Cuando salieron de la ciudad caía una ligera llovizna, pero pronto perdió cuerpo y paró y un sol mojado apareció arrancando un brillo cegador a la carretera que se extendía frente a ellos. Remontaron el canal, esclusa tras esclusa, y a medida que avanzaban los barrios que se extendían a la izquierda se volvían más mustios y miserables. Giraron para incorporarse a Naas Road; los árboles a ambos lados de la carretera parecían apartarse a su paso, como si miraran a otra parte.
—Me encantaría que no fumaras en el coche. Preferiría respirar —dijo Rose Griffin.
Quirke bajó un poco la ventanilla y tiró el cigarrillo a medio fumar por la rendija. Permanecieron en silencio durante un largo tramo hasta que Rose preguntó si sabía de algún sitio cerca donde pudieran detenerse a comer. Quirke se removió en el asiento y dijo que no había pensado en la comida. Pero había un hotel en Cashel que tal vez fuera aceptable.
—¡Aceptable! —dijo con desmayo Rose y suspiró.
Hablaron de Malachy Griffin. Rose comentó que le preocupaba lo sedentario que se había vuelto.
—¿Por qué no os animáis a jugar al golf? —preguntó ella.
Quirke la miró de reojo.
—No, ya veo que no. Lástima —se lamentó, melancólica.
Estaba muy intrigada por el objetivo de aquel viaje, pero Quirke no parecía dispuesto a aclararlo. Para sorpresa de Rose, que no le hubiera creído capaz de estar aún más taciturno de lo que era habitual, se mostraba extremadamente hermético. Daba la impresión de estar sufriendo, atormentado por alguna herida interior.
—El problema de Malachy es que le falta empuje.
Quirke soltó un gruñido que bien podía ser una risa.
—¿Empuje para qué?
—¡Venga, Quirke, ya sabes a qué me refiero! Mi Mal tiene muchísimo que ofrecer, pero se retiene. Es una maldita pena.
Quirke no estaba muy seguro de qué era lo que Mal tenía para ofrecer, pero calló.
El húmedo verdor de los campos en verano se deslizaba a lo largo de las ventanillas. Era mediodía y prácticamente estaban solos en la larga carretera del sur. Atravesaron aldeas melancólicas, pueblos destartalados. En varias ocasiones tuvieron que disminuir la velocidad y avanzar como tortugas tras un granjero que llevaba sus vacas. En las afueras del pueblo de Kildare se toparon con un carnero de asombrosos cuernos curvados y apelmazadas greñas lanudas que le colgaban por todos los lados, plantado en medio de la carretera. Rose tocó la bocina con impaciencia, pero el carnero permaneció inmutable con la cabeza baja y los ojos fijos en ellos. Al final, Quirke tuvo que salir del coche y hacer aspavientos y dar unos cuantos gritos para que la bestia se moviera. Cuando volvió al coche, Rose reía a carcajadas.
—¡Ay, Quirke, tenías que haberte visto!
La carretera parecía no terminar nunca. Campos, árboles, afueras descuidadas, largas calles con pubs y tiendas de paños y tiendas de comestibles y de nuevo afueras y de nuevo árboles y de nuevo campos bajo el inmenso cielo de las Midlands. Cruzaron un puente sobre un río ancho y lento punteado de plata con juncos en las riberas y un cisne solitario en los bajíos. En una curva muy cerrada, una criatura diminuta, una rata o una ardilla, salió corriendo desde el arcén y se abalanzó bajo las ruedas. Rose dio un grito al notar la sacudida.
—Quirke, dime por qué vamos a Cork —se quejó mientras golpeaba el volante con las manos.
Se detuvieron en Cashel, en el hotel Cashel Arms, que olía a repollo cocido desde la entrada. Con los ánimos por los suelos, se dejaron guiar hasta el comedor, donde les asignaron una mesa junto a la ventana, que daba a un patio empedrado.
—Por el amor de Dios, pide una botella de vino —dijo Rose.
Comieron un pescado de aspecto dudoso con puré de patata y repollo recocido, el mismo que llevaban oliendo desde que llegaron. Pero el vino era bueno, un lustroso Meursault que a Quirke le supo a monedas de oro y melón.
