Capítulo 3

Washington, D. C.

Abril, dos años más tarde

TUCKER Andersen, con un termo de café caliente y dos tazones, cruzó la calle para llegar al parque Stanton, a solo cinco manzanas de su oficina de Capitol Hill. Las sombras de la medianoche eran largas y negras y el aire estaba fresco. No había niños en el parque infantil ni transeúntes por las aceras. Mientras absorbía el aroma del césped recién segado, escuchó el rumor del tráfico que pasaba por la calle C. Todo estaba como debía.

Localizó por fin a su viejo amigo Jonathan Ryder, aunque casi no se le veía donde estaba, sentado en un banco ante la estatua de granito del héroe de la guerra de Independencia, Nathanael Greene. Aquella noche, la mujer de Tucker le había llamado para decirle que Jonathan quería ponerse en contacto con él.

Tucker se acercó. Era un hombre esbelto de metro setenta y cinco, con músculos largos de corredor, como había sido y lo seguía siendo. Tenía los ojos grandes e inteligentes, tras unas gafas de concha; el bigote, castaño claro; la barba, gris muy corta. Era bastante calvo, con un cerco de cabellos entre castaños y grises que le llegaban al cuello de la camisa. Tenía cincuenta y tres años y, aunque según su documentación oficial era de la CIA, era algo más y algo menos al mismo tiempo.

—Hola, Jonathan —dijo Tucker. Se sentó y cruzó las piernas—. Me alegro de volver a verte. Cuánto tiempo… diez años, ¿no?

Lo observó. Aunque Jonathan no era hombre pequeño, ahora lo parecía. Y tenso. Muy tenso.

—Diez años, por lo menos. Te agradezco que hayas acudido avisándote con tan poco tiempo.

Jonathan esbozó una rápida sonrisa, luciendo una hilera de dientes blancos y perfectos en su cara surcada de arrugas. Era delgado y estaba en forma; sobre la ancha frente llevaba una buena mata de pelo rubio que empezaba a encanecer. En vez de su traje de ejecutivo habitual de un sastre de Saville Row, llevaba pantalones de chándal negros y una sudadera negra con el escudo de la Universidad de Yale en la manga.

Tucker le dio un tazón y sirvió café para los dos.

—Parecía que era importante; pero también es verdad que tú siempre has sido capaz de contar un amanecer como si anunciara la venida de los ángeles.

—Sí que es importante —dijo Jonathan. Olió el café—. Huele bien.

Bebió. Las manos le temblaban.

Tucker se sintió inquieto por un momento.

—¿Cómo está la familia? —le preguntó.

—Jeannine está estupendamente. Muy ocupada con todas sus obras benéficas, como de costumbre. Judd ha dejado el Servicio de Inteligencia Militar y no se va a volver a alistar. Después de tres estancias en Irak y una en Pakistán, ha terminado por tener bastante.

Vaciló.

—Últimamente he estado pensando mucho en el pasado —comentó.

Tucker dejó el termo en el banco, a su lado. Los dos habían sido muy amigos en sus tiempos de estudiantes en Yale.

—Recuerdo cuando estábamos en la universidad y tú organizaste ese club de inversiones —dijo—. Me hiciste ganar mil dólares en dos años. Aquello era un dineral en aquellos tiempos.

Jonathan asintió con la cabeza, y después sonrió.

—A mí me parecía que tú no eras más que un listillo —dijo—; muy guapo, pero sin cerebro y sin comprometerte. Hasta que me salvaste el pellejo aquella noche en la Alexanderplatz, en el Berlín Oriental. ¿Te acuerdas? Para aquello tuviste que tener mucho músculo… e inteligencia.

Después de la universidad, los dos se habían alistado en la CIA y habían participado en operaciones; pero Jonathan lo había dejado a los tres años para sacarse un máster en Administración de Empresas en la escuela universitaria Wharton, de la Universidad de Pensilvania. Con aquello y su licenciatura en Química, había trabajado en diversas empresas farmacéuticas y después había fundado la suya propia. Ahora era director y presidente del Consejo de Administración de Tecnologías Bucknell. Tenía dinero y poder, frecuentaba la vida social de Washington y asistía regularmente al Desayuno de Oración anual del presidente.

—Me alegro de haber hecho aquella buena obra —dijo Tucker—. Mira dónde has terminado tú, de magnate del sector farmacéutico, mientras yo sigo rondando por los barrios bajos y por los callejones que huelen a meados.

Jonathan asintió con la cabeza.

—A cada uno lo suyo. Pero si hubieras querido, podrías haber llegado a director en Langley[1]. Tu problema es que eres un burócrata malísimo. ¿Has oído hablar de un videojuego que se llama Burocracia? Si te mueves, pierdes.

Tucker se rio por lo bajo.

—Vale, viejo amigo. Ya es hora de que me digas de qué se trata.

Jonathan miró su café y lo dejó después sobre el banco, a su lado.

—Ha surgido una situación. Me tiene muerto de miedo. Es más de tu competencia que de la mía.

—Tú tienes muchos contactos. ¿Por qué yo? —le preguntó Tucker, y tomó un trago de café.

—Porque esto hay que llevarlo con cuidado. En eso tú eres maestro. Porque somos amigos, y voy a hundirme. No quiero morirme también.

