Lo primero que le sorprendió a Phoebe fue el hecho de que supieran dónde encontrarla. ¿Cómo lo habían averiguado? Había adquirido la costumbre de ir al café dos o tres tardes a la semana de camino a casa cuando salía del trabajo. Era un lugar donde podía estar sola; no había revelado su existencia ni siquiera a David Sinclair. El dueño del café, el señor Baldini, un italiano maduro con unos maravillosos y dulces ojos y una sonrisa melancólica, ya la conocía bien y cuando aparecía la saludaba cálidamente y la conducía a su mesa favorita, junto a la ventana, como si ella fuera un cliente habitual de un elegante restaurante y él, el maître. Ella se acomodaba ante la mesa de plástico y, en el retal de sol de la tarde, leía el periódico mientras bebía un café con mucha leche y comía uno de los empalagosos pastelitos que la mujer del dueño preparaba en la cocina, situada en la trastienda, de donde salían los cálidos aromas a vainilla y chocolate y café tostado que flotaban en el local. Ella adoraba esas parcelas de soledad y se quedó más que sorprendida cuando los gemelos Delahaye entraron aquella tarde y, sin mediar invitación, se sentaron a su mesa.
Phoebe sintió el mismo asombro que siempre ante su inquietante parecido. Al verlos allí, sentados amigablemente uno al lado del otro, tuvo de nuevo la irritante sensación de ser víctima de un truco endemoniado y complicado en extremo con espejos y sillas giratorias y paredes que sólo parecían serlo. Iban vestidos igual, con pantalones de pana marrón y camisas grises de manga corta hechas de lana fría, y ambos llevaban un jersey de críquet colgado a la espalda con las mangas anudadas sobre el pecho. A Phoebe no le hubiera sorprendido que le hablaran al unísono, como dos personajes salidos de los libros de Alicia.
—Hola —dijo, procurando sonar segura e informal—. Creía que yo era la única persona que conocía este sitio.
—Ah, ya ves, somos muy buenos averiguando secretos —dijo el de la izquierda. Se presionó entre las manos la cara sonriente y empezó a resoplar por la nariz, igual que un cerdo buscando trufas. Levantó entonces una mano y le mostró el sello que llevaba en el meñique—. Por cierto, soy Jonas, así te ahorras preguntar.
El otro, James, se rió. Ella se fijó en él. Ya había notado antes lo extraños que resultaban sus ojos, velados y, al mismo tiempo, ansiosos, como si James estuviera siempre a la espera de algún acontecimiento brutal e hilarante que podía producirse en cualquier momento. Phoebe se preguntó inquieta si estaría bien de la cabeza.
—¿Dónde está tu novio? —preguntó con juguetona belicosidad.
—Es verdad, ¿dónde está? —dijo Jonas—. Pensábamos que era imposible veros a uno sin el otro, igual que James y yo.
James soltó una carcajada, como si el comentario fuera increíblemente divertido.
—Estará en el trabajo, supongo —dijo Phoebe. Últimamente Sinclair parecía estar siempre trabajando, no importaba la hora que fuese. Por eso ella estaba hoy allí, para acortar la larga noche que tenía por delante.
—Mit ze cadáveres, ja? —dijo Jonas parodiando un acento alemán, mientras trazaba con la mano un amplio gesto de corte, como si tuviera un escalpelo—. El profesor Frankenstein en su laboratorio.
Ella no supo qué decir. Apartó la taza de café con la mano, recogió el bolso y el Irish Times e hizo ademán de levantarse, pero Jonas extendió el brazo sobre la mesa y con el índice le presionó con fuerza el dorso de la mano y Phoebe volvió a sentarse despacio.
—No te vayas, acabamos de llegar —dijo Jonas amigablemente.
El señor Baldini se aproximó para preguntar a los gemelos qué deseaban. Había nacido en una ciudad montañosa de la Toscana, según le había contado a Phoebe. A ella le intrigaba cómo había acabado allí, pero no quería preguntarle. Los gemelos pidieron lo mismo que ella, un café y una tarta. El señor Baldini asintió sin sonreír. Volvió sus cálidos ojos castaños hacia Phoebe como si quisiera advertirle de algo. ¿Habían estado los gemelos allí antes? ¿Sabía algo sobre ellos que Phoebe desconocía?
—¿Y para usted, signorina? ¿Le apetece otra cosa? —le preguntó.
Phoebe negó con la cabeza y él se giró con desgana, como si no deseara alejarse, mientras la miraba con aquella extraña y precavida expresión.
—¿Te gustó la fiesta? —preguntó Jonas.
—¿En casa de Breen?
—Sí, donde nos encontramos.
—Estuvo bien. Un poco ruidosa para mí.
Jonas trazó con los dedos una figura en la esquina de la mesa.
—El bueno de Breen, ¿verdad? El bueno de Breen.
Miraba a Phoebe con suave aire calculador. Ella se preguntó en qué estaría pensando, aunque probablemente era preferible no saberlo.
—Breen está muy bien dotado —dijo James más alto de lo necesario—. En todos los sentidos.
—A James le encantan los juegos de palabras —Jonas le guiñó un ojo, sonriendo.
El señor Baldini trajo los cafés y las tartas.
—Veintiocho peniques —dijo.
Jonas lo miró y el italiano le devolvió la mirada sin inmutarse. Algo flotaba en el aire, la sensación de un asunto que estaba pendiente. Al final, Jonas se encogió de hombros.
—Págale, Jamesey —dijo con voz tranquila, mientras sonreía a Phoebe, y luego empezó a tararear en bajo la melodía de ’O sole mio.
James le tendió un billete de diez chelines al señor Baldini y éste se alejó.
Jonas apartó el café y el plato con la tarta, extendió los brazos hasta casi rozar el rostro de Phoebe, entrelazó las manos, las giró y las empujó con los dedos hasta que los nudillos crujieron. Entonces sacudió ligeramente el cuerpo como si tuviera un escalofrío y resopló con los labios cerrados como si fuese un caballo.
—¿Has quedado luego con tu novio? —preguntó.
Phoebe asintió.
—Estupendo —dijo Jonas y de nuevo la miró con aquella expresión intensa e inquisidora—. Y mientras tanto, ¿por qué no vienes con nosotros?
Ella le devolvió la mirada.
—¿Ir con vosotros adónde?
—Al hogar de nuestros ancestros. Una copa, algo de comer, música en el viejo gramófono… Una típica tarde de relax chez Delahaye. ¿Qué dices? La madrastra está en casa y apuesto a que le encantará conocerte. A ella también le gustan las fiestas, aunque no lo dirías al verla con su atuendo de viuda.
Ella los miró detenidamente: Jonas sonriendo con indolencia y James con aquella ávida luz en sus ojos. Era una locura aceptar esa invitación, pero para sorpresa suya una aguda vocecita en su cabeza la animó a hacerlo.
—De acuerdo, pero sólo me quedaré una hora —se escuchó decir con una despreocupación que no sentía en absoluto.
—Decidido entonces —exclamó Jonas y golpeando la mesa con las palmas de la mano se levantó. Llevaba una corbata del Trinity como cinturón—. Avanti!