Rose empezó a sentirse más animada.
—Cuéntame cómo está esa amiga tuya, la actriz.
—Está muy bien —dijo Quirke, rehuyendo su mirada—. Muy bien.
—¿Es serio?
Quirke ahora sí la miró.
—¿Qué es serio?
—Qué va a ser, lo tuyo con tu amiga.
—Haces que suene como si fuese una enfermedad.
Rose sacudió la cabeza.
—Quirke, Quirke, Quirke, ¿qué vamos a hacer contigo?
—No sabía que era preciso hacer algo.
—Pues sí, has dado en el clavo.
Continuaron comiendo en malhumorado silencio.
—¿Este viaje tiene que ver con esos dos hombres que murieron? —dijo Rose en un nuevo intento—. El hermano de Maggie y luego su socio. ¿A qué conclusiones llegó la investigación?
Quirke se tomó medio minuto antes de responder.
—Aún no existe ninguna conclusión.
—¿Por eso quieres hablar con Maggie?
—Por eso quiero hablar con Maggie.
—Sabes que quiere quedarse a vivir para siempre en… ¿Cómo se llama el lugar?
—Slievemore.
—Eso es. Un pueblo pesquero. Debe de ser como Scituate —había sido en Scituate, al sur de Boston, donde Quirke había visto a Rose Crawford, como entonces se llamaba, por primera vez—. ¿Por qué querrá enterrarse allí? Probablemente para estar lo más lejos posible de su familia, sobre todo de Mona Delahaye.
Rose se rió pero enseguida calló. Al mencionar el nombre de Mona, sintió que algo sucedía, como un ligero temblor enfrente de ella, y miró a Quirke con atención. Mona Delahaye. Así que se trataba de eso, Mona le había puesto las zarpas encima. Era eso lo que le escocía. Su expresión se suavizó. Pobre Quirke, nunca aprendería.
Fuera, la tarde se había suavizado y el aire, cargado de polvo y mosquitos, tenía el mismo suave matiz dorado que el Meursault que se acababan de beber. Sin ganas de partir, estuvieron remoloneando por la calle principal del pueblo. Sobre un risco y contra el cielo, de un azul pálido como el huevo de un pájaro, la mole grisácea de un castillo en ruinas se cernía sobre ellos. Tal vez a causa del vino, Rose sintió un súbito impulso de hablar seriamente con Quirke y decirle que estaba desperdiciando su vida con asuntos que no merecían la pena. Pero Quirke no toleraba que le hablaran de aquella manera y Rose, contrariada, tuvo que morderse la lengua. Si había tenido un lío con Mona Delahaye y eso se había convertido en un quebradero de cabeza, se lo tenía merecido. Hacía muchos años, Rose y Quirke se habían acostado juntos. Fue sólo una ocasión y no funcionó muy bien, pero Rose lo recordaba con melancólica ternura. Ahora, Scituate parecía muy, muy lejano.
Se detuvieron de nuevo en Fermoy para que Quirke comprara tabaco. Mientras él estaba en el estanco, Rose permaneció en el coche. Ante ella pasó un hombre sobre una carreta tirada por un caballo al que golpeaba con un palo. El tipo, de aspecto grosero, parecía sacado de la revista de humor Punch: tenía un rostro enrojecido con una frente prominente y una mandíbula desmesurada, y vestía un viejo abrigo con una tira trenzada de paja a modo de cinturón. El caballo, entre los dos listones del carro, aguantaba los golpes con la cabeza gacha y sin un solo estremecimiento. «Ay, Señor, este pobre país ignorante», pensó Rose.
Slievemore era una colina verde sobre la bahía turquesa. Cuando llegaron por la serpenteante carreta del norte, la luz primera de la tarde era de un ámbar tostado y corría la brisa y el aire sabía a sal y el agua azul estaba moteada de irregulares fragmentos blancos. Ashgrove, la casa de los Delahaye, se encontraba en el extremo más apartado de la colina, y tuvieron que atravesar el puerto y conducir otros dieciséis kilómetros por otro tramo serpenteante de la carretera que ascendía. Ninguno de ellos había estado antes en la casa y les costó encontrarla. Cuando por fin llegaron a la verja, la casa se alzó ante ellos: una mansión de granito gris con ventanas de arco y un tejado a dos aguas muy pronunciado con múltiples tejadillos abuhardillados y hasta con torrecillas. Lo único que faltaba, pensó Quirke, era una bandera o un gallardete en un alto mástil flameando al viento sobre las chimeneas.
