Phoebe no conseguía quitarse a los gemelos Delahaye de la cabeza. A ella no le había apetecido ir aquella noche a la fiesta en la casita de chocolate de Breen bajo el puente del ferrocarril. No le gustaban las fiestas, le dejaban una sensación de aturdimiento y desasosiego durante días, pero pensó que debía ir pues eso es lo que hacen las novias con sus novios.
Novia. Novio. Esas palabras le chirriaban y casi le provocaban sonrojo, no por timidez o por un placer vergonzoso, sino porque le suscitaban una incomodidad que no lograba entender.
¿Qué tenían los hermanos Delahaye para resultar tan llamativos? Los gemelos siempre resultaban un poco asombrosos, pero en el caso de los Delahaye había algo más. Tenían un aura fascinante; fascinante, sorprendente e inquietante. Poseían esa presencia lívida: el cabello tan rubio, la piel nívea, como de cera y casi translúcida, y los ojos de un extraño azul plateado, casi transparentes como los ojos de las gaviotas. Pero lo que más le atraía de ellos era su actitud distante y serena, como si estuvieran posando permanentemente para su retrato, como si…
Lo que le atraía de ellos. De nuevo se sintió sorprendida. ¿Era eso lo que en verdad sentía? ¿Le atraían?
Gaviotas, sí. Eso era exactamente lo que esos dos parecían, con su pose lejana y sus pálidos ojos, siempre vigilantes, desdeñosos.
Estaba pensando en ellos el día que se topó con el inspector Hackett. Era la hora de la comida y acababa de salir de la tienda en la que trabajaba, la Maison des Chapeaux, en Grafton Street, cuando se encontró con el policía, que iba de paseo con las manos en los bolsillos de su traje azul lleno de brillos, su pequeña panza asomando entre los tirantes y el viejo y baqueteado sombrero echado hacia la coronilla. Cada vez que Phoebe coincidía con Hackett, él parecía andar despreocupado y sin rumbo. Hoy estaba claramente disfrutando del sol y, al verla, la saludó afectuoso con sus primorosos modales anticuados.
—¡Qué sorpresa, señorita Griffin! —exclamó levantándose el sombrero e hinchando las mejillas de contento.
Phoebe estaba segura de que él la apreciaba, aunque no comprendía por qué. Creía recordar que no tenía hijos; tal vez la veía como la hija que habría deseado.
—Hola, inspector. ¡Qué día tan bonito!
—Desde luego —asintió Hackett mirando al cielo con los párpados entrecerrados y simulando guiñarle un ojo al mismo tiempo. A ella le hacía gracia cómo él exageraba su aspecto pintoresco para divertirla, comportándose como un hombre de campo recién llegado a la ciudad y exagerando su marcado acento de las Midlands. Phoebe sabía lo inteligente y astuto que era. No le habría gustado encontrarse en el pellejo de un delincuente sobre el cual Hackett hubiera fijado su mirada aparentemente inofensiva.
Fueron juntos a Bewley. No cabía un alfiler, como siempre sucedía a la hora de la comida. Se sentaron en un velador de mármol, al fondo del espacioso comedor rojo y negro, entre el olor a café, salchichas fritas y dulces.
Con el sombrero en el regazo, Hackett pidió a la camarera un bocadillo de jamón y «un tazón de té», bordando su papel de patán. Luego volcó su atención en Phoebe y le preguntó por su padre. Ella sabía que, en los últimos tiempos, Quirke y él se veían con regularidad por el caso de Delahaye & Clancy, así que Hackett debía de saber cómo se encontraba su padre. No obstante, le respondió que Quirke estaba bien, muy bien, de hecho. Era su manera de decir que Quirke no estaba bebiendo o, por lo menos, no estaba bebiendo destructivamente como otras veces. Hackett asintió. Dejaba caer los párpados y fruncía los labios como un viejo y gordo obispo católico, pensó Phoebe, un habitual del Vaticano, conocedor del mundo, calculador, maquiavélico.
—¿No es espantoso lo de ese pobre hombre, Clancy, el que se ahogó? Un accidente tan terrible y cuando estaba tan reciente la muerte de su socio —dijo Phoebe, simulando un asombro casi colegial. Él no era el único capaz de actuar.
Observó la reacción de Hackett. Su tono no le había engañado, por supuesto.
—Sí, terrible —asintió el policía, con la barbilla casi tocando el pecho y lanzándole una aguda mirada con los ojos entornados.
—¿Saben ya qué sucedió? —Phoebe no estaba dispuesta a que esquivara el tema.
—¿Saben? —preguntó él con candidez y gran asombro.
—La familia. Las autoridades. Usted —sonrió Phoebe.