Abrió el camino con Phoebe detrás y James a continuación. Phoebe sintió la mirada de este último en su espalda y un ligero temblor estremeció sus escápulas. En la puerta, miró hacia atrás y sorprendió al señor Baldini, junto a la gran máquina plateada de espresso, contemplándola con aquella expresión grave y melancólica.
Hacía una tarde bochornosa. Anduvieron a lo largo de la verja de St. Stephen’s Green, Phoebe entre los dos hombres con su andar ocioso y las manos en los bolsillos, hacia el coche de Jonas. El vehículo, un Jaguar rojo de dos puertas y con el suelo bajo, estaba aparcado bajo los árboles.
—¿Ves esa tienda? —dijo Jonas, mientras señalaba Smyth, al otro lado de la calle—. Una vez compré allí un tarro de miel con abejorros muertos. Y una caja de hormigas cubiertas de chocolate.
—¿Para qué? —preguntó Phoebe.
Jonas estaba abriendo la puerta del conductor.
—Regalos de boda para nuestra nueva mamaíta cuando papá decidió volver a casarse.
—¿Y le gustaron a tu madrastra? —Phoebe no estaba segura de si debía reírse.
—Se partió de risa. Deberías haber oído cómo crujían las hormigas entre sus dientecitos de perla.
James subió al estrecho asiento trasero, mientras Jonas se sentaba al volante y Phoebe a su lado. El coche rugió al arrancar y salieron disparados en medio de una nube negra de llanta quemada. El corazón de Phoebe latía enloquecido. ¿En qué estaría pensando? ¿Cómo se le había ocurrido?
En Northumberland Road, las aceras arboladas se hallaban sumergidas en la luz dorada de la tarde y nubes de mosquitos se desplazaban velozmente como burbujas en una copa de champán. Sin reducir la velocidad, Jonas introdujo el coche por la puerta de la verja mientras la grava salía disparada en todas direcciones. El vehículo se detuvo dando sacudidas junto a la escalinata delantera.
Mientras subían hacia la puerta, James se quedó de nuevo rezagado y Phoebe supo que era para mirarla. La expresión aproximarse a popa le vino a la cabeza y una sonrisa sombría se le dibujó en la cara. ¿Le contaría a David la aventura en la que se había metido? Mejor no. Podía imaginarse su expresión al escucharla, la mirada de sus ojos, de un castaño líquido, con la cabeza inclinada con escepticismo y la barbilla hacia abajo.
El vestíbulo estaba agradablemente fresco. Un parche ardiente de sol se coló por la puerta abierta y se depositó por un instante sobre el parqué.
—Bienvenida a la Casa Usher —dijo Jonas con tono jovial y James soltó otra de sus carcajadas.
A Phoebe le gustó, a su pesar, sentirse como la joven inocente en peligro de un cuento gótico. Una criada pelirroja de gruesos tobillos apareció al fondo del vestíbulo y, al ver a Phoebe con los gemelos, esbozó una media sonrisa y regresó al lugar de donde venía.
—Como puedes ver, el servicio carece de modales —dijo Jonas. Se inclinó en una profunda reverencia y extendió un brazo—: Bienvenidos a la feria, damas y caballeros. Por aquí, por favor.
La luz del jardín teñía de verde el aire del salón. Phoebe se fijó en el amplio sofá blanco, el Mainie Jellett colgado en la pared, el aparador con las botellas, las licoreras de cristal tallado, el sifón de soda. Sobre la mesa, en un jarrón chino, había un gran ramo de rosas rojas y amarillas.
—¿Una copa, querida? ¿Qué te apetece tomar? —dijo Jonas dirigiéndose al aparador.
Phoebe titubeó. ¿Debía tomar una copa? Era obvio que no.
—Ginebra. Un gin-tonic —dijo con firmeza.
—¡Ésta es mi chica! James, sé amable y ve a por hielo a la cocina. Y mira si hay alguna lima, ¿vale? —Jonas sonrió a Phoebe—. Los limones son tan vulgares, ¿no te parece?
Phoebe se aproximó a la ventana y se quedó mirando el jardín. Era consciente de sí misma como si estuviera posando para un retrato. Mujer joven en la ventana. Ella había crecido en una casa similar, no tan grande ni tan lujosamente amueblada, pero con el mismo aire sosegado, los mismos techos altos, la misma fragancia a rosas y suelos encerados. Sin embargo, allí se percibía algo más. ¿Qué era? Un débil rastro de algo enfermizo, como en una habitación donde ha vivido un inválido, una tenue huella que ni siquiera el perfume almizclado de las rosas conseguía enmascarar.
James regresó con el hielo y con una lima que lanzó muy alto y recogió con destreza en la palma con un golpe seco.
—Por cierto, nos ha interrogado la pasma. ¿Lo sabías? —dijo Jonas mientras echaba unos cubitos de hielo en el vaso de Phoebe y se lo tendía.
Ella creyó que le estaba gastando una broma hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio.
—No. ¿Qué querían saber? —dijo precavida.
Jonas ignoró su pregunta.
—Un tercer grado en toda regla. ¿Nos sentamos?
Se acomodaron en el sofá: Phoebe en el centro, Jonas cómodamente sentado a su derecha y James, demasiado pegado a ella, a la izquierda. Ahora que los veía de cerca y podía contemplarlos con detalle, Phoebe se dio cuenta de que, lejos de ser idénticos, eran del todo distintos. El hecho de parecer iguales era el resultado de una ingeniosa imitación, la puesta en escena de una especie de camuflaje tras el cual se escondían para espiar el mundo. Jonas era el más brillante; era listo y rápido y divertido a su manera punzante, mientras que James, con aquella risa y aquel aire de ávida expectación, resultaba claramente alarmante. Y, sin embargo, Phoebe sintió que, si había que tener cuidado con ellos, era a Jonas a quien más debía temer.
—Fue como en las películas —prosiguió Jonas—. Nos llevaron abajo, al sótano, nos encerraron en cuartos separados para que no pudiéramos hacer coincidir nuestras historias y nos preguntaron de todo —con un movimiento de mentón, señaló el vaso de Phoebe—: ¿Quieres más hielo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué os preguntaron?
—Idioteces. Era aquel amigo de tu padre, el inspector… ¿Cómo se llama?
—¿Hackett? —preguntó sorprendida.
Al escuchar el nombre, James, que estaba a su izquierda, se rió. Phoebe se acordó de la casa de los monos en el zoo.
—Sí, eso es, Hackett. Buen nombre para un detective. Un diamante en bruto. Un paleto listo, te lo garantizo, pero no lo que llamaríamos brillante. «¿Podría decirme, joven, dónde estuvo la noche de luna llena y si tiene algún testigo que pueda probarlo?» —dijo Jonas, imitando con una precisión asombrosa el tono y acento de Hackett. Sonrió a Phoebe y añadió en un susurro—: Y ésa eres tú, querida. Nuestro testigo.
—¿Yo?
—Sí. La noche de la fiesta en casa de Breen. De eso hablamos antes.
—¿Por qué quiere saber dónde estabais? ¿Por qué esa noche en concreto?
Los hermanos intercambiaron una mirada. Jonas se rió.
—Querida, porque ésa es la noche en que Jack Clancy cayó de su velero y se ahogó.
Ella desvió la vista. Sí; sí, claro.
Jonas se levantó repentinamente del sofá.
—Música. Vamos a poner música —dijo.