La casa parecía estar vacía. Ninguna puerta se abrió, ningún rostro se asomó a alguna de las ventanas, ninguna voz los saludó.
—Válgame Dios, me parece que nuestra excursión ha sido en vano. ¿Dónde puede estar Maggie? —dijo Rose.
Llamaron a la puerta principal, aguardaron, llamaron de nuevo. Recorrieron entonces un sendero de grava que rodeaba la casa hasta detenerse en uno de sus lados. Había grandes ventanales que estaban abiertos. Intercambiaron una mirada y entraron.
A Quirke le afectaba el ambiente de las casas antiguas. Despertaba una memoria instintiva, enterrada en lo más profundo de sus huesos, de Carricklea, la escuela de artes y oficios que también era reformatorio, en el oeste de Irlanda, donde había pasado su infancia. Recordaba los sonidos, el golpe sordo de los tacones en los suelos encerados, el eco vacío de puertas lejanas que se cerraban, los susurros en la oscuridad.
—Deberíamos haber llamado. Maggie es peculiar y tiene reacciones peculiares —dijo Rose.
Recorrieron las habitaciones de la planta baja. Todo parecía tan limpio y ordenado como si nadie viviera allí. Entonces escucharon un sonido en el piso de arriba como de un objeto al ser arrastrado por el suelo de madera. Se detuvieron para escuchar. El vestíbulo donde se encontraban parecía respirar lenta y profundamente. En el alto espejo de marco dorado que había sobre la mesa se reflejaban el perchero y dos cornamentas montadas sobre una placa colgadas en la pared opuesta. Quirke comprendió que ni Rose ni él eran bienvenidos, las casas tenían su forma de mostrar rencor.
La planta superior era un caos. Los muebles se amontonaban en los pasillos: sillas, mesas de tocador, cómodas altas, un biombo con paneles pintados, un espejo de pie con el cuerpo de caoba. En muchas habitaciones las camas estaban deshechas y los colchones puestos de pie contra las paredes. También habían quitado las cortinas, que se apilaban en montones desordenados sobre la estructura desnuda de las camas. Los cuadros habían sido descolgados y colocados en el suelo, dados la vuelta y apoyados contra la pared. Encima de un escritorio había un orinal con una rosa marchita dentro, como una parodia de una ofrenda votiva.
Encontraron a Maggie en uno de los dormitorios principales al final del pasillo. Llevaba una camisa de hombre a cuadros, unos viejos y holgados pantalones de pana y una badana roja en la cabeza. Había estado arrastrando con mucho esfuerzo un antiguo y pesado arcón de madera. Se enderezó y se sacudió las manos. Rose no se había fijado antes en que su amiga tenía un ligero bigote y unos cuantos pelos grises y largos en la barbilla. Los miró con una mezcla de asombro y alarma, como si no supiera qué eran. Por un instante a ambos les pareció que Maggie iba a lanzarse a la puerta, dejándolos atrás, y que bajaría corriendo las escaleras para escapar por los ventanales abiertos.
—Estaba cambiando las cosas de sitio… Ordenando —dijo.
En la cocina les preparó un café y colocó unas galletas saladas en un plato. No había mantequilla.
—Tengo la despensa casi vacía. Habría bajado al pueblo de haber sabido que vendríais —les dijo.
Quirke y Rose Griffin estaban sentados ante una inmensa mesa de madera. Los años habían labrado surcos y crestas en su superficie, como si fuese de arena cuando baja la marea.
Rose había presentado a Quirke, que aclaró que era médico, pero sin especificar su especialidad.
—Ah, sí. Usted estuvo en el funeral de mi hermano. Lo vi allí —dijo Maggie. Mientras se movía por la cocina, le miraba de reojo de la misma manera que un perro observaría a un extraño que le resultara sospechoso. Quirke pensó que, como era médico, tal vez ella creía que había acudido a llevársela a alguna parte. De hecho, aún no les había preguntado qué les había llevado allí sin avisar antes, y se comportaba con ellos como si fuesen visitantes de paso a quienes no deseara ver especialmente.
