Capítulo 1

UNA biblioteca podía ser un lugar peligroso. El bibliotecario recorrió con la mirada a los diez hombres, vestidos con esmóquines bien cortados, que estaban sentados cómodamente alrededor de la larga mesa ovalada que ocupaba el centro de la sala. A su alrededor, las paredes estaban llenas desde el suelo hasta el techo de magníficos manuscritos iluminados, más de mil. Sus encuadernaciones espectaculares, recubiertas de oro, estaban dispuestas hacia el exterior, para exhibir las piedras preciosas que las decoraban, que valían una fortuna.

Aquellos hombres eran miembros del club de bibliófilos que poseía y manejaba la Biblioteca de Oro secreta, donde se celebraba siempre la cena anual. El acto final era el torneo, en el que cada uno de los miembros ponía a prueba al bibliotecario proponiéndole una pregunta. Los hombres saboreaban el coñac, rodeados de montañas de libros, en aquella atmósfera que vibraba de luz dorada. Observaban atentamente al bibliotecario.

—Trajano —planteó el jurista internacional de Los Ángeles—, del 53 al 117 de nuestra era. Trajano fue uno de los emperadores guerreros más ambiciosos de la antigua Roma, pero pocos saben que, además, tenía veneración por los libros. El monumento más destacado que erigió en recuerdo de sus victorias militares es la llamada Columna Trajana. La hizo levantar en el patio situado entre dos galerías de la Biblioteca de Roma, que también era obra suya.

Pareció como si la sala contuviera la respiración, expectante. El bibliotecario se pellizcó la chaqueta del esmoquin. Tenía casi setenta años y era un hombre aseado, de rostro arrugado. Tenía el pelo ralo, grandes gafas y una sonrisita perpetua en los labios.

La tensión fue en aumento mientras él reflexionaba.

—Está claro —dijo por fin—. Escribió sobre ello Dión Casio Coceyano.

Se dirigió a los estantes donde se guardaban los ochenta volúmenes de la historia de Dión Casio, la Romaika, recopilada en los siglos II y III y transcrita por un calígrafo bizantino en el siglo VI.

—Aquí está la historia, en el volumen setenta y siete. La mayor parte de la historia de Dión Casio se ha perdido. En nuestra biblioteca se conserva el único ejemplar completo.

Mientras los miembros del grupo exclusivo reían con agrado, el bibliotecario puso el grueso volumen en manos del interrogador, que acarició los ópalos y zafiros que estaban engastados en su cubierta. Contemplando con aprecio el libro dorado, lo dejó de pie junto a su copa de coñac. Ya había otros ocho manuscritos iluminados de pie junto a otras tantas copas de coñac. Cada uno daba fe del conocimiento profundo de la literatura antigua y medieval por parte del bibliotecario, así como del valor inapreciable de la biblioteca misma.

Ya solo quedaba el décimo miembro, el director en persona. Sería él quien formularía la última pregunta del torneo.

Los hombres se sirvieron más coñac. Su cena anual era, intencionadamente, de una teatralidad deslumbrante. Horas antes de que se sirviera el primer martini habían llegado de Johannesburgo, en jet privado, diez patos salvajes recién cazados. Se traía a los cocineros en avión desde París, con los ojos vendados, por supuesto. El menú era exquisito, de siete platos, entre ellos mollejas trufadas con castañas. Los vinos y licores eran de los mejores; el coñac de aquella noche era un Louis XIII de Rémy Martin que, en el mercado actual, costaba más de mil dólares la botella. Todos los licores del club de bibliófilos procedían de la propia bodega del club, a la que habían ido contribuyendo sus miembros anteriores y cuya calidad era indiscutible.

El director carraspeó, y todos volvieron la mirada hacia él. Era estadounidense y había llegado en avión de París aquella misma mañana. El ambiente de la sala cambió y se volvió amenazador, de algún modo.

El bibliotecario se concentró, atento.

El director lo miró fijamente.

—Salah al-Din, también llamado Saladino, del 1137 o 1138 al 1193 de nuestra era. El general Saladino, musulmán kurdo, era célebre por su red de espías. Una noche, en Asiria, su enemigo, Ricardo Corazón de León, se acostó en su tienda, custodiada por todas partes por sus caballeros ingleses. Rodearon la tienda de una franja de ceniza blanca, tan ancha que nadie podría atravesarla sin dejar huellas. Pero cuando se despertó Ricardo, había aparecido junto a su cama un melón que tenía una daga clavada hasta la empuñadura. La hoja bien podría estar clavada en el corazón de Ricardo. Era una advertencia que le dejaba Saladino, por mano de uno de sus espías. El espía escapó sin dejar rastro y sin que lo atraparan.

Las miradas volvieron a clavarse en el bibliotecario. Este se había ido poniendo más tenso a cada palabra. La puerta que estaba a su espalda se abrió sin hacer ruido. El bibliotecario volvió la vista y vio entrar en la sala a Douglas Preston. Preston era el jefe de seguridad de la biblioteca, hombre alto y musculoso, experto en armas y que se tomaba en serio su labor. No iba de esmoquin; llevaba su cazadora de cuero y sus pantalones vaqueros habituales. Cosa rara, traía en la mano una toalla.

El bibliotecario se dirigió a otra estantería, al fondo de la sala, mientras se esforzaba por hablar sin que le fallara la voz.

—El relato se encuentra en el Sirat Salah al-Din, la Vida de Saladino

—Tiene razón, por supuesto —lo interrumpió el director—. Pero yo quiero otro manuscrito. Tráigame el Libro de los Espías.

El bibliotecario se quedó inmóvil, con la mano extendida hacia el volumen. Se volvió. Los hombres tenían los rostros indignados, implacables.

—¿Cómo se han enterado? —susurró.

Nadie respondió. Había tal silencio en la sala, que el bibliotecario pudo oír las pisadas de zapatos con suela de goma blanda. Antes de que hubiera tenido tiempo de volverse de nuevo, la toalla de Preston le cayó sobre el cráneo, cubriéndole los ojos y la cabeza. Sonó la estrepitosa detonación de un disparo, y él sintió una erupción de dolor en la cabeza. Mientras caía, comprendió que el jefe de seguridad le había dado un justo aviso de lo que le esperaba, empleando una técnica de la época moderna de la Secta de los Asesinos: la toalla era para cubrir los orificios de entrada y de salida, evitando las salpicaduras de sangre y de hueso. El club de bibliófilos lo sabía.