En la pared opuesta había una radiogramola, un enorme mueble de caoba que sostenían cuatro diminutas patas reforzadas. Jonas abrió las puertas del armario y se acuclilló para leer los lomos de las fundas de los discos.
—Pinto, pinto, gorgorito… —murmuró—, esconde la mano que viene la vieja —y sacó un álbum, se dio la vuelta y les mostró la funda del disco: un sofisticado retrato del cantante con sombrero, un cigarrillo y una melancólica expresión, de pie en la esquina de una calle por la noche—. Frankie, el sueño húmedo de todas las quinceañeras. Ahí vamos.
Extrajo el disco de la funda y lo colocó en el plato. Se escuchó un leve siseo y sonaron las primeras notas de la melodía como gotas sobre un acaramelado fondo orquestal. Jonas se colocó en una pose, la cabeza hacia atrás, las aletas de la nariz abiertas, los brazos rodeando a una pareja invisible, y entonces trazó un par de amplios pasos de baile, mientras cantaba al mismo tiempo que el disco. Phoebe no tuvo que mirar a James para saber que se estaba riendo, aun sin hacer ningún sonido. Sin dejar de cantar, Jonas inventó su propia letra:
¿Dónde estaba, joven, aquella noche fatídica?
¿Puede demostrar su paradero?
Si pregunto a la señorita Griffin si le vio,
¿respaldará ella su excelente coartada?
Se aproximó bailando al sofá y sin detener los pasos agarró la muñeca de Phoebe, la hizo alzarse, la sujetó, tambaleante, entre sus brazos y bailó con ella alrededor de la habitación a tal velocidad que los pies de Phoebe apenas tocaban el suelo. Su hermano se desplomó sobre el sofá, dando palmas y riendo con tal fuerza que más parecía que relinchara.
El corazón de Phoebe le martilleaba las costillas y la habitación empezó a girar en torno a ella. Mareada, sentía el olor del hombre que la sujetaba, una mezcla de sudor, colonia y algo más, afilado y agrio, un leve tufo ácido. Mientras giraban por segunda vez en torno a la estancia, vislumbró sobre el hombro de Jonas que la puerta se abría y alguien, una mujer, entraba. Por un instante, el rostro pálido y delgado de la mujer se convirtió en un punto estable en el torbellino general, pero Jonas prosiguió bailando y girando a Phoebe con él. Pasaron junto a James, despatarrado en el sofá y con los brazos extendidos sobre el respaldo, que la contemplaba con enorme regocijo. Y entonces, en rápida sucesión, pasaron la ventana, el aparador, el sofá y James sentado, la pintura abstracta de Jellett y de nuevo la mujer en la puerta.
Jonas también la había visto y viró hacia ella y, soltando la mano izquierda de Phoebe, atrapó la muñeca de la mujer y la arrastró a bailar con ellos. Y allí fueron los tres ahora, dando vueltas y más vueltas. La mujer parecía tranquila, simplemente divertida, como si estuviera acostumbrada a ese tipo de situaciones. Sonriendo, no separaba los ojos de Phoebe. Repentinamente, Jonas las soltó y se lanzó con una estentórea y jadeante risa al sofá, donde se derrumbó al lado de su hermano. Phoebe tropezó y habría caído si la mujer no le hubiera rodeado la cintura con un brazo y sujetado con firmeza. Bailaron juntas y la mujer, igual que Jonas, perdía continuamente el compás. Llevaba una blusa de seda verde y una falda negra con una enagua de vuelos.
—Soy Mona, Mona Delahaye, y tú eres Phoebe, ¿verdad? Conozco a tu padre. Un poco.
Cuando la canción terminó se detuvieron y Phoebe, jadeando, sonrió a la mujer y pensó que no parecía una viuda. Los gemelos las contemplaban con mucho interés. Mona les ignoró, se dirigió al aparador de palo de rosa y se sirvió una ginebra a la que añadió un ligero toque de tónica.
—Vosotros dos habéis acabado de nuevo con el hielo —dijo acusadora mirando por encima del hombro a los gemelos.
Jonas miró de reojo a su hermano y James, colocando las manos en las rodillas y con un teatral suspiro, se levantó con esfuerzo.
—Vale, de acuerdo, ya voy yo —dijo.
Cuando se fue, Mona se acercó al sofá y ocupó el lugar donde había estado sentado, mientras aplastaba sin cuidado con la mano la parte de arriba de su falda y su voluminosa enagua de volantes. Sonrió a Phoebe y dio unos golpecitos en el espacio a su lado.
—Ven, ven y siéntate —giró la cabeza hacia Jonas—: Échate a un lado.
Phoebe obedeció y se sentó al lado de Mona. Se sentía eufórica y también mareada; algo más que mareada —¿cuánta ginebra había bebido?—, tenía la lengua gorda y le costaba enfocar la vista. Mona cogió el vaso de Jonas y metió los dedos para pescar los cubitos de hielo que aún quedaban y echarlos en su propia bebida.
—¡Eh! —gritó Jonas mientras intentaba recuperar su vaso entre risas—. Serás pécora.
—Y tú, un cerdo —contestó Mona en el mismo tono.
Parecían dos hermanos malcriados luchando por un juguete. La imagen le resultó a Phoebe profunda y divertida, al mismo tiempo. Parpadeó repetidas veces; ¿aún no se le había pasado el efecto de la bebida?
Mona se volvió hacia ella. Tenía unos impresionantes ojos violetas que se afilaban en los extremos, achinándose. El carmín subrayaba la palidez de su rostro. Era muy hermosa, aunque tenía unos labios finos. Phoebe se preguntó qué sentiría si fuera un hombre y besara aquella boca. Como si hubiera leído sus pensamientos, Mona separó los labios y Phoebe vislumbró en la boca entreabierta la afilada punta de su lengua, de un rosa intenso. Eso es lo que haría Mona cuando la besaran: separaría los labios levemente y entre ellos asomaría la punta de la lengua.
—Menudo aspecto tienes —dijo Mona—. ¿Qué te han hecho esos dos salvajes?
—Sólo bailar —dijo Phoebe. Sintió repentinamente la cabeza embotada y se recostó contra el sofá, con los hombros caídos.
—Baila muy bien —dijo Jonas con tono sobrio y juicioso.
—Sí, es verdad —asintió Mona, mirando escrutadoramente a Phoebe y sin dejar de sonreír.
—Tiene alas en los pies —Jonas se había inclinado para observarla.
—No me digas. ¿Tienes alas en los pies? —preguntó Mona a Phoebe.
Bajo esos dos pares de ojos clavados en ella, Phoebe se sentía como una criatura exótica expuesta en una jaula. ¡Qué rostro tan afilado tenía Jonas! Un rostro afilado y una boca carnosa, que le daba un aire vagamente cruel.
James regresó con el hielo y Jonas insistió en que todos tomaran otro gin-tonic. Con voz débil, Phoebe dijo que no quería beber nada más, pero nadie le hizo caso. Seguía con la cabeza contra el respaldo del sofá y las manos desmadejadas sobre el regazo. A su lado, Mona le observó con más detenimiento aún los ojos mientras le acariciaba el pelo.
—Jonas, ¿no le habrás dado nada?
Jonas, que estaba junto al aparador preparando las bebidas, la miró con expresión ultrajada.