—Maggie, querida, el doctor Quirke quiere hablar contigo de un asunto —le dijo Rose.
Maggie se giró con presteza hacia el fuego, pues la cafetera había empezado a hervir.
—¿Ah, sí? ¿De la muerte de mi hermano? —giró la cabeza hacia Rose—. ¿Ha descubierto algo?
—No quiero hablarle de la muerte de su hermano, señorita Delahaye, sino de… de Jack Clancy.
Maggie vertió el agua hirviente en la cafetera mientras movía los labios sin decir nada.
—Eso es justamente lo que estaba haciendo cuando llegasteis. Estaba quitando de en medio las cosas de los Clancy y preparándolas para que las recojan los hombres de la mudanza. Llamé a una empresa en Cork y les pedí que enviaran una de esas furgonetas grandes… ¿Cómo las llaman?… Un camión de portes. Qué expresión tan extraña para algo tan sencillo. Fueron muy amables por teléfono. Hablé con una chica encantadora que anotó todos los detalles y me dijo que cuando yo quisiera que acudieran debía hacérselo saber con veinticuatro horas de antelación. No me di cuenta del trabajo tan agotador que supone. Me parece que tendré que llamarles de nuevo para pedirles que me envíen algunos hombres que me ayuden. Creo que no soy capaz de bajar sola por las escaleras todos esos trastos. Hay tantas cosas… Parece mentira que tres personas necesitaran tantos muebles.
Acercó el café a la mesa.
—Por favor, doctor Quirke, si está demasiado fuerte, dígamelo. Sé que a Rose, al menos, le gusta muy fuerte.
—¿Le importa si fumo? —preguntó Quirke.
—No, por supuesto que no, por favor, siéntase en su casa. Yo no fumo, pero Victor fumaba algunas veces Balkan Sobranie y me encantaba el olor.
Quirke dio un sorbo a su taza y descubrió con gran consternación que no era café sino caldo de carne o salsa gravy en polvo. Vio que Rose se llevaba la taza a la boca. Hizo una mueca y le miró asombrada.
—Señorita Delahaye —Quirke apartó con un dedo su taza—, ¿la noche que murió Jack Clancy vio usted a sus sobrinos, los gemelos, Jonas y James?
Maggie permanecía junto a la mesa con la cafetera en las manos. Parecía aturdida y Quirke, inseguro de que le hubiera escuchado, estaba a punto de preguntarle de nuevo cuando ella parpadeó y se movió ligeramente.
—¿Si los vi? ¿Qué quiere decir?
Se aproximó al aparador, cogió una taza y un platillo y se sirvió café. Al probarlo, frunció el ceño.
—¡Válgame Dios! Esto no es café —murmuró y miró a Rose y Quirke con impotente desconcierto—: ¿Qué he hecho? He debido de echar salsa en polvo Bisto en la cacerola en lugar de café —soltó una risita y se mordió el labio.
Rose se aproximó, le cogió la taza y el platillo y vertió el contenido en el fregadero.
—Ven, querida —dijo, sujetándola del brazo—, ven a sentarte con nosotros. No deberías estar aquí sola. No es bueno para ti.
—Ah, pero me encanta este lugar. Ahora es mi hogar. No pienso regresar a Dublín —dejó que Rose la guiara hasta la mesa—. ¡Qué elegante estás! El azul te sienta muy bien.
Se sentó en la silla que Quirke había colocado para ella, frente a la suya.
—Siempre he sido feliz aquí —le dijo como si hablara a un niño—. Y ahora me voy a quedar. Tal vez cultive la tierra. Hay cincuenta acres, o más. Es una tierra buena, muy rica. Podría tener ganado, ovejas. Y abejas, me encantaría tener abejas. Hace tiempo había panales en Long Meadow, me acuerdo muy bien. Y podría tener cosechas. ¿Usted sabe algo de cultivos, doctor Quirke?
—No, me temo que no.