La camarera les trajo lo que habían pedido. Para Phoebe, una taza de café y una tostada. Hackett miró el plato con ojo reprobador:
—Así no va a engordar, hija —le dijo.
Ella asintió.
—De eso se trata.
Hackett vertió leche en su té y le añadió tres cucharadas colmadas de azúcar. Tenía marcado en la frente el cerco de su sombrero y la piel, encima de esa línea, se veía rosada y tierna como la de un bebé. Llevaba el grasiento pelo negro aplastado y Phoebe se preguntó si se lo lavaría alguna vez. ¿Qué sabía de él? Poca cosa. Que estaba casado y que vivía en algún lugar de las afueras. Aparte de esa mínima información, no sabía nada.
Le recordaba al perro que tuvo cuando era pequeña. Se llamaba Ruff. Era un chucho blanquinegro al que le faltaba media oreja. Le encantaba jugar, cogía los palos que ella le lanzaba, los dejaba caer a sus pies y se sentaba sobre sus patas traseras, mirándola con una mueca como si sonriera y con la larguísima lengua rosada colgando, para que ella se los lanzara de nuevo. Un día, durante unas vacaciones de verano en Rosslare, sorprendió a Ruff en el Burrow, la franja de arena y hierba que separaba el hotel de la playa. Había atrapado un bicho entre las hierbas, parecía una liebre pequeña, un lebrato, y Phoebe se quedó paralizada al contemplar cómo descuartizaba al pobre animal. Ruff no la había visto y a solas había vuelto a ser una criatura salvaje, todo garras y dientes. Cuando por fin lo llamó, él levantó la cabeza, la miró con gesto culpable y escapó a toda velocidad con los restos de la liebre en la boca. Cuando más tarde regresó, era de nuevo el Ruff alegre de siempre, con aquella mueca sonriente y la oreja rota flotando al viento. Esperaba, sin duda, que ella hubiera olvidado la escena en el Burrow: la piel desgarrada y la brillante sangre oscura y los afilados dientes blancos. Pero ella no lo había olvidado; nunca lo olvidaría.
No supo si había sido ella o Hackett quien sacó a colación a los gemelos Delahaye. Hablar de ellos era como una prolongación de sus pensamientos y Phoebe se dio cuenta de que le interesaban más de lo que creía. Contó que los había visto en una fiesta en casa de Breen y cuánto la había sorprendido encontrarlos allí, en una fiesta, cuando la muerte de su padre estaba tan reciente.
—¿Cuándo sucedió eso exactamente? —preguntó el inspector, mientras removía de manera mecánica su té.
—El sábado. El sábado por la noche.
—Ah.
Phoebe esperaba que siguiera hablando, pero él no parecía tener nada más que decir sobre el tema. Entonces se dio cuenta. La noche del sábado había sido la noche en que Jack Clancy murió en el mar desierto a bordo de un barco, igual que su socio.
Distinguió a Jimmy Minor, a punto de entrar. Se había detenido en la puerta del comedor para encender un cigarrillo. De manera instintiva, Phoebe se apresuró a girar la cara para que no la viera. Su propia reacción la sorprendió, pero era cierto que a menudo hacía cosas que la sorprendían. ¿Por qué quería evitar a Jimmy? Se suponía que era su amigo.
Sintiéndose culpable, se medio levantó de la silla y agitó la mano para que él la viera. Jimmy agitó también la mano y se dirigió hacia ella zigzagueando entre las mesas y dejando una estela de humo a su paso. Phoebe era incapaz de imaginar a Jimmy sin un pitillo. Parecía un barco, un carguero de vapor, con su pelo rojo igual que una bandera y una estela de humo ondeando tras él.
Al ver al inspector Hackett, Jimmy enarcó las cejas y titubeó, pero Phoebe agitó la mano de nuevo y él se aproximó.
—Hola, Pheebs. Veo que estás entre los largos brazos de la ley.
El inspector Hackett le saludó con cortesía.
—Señor Minor, nos encontramos de nuevo. ¿Nos haría el favor de acompañarnos?
Jimmy miró a Phoebe enarcando de nuevo las cejas, tomó una silla de la mesa vecina y se sentó. Vestía una usada chaqueta de tweed, una camisa blanca, o que había sido blanca hacía algunos días, y una estrecha corbata verde con el nudo torcido. Llevaba muy corto el cabello, de un rojo vivo, que dibujaba un pico en el centro de su pálida y pecosa frente. Sus manos tenían el temblor de los fumadores compulsivos. El inspector Hackett lo miraba, lo inspeccionaba, con expresión sardónica. La tensión entre el policía y el periodista era palpable: parecían dos luchadores moviéndose en círculo, buscando una brecha para golpear.