—Como si yo hiciera tales cosas —y se aproximó con los vasos.
A Phoebe le costó sujetar el suyo, aunque estaba maravillosamente fresco. Lo alzó hasta colocarlo ante sus ojos y contempló fascinada cómo una gota se desprendía de la condensación del cristal y descendía en brillante zigzag por el vidrio empañado. Le pareció mágico, algo nunca visto antes. Quiso contárselo a los demás, pero no se creyó capaz de encontrar las palabras.
—Seguidme —exclamó Jonas, tendiendo una mano hacia cada una de las mujeres y cogiendo el vaso de Phoebe—. Disfrutemos de la música, queridas, ¡y a bailar!
Las dos mujeres se levantaron. A Phoebe le temblaban las rodillas y tuvo que alargar un brazo en busca de apoyo. Mona le dio la mano, le enlazó la cintura de nuevo y lentamente empezaron a bailar. James y Jonas se unieron a ellas y también enlazados bailaron. Ambas parejas se alejaron girando en direcciones opuestas en torno al salón. Cada vez que se cruzaban, Jonas les hacía una elaborada reverencia dieciochesca y James lanzaba su extraña risa.
Con la cabeza dándole vueltas, Phoebe sintió cómo se deslizaba a una especie de trance. Sus pies parecían muy lejanos y, al bajar la vista, descubrió con sorpresa que se movían solos, siguiendo su propio ritmo, trazando pasos al compás de la música. Su brazo rozó un lateral del pecho de Mona, que no pareció darse cuenta. La blusa de seda verde escarabajo de la mujer tenía un tacto eléctrico, como si la cruzaran corrientes.
En el disco, la voz de Sinatra velaba un pequeño sollozo.
Fuera del salón alguien dio una patada a la puerta, que se abrió de golpe, y un anciano de abundante cabello gris irrumpió en su silla de ruedas. Al ver a las parejas que bailaban, la furia ensombreció su rostro y de su pecho surgió un gruñido, como si se le agolparan las palabras, y alzando el puño derecho golpeó el brazo de su silla.
—¡Ésta es una casa de luto! —bramó y su voz tronante era la de un predicador que amenazara con el fuego eterno.
Los bailarines se detuvieron. Phoebe se tambaleaba, pero Mona aún la enlazaba de la cintura. A Phoebe le pareció oírla reír quedamente.
—Hola, abuelo. ¿Te apetece un trago? —le dijo Jonas, risueño.
El anciano le contempló desde la silla de ruedas, con la cabeza temblando y los ojos llameantes.
—¡Mocoso! —exclamó, medio atragantándose.
Todo oscilaba delante de Phoebe. Sentía la cabeza pesada, tan pesada. Dio un paso y apoyó la frente en el hombro de Mona.
—Creo… —la lengua se le trababa y casi no podía hablar—. Creo que me voy a…
Isabel se retrasaba, como de costumbre. A Quirke no le importó. Estaba en McGonagle, en el reservado del fondo conocido como «la Casbah», donde sólo entraban los clientes más asiduos entre los asiduos. Sobre la mesa tenía el Evening Mail doblado en cuatro, como le gustaba leer el periódico, y un generoso vaso de whisky junto al codo. La Casbah, acogedora y pequeña, tenía un aire náutico. Podría haber sido la cabina de una trainera: mucha madera oscura que siempre estaba ligeramente húmeda y pegajosa al tacto y, en el tabique de madera que separaba el reservado del resto del pub, había una hilera de pequeñas ventanas de vidrio esmerilado que parecían ojos de buey. Por algún resquicio entraba un hilo del resol de la tarde en la atmósfera umbría y cargada de humo, e iluminaba un círculo dentro del vaso de whisky como una pequeña joya.
Quirke estaba leyendo un artículo sobre un caso de conversación criminal, en el que un hombre había demandado a su socio por tener una aventura con su mujer. «Conversación criminal». ¿A quién se le ocurrirían tales términos? Tal vez era una traducción literal del latín. Se trataba de un caso desagradable con testimonios, no sólo de las tres personas implicadas, sino de empleados del hotel, de camareras de las habitaciones y hasta de un conductor del tranvía de Howth. ¿Cómo se sentiría la esposa? Quizá debería preguntarle a Isabel.
Sabía que no debía beber whisky a esa hora temprana de la tarde. De hecho, no debía probar una gota de alcohol. Le había prometido a Phoebe que sólo bebería vino y sin excederse; pero ahí estaba, rompiendo su promesa. Aquella leve sensación de vergüenza en su interior le resultaba familiar.
A lo largo de los años, algunas evidencias, la mayoría malas, habían quedado grabadas en su interior y ya no podía imaginarse la vida sin ellas. La primera y fundamental era la repulsa que él mismo se causaba, un desagrado moderado pero irremediable hacia lo que hacía y lo que era. En sus mejores momentos, sus escasos momentos de autoindulgencia, consideraba casi virtuoso ese estado permanente de reprobación. Pues la crítica ¿no debía de provenir de una parte mejor de sí mismo, por recóndita que estuviese? Los auténticos malvados no se paraban a pensar en su maldad, ni siquiera eran conscientes de la misma y, cuando lo eran, se enorgullecían, como Yago o el Satán de Milton. Por supuesto, era evidente que la mala opinión que tenía de sí mismo le daba excusa para comportarse como le viniera en gana, sin pensar en nadie más que en él. Ser malo, como era, y saberlo, aligeraba su alma de responsabilidad. «Yo soy así y no puedo ser de otra manera», ése era un lema con el que podía vivir un hombre.
Isabel apareció por fin como la encarnación del verano con un vestido suelto de lino blanco y unos zapatos rojos de tacón alto y con tira en el talón. Dejó caer el bolso de cuero encima del Mail plegado, y empezó a rebuscar dentro.
—Toma uno de los míos —le dijo Quirke, mientras le tendía su cajetilla de Senior Service.
—Gracias —Isabel cogió un cigarrillo y se inclinó sobre la llama del mechero—. Sé bueno y pídeme algo de beber. Un vodka con hielo. Tengo la cabeza que me va a estallar.
Tomó asiento en la banqueta frente a él y exhaló con enojo el humo del cigarrillo, que salió disparado igual que un cono. Tenía problemas con el director de la obra que estaba ensayando. Quirke, preparado para la parrafada, se aproximó a la entrada de la Casbah y le hizo una seña al barman. Isabel rompió a reír cuando él regresó a la mesa.
—Lo siento. No voy a empezar, te lo prometo —aspiró una larga calada—. ¡Pero te juro que es un cabrón… un maldito cabrón!
—¿Qué ha hecho ahora?
Isabel abrió la boca, pero la cerró sin decir nada y se echó a reír.
—No, he dicho que no iba a empezar y no lo haré. Hace una tarde preciosa, voy a tomar una copa contigo y luego vamos a coger un taxi para ir a casa y tú vas… Bueno, ya sabes lo que vas a hacer porque eres un caballero siempre dispuesto a poner una mano encima de la frente de una chica calenturienta. Quiero decir, en la frente calenturienta de una chica. ¿O no es eso lo que quiero decir?
Se inclinó sobre la mesa y lo besó. El camarero asomó su redonda cara de luna y carraspeó.
