Capítulo 2

Los Ángeles, California

Abril, un año después

EVA Blake sonrió al entrar en el laboratorio de restauración del Centro Getty, con sus pilas y sus campanas extractoras. Sobre el mar de mesas de trabajo había manuscritos, mapas y rollos iluminados de centenares de años de antigüedad. Descabalados y apolillados como estaban, a todos se les haría volver a la vida útil. El trabajo de restauradora era más que una profesión para ella; al restaurar los libros antiguos, se restauraba a sí misma.

Eva recorrió la sala con la vista. Ya había otros tres restauradores inclinados sobre sus mesas, puntos solitarios de movimiento dentro de aquel vasto laboratorio de alta tecnología. Pronunció un hola alegre y tomó una bata. Era una mujer esbelta de treinta años, de rostro de belleza sobria (buenos pómulos, barbilla suave y redonda, labios carnosos) que se resistía al corte marcado de los cánones clásicos. La cabellera pelirroja le caía sobre los hombros, y tenía los ojos azul cobalto. Aquel día llevaba puesta una blusa blanca de cuello abierto, falda de tubo blanca y sandalias blancas sin tacón. La rodeaba un aire de elegancia, así como una blandura, una vulnerabilidad, que ella había aprendido a ocultar.

Se detuvo ante el puesto de trabajo de Peggy Doty.

—Hola, Peggy. ¿Cómo marcha tu nuevo proyecto?

Peggy alzó la cabeza, se retiró del ojo una lupa de joyero y se puso inmediatamente unas gafas grandes y gruesas.

—Hola, ¿qué tal? Séneca me preocupa. Me parece que podré llegar a salvar a Aristóteles, pero al fin y al cabo fue él quien dijo que la felicidad es una forma de acción; con esa actitud tan zen, es de esperar que aguante más.

Peggy, nacida y criada en Inglaterra, era una gran restauradora y vieja amiga de Eva, tan buena amiga que le había seguido siendo fiel cuando a esta la habían acusado de homicidio imprudente por accidente de tráfico tras la muerte de su esposo. A Eva se le hizo un nudo en la garganta al acordarse de él. Se llevó la mano a la cadena de oro que llevaba al cuello, en un gesto automático.

—Siempre me ha gustado Aristóteles —dijo después.

—A mí también. Veré qué puedo hacer por Séneca. Pobre hombre. Se le está despegando la toga como la cáscara de un plátano.

Peggy tenía el caballo castaño corto y revuelto, las gafas ya se le empezaban a deslizar por la nariz, y llevaba tatuada en el antebrazo la leyenda EX LIBRIS dentro de un corazón de color rosa.

—Está en buenas manos —dijo Eva, haciendo ademán de marcharse.

—No te vayas aún. Seguro que agradeceré tu ayuda; el origen de esta pieza está fatal —dijo Peggy, indicando el gráfico medieval coloreado que tenía extendido en su mesa de trabajo—. Espero los resultados del análisis de datación, pero me encantaría saber al menos el siglo.

—Claro. Vamos a ver qué podemos sacar en limpio —dijo Eva. Acercó una silla.

El gráfico medía unos veintiún centímetros de ancho por treinta de alto. En la parte inferior había dos figuras humanas con togas de color azul luminoso y sandalias. La figura de la izquierda era Aristóteles, que representaba la filosofía natural, y la de la derecha era Séneca, la filosofía moral. Todo parecía indicar que eran una pareja mal avenida: Aristóteles era griego, mientras que Séneca era romano y había nacido casi cuatrocientos años más tarde. Eva los estudió un momento, y dirigió después la mirada a los medallones que se alzaban sobre sus cabezas como si fueran nubes. En cada medallón se expresaba, por parejas, las teorías opuestas de cada uno de los dos filósofos. Era un combate de ideas entre dos grandes pensadores clásicos. Los textos del gráfico estaban escritos con el alfabeto cirílico.

—El gráfico en sí está escrito en ruso antiguo —explicó Eva—, pero no con el alfabeto reformado de Pedro el Grande. Así que lo más probable es que se hiciera antes del año 1700.

Puso el dedo junto al margen derecho del pergamino, donde aparecían unas palabras pequeñas y desvaídas, escritas en letras mayúsculas.

—Esto no es ruso antiguo ni moderno; es griego. Quiere decir: «Creado bajo la mano de Máximos, después de catalogar la Biblioteca Real».

Peggy se acercó más, mirando atentamente.

—Tengo bastante claro que Máximos es un nombre griego —dijo—. Pero ¿de qué Biblioteca Real se trata? ¿De Rusia, o de Grecia? ¿De qué ciudad?

—Nuestro creador de gráficos, Máximos, nació en Grecia con el nombre de Miguel Trivolis, y después se le conoció con el nombre de Máximos. Cuando se trasladó a Rusia, lo llamaron Máximo. ¿Te basta esta información para saber quién era?