—No importa, puedo contratar a alguien. Siempre hay hijos de granjeros que buscan trabajo —comprendió que Quirke estaba buscando un cenicero—. Utilice el platillo, luego fregaré. Siempre dejo para el final lo de lavar los platos. Es muy relajante. Mientras lo hago, escucho la radio —Maggie señaló el gran transmisor de madera sobre una repisa, junto a la nevera.
—¿No tienes a una mujer que venga? ¿Una mujer del pueblo que se encargue de la limpieza? —preguntó Rose.
—Sí, la señora Hartigan. Pero la he despedido. A partir de ahora quiero ocuparme personalmente de la casa.
—Pero… Pero necesitarás ayuda. En el invierno. Necesitarás combustible y… —la imaginación de Rose no daba más de sí; hacía mucho tiempo que no se ocupaba personalmente del funcionamiento diario de una casa.
Quirke finalizó su cigarrillo y encendió otro.
—¿Cuál de los dos gemelos estaba con usted aquella noche? Porque uno de ellos estuvo con usted, ¿no es cierto? —le preguntó.
Maggie le miró de nuevo con expresión ausente y la cabeza inclinada. Él notó que una de las comisuras de su boca estaba caída, como si hubiera sufrido una leve apoplejía. Tal vez el paño rojo que llevaba en la cabeza era una venda.
—Siempre he sentido debilidad por James —dijo sonriendo nostálgica—. Jonas era el favorito de todos, tan inteligente y encantador, pero yo me encariñé con James. Supongo que porque él no es como los demás, y yo tampoco.
Se inclinó repentinamente sobre la mesa y, colocando las dos manos sobre ella, miró con atención a Quirke:
—¿Cree que mi cabeza no funciona bien, doctor? No me siento bien desde que murió Victor. Se me ocurren las cosas más extrañas, los pensamientos más raros. Desde que estoy aquí tengo momentos en que me resulta difícil saber si estoy despierta e imaginando o si estoy dormida y soñando. ¿Alguna vez ha tenido esa sensación? —se giró hacia Rose—. ¿Y tú?
Rose colocó su mano sobre la de Maggie.
—Claro, querida. A todos nos pasa algunas veces. La vida puede resultar muy desconcertante.
—Sí, sí —contestó Maggie con presteza, mirando a Rose a los ojos—. Eso mismo creo yo, que la vida es… es desconcertante. Ésa es la palabra exacta. Desconcertante y despilfarradora, ¿no crees? Piensa en Victor, en su muerte. Fue una pérdida —la mujer se volvió hacia Quirke—. ¿No es así? ¿No fue una pérdida?
Rose miraba con atención a Quirke, intentando hacerle una seña. Él imaginó que no quería que le hiciera más preguntas a aquella pobre criatura angustiada, que deseaba que la dejara tranquila. Pero no podía hacer eso.
—Cuéntenos lo que sucedió aquella noche —le pidió a Maggie.
Ella sonrió con una triste mueca y sus ojos volvieron a quedarse vacíos.
—Dun Laoghaire. James y yo fuimos en coche hasta allí para buscarle, para buscar a Jack Clancy. Hacía una noche preciosa. Había luna llena, ¿se acuerda? Inmensa, la luna más grande que nunca he visto. Habría podido leer el periódico a la luz de la luna.
Se detuvo, retiró las manos de la mesa y las colocó en su regazo. Se quedó sentada, sonriendo.
—Siga —le dijo Quirke con suavidad.
—¿Qué? —Maggie le miró y frunció el ceño como si no le hubiera visto en su vida.
—Cuéntenos qué sucedió.
—Qué sucedió. Sí —se quedó ausente de nuevo y Quirke estaba a punto de insistir cuando ella empezó a hablar—: Jonas se lo había sacado a Mona, ya sabe.
—¿Le había sacado qué? —preguntó Quirke.
Maggie le miró con lástima.
—Qué va a ser, que le era infiel. A Victor.
—¿Con quién?
—Ella no quiso decirlo, pero nosotros lo sabíamos, por supuesto.
—¿Lo sabían?
—Lo adivinamos. Tenía que ser él. Ya sabe cómo era Clancy —ella sacudió la cabeza con repulsa—. Jack no podía tener las manos lejos de las mujeres. Y en cuanto a Mona… Bueno.