Dieron un sorbo a sus bebidas, con los meñiques de sus manos libres entrelazados encima de la mesa. Quirke contempló fascinado el luminoso círculo de oro que aparecía en el fondo de su vaso cada vez que lo posaba en la mesa. ¿De dónde venía la luz? No lo veía. Tampoco le importaba. Tal vez Isabel era la persona que le salvaría. ¿De qué? De sí mismo, para empezar.
Decidida a no quejarse del director, Isabel se quejó de la obra.
—¡Dios mío! Está llena de tópicos. Sobre el amor, la vida, la muerte… No se le escapa ni uno. ¿La vida es así? —Isabel alzó la vista al techo con una expresión que a Quirke le pareció una versión cómica de un rostro de El Greco.
—Sí, en la mayor parte de los casos —contestó él.
—¡Y las bromas! Todas sobre las vacas… La obra transcurre en algún lugar perdido del interior. ¿La gente del campo es así?
Él se rió.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ya sabes… Estúpidos y cómicos.
—Todos somos así.
—¡Yo, no! —replicó indignada Isabel—. Tú, tampoco. Bueno… —su boca tembló de risa—. Yo, por lo menos, no lo soy. ¿Te he dicho que hago de madre? La que hace de hija, mi supuesta hija, asegura tener cuarenta años. Desde luego, tiene cuarenta pero desde hace mucho tiempo. Y mi marido debe de rondar los dieciocho y tiene acné.
Quirke le apretó con más fuerza el meñique. Disfrutaba oyéndola despotricar, le divertía y le relajaba. Contempló su rostro alargado, vivaz y pálido. Aún era muy atractiva. A Isabel le preocupaba ser ya quizá demasiado mayor para tener niños; se lo había confesado una noche tras la función, mientras cenaban en el Trocadero, con los ojos llenos de lágrimas y la boca temblorosa. Estaba un poco bebida y Quirke no estaba seguro de que lo recordara. A ambos les preocupaba el tema de los bebés, pero por razones diferentes.
Intentó imaginarse con un crío mojado y maloliente sobre las rodillas.
—Tómate otra copa —le dijo.
Isabel se puso en pie.
—No, ya dije que sólo una. Venga, vámonos, tengo que estar en el Gate a las nueve y media… Aparezco en el segundo acto.
Acababan de salir del reservado y se abrían paso hacia la salida entre los cuerpos en penumbra de los bebedores tempranos cuando el camarero llamó a Quirke por su nombre.
—Una llamada para usted, doctor —y levantó el auricular del teléfono, instalado junto a la caja registradora.
Quirke frunció el entrecejo. ¿Quién le llamaba? ¿Quién podía saber dónde encontrarle?
Cogió el auricular y curvó el cuerpo sobre el mostrador. Isabel le esperó, dando golpecitos con el pie contra el suelo. Se sentía incómoda, notaba las miradas que se clavaban en ella desde las sombras intentando ver a través de su vestido. Le había pedido a Quirke que se encontraran en el Gresham, pero por supuesto él había preferido McGonagle. No entendía qué veía en aquel sitio. Se lo imaginó sentado en la penumbra como los demás, con su bebida y su cigarrillo, al acecho, mirando a la mujer de otro. Borró esa imagen de su cabeza, mientras continuaba golpeando el suelo con el pie. Por fin, Quirke devolvió el auricular al camarero, se aproximó y sujetándola por el codo la llevó hasta la puerta.
—Era Sinclair. Algo le ha pasado a Phoebe.
La metió en uno de los taxis de la parada en la esquina del Green. En la ventanilla, el rostro de Isabel estaba blanco de ira. Quería saber qué era ese «algo» que le había pasado a Phoebe, pero él le había dicho que no lo sabía, que todo era muy confuso, que la línea telefónica era mala y no había escuchado con claridad a Sinclair y lo que había escuchado no tenía mucho sentido.
Todo eso, o la mayor parte, era mentira. No había mencionado a Mona Delahaye. Mona le había llamado al hospital y la mujer de la centralita había pasado la llamada al laboratorio de Patología y Sinclair había contestado. Y a continuación Sinclair le había llamado. Phoebe estaba en casa de los Delahaye y parecía que no se encontraba bien y necesitaba que fueran a buscarla. Sinclair se hallaba en medio de una autopsia, no podía interrumpirla y acabaría tarde. Tendría que encargarse Quirke. Sinclair le dio la dirección. Quirke le contestó que conocía la casa y se hizo un silencio en la línea telefónica. ¿Qué sabía Sinclair sobre él y Mona Delahaye? Su ayudante poseía el inquietante don de olerse cosas que nadie más sospechaba. Quirke aguardó hasta que el taxi de Isabel desapareció en el horizonte y entonces subió al siguiente taxi de la fila.
Mona le abrió la puerta.
—Ah, hola —dijo, como si su aparición fuese una inesperada y agradable sorpresa.
—Vengo a recoger a Phoebe —dijo Quirke.
—Sí, claro, por supuesto.
Ella permaneció inmóvil, con la mano en el pomo de la puerta, mientras le miraba detenidamente de arriba abajo, igual que las veces anteriores, como si estuviera tomándole medidas para una prenda entallada.
—Eres la viva imagen de la preocupación paterna —dijo con una sonrisa.
Él dio un paso adelante.
—¿Dónde está? ¿Qué le ha ocurrido?
—Ha bebido demasiada ginebra, eso es todo —seguía sin quitar la mano de la puerta, como si estuviera decidiendo si dejarle entrar o no. Con un encogimiento de hombros, se echó a un lado—: Por lo que más quieras, te ruego que hables bajo. Mi suegro ha desenterrado el hacha de guerra.
Le condujo hasta el salón. Phoebe estaba tumbada sobre el sofá blanco, con un cojín bajo la cabeza y otro bajo los pies. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Con su vestido negro y su blusa blanca de cuello de encaje parecía el cadáver de una joven y santa doncella tendida en un féretro. Quirke le alzó la muñeca y le tomó el pulso. Era muy lento. Olió su aliento.
Mientras estaba inclinado sobre ella, Phoebe abrió de repente los ojos y le miró fijamente con expresión de alegre incredulidad.
—Papá —dijo con voz queda y sus párpados se cerraron de nuevo.
Nunca le había llamado «papá». Debía de haberle confundido con otro.
Se volvió hacia Mona, que estaba apoyada en el quicio de la puerta, con los pies cruzados. Fumaba mientras le contemplaba con sonrisa burlona.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Quirke de nuevo.
—Ya te lo he dicho… Bebió demasiado y cayó inconsciente.
—¿Qué ha bebido?
—Ginebra, ¿no me has oído antes?
Quirke miró alrededor y vio los vasos vacíos y las puertas abiertas de la radiogramola.
—¿Quién estaba aquí?
—Yo.
—¿Y quién más?
—Los gemelos. Quirke, pareces realmente furioso… Si sigues mirándome así, me asustaré.
Quirke movió la mano con gesto despectivo.
—¿Por qué vino Phoebe? ¿Qué hacía aquí?
Mona soltó el humo del cigarrillo con un suspiro de exasperación.
—Yo qué sé. Entré al salón y ella estaba aquí, bebiendo ginebra como si fuese agua y bailando. Menuda fiesta tenían montada.