La camarera se acercó y Jimmy le pidió un café solo.
—¿Nada para comer? —preguntó la camarera. Era una joven delicada con un rostro de madonna. Jimmy negó con la cabeza y ella se alejó. Jimmy no solía fijarse en las chicas.
—Dígame, señor Minor, ¿ha escuchado algo interesante desde la última vez que nos vimos? —le preguntó Hackett.
Jimmy Minor le lanzó una mirada asesina.
—Bastantes cosas. Bastantes.
—¿Alguna que pueda contarnos?
—Inspector, dudo que pueda contarle algo que usted no sepa.
—¿Por qué no prueba?
Jimmy guiñó un ojo a Phoebe, mientras hacía girar el extremo del cigarrillo contra el borde del cenicero, desprendiendo pulcramente la ceniza que caía al fondo. Fumar tanto como Jimmy te mantiene siempre ocupado, pensó Phoebe. Quizá por eso lo hacía él.
Su padre, su supuesto padre, Malachy Griffin, fumó en pipa durante una época cuando ella era pequeña. Phoebe codiciaba todos los objetos que él tenía para jugar: la bolsa de tabaco, de un cuero maravillosamente suave, con una solapa que se cerraba con un botón, la pequeña navaja que terminaba en un atacador, los paquetes de papel con lanudos bastoncillos limpiapipas blancos y unas cerillas especiales importadas, Swan Vestas se llamaban, que sólo se podían conseguir en Fox, en College Green. A ella le encantaba el olor del tabaco que su padre fumaba, uno que había hecho preparar especialmente también en Fox, una mezcla de Cavendish y Perique. ¿Cómo era posible que recordara todos esos nombres del pasado? En más de una ocasión, cuando él dejaba la pipa y se iba a hacer algo, ella simulaba dar una chupada sin importarle la húmeda y amarga sensación de la boquilla en su boca. Era tan cálida la cazoleta en su mano, tan suave. El círculo de plata que unía la boquilla con la cazoleta tenía un pequeño sello en la parte inferior; se parecía al anillo de plata que Malachy llevaba en el meñique y que había pertenecido a su padre…
Con el ceño fruncido, miró su taza vacía. Había tropezado con algo en su cabeza, como cuando una uña rota se engancha en una pieza de seda. Tenía que ver con los gemelos Delahaye… ¿Qué era? Se acordó de uno de ellos, James debía de ser, inclinado sobre la chica en el umbral de la puerta en casa de Breen, con un brazo extendido y la mano apoyada en la jamba de la puerta y la cabeza girada hacia Phoebe, mirándola.
¿Qué? ¿Qué era? Se le había escapado.
Jimmy hablaba de algo relativo a la compañía Delahaye & Clancy. Algo que le había dicho un empleado… ¿Qué le había dicho? Phoebe se había perdido el comienzo de la conversación.
—… un reguero interminable de transferencias, miles de acciones traspasadas de un sitio a otro y sin que nadie supiera de qué se trataba.
El inspector Hackett escuchaba y asentía lenta y distraídamente, mientras removía de nuevo el té, que a esas alturas debía de estar helado.
—¿Y va a escribir sobre eso?
Jimmy soltó una risa burlona.
—¿Bromea? ¿Usted cree que mi periodicucho publicaría siquiera una nota donde se sugiriera que algo extraño sucedía en la muy respetable compañía de Delahaye & Clancy?
—No lo sé. ¿No lo publicaría? —replicó el inspector haciéndose el inocente.
Jimmy se giró hacia Phoebe.
—¿Sabes de quién estamos hablando?
—Claro que lo sabe. De hecho, conoce a la familia, ¿verdad, señorita Griffin? —dijo el inspector.
Un ávido destello apareció en los ojos de Jimmy.
—¿Los conoces?
—He coincidido con los gemelos, Jonas y James, y con la novia de Jonas, Tanya Somers. Y Rose Griffin conoce a su tía.
Jimmy silbó, mientras movía la cabeza.
—El pequeño y promiscuo mundo de la alta burguesía —volvió el rostro hacia Hackett—. Las pulgas grandes tienen pulgas pequeñas, ¿no es cierto, inspector? Y así ad infinítum.
Phoebe sintió que le ardía la cara. Jimmy tenía un lado muy desagradable que le convenía ocultar.
—No es una imagen muy halagüeña compararme con una pulga brincando en la espalda de la gente —dijo con aspereza.
Jimmy se limitó a sonreír, y la punta granate de su lengua apareció brevemente antes de desaparecer. Igual que un lagarto, pensó Phoebe.