Rose miraba a Maggie como si estuviera hipnotizada.
—Siga —le dijo Quirke—, siga con el relato de aquella noche.
Maggie se echó hacia delante en la silla igual que un pájaro, ansiosa por continuar su historia.
—James sabía dónde encontrar a Jack Clancy, le había estado siguiendo. Clancy había estado con otra de sus… —una expresión amarga se dibujó en su cara—… de sus amiguitas, en Sandycove. James tenía un bate de béisbol… —Maggie rompió a reír—. James, siempre tan deportista —frunció el ceño pensativa y los miró como pidiendo disculpas—. ¡Pero dije que os prepararía un café! ¡Válgame Dios! No tengo remedio. No quiero pensar lo que habría dicho mi madre. Mi madre era una maniática de las formas. A la hora de las comidas, colocaba una regla en su regazo, una de esas antiguas de madera, y nos golpeaba con ella en los nudillos si Victor y yo utilizábamos el cuchillo equivocado o no ofrecíamos las cosas a los demás antes de servirnos. Ah, sí, una verdadera maniática.
Quirke aproximó su silla hacia ella.
—Por favor, prosiga.
—¿Qué? —Maggie parpadeó.
—Nos estaba hablando de aquella noche de luna llena en Dun Laoghaire.
—Ah, sí. Le pillamos en el quiosco de música… —se giró hacia Rose—. ¿Conoces el quiosco de música que hay en el puerto? Se había escondido allí. Debió de notar que James le perseguía. Me vio acercarme, yo quería estar allí cuando sucediera. Y entonces escuché el golpe. Sonó muy fuerte. Pero él no soltó un quejido, tan sólo se derrumbó como un animal en el matadero.
En el silencio que siguió se escuchaba la respiración de Maggie, profundas y pequeñas aspiraciones como un niño dormido. Le brillaban los ojos y dos chapetas habían aparecido en sus mejillas.
Quirke se inclinó más hacia ella.
—¿Y eso fue por Mona, por Mona y él? ¿Por eso usted…, por eso James le golpeó en la cabeza?
—Sí, por eso y por el otro asunto.
—¿Qué otro asunto, Maggie?
Ella le miró a la cara, con la misma expresión de lástima que antes, como si fuera un niño tonto.
—Jack Clancy había estado planeando hacerse con la empresa y expulsar a Victor. ¿No lo sabía? Los chicos no podían aceptar algo así. Se pusieron furiosos cuando el señor Maverley se lo contó. Jonas, James y yo tuvimos una pequeña reunión. Bueno, en realidad, la tuvimos Jonas y yo. James no razona igual que Jonas. Él no es inteligente como su hermano.
Quirke sacó la cajetilla del bolsillo, pero temió que el temblor de las manos le impidiera encender un pitillo. Estaba algo mareado y le embargaba una extraña sensación, como de euforia.
—¿Y fue entonces cuando usted y Jonas decidieron qué hacer con Jack Clancy?
—Sí. Entonces decidimos que Jack Clancy no tenía derecho a seguir vivo si Victor estaba muerto.
—Así que James y usted le siguieron aquella noche, James le golpeó y luego le metieron en el velero y uno de ustedes navegó con él mientras el otro los seguía en otro barco.
—Sí, eso es —dijo Maggie, casi jadeando—. James lo metió en su propio velero, el velero de Jack quiero decir, el Rascal, y yo los seguí en uno de los nuestros, el Maggie Querida. Mi padre le puso mi nombre. Siempre me he sentido muy orgullosa al navegar en él con mi nombre en el casco. Maggie Querida.
—¿Estaba todavía vivo? —preguntó con suavidad Quirke.
—¿Qué?
—¿Jack Clancy estaba vivo cuando lo metieron en el barco?
—No lo sé. No lo… No lo miré. James se encargó de todo. Siempre ha sido muy amable y muy atento conmigo, James. Me dijo: «Déjalo todo en mis manos, tita Maggie». Parecía tan contento como cuando era pequeño —se detuvo como si reflexionara—. Me sentí conmocionada, por supuesto. Jack Clancy era un hombre despreciable y se merecía todo lo que le ocurrió, pero aun así…
Se llevó la mano a la frente y, al tocar la badana, deshizo el nudo en la parte posterior de la cabeza y se la quitó.