Miró a Tucker, y apartó después la mirada.

—He dado con una cosa… —siguió diciendo—. Una cuenta de unos veinte millones de dólares en un banco internacional. No tengo claro del todo de qué se trata, pero estoy convencido de que tiene que ver con el terrorismo islámico.

Jonathan quedó en silencio.

—Sigue —le dijo Tucker con impaciencia—. ¿En qué banco? ¿Por qué crees que los veinte millones tienen relación con el yihadismo?

—Es complicado —dijo Jonathan. Volvió la cabeza a un lado y a otro, observando el parque. Tucker miró también. La amplia extensión seguía desierta.

—Has venido hasta aquí —dijo Tucker, reprimiendo el impulso de sacarle información a la fuerza—. Tú sabrás lo que me quieres decir.

—Yo no tuve nada que ver con ello. No es que yo sea un angelito… Pero no entiendo cómo alguien ha podido…

Jonathan se estremeció.

—¿Qué sabes de la Biblioteca de Oro?

—No he oído hablar de ella nunca —dijo Tucker.

—Es la clave. Yo he estado allí. Fue donde me enteré de esto…

Mientras Jonathan hablaba, Tucker lo observaba con atención. Estaba inclinado levemente hacia delante, con la vista perdida a media distancia.

No hubo ningún ruido. Ningún aviso. De pronto, apareció un punto rojo en la frente de Jonathan, y la parte posterior de la cabeza le explotó con un chasquido fuerte. La sangre, los tejidos y los huesos salieron despedidos por el aire.

Tucker reaccionó inmediatamente, aplicando su preparación. Antes de que el cuerpo sin vida de Jonathan hubiera tenido tiempo de derrumbarse, Tucker ya se había tirado a la acera y había rodado sobre sí mismo para refugiarse bajo el banco. Dieron en el hormigón dos disparos más del francotirador que hicieron saltar esquirlas. El corazón le palpitaba con fuerza. La sangre de su amigo goteaba a su lado. Tucker tragó saliva y blasfemó. Había venido desarmado.

Marcó el 911 en su móvil y dio parte del atentado. Después, se despojó de su chaqueta, la enrolló formando un bulto y la levantó para llamar la atención. Era de color beis claro y contrastaba con las sombras. Cuando vio que no había más disparos, salió reptando de debajo del banco. Corrió por el parque hacia la avenida Massachusetts, de donde le parecía que habían salido los tiros. Por el camino pensaba en lo que le había dicho Jonathan: terrorismo islámico… veinte millones de dólares en un banco internacional… la Biblioteca de Oro… ¿Qué demonios sería la Biblioteca de Oro?

Tucker recorrió la zona con la vista mientras cruzaba la calle. Una pareja joven tomaba café en vasos de Starbucks; él llevaba un maletín. Otro hombre iba empujando un carrito de supermercado. Una mujer madura con ropa de deporte y una mochila pequeña pasó corriendo y dio la vuelta. Cualquiera de ellos podía ser el que había disparado; el rifle, desmontado rápidamente, podría ocultarse en el maletín, en el carrito de supermercado, en la mochila. O podía ser otra persona que lo estuviera siguiendo todavía.

Cuando Tucker llegó a la calle Sexta, se adentró corriendo en el tráfico veloz. Oyó entre el estruendo de las bocinas el sonido característico de una bala que le pasaba por encima de la cabeza. Agachado entre los carriles por los que pasaban aprisa los coches, se volvió y miró hacia atrás. Había un hombre de pie en la acera, en la esquina, empuñando una pistola con las dos manos.

Mientras el hombre volvía a disparar, Tucker aceleró, corriendo en el mismo sentido del tráfico. Sonaron más bocinas. El aire se llenó de maldiciones. Un taxi había dejado a su pasajero y se disponía a incorporarse al tráfico. Tucker lo golpeó en la aleta para que redujera la marcha, abrió la puerta trasera de un tirón y se arrojó al interior.

El taxista volvió la cabeza bruscamente.

—¿Qué demonios…?

—Siga.

Mientras el taxi se ponía en marcha, Tucker miró por el parabrisas trasero. Por detrás de ellos, el asesino entraba corriendo entre el tráfico denso, mirando a todas partes, buscando todavía su objetivo con la pistola. Apareció una furgoneta que lo ocultó a la vista de Tucker. Cuando la furgoneta se apartó y dobló la esquina, volvió a verlo, tres manzanas más atrás. Un coche lo esquivó, haciendo sonar la bocina. Otro coche patinó. El hombre giró sobre sí mismo, y un sedán que circulaba a toda velocidad le dio de lleno. Desapareció bajo las ruedas del coche.

—Déjeme aquí —ordenó Tucker. Arrojó dinero al taxista y se apeó de un salto.

Volvió corriendo e inspeccionó el flujo del tráfico. Deberían haberse detenido. Al menos, deberían estar sorteando al asesino atropellado.

Mientras llegaban al parque dos coches de Policía haciendo sonar las sirenas, Tucker recorrió toda la acera de aquella manzana bordeada de árboles. Por ambos lados. Seguía pasando el tráfico ruidosamente. No había ningún indicio de un cadáver.