—De hecho —comentó en tono informal Hackett, como si no se hubiera percatado del duro intercambio verbal que acababa de ocurrir—, la señorita Griffin estuvo en una fiesta con los chicos Delahaye la noche que murió el socio del padre.
Jimmy la miró con curiosidad. Podía ser realmente desagradable cuando iba detrás de una noticia, pensó Phoebe. Se dio cuenta de que se estaba sonrojando de nuevo y no por causa de Jimmy, sino por la mención a los Delahaye. Sintió una punzada de irritación. ¿Qué le sucedía?
—Fue en casa de Andy Breen. Me extraña que tú no estuvieras —le dijo a Jimmy.
—Me encontraba fuera de la ciudad. Siguiendo una pista —repuso, displicente.
Phoebe reprimió una sonrisa. Jimmy había visto demasiadas películas sobre curtidos periodistas. A veces hasta ponía un leve acento de Hollywood al hablar. Se lo imaginó con una gabardina, un sombrero de fieltro y una banda en el hombro con la palabra Prensa. La imagen le hizo gracia y por fin sintió que su rostro recuperaba su palidez habitual.
El inspector Hackett la miraba, divertido por su expresión.
—¿Estuvo bien la fiesta? —preguntó.
Phoebe le contempló. Cuanto más inocentes parecían sus preguntas, más intencionadas eran. Se encogió de hombros.
—No especialmente. Aunque la verdad es que a mí no me gustan mucho las fiestas.
—¿De verdad? —dijo el inspector y, sin mediar palabra, se puso en pie, rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó un florín y lo puso sobre la mesa—. Les deseo que tengan un buen día. Señorita Griffin. Señor Minor.
Y, con el sombrero en la mano, se alejó sin prisa.
Jimmy se retrepó en la silla mientras lo contemplaba alejarse.
—Menudo pájaro —dijo casi con admiración.
La vidriera filtraba la luz del sol y daba un aire de iglesia a la gran sala; las personas en las mesas vecinas podrían haber sido una congregación y el humo que flotaba en el aire enrarecido, incienso. Jimmy se bebió los posos del café y se levantó.
—¿Te apetece dar un paseo?
Phoebe le sonrió irónica.
—¿No tienes nada que hacer? Pistas que seguir, ese tipo de cosas —dijo suavemente.
El pálido rostro de Jimmy se quedó lívido. Jimmy no se ponía rojo cuando estaba furioso, sino pálido como la cera. Era un tipo bajo, casi una miniatura, con unas manos y unos pies diminutos, y se ofendía muy fácilmente.
Phoebe se levantó con energía y le cogió del brazo.
—Sí, venga, vamos a dar un paseo.
Sacó un chelín del monedero y lo colocó junto al florín de Hackett. Eso hacía una propina de tres peniques y, sin ninguna razón, le entraron ganas de reír.
Subieron a St. Stephen’s Green y pasearon bajo la fresca sombra tintada de los árboles. Les llegaban voces de niños jugando en el césped. Sobre sus cabezas, un aeroplano volaba en círculos con un zumbido de insecto.
Para Phoebe era casi la hora de volver al trabajo. Levantó la cabeza para contemplar la luz verdeazulada bajo el denso dosel de los árboles. En momentos como aquél, únicos y preciados, la posibilidad de ser feliz la asaltaba con la fuerza vertiginosa de una realidad súbitamente rescatada del pasado. ¿Era su destino ir siempre por delante de su propia vida, mirando hacia atrás?
—¿Cómo son los Delahaye? —preguntó Jimmy.
—¿Por qué me lo preguntas?
Él se había detenido a encender otro cigarrillo. Parecía un bebé glotón inclinado sobre la cerilla, con el cigarrillo bien sujeto entre sus labios fruncidos en un mohín, igual que un seductor. Phoebe no le había conocido ninguna novia. Se preguntó, y no era la primera vez, si él podría… tener esa inclinación. Eso explicaría su amarga fragilidad, tras la cual ella siempre percibía una timidez, casi un anhelo. Phoebe sintió una súbita ola de compasión por ese hombrecito temible, descontento y aniñado. Enlazó su brazo con el de Jimmy.
—Hay una historia oculta detrás de este asunto. Si pudiera desentrañarla —dijo Jimmy mirando hacia delante. Volvió la cabeza hacia ella—. ¿Qué piensa tu padre?
—¿Me estás preguntando si él piensa que ahí hay una historia para ti?
Jimmy miró enfurruñado la brasa del pitillo.
—Pheebs, el humor no es tu fuerte.
—Bueno, al menos lo intento, no como otros que no quiero nombrar —replicó Phoebe con alegría.
