debajo del banco.
—Mentira. Dices que te dedicas al papeleo; pero los que se dedican al papeleo se quedan paralizados. Se mean en los pantalones. Mueren. ¿Por qué tendiste una trampa a mi padre?
Tucker guardó silencio. Por fin, lo reconoció:
—Tienes razón. Soy de la CIA. Tu padre acudió a pedirme ayuda, tal como te conté. Cuando me escapé, el francotirador también intentó dispararme a mí. Lo atropellaron mientras me perseguía. Pero, cuando volví, el cuerpo había desaparecido. O bien sobrevivió y se marchó por sus medios, o lo recogió alguien. Me había visto, y por eso me he quitado la barba, para que fuera más difícil identificarme. Alguien acaba de intentar matarme; puede que fuera el mismo gilipollas.
—¿Qué te dijo mi padre, exactamente?
—Que estaba muy preocupado. Me dijo: «He dado con una cosa… una cuenta de unos veinte millones de dólares en un banco internacional. No estoy seguro de qué se trata exactamente, pero creo que tiene algo que ver con el terrorismo islámico».
Judd tomó aire vivamente.
Tucker asintió con la cabeza.
—Le dieron el tiro antes de que hubiera tenido tiempo de decir nada más, aparte de que había encontrado la información en la Biblioteca de Oro.
Judd enarcó las cejas.
—A mí me contaba el cuento de la biblioteca como si fuera una ficción —dijo—. ¿Estás seguro de que dijo que lo había encontrado en la biblioteca?
—Dijo que la biblioteca era la clave. Que él había estado allí.
Advirtió una chispa de resentimiento en los ojos de Judd.
—Todos tenemos nuestros secretos. Tu padre no era ninguna excepción.
—Y este secreto lo mató. Quizá.
—Quizá.
A Tucker le vino una idea a la cabeza.
—¿Ibas tú en la moto que me seguía? —preguntó.
—La he dejado al final de la manzana. Tengo la matrícula del Chevrolet que te perseguía. Yo no puedo localizarlo por la matrícula; tú sí. Me dio esquinazo en Silver Spring, maldita sea.
Se guardó la pistola en el bolsillo interior de la cazadora.
—Lo siento, Tucker —dijo—. Tenía que asegurarme de ti.
Tucker advirtió que tenía perlas de sudor en la frente.
—¿Cuál es la matrícula?
Judd se la dio. Tucker cruzó el garaje hacia la puerta del lado del conductor de su coche. Judd lo siguió.
—Vamos a trabajar juntos en esto —le dijo.
—De ninguna manera, Judson. Tú te has retirado de este juego, ¿recuerdas? Tienes una casa adosada en La Colina y te estás tomando algo de tiempo libre.
—Eso fue hasta que un condenado francotirador mató a mi padre. Voy a encontrar a su asesino, aunque tenga que buscarlo por mi cuenta.
Tucker se volvió hacia él y le dirigió una mirada severa.
—Eres impulsivo, y esto te toca demasiado de cerca. Era tu padre, por Dios. No puedo trabajar con nadie de quien no pueda fiarme.
—¿Lo habrías llevado tú de otra manera, en realidad?
Antes de que Tucker hubiera tenido tiempo de responder, Judd siguió diciendo:
—Mis sospechas eran muy lógicas. Bien podías haber sido responsable de la muerte de mi padre. También podrías haber intentado liquidarme a mí. Míralo de este modo: no querrás estarte tropezando conmigo. Yo tengo bien claro que tampoco quiero que me estorbes tú.
Tucker abrió la puerta del coche y suspiró.
—Está bien. Lo pensaré. Pero, si estoy de acuerdo, seguirás mis órdenes. Mis órdenes, ¿entendido? Se acabó el actuar para la galería. Ahora, quítame ese chip del coche.
—Claro… si me llevas hasta mi moto.
—Dios bendito. Sube.