—¿Una fiesta? ¿Había más gente?
—¿Qué gente?
—Otras personas.
—Los gemelos. ¡Ya te lo he dicho antes!
—¿Nadie más? ¿Tú, esos dos y Phoebe? ¿Qué ha ocurrido aquí?
—¿Puedes parar de preguntar siempre lo mismo? Pareces un disco rayado.
—Mi hija está comatosa en tu casa y a mí me han llamado para venir a recogerla. Tú eres quien ha llamado. Creo que me debes una explicación.
Mona suspiró de nuevo y le lanzó una mirada de conmiseración mientras movía la cabeza ligeramente de un lado a otro.
—Ya sé lo que te pasa a ti. Crees que estás en una película —y ahuecando la voz, lo imitó—: «Mi hija, en tu casa, ¿qué ha ocurrido aquí?». ¿Es que la gente joven no puede celebrar una fiestecilla de vez en cuando?
—Si le han hecho algún daño a Phoebe…
Se interrumpió y Mona estalló en carcajadas.
—¿Quieres decir si la han «mancillado»? ¿Si han «arruinado» su vida? Ahora que estás interpretando a un padre victoriano, necesitarías un bigote para retorcerlo.
Él sacudió la cabeza como si hubiera algo en el aire que le molestara.
—¿Podrías pedirme un taxi, por favor?
—Puedo llevaros a donde me digas… A cualquier sitio, de hecho.
—Prefiero un taxi. Si me indicas dónde está el teléfono, yo mismo haré la llamada.
Ella sonrió con el gesto torcido.
—Realmente estás siendo muy cargante. No ha sucedido nada. Bebimos, bailamos y ella se mareó.
—Un taxi —repitió Quirke.
Ella alzó el rostro al cielo, se dio la vuelta y se alejó con aire desenfadado. Un instante después, él escuchó cómo llamaba por teléfono desde el vestíbulo. Cuando regresó, Mona se detuvo en el umbral de la puerta con su cigarrillo, exactamente igual que antes.
—¿Te apetece una copa? —le preguntó.
Phoebe gimió débilmente en el sofá.
La llevó a su piso en Mount Street. Le costó trabajo subir con ella las escaleras: las piernas de Phoebe no respondían, se cruzaban y amenazaban continuamente con doblarse y caer. Cuando entraron en el piso, la tumbó en su cama y echó las cortinas. Ella farfulló algunas palabras ininteligibles, lanzó una pequeña carcajada burbujeante y cayó inconsciente de nuevo.
Quirke fue a la cocina y se sirvió un whisky de la botella que tenía escondida al fondo de uno de los armarios. Con el vaso en la mano, se encaminó al salón, encendió un cigarrillo y se sentó junto a la ventana. El resol de la tarde dividía la calle en una mitad de luz y otra de sombra. Junto al bordillo de ambas aceras se extendían dos hileras de coches aparcados en línea como dos bancos de peces, sus tejados refulgentes como el lomo de los delfines. Permaneció así largo tiempo, pensando, luego fue al teléfono y llamó a Sinclair.
Había acabado su whisky y le apetecía otro, pero decidió preparar una cafetera, la puso sobre el fuego y aguardó a que hirviera. Se preguntaba qué podría haber tomado Phoebe, además de la ginebra. En su aliento no había olor a droga. Algún barbitúrico, probablemente. ¿Luminal? Debían de haberlo echado en su bebida sin que ella lo notara. Ésa era la idea de diversión de los gemelos. Un nervio empezó a temblar en la esquina de su ojo derecho.
Cuando Sinclair llegó, Quirke estaba tomando la segunda taza de café, sentado junto a la ventana. Le contó cómo había encontrado a Phoebe inconsciente en casa de los Delahaye. Le comentó que los gemelos habían estado con ella y luego se arrepintió de haberlo hecho. A Mona Delahaye no la mencionó.
—¿Qué sucedió allí? —preguntó Sinclair desconcertado.
—No lo sé.
—¿Qué hacía allí, en aquella casa, bebiendo?
Por un momento, Quirke no respondió. Se sentía enojado con Sinclair y no sabía muy bien por qué.
—Necesita que la cuiden, ya lo sabes.
—No es una niña —contestó Sinclair con suavidad y la vista clavada en la punta de sus zapatos.
—En algunos aspectos sí lo es.
—A ella no le agradaría escucharte decir eso.
—No espero que le agrade.
Ninguno añadió nada más. Quirke cogió una pitillera de plata de la repisa de la chimenea y ambos encendieron un pitillo y fumaron en silencio evitando mirarse.
—No sé qué podría haber hecho —dijo Sinclair—. La mujer que llamó, la señora Delahaye, hablaba como si el asunto fuese divertido y no tuviera importancia. No me di cuenta.
«Podrías casarte con ella», pensó Quirke y al hacerlo se sorprendió. ¿Quería ver a Phoebe casada? ¿No sentía ciertos recelos hacia Sinclair? ¿Para quién era buena la boda de su hija: para ella o para él? ¿No buscaba tan sólo quedarse tranquilo? ¿No quería simplemente librarse de su hija, librarse de la responsabilidad de ser su pariente más cercano?
Le dio la espalda a Sinclair. Recordó a Mona Delahaye en la puerta del salón de Northumberland Road con su blusa verde y su falda de vuelo igual que una niña pequeña. No había pasado mucho tiempo desde la tarde en que la estrechó en sus brazos en aquel dormitorio en sombra y ella enterró su boca en el hombro de él para ahogar los gemidos y Quirke pensó que estaba enamorado. Se maldijo por ser un completo idiota.
La puerta del dormitorio se abrió y apareció Phoebe sin zapatos, sólo con las medias, con ojos somnolientos y una mano en la frente.
—He oído voces —dijo aturdida. Al ver a Sinclair frunció el ceño—. ¿David? ¿Qué haces aquí?
—Le he llamado yo —aclaró Quirke.
Ella parpadeó varias veces.
—Debo… Debo de haberme desmayado. Me siento muy rara.
—Voy a preparar un té. Te hará bien —dijo Quirke.
Fue a la cocina, puso la tetera a hervir y preparó las tazas y los platillos encima de la bandeja. Cuando regresó al salón, Phoebe y Sinclair estaban en el sofá, muy juntos, y Sinclair sujetaba la mano derecha de Phoebe entre las suyas.
Phoebe observó a Quirke mientras él le servía el té.
—Me invitaron a tomar una copa. ¿Por qué fui? —miró alrededor con expresión de impotencia—. Tengo la cabeza completamente embotada.
—¿Recuerdas haber tomado algo? —le preguntó Quirke.
—¿Qué quieres decir?
—Comprimidos, pastillas… Algo así.
—No —Phoebe frunció el ceño con gesto de concentración y luego sacudió la cabeza—. No, no había nada de eso. Bebimos ginebra. No sé dónde tenía la cabeza —colocó la mano que tenía libre encima de las de Sinclair—. Lo siento. Lo siento muchísimo —dijo como si fuese a romper a llorar.
Sinclair miró a Quirke sin decir nada.
—Tómate el té —dijo Quirke.
Phoebe deslizó la vista a la taza y el platillo, en equilibrio sobre el brazo del sofá.