Continuaron el paseo, Jimmy con el ceño fruncido y Phoebe mirando al suelo con una sonrisa. ¿Existían en alguna parte hombres maduros?
—Sabes que Jack Clancy fue asesinado —dijo Jimmy, y en su voz no había ninguna sombra de duda.
Una niñera con medias negras pasó a su lado empujando un cochecito negro de bebé con unas enormes ruedas y la amortiguación alta y curvada.
—¿Lo sé?
¿Lo sabía? Le asombró un poco comprobar que le daba igual Jack Clancy y la forma en que había muerto. ¿Le importaba a alguien? ¿Qué importancia tenía para su padre, para Jimmy Minor, para el inspector Hackett? Es más, a la larga, ¿qué importancia tenía para ellos si el pobre hombre se había ahogado solo o alguien le había ahogado? Todos ellos pretendían esclarecer los hechos, la verdad, la justicia… Pero lo que en realidad deseaban era satisfacer su curiosidad.
—¿Sabes a ciencia cierta que fue un asesinato? —preguntó Phoebe.
—Tengo la intuición. La historia no encaja. Están tapándolo.
—¿Quién lo está tapando? ¿Mi padre? ¿El policía?
—No lo sé —soltó una risita áspera—. Cuando era pequeño me encantaban las novelas policíacas, no me cansaba nunca de leerlas. Arthur Conan Doyle, Dorothy L. Sayers, John Dickson Carr y Carter Dickson, aunque estos dos últimos eran la misma persona, Josephine Tey, Ngaio Marsh, cuyo nombre nunca supe pronunciar y del que nunca supe si era hombre o mujer… Los adoraba. Conseguían que todo cuadrara perfectamente, como un paquete envuelto en papel de estraza, atado con un cordel lacrado y con la dirección escrita con letra de caligrafía. Había un cadáver, había pistas, había sospechosos y entonces aparecía un detective y lo reorganizaba todo en una historia, una historia real, la historia de la verdad… La historia de lo que había sucedido.
Se rió de nuevo, pero a gusto esta vez.
—Me sentía tan bien cuando llegaba al final y todo quedaba explicado, el asesino era identificado y arrestado por la policía y los demás regresaban a sus vidas como si no pasara nada, como si nada serio hubiera sucedido. Yo quería ser Sherlock Holmes y Poirot y Lord Peter Wimsey, todos a la vez. Estaba convencido de que podía conseguirlo. Estaba convencido de que encontraría todas las pistas y descubriría quién lo había hecho y, al final, señalaría con el dedo al culpable y le diría: «Usted, señorita Murgatroyd, fue usted quien esperaba detrás de las cortinas del estudio con el estilete en la mano…». Y la señorita Murgatroyd sería detenida y se la llevarían mientras me maldecía y todo el mundo me rodearía para felicitarme y la sobrina del comandante Bull-Trumpington, la guapa, me cogería del brazo y me diría lo maravilloso que soy —se detuvo y lanzó una breve carcajada—. Y entonces me hice mayor.
Qué extraño era que caminaran enlazados del brazo, pensó Phoebe, cuando sólo hacía un rato, en el café, se había enfadado con él. Aunque, en realidad, no iban del brazo. Ella había enlazado su brazo al de Jimmy, pero él no había sacado la mano del bolsillo y estaba tan rígido como de costumbre, rígido y enojado y lleno de resentimiento. ¿Resentimiento por qué, con quién? ¿Con ella? Le dio una patada a una hoja. En aquella latitud había hojas caídas todo el año. La hoja —¿de un sicomoro?— parecía una mano crispada sobre el suelo. Pensó en aquellos dos hombres en el mar, cada uno en su barco, enfrentándose a su muerte. Tan innecesario, todo tan innecesario.
—Pero ¿no es justamente eso lo que tú haces? ¿Intentar averiguar cuál es la historia? Es lo que dijiste hace un minuto. Estás intentando juntar las piezas para encontrar la explicación.
—Hay veces que no se encuentra la explicación —parecía repentinamente cansado, cansado y casi viejo—. Localizas unas cuantas piezas del rompecabezas, algunas encajan y otras las dejas a un lado, sobre la mesa. Ése era el gancho de las historias policíacas que me gustaban: no había nada que no significara algo, no había nada que no fuese una pista. En la vida real no sucede así.
—¿Qué me dices de las pistas falsas? ¿Los autores de esas historias no introducían a propósito cortinas de humo para despistar al lector?
Entonces a Phoebe le vino a la cabeza tan repentinamente que casi rompe a reír. Dos anillos en dos dedos meñiques. O uno en dos.
—Oye, tengo que regresar al trabajo. Ya llego tarde —dijo con presteza, soltándole el brazo. Le rozó la mejilla con las yemas de los dedos—. Anímate. Estoy segura de que tendrás tu historia.
Mientras se alejaba bajo los árboles, Jimmy se volvió para mirarla, una figura trémula avanzando por el sendero salpicado de luces y sombras. De nuevo percibió las voces infantiles. El avión aún seguía allí, zumbando en algún recodo del cielo. Encendió otro cigarrillo y se puso en marcha.
El inspector Hackett iba paseando hacia Pearse Street y su oficina. En el cruce entre D’Olier Street y College Green había un triángulo de cemento con césped, demasiado insignificante para ser una isleta. Aquel lugar siempre le irritaba, aunque no sabía muy bien por qué. No era por la pequeña zona de césped, ahora seco y quebradizo por el calor del verano, sino por el simple hecho de que no existía razón alguna para que estuviera allí. ¿Para qué el césped, además? Podría haber sido toda de cemento, hubiera servido para lo mismo y habría sido más apropiada para su función. Aquel pequeño triángulo sólo servía para que los perros hiciesen sus necesidades.
Sí, eso debía de ser: sentía lástima por el césped e irritación hacia aquellos que lo habían plantado allí de forma tan desconsiderada. Sin duda, algún funcionario, un maldito idiota de la Consejería de Urbanismo, tras leer detenidamente los informes una mañana lluviosa de lunes, había chupado la punta indeleble de su lápiz y había hecho una marca de consentimiento junto a la siguiente línea: «a saber, una isleta con césped en el cruce de…». Y mira el resultado: paja seca, tierra arcillosa recocida, mierda de perro, colillas, un envoltorio de chicle. Nadie se preocupaba de nada y todo se iba al infierno. Cada vez odiaba más esa ciudad, sus gentes, su suciedad, sus olores —el río estaba especialmente pestilente aquel día—, su irremediable sordidez. Algunos días añoraba los campos y arroyos de su infancia igual que un hombre perdido en el desierto anhela el agua.
Subió con paso firme los escalones de madera sin alfombrar hacia su despacho y, al alcanzar el segundo rellano, le asaltó otro recuerdo de su infancia. La cálida luz que entraba por el ventanal daba al seco aire polvoriento una fragancia que le devolvió instantáneamente, como si no hubiera pasado el tiempo, a la pequeña escuela con dos aulas en Grange Road, a las afueras de Tulsk, donde la señorita McLaverty había sido su maestra. Él adoraba a la señorita McLaverty. Con su falda larga de tweed y sus gafas sin montura y su cabello recogido pulcramente en un apretado moño cubierto con una redecilla, tenía un aire muy severo. Pero sentía debilidad por él y, a menudo, le dejaba sentarse en sus rodillas durante el recreo, cuando todos los niños mayores comían sus dulces. Y el aroma a pan con azúcar mojado en leche caliente volvió a él. La señorita McLaverty también le ayudaba cuando no sabía hacer las sumas o cuando se atascaba en una palabra difícil durante las lecciones de lectura. Ella tenía un aroma delicado y fresco, muy diferente al de su madre, como un perfume a lilas mojadas. Se inclinaba sobre él y, con una uña maravillosamente limpia y pulida, le señalaba los números o las letras en su cuaderno de caligrafía. Lloró muchísimo cuando llegó el momento de dejar a la señorita McLaverty y le enviaron a la escuela de los Hermanos Cristianos en el pueblo de Roscommon.
Suspiró y empujó con la rodilla la puerta de madera de su despacho, que estaba alabeada y siempre se quedaba atascada. Menudo viejo tonto, pensó al mirar su mesa, lamentándose sobre el pasado perdido mientras se le acumulaban informes que llevaban meses sin ser abiertos, cubriéndose de polvo. Se quitó el sombrero y con un golpe de muñeca lo lanzó hacia el perchero, pero por supuesto falló el lanzamiento y, gruñendo, tuvo que arrodillarse para sacarlo de debajo del radiador, donde se había quedado encajado, y luego tuvo que sacudirlo ligeramente con el codo para quitarle el polvo y colgarlo en el gancho, donde se balanceó de un lado a otro como si se burlara de él. Suspirando de nuevo, se dejó caer en la silla giratoria tras la mesa y, enojado, buscó a tientas sus cigarrillos en los bolsillos.
Sabía perfectamente qué le sucedía. Le pasaba lo mismo con cada caso: en el momento en que sus ideas empezaban a aclararse, se resistían a centrarse y se escabullían para detenerse en cualquier otro asunto que no fuera el que tenía entre manos. Debía de tratarse de lo que los doctores de la cabeza llaman transferencia. Algo no encajaba en las muertes de Victor Delahaye y Jack Clancy. Él habría podido aceptar lo que aparentaban ser: uno se había suicidado por razones que sólo era posible aventurar; el otro, inquieto porque había sido sorprendido intentando engañar a su socio, había cometido algún error al navegar, había perdido el equilibrio, golpeándose la cabeza, había trastabillado hasta caer al agua y se había ahogado. Pero sabía que no era tan sencillo, no podía serlo. La sucesión de los acontecimientos resultaba impredecible, algunas veces caótica, a menudo absurda, pero siempre había un hilo lógico que uno podía comprender. Todo el asunto olía mal; humeaba como un vertedero en una mañana de invierno.
Giró la silla hacia la ventana que había tras su mesa. A través del cristal mugriento, el reflejo de la luz del sol en los cañones de las chimeneas parecía irreal: un barniz mate de color miel.
Si la historia se hubiera limitado a Victor Delahaye y Jack Clancy, bien podría haber sido tan sencilla como parecía: la grotesca coincidencia del suicidio de Delahaye seguido por el accidente mortal de Clancy. Pero no eran los muertos quienes le inquietaban, sino los vivos. Los vivos: se detuvo en cada uno por separado como si fuesen piezas de un ajedrez.
Estaban los Clancy, la madre y el hijo. ¿Qué podía sospechar de Sylvia Clancy, alta, erguida, majestuosa como una garza, con su acento altivo y su coraza de impenetrable amabilidad? ¿Era demasiado buena para ser verdad? Y el joven Davy Clancy, el niño mimado, el hijo de su padre, esquinado, astuto, demasiado guapo sin duda, ¿qué era lo que sabía y no contaba?
Luego estaba la viuda de Delahaye, una calculadora astuta y codiciosa cuya estrategia consistía en permanecer al acecho tras una máscara de lagarta sin pizca de seso. Había visto cómo miró a Quirke en el cementerio, con su marido aún caliente en la tumba. Habría manejado a su antojo a aquel pobre tonto de Delahaye. Eso no hubiera sucedido con el viejo Samuel, el padre de Delahaye, él sí le habría tomado la medida y, es más, era probable que hubiera preferido tenerla a ella como hija en lugar de la hija que ya tenía. ¿Cómo se llamaba? ¿Margaret? No, Marguerite. Una persona bien peculiar. Guardiana de secretos, acumuladora de rencores, una mujer amarga que estaba envejeciendo y que se presentaba como la hija solterona y sufriente cuya única preocupación era cuidar a su familia y a su padre enfermo en la casa paterna. Ah, sí, él conocía bien a ese tipo de persona, resentida y triste, en quien podías confiar hasta que de repente se volvía contra ti y te mordía, y lo hacía con fiereza.
Y estaban los otros Delahaye, los gemelos. Los hijos de un hombre rico, demasiado pagados de sí mismos, demasiado seguros, despectivos, desconsiderados, poco afectuosos. Le vino a la cabeza la imagen de la isleta con su césped quemado.
Se dio la vuelta y presionó el pulsador eléctrico en la esquina de la mesa y al momento escuchó unos pasos pesados y fuertes en las escaleras. Hubo una pausa, un breve golpe en la puerta y su ayudante, el joven Jenkins, entró con estrépito. Jenkins, con su diminuta cabeza de alfiler sobre un cuello largo como un tallo, el pelo relamido sobre la frente estrecha, el uniforme de sarga azul, las botas y los ojos permanentemente ansiosos, era el tipo de ayudante que la Jefatura de Policía pensaba que merecía Hackett. O así parecía, pues persistían en enviarle reclutas recién salidos de la escuela de entrenamiento de la Garda, en Tullamore, con menos idea de qué es y qué hace un policía de verdad que un marciano.
—¿Sí, jefe? —preguntó Jenkins.
—Quiero que me traiga a dos tipos —dijo Hackett y escribió la dirección de Northumberland Road, pues siempre era preferible escribirle las cosas a Jenkins, y le tendió el pedazo de papel.
Jenkins frunció el ceño como si estuviera ante una línea de jeroglíficos.
—¿Tengo que arrestarlos? —su cara se iluminó con expectación.
Hackett se llevó la mano a la frente y contestó con voz calmada:
—No, no, no. Sólo tráigalos aquí. Dígales que pensamos que pueden ayudarnos en nuestra investigación.
—De acuerdo —el joven salió.
—Y, Jenkins…
Asomó de nuevo la cabeza por la puerta.
—¿Sí, jefe?
—Actúe con calma, ¿de acuerdo? Así es como nos gusta trabajar aquí.
El joven asintió.
—Por supuesto, jefe.
La cabeza diminuta y el largo cuello parecían un bolo a escala mayor.
Maggie Delahaye se sentía absolutamente feliz. Absolutamente, sí, ésa era la definición exacta. La señora Hartigan había preparado todo para su llegada: había abierto las ventanas para airear la casa, había colocado flores frescas en la mesa de la entrada y le había hecho la cama. Maggie observó divertida que hasta había subido el orinal del lavabo que había junto a la escalera trasera, pues el asa de porcelana asomaba discretamente bajo el volante de la antigua colcha de encaje, que había pertenecido a la abuela de Maggie.
Se detuvo ante la ventana soleada y contempló el césped. No se veían conejos esa tarde, pero aparecerían con las primeras luces de la mañana, brincando sobre la hierba a su modo vacilante y divertido, como juguetes de cuerda defectuosos. ¡Qué sereno estaba todo! ¡Qué tranquilo! Su mirada resbaló por encima de los campos ahogados por el calor hacia las lejanas montañas que se alzaban azuladas en el horizonte brumoso. Aquél, aquél era el lugar al que pertenecía. Permanecería allí y dejaría que el gran mundo pasara por encima de ella como una ola.
Se merecía, por fin, un poco de paz, un poco de alegría. Sí, es verdad, se sentía culpable por haber dejado a su padre. Pero él se las arreglaría. Su padre siempre se las arreglaba.
La señora Hartigan había dejado preparado para ella en la mesa de la cocina un plato con ensalada y jamón en lonchas, cubierto con un trapo. En otro plato había porciones de pan de soda —el pan de soda de la señora Hartigan era famoso en la parroquia— y leche fresca en una jarra de cristal, tapada con un pañuelito de encaje para que no entraran las moscas. Se dio cuenta de que estaba hambrienta y se sentó a comer. Qué agradable escuchar tan sólo el tintineo del tenedor y el cuchillo. Le gustaba permanecer en silencio en las comidas y siempre deseaba que los demás siguieran su ejemplo. Vertió leche en un vaso, pero estaba caliente y le supo como si estuviera a punto de ponerse agria, aunque tal vez lo único que pasaba era que no tenía la costumbre de beber leche tan fresca, recién ordeñada y tan rica en nata. La apartó, al sentirse ligeramente revuelta, fue al aparador, cogió otro vaso, lo llevó a la pila y lo colocó bajo el grifo, pero cerró la llave sin llenarlo.
Le quedaba aún en la boca un leve sabor al brandy que había bebido en el hotel. ¿Era el pueblo de Horse and Jockey donde había hecho parada? Una copa de vino podría asentarle el estómago. Además, debía celebrar con un brindis su llegada, su vuelta a casa, como le gustaba pensar. Un brindis por ella, ¿por qué no? Solía haber botellas de vino al fondo del antiguo establo, al que su padre llamaba humorísticamente su bodega. Lo más probable es que aún siguieran allí, a no ser que Jack Clancy se las hubiera ventilado todas. No comprendía por qué su padre había permitido que los Clancy compartieran la casa cada verano. ¿Quiénes eran los Clancy? ¿Qué significaban para los Delahaye? En el fondo, ella siempre había considerado vulgar a Jack Clancy, a pesar de sus pretensiones de caballero con sus pavoneos, sus bromas y su afectada esposa inglesa.
Salió por la puerta trasera, echando tan sólo el pestillo, y se encaminó al establo. ¡Todavía olía a caballos, después de tantos años! Se acordó de Tinsel, su poni, que murió un día cuando regresaban de dar un paseo… El corazón de la pobre criatura se detuvo simplemente con ella encima. ¿Qué edad tenía entonces? ¿Once, doce? Eran tiempos felices. Nunca volvió a tener un caballo porque no soportaba la idea de sustituir a Tinsel.
El vino estaba allí, en un largo botellero contra la pared del fondo, las botellas polvorientas con las etiquetas en jirones y desvanecidas. Cogió una al azar y apartó la suciedad. Château Montrose, 1934. ¡Dios santo! Pensar en todo lo que había sucedido desde entonces en el mundo y en su familia: la muerte de su madre; la muerte de Lisa, la esposa de Victor; la nueva y apresurada boda de Victor, y la apoplejía de su padre. Los gemelos ni siquiera habían nacido en 1934. Y ahora también Victor había muerto. Alzó la botella y sujetó sus fríos flancos entre las palmas. No iba a llorar, no, no iba a llorar de nuevo. Había regresado para ser feliz, para olvidar y para ser feliz. Aun así, ¿