—¡Ah! ¡Qué alivio! Me había olvidado de que la llevaba puesta —dijo con una enorme sonrisa.
—Así que James hizo un agujero en el velero, el Rascal, y usted y él regresaron en su barco, en el Maggie Querida.
Ella asintió rápidamente.
—Sí, sí, regresamos juntos —miró sus manos posadas sobre la mesa, delante de ella—. Aún recuerdo la luna brillando en el agua, su larga y dorada estela extendida hasta perderse en el horizonte.
Con la cabeza inclinada y la espalda encorvada, Rose Griffin permanecía inmóvil.
—Ay, Maggie —murmuró.
Maggie la miró.
—¿Crees que fuimos muy malos al hacer lo que hicimos? —le preguntó y luego miró a Quirke—. ¿Y usted?
—Mataron a un hombre. Cometieron un asesinato —dijo él.
Ella asintió lentamente, como si reflexionara sobre lo que había oído.
—Sí, le matamos. Pero no creo que fuera un asesinato. Fue más como algo de la Biblia, ¿sabe? A mi padre le encantaba citarnos la Biblia cuando éramos pequeños —levantó un dedo, señalando el cielo—: Fue un acto de justicia.
—No, señorita Delahaye. Fue un acto de venganza —dijo Quirke.
—Bueno —replicó ella, con tono petulante—, piense lo que quiera. «Mía es la venganza, dice el Señor»… Pero también está escrito: «Ojo por ojo, diente por diente».
Quirke sacudió la cabeza.
—No, está escrito: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Está escrito: «A quien te abofetea en la mejilla, preséntale también la otra».
La mujer le miró con expresión airada y la boca fruncida.
—Usted es un idiota. Jack Clancy intentó arrebatarle a mi hermano todo lo que tenía: su negocio, su esposa… —murmuró.
—No, a su esposa no —dijo Quirke.
Maggie echó hacia atrás la cabeza.
—Se acostaba con esa mujer. Lo sé —las aletas de su nariz vibraban.
—No, el padre no —dijo de nuevo Quirke.
—¿El padre no? ¿Qué quiere decir?
—El padre no. El hijo.
—¿Qué? —Maggie alzó las manos para golpear de nuevo la mesa con fuerza—. Pero ¿qué está diciendo?
—Digo que Jack Clancy no se acostaba con Mona Delahaye. Lo hacía su hijo.
—¡Oh, Señor! —gimió Rose Griffin, que se levantó con su taza, se acercó al fregadero para aclararla y la llenó de agua. Se la bebió entera y permaneció de espaldas a ellos, mirando el jardín por la ventana.
Maggie luchaba por asimilar lo que acababa de escuchar.
—¿Davy? ¿Davy y Mona? —dijo incrédula—. Pero Jonas me dijo que Mona le había contado que…
—Le dijera lo que le dijese, era mentira.
Maggie tenía la vista clavada en él.
—El chico, no el padre… —dijo con voz queda—. El chico.
—Sí, su hermano descubrió lo que sucedía entre él y Mona al mismo tiempo que descubrió que Jack Clancy estaba maquinando apoderarse de la empresa. Por eso invitó a Davy al barco y lo abandonó a la deriva. Era la venganza que planeó su hermano. Imagino que deseaba matar a Davy, pero no se atrevió a hacerlo con sus manos. Tal vez pensó que Davy moriría de insolación o ahogado.
—Está mintiendo.
—No estoy mintiendo, señorita Delahaye.
—¿Cómo sabe…? ¿Cómo sabe que no fue Jack?
—Ella me lo dijo.
—¿Mona?
—Sí, Mona.
Maggie desvió la vista.
—¡Esa pequeña furcia!… ¡Qué bestias inmundas los dos!
De repente y como si no se diera cuenta, empezó a llorar, brillantes lagrimones descendían por sus mejillas y resbalaban de su barbilla a la mesa. Apoyando las manos en la gastada superficie de madera para no perder el equilibrio, se puso en pie.
—Tengo que… Me siento… —sacudió la cabeza enojada, se dio la vuelta y salió de la habitación envarada, con la cabeza muy recta y los brazos rígidos a ambos costados.
Quirke contempló la venda teñida de sangre sobre la mesa.
—Deberías habérmelo dicho —dijo Rose, volviéndose hacia él.
Él asintió.
—Sí, debería haberlo hecho. Lo siento.
—Quirke, hay veces que no te comprendo en absoluto. No entiendo qué tienes en la cabeza —le dijo, mientras se aproximaba lentamente a la mesa.
Él alzó la vista hacia ella.
—Yo tampoco.
Del exterior les llegó el sonido del motor de un coche arrancando. Quirke se levantó y se asomó a la ventana a tiempo para ver una camioneta girando sobre la grava para meterse en el camino y dirigirse a la verja de entrada. Rose se acercó a su espalda.
—Es Maggie. Se ha ido.
—Sí.
—¿No la seguimos?
Quirke se encogió de hombros.
—No, mejor no.
La última luz del día poseía un intenso resplandor de un rosa dorado sobre las aguas inmóviles de la bahía. Un barco de pesca de langostas entraba en la bocana del puerto y en el muelle dos pescadores recogían las redes, que habían estado al aire todo el día para secarse. Un hombre lanzaba una pelota al mar para su perro. El perro corría por las escaleras de piedra del embarcadero hasta lanzarse al agua, chapoteaba con energía, atrapaba la pelota con la mandíbula y resollando regresaba con su amo.
En media hora todo estaría oscuro. La mujer dudó si aguardar hasta entonces. Pero no, cuanto antes lo hiciera, mejor. Lo que sentía sobre todo era una furiosa impaciencia, impaciencia por alejarse, por acabar con el asunto.
El bote de remos estaba amarrado al final del embarcadero. Lo soltó y lo arrastró hasta las escaleras. El hombre llamó a su perro, le puso la correa y se despidió de ella con un buenas noches. Ella no contestó.
Victor y ella navegaban en ese bote cuando eran pequeños y estaban en Slievemore. Ella siempre había sido la más fuerte de los dos y más de una vez se había peleado con chicos mayores para protegerlo. No permitía que nadie le pegara a su hermano. Era extraño pensar que algo de Victor permanecía allí, el recuerdo de su mano en el remo, la huella de sus dedos en la caña del timón. Una parte de él, indetectable pero real, aún persistía.
La pequeña embarcación se balanceó de un lado a otro cuando ella subió, como si estuviera contenta, como si la hubiera reconocido y se alegrara de sentir su peso familiar. Se sentó en la bancada y cogió los remos. Siempre le había gustado el tacto fresco y húmedo de la madera barnizada; para ella era la esencia de los barcos y los paseos en barca. Con el suave chapoteo de los remos contra el agua se alejó del embarcadero. Cada vez que alzaba los remos, pequeñas cascadas de oro fundido caían de las palas. El hombre del muelle no apartaba los ojos de ella. Iba vestido con una gorra de visera, un chaleco de fieltro verde y un chaquetón de cazador. Sentado a su lado, el perro también parecía observarla con una oreja gacha y la otra, puntiaguda, disparada hacia arriba.
A su derecha, un cormorán irrumpió súbitamente en la superficie del agua y se sacudió; el silencio era tal que la mujer pudo escuchar el golpeteo de sus húmedas y aceitosas alas. Una afilada luna con forma de hoz colgaba sobre la colina y cerca de ella destellaba Venus con un brillo asombroso. El cielo, muy bajo, tenía ahora un color azul verdoso y parecía tan frágil como la cáscara del huevo de un pájaro. Todo era tan hermoso. El cormorán se sumergió de nuevo y las ondas que dejó al desaparecer se expandieron, cada onda deslizándose suave y rápidamente como una anguila. La mujer impulsó los remos con mayor brío y la barca se lanzó hacia delante con presteza.
El hombre y su perro habían desaparecido del muelle, el barco de pesca de langostas había atracado. Débiles ráfagas de música de baile llegaron hasta ella; los pescadores debían de haber sintonizado una estación inglesa en su radio. Veía la cabina iluminada y las sombras de los hombres que se movían. Nunca había percibido con tanta viveza los sonidos e imágenes de aquel mundo acuático. Se adentró más y más en la oscuridad creciente.