El pequeño rostro de Peggy se iluminó.

—San Máximo el Griego —dijo—. Pasó mucho tiempo en Moscú, traduciendo libros, escribiendo y enseñando. Recuerdo que lo estudié en un curso de Historia Oriental.

—Y con esto, tienes la respuesta a tu pregunta: Máximo llegó a Rusia en 1518 y no volvió a marcharse. Murió unos cuarenta años después. Así que, tu gráfico se hizo en Rusia, en algún momento de la primera mitad del siglo XVI.

—Estupendo. Gracias.

Eva sonrió.

—¿Cómo te va con Zack? —le preguntó. Zack Turner era jefe de seguridad del Museo Británico de Londres.

—De lejos, ya que él sigue allí y yo sigo aquí. Ay de mí… y ay de él.

—¿Por qué no te vuelves a la Biblioteca Británica?

—Me lo he estado pensando. ¿Y cómo te va a ti? —preguntó Peggy a su vez, con preocupación en la mirada.

—Bien.

Era verdad, en términos generales, ahora que el Getty había ofrecido a Eva aquel trabajo de restauradora para que fuera tirando hasta el juicio. En el laboratorio no era tan visible; la prensa había cubierto el accidente con el coche hasta el agotamiento. No en vano Charles había sido el famoso director de la elitista biblioteca Elaine Moreau, y ella, conservadora destacada allí mismo, en el célebre Getty. Encantadores, atractivos y enamorados, habían sido una pareja de moda en el mundillo del arte y del dinero de Los Ángeles. La muerte dramática de él, y la detención de ella, y sus negaciones, habían proporcionado un escándalo de los más jugosos.

Le había resultado duro pasar todo el día en casa, todos los días, después del accidente. Buscaba a Charles entre las sombras; esperaba oír su voz en el jardín; dormía con la almohada de él apretada a la mejilla. El vacío la rodeaba como un puño frío, oprimiéndola con fuerza en una especie de estado de suspensión dolorosa.

—Cuánto lo siento, Eva —le estaba diciendo Peggy—. Charles era un gran erudito.

Ella asintió con la cabeza. Volvió a llevarse los dedos a la cadena que llevaba al cuello. Colgaba de ella una moneda romana antigua con el perfil de la diosa Diana; era el primer regalo que le había hecho Charles. Ella no se había quitado nunca el collar desde la muerte de él.

—¿Cenamos juntas esta noche? —le propuso Peggy con tono animado—. Te invito yo, por haberme dejado acceder a ese cerebro tan grande que tienes.

—Con mucho gusto. Tengo clase de karate, así que te veré después.

Acordaron el restaurante, y Eva fue a su puesto de trabajo. Se sentó y atrajo hacia sí el brazo de su microscopio estereo-binocular. Le agradaba la familiaridad de aquel movimiento y la comodidad de su mesa, con sus visores de diapositivas, su flexo y su lámpara de luz ultravioleta. El proyecto en que trabajaba era un manuscrito de aventuras sobre los caballeros del rey Arturo, realizado en Londres en 1422.

Miró por el ocular del microscopio y levantó con un bisturí una escama casi suelta de pigmento verde del vestido de una princesa. La tranquilidad de aquel trabajo y la atención meticulosa que exigía la calmaban. Aplicó cuidadosamente un adhesivo bajo la escama de pintura.

—Hola, Eva.

Estaba tan concentrada que la voz le produjo una conmoción sorda que le recorrió el cuerpo. Levantó la vista. Era su abogado, Brian Collum.

Era de estatura mediana, de más de cuarenta y cinco años, con las cejas y el cabello del color gris de los imanes y con la cara con fuerte mandíbula de hombre que sabía lo que quería en la vida. Iba impecable, con un traje gris carbón de raya diplomática. Era el socio principal del bufete internacional Collum y Asociados. La representaba en el juicio por la muerte de Charles, en virtud de la amistad que los unía.

—Cuánto me alegro de verte, Brian.

—Tenemos que hablar —dijo Brian, bajando la voz. Su rostro alargado solía irradiar optimismo. Pero esta vez no. Tenía una expresión sombría.

—¿No son buenas noticias? —dijo ella. Echó una mirada a sus colegas y observó que estos aparentaban cuidadosamente estar absortos en sus proyectos respectivos.

—Son buenas, o son malas, según cómo lo veas tú.

Eva se lo llevó al aire libre, a un patio con césped y flores. El agua de una fuente corría serenamente sobre unas rocas dispuestas a la perfección. Todo aquello pertenecía al Centro Getty, un complejo de arquitectura llamativa, revestido de vidrio y de travertino italiano que se alzaba en lo alto de una colina de los montes de Santa Mónica.

Pasaron en silencio ante visitantes del museo y fueron a sentarse juntos a un banco donde nadie podría oírlos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

Él no se anduvo con rodeos.