—Me dijo que yo era su coartada —los dos hombres la miraron, mientras esperaban a que continuara. Ella sacudió la cabeza de nuevo y lanzó una risita incrédula—. Lo cantó.
Los dos hombres intercambiaron de nuevo una mirada.
—¿Cantó qué? —preguntó Sinclair.
—Que yo era su coartada. Dijo que la policía le había interrogado —miró a Quirke—. Tu amigo, el inspector Hackett, hizo que le llevaran a los gemelos para preguntarles sobre la noche en que murió aquel hombre, ese tal Clancy. Eso dijo Jonas. Yo creo que está loco —miró a uno y luego al otro—. De verdad creo que está loco. Los dos lo están, los gemelos.
Quirke acercó una silla, la colocó frente al sofá y se sentó en ella, inclinado hacia delante y con los dedos de las manos cruzados.
—¿Cuál de los dos habló de la coartada?
—Jonas —Phoebe se giró hacia Sinclair—. Mencionó la fiesta en casa de Breen, ¿te acuerdas? Los vimos allí a los dos. Sólo que…
Se detuvo.
—¿Sólo que qué? —preguntó Quirke.
—Sólo que aquella noche me di cuenta de algo. Sabéis que tienen esa broma de que Jonas lleva siempre un anillo en el meñique porque es la única forma de que la gente los distinga. Pero esa noche en la fiesta ambos llevaban anillo. Yo lo vi. Jonas se cruzó con nosotros cuando llegamos, ¿te acuerdas de que iba con Tanya Somers? Y poco después vimos a James en el piso de arriba hablando con una chica delante de una puerta. Ambos llevaban el mismo sello en el meñique de su mano izquierda.
Sinclair la miraba perplejo.
—No te entiendo.
Quirke miró a Phoebe.
—¿Cómo iban vestidos?
—Uno llevaba un blazer negro y el otro…, no recuerdo, algo pálido, un traje de lino o una chaqueta.
—¿Y Tanya Somers estaba allí con uno de ellos?
—Sí.
El silencio se había adueñado de la habitación. En algún punto lejano de la ciudad sonaba el pesado tañer del ángelus.
—Sólo estaba uno de los gemelos. Quisieron hacer creer que estaban los dos, pero sólo estaba uno —dijo Quirke.
—Pero ¿para qué? Habrían tenido que cambiarse de ropa y Tanya Somers habría tenido que seguirles el juego —preguntó Phoebe.
Quirke se puso en pie.
—Uno de ellos necesitaba estar en otra parte. Por eso el truco. Y por eso tú y cualquiera que estuviera en la fiesta y los conociera seríais su coartada. Sólo estaba uno de los gemelos, actuando como si fueran los dos.
Se aproximó a la repisa de la chimenea y sacó otro cigarrillo de la pitillera de plata, lo encendió e inhaló el humo hasta el fondo de los pulmones. Phoebe y Sinclair lo observaban desde el sofá.
—Todavía no entiendo adónde queréis llegar —dijo Sinclair.
Quirke se giró hacia ellos y permaneció con la espalda apoyada en la chimenea, envuelto en el humo del cigarrillo como si fuese un mago a punto de desaparecer.
—Ya lo ha dicho Phoebe. Aquella noche, la noche de la fiesta, fue la noche en que murió Jack Clancy. La noche en que fue asesinado.
Las luces que salían de los ventanales de la planta baja ensombrecían la débil claridad crepuscular. En el jardín delantero, al otro lado de la verja, las sombras se arracimaban entre los lechos de flores y bajo las grandes ramas de la imponente haya, que crecían desde la calle hacia la casa como tentáculos. Ante la puerta de la verja, Quirke titubeó. ¿Qué les diría a los gemelos en caso de que estuvieran allí? ¿Qué le diría a Mona Delahaye? ¿No debería haber telefoneado a Hackett para contarle la historia de Phoebe sobre el anillo?
Pero sabía que ninguna de esas razones era la causa de que estuviera allí, merodeando al anochecer frente a la casa de un muerto. Se quitó el sombrero y lo colocó frente a su pecho, como si fuese un escudo para protegerse.
Ella se sorprendió al verle.
—¿Tan pronto de vuelta? —le preguntó con su sonrisa maliciosa. Llevaba un quimono verde oscuro, verde de nuevo, y sus delgados y pálidos pies estaban desnudos. Descalza parecía aún más delicada y pequeña, apenas llegaba a la barbilla de Quirke. Su cabello, bajo la luz de la lámpara, tenía la textura del bronce martillado—. Ven a la cocina. Me estaba preparando una bebida caliente. La criada tiene la noche libre. Estoy solita —le dijo riendo.
—¿Dónde están los gemelos? —preguntó Quirke mientras la seguía a través del vestíbulo. Era evidente que no llevaba nada bajo el quimono.
—Han salido —dijo jovial—. Lo mismo que mi suegro. De hecho, él está en el hospital. Ha sufrido otra apoplejía esta tarde. Parece que esta vez es bastante seria.
En la cocina flotaba un denso aroma amargo y dulce al chocolate caliente que cocía a fuego lento en una cazuela pequeña.
—¿Te apetece una taza? Lo hago con chocolate de verdad, no con ese horrible preparado en polvo —cogió una cuchara de madera y, con el rostro sobre el vapor, removió el chocolate en la cazuela.
—Por cierto, mi hija ya está bien. Te lo digo por si te preocupaba —dijo Quirke.
—Debe de tener una buena resaca —se aproximó al armario de las tazas y cogió dos blancas—. A su edad es mejor evitar la ginebra. Lo digo por experiencia.
—Debió de tratarse de algo más que ginebra.
Ella le miró de reojo antes de centrar su atención en servir el chocolate caliente en las tazas.
—Los chicos sólo estaban jugando, como de costumbre. Me parece que tu hija no está muy acostumbrada a ese tipo de juegos. Da la sensación de ser muy puritana. Viste como una monja. ¿Es verdad que tiene novio?
—Sí, mi ayudante.
Mona hizo un gesto despectivo.
—Mmm. Es judío, ¿no? Bueno, estoy segura de que siempre será el ojito derecho de su papá. No permitas que los judíos la conviertan en una de ellos —se aproximó a él para darle su taza y chocó la suya contra ella—. Por los buenos ratos.
—¿Qué droga le dieron? —preguntó Quirke.
—¿Le dieron droga? Ya te lo he dicho, lo único que vi que tomaba era ginebra.
—Ha tenido muchos problemas en su vida —dijo con la vista clavada en la sombra humeante de la taza.
—Sí, se nota.
—Debo protegerla.
Ella sonrió.
—No parece que estés haciendo muy buen trabajo. ¿No vas a tomarte el chocolate? Es muy relajante. Me parece que necesitas relajarte.
Estaba tan cerca de él que Quirke podía oler su pelo tras la pesada fragancia del chocolate.
—Dime qué decía la nota que dejó tu marido.
Ella lanzó un suspiro de irritación.
—No existe ninguna nota —se aproximó a la cocina y llenó su taza de nuevo y dio un sorbo a su chocolate, con la taza abrazada entre las manos—. Sólo lo dije para complacerte porque parecías encantado de jugar a los detectives.
—¿Tuviste una aventura con Jack Clancy?
—¿Con Jack? Ni hablar —se rió—. Jack Clancy… ¡Dios santo! ¿Qué crees que soy? Con Jack no.