—Tengo una oferta de la oficina del fiscal. Si te declaras culpable, te darán una sentencia reducida. Cuatro años. Pero con buena conducta saldrás en tres. Están dispuestos a ofrecerte el trato porque no tienes antecedentes como conductora y eres un miembro respetado de la comunidad.

—De ninguna manera —replicó ella, haciendo un esfuerzo por mantener la calma—. No conducía yo.

—¿Quién conducía, entonces?

La pregunta quedó suspendida como una guadaña en el aire límpido de California.

—¿De verdad no te acuerdas de que Charles se puso al volante? —le preguntó ella, a su vez—. Cuando nos pusimos en camino, tú estabas en la puerta de tu casa. Yo te vi. Tuviste que vernos a nosotros.

Aquella noche habían asistido a una cena en casa de Brian, y ellos habían sido los últimos invitados que se habían marchado.

—Esto ya lo hemos hablado. Entré en casa en cuanto os di las buenas noches, antes de que ninguno de los dos os acercaseis a vuestro coche. El alcohol nos hace engañarnos.

—Y por eso mismo yo no habría conducido de ninguna manera. Jamás.

Volvió a contar la historia, procurando que no se le asomara el horror a la voz.

—Pasaba de la una de la madrugada, y volvíamos a casa. Charles conducía, y nos reíamos. Como en Mulholland no había tráfico, Charles daba bandazos con el coche. Salíamos despedidos contra los cinturones de seguridad, y eso nos hacía reír todavía más. Conducía con una mano; después, con la otra…

Eva frunció el ceño. Había algo más, pero se le escapaba.

—De pronto, nos salió delante bruscamente un coche, de una entrada privada de vehículos. Charles pisó el freno con fuerza. Nuestro coche patinó sin control. Debí de perder el sentido. Lo siguiente que recuerdo es que estaba atada a una camilla…

Eva tragó saliva.

—… y Charles había muerto.

Se alisó la tela de la falda con la mirada perdida en la distancia, mientras la devoraba el dolor.

El silencio de Brian se hizo tan largo que pareció como si sonara con más fuerza el rumor lejano del tráfico de la autopista de San Diego.

Por fin, dijo con amabilidad:

—Estoy seguro de que eso es lo que recuerdas; pero no tenemos pruebas que lo apoyen. Y con el dinero tuyo que llevo gastado pagando a investigadores para que busquen a testigos, debo llegar a la conclusión de que no van a aparecer.

El tono de voz se le endureció.

—¿Cómo va a reaccionar un jurado cuando les digan que te encontraron a tres metros de la puerta del conductor, y que esta estaba abierta, lo que indica que tú ibas al volante? Y Charles iba en el asiento delantero del pasajero, con el cinturón de seguridad fusionado a lo que quedaba de su cuerpo. No podía haber ido conduciendo de ninguna manera. Y tú tenías uno con seis de alcohol en sangre, el doble del límite legal.

—Pero yo no iba conduciendo… —empezó a decir ella; pero se interrumpió. Se dominó, haciendo un esfuerzo—. Crees que debo aceptar el trato que ofrece el fiscal, ¿verdad?

—Lo que creo es que el jurado creerá que ibas tan bebida que tienes amnesia parcial y no recuerdas lo que hiciste. Pedirán la pena máxima. Yo te recomendaría que no aceptases la oferta si tuviera la menor chispa de esperanza de poder convencerlos de lo contrario.

Eva, conmocionada, se levantó y se puso a caminar alrededor del plácido estanque que rodeaba la fuente. Sentía una opresión en el pecho. Clavó la vista en el agua mientras intentaba respirar hondo. Primero había perdido a Charles, con todos los sueños y esperanzas que tenían en común para el futuro. Charles había sido un hombre brillante, divertido, siempre interesante. Eva cerró los ojos, casi sintiendo que él le acariciaba la mejilla, la consolaba. El corazón le dolía de tanto como lo añoraba.

Y ahora corría el peligro de ir a la cárcel. Aunque la perspectiva la aterrorizaba, se reconoció a sí misma por primera vez que era posible. En toda su vida no había tenido nunca amnesia, pero aquella vez quizá sí. Si tenía amnesia parcial, quizá fuera verdad que se había puesto al volante. Y si había hecho aquello… eso querría decir que había matado a Charles de verdad. Bajó la cabeza y apretó la alianza de oro que llevaba puesta en el dedo. Le corrieron lágrimas por las mejillas.

Brian, a su espalda, la tocó en el hombro.

—¿Recuerdas a Trajano, el gran emperador que amplió el Imperio romano?

Ella se secó la cara con un movimiento rápido de los dedos y se volvió hacia él.

—Claro. ¿Qué pasa con él?

—Trajano era implacable y astuto, y venció todas las grandes batallas a las que envió a sus tropas. Seguía una regla: si no puedes vencer, no luches. Si no luchas, no te pueden derrotar. Sobrevivirás. Acepta el trato, Eva. Sobrevive.