Quirke percibió algo en su voz.
—¿Con quién entonces?
Ella le miró con expresión contenida.
—¿Por qué quieres saberlo?
Él no dijo nada. Mona dejó la taza junto al escurridor.
—Dame un cigarrillo —se inclinó sobre la llama del mechero—. ¿Sabes? He pensado mucho desde que murió Victor. Te lo puedes imaginar. Era una persona tan atormentada que me pregunto si no es preferible que haya muerto. ¿Crees que soy horrible por decir algo así? —se apoyó contra el fregadero, con un brazo bajo el pecho y el otro sujetando el cigarrillo a la altura de la boca. La abertura del quimono dejaba al descubierto su pierna derecha hasta el muslo—. La gente no le conocía. Daban por buena la imagen que él tenía de sí mismo: el exitoso hombre de negocios, el experto navegante, el amante marido y padre responsable. Pero en realidad era un desastre. Me llevó tiempo darme cuenta. En el fondo, él no se gustaba. Normal, sabía cómo era.
—¿Y cómo era?
Ella lo pensó unos instantes.
—Débil. Pusilánime.
—Tuvo coraje suficiente para suicidarse.
Aquel comentario pareció interesar a la mujer.
—¿Crees que eso requiere coraje? A mí me parece que fue un acto de cobardía. ¡Qué desastre! —murmuró mientras movía la cabeza con tristeza.
Quirke dejó su taza encima de la mesa. No había probado el chocolate.
—¿Puedo tomar una copa?
Se encaminaron al salón, Mona encendió las lámparas, fue al aparador y sirvió un vaso de whisky. Quirke contemplaba la aterciopelada oscuridad del jardín contra la ventana.
—¿Eres alcohólico? —le preguntó Mona con suavidad.
—No lo sé —dijo él. Cogió el vaso, se bebió el whisky de un trago y se lo devolvió para que lo llenara de nuevo—. Probablemente.
Ella sonrió arqueando una ceja, como si encontrara divertida su respuesta y, dándose la vuelta, levantó la botella de whisky.
—Te acostaste conmigo una vez —dijo Quirke.
—Sí, soy curiosa, igual que tú.
—¿Sentías curiosidad por mí?
—Sí, la sentía, ya no.
Mona se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Las alas del quimono se abrieron a ambos lados, dejando al aire su pulida rodilla desnuda.
—¿Recuerdas que te comenté que los demás piensan que soy una tarada? Lo piensan porque yo quiero que lo piensen —con una mano, se apartó el cabello broncíneo de la cara hacia un lado—. Cuando era pequeña jugaba a tumbarme en el suelo y hacerme la dormida, pero abría un poco los ojos, una rendijita, para observar a los demás sin que lo supieran: mis padres, mis hermanos, mi odiosa hermana. Ahora que soy una chica grande sigo jugando a lo mismo, pero en lugar de hacerme la dormida me hago pasar por estúpida.
Quirke dio un trago a su whisky.
—¿Por qué me cuentas a mí tu secreto?
—No lo sé. Supongo que porque tú también simulas ser otro.
—¿Y qué otro simulo ser?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado, igual que un mirlo, mientras le miraba detenidamente.
—Finges que eres un ser humano. ¿Estoy en lo cierto?
Quirke encendió un cigarrillo. Al ver temblar la llama del mechero, se dio cuenta de que su mano no estaba firme.
—¿Sabías que Jack Clancy planeaba hacerse con el negocio de tu marido?
Ella asintió.
—Sí, me lo dijo Victor.
—¿Cuándo lo descubrió él?
—El día antes de suicidarse.
Él la miró en silencio. Ella sostuvo su mirada.
—¿Por eso se mató?
—En parte.
Lentamente, Quirke dejó el vaso en el aparador junto a la botella de whisky. Iba a beber otro, pero todavía no.
—¿Qué más descubrió? —preguntó.
Ella movió una mano.
—Ah, él era imposible, le devoraban los celos.
Quirke aguardó, mientras ella le observaba con el rostro ligeramente hinchado, como si estuviera conteniendo la risa.
—¿Quién era? —preguntó Quirke.
—¿Quién era quién?
—¿De quién estaba celoso?
—¿No lo adivinas? —ahora sí se rió ella, con un gritito—. No de Jack Clancy, pero estabas cerca.
Él la miró durante largo rato sin decir nada, luego se giró para coger la botella de whisky y servirse medio vaso.
—Del chico. ¿Cómo se llama? —le dijo mirándola de nuevo.
—Davy. Y no es un chico, aunque es tan guapo que lo parece, ¿verdad? Y tan… tan activo, con esa clase de vigor juvenil que alegra el corazón de una chica, te lo aseguro.
Quirke dio un trago. El cristal golpeó uno de sus dientes delanteros.
—¿Todavía… le ves? —le sorprendió la firmeza de su voz.
—¡Por el amor de Dios! —Mona soltó otra carcajada—. Soy la sufriente viuda… Me resulta difícil ir por ahí acostándome con otros.
—Te acostaste conmigo.
—Ya te he dicho que soy curiosa —dijo con expresión enfurruñada.
Un súbito agotamiento invadió a Quirke. Con los ojos cerrados, se pellizcó la piel sobre el puente de la nariz. Notaba una sensación de desgarro en el pecho, como si un animal estuviera despedazándolo con las zarpas.
Abrió los ojos.
—La muerte de Jack Clancy —dijo.
—¿Qué problema hay ahí? Yo doy por sentado que como se descubrió su plan de desbancar a Victor, decidió seguir su ejemplo. Rivales hasta el final.
Quirke movió la cabeza.
—No, Jack Clancy no se suicidó —notaba la fatiga en su voz—. ¿No lo sabes? ¿No sospechas lo que pasó?
Mona levantó la vista y puso un dedo irónicamente en su barbilla, como si fuese una colegiala ante una pregunta difícil.
—¿Alguien lo hizo por él?
—Sí, alguien lo hizo por él.
Mona se enderezó de golpe en el sofá, se golpeó la rodilla con una mano y rompió a reír.
—No… no puede ser Maverley. No ese conejito blanco. Adoraba a Victor, ya lo sé, pero no me lo imagino matando a alguien para vengar su muerte.
—No, no fue Maverley.
—Entonces ¿quién?
Él se aproximó al sofá hasta quedar frente a ella con el vaso de whisky bien aferrado en una mano. Ella se inclinó hacia atrás y cerró el quimono sobre sus rodillas. Una ligera alarma cruzó su rostro.
—¿Estás simulando ahora? ¿O es que, después de todo, eres una imbécil? —dijo Quirke. Apuró el whisky y le tendió el vaso vacío. Mona lo dejó sobre el brazo del sofá—. ¿Dónde están los gemelos?
—Ya te he dicho que han salido —Mona lo observaba con atención, preparada para prevenir cualquier movimiento que él pudiera hacer.
Sus recelos eran fundados. Quirke estaba furioso; metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, cerró el puño y se clavó las uñas en la palma.
—Adiós —dijo y se dio la vuelta abruptamente, salió de la habitación, recorrió el vestíbulo silencioso, abrió la puerta de entrada y salió a la noche fragante. No sentía nada; tan sólo cómo algo helado se derretía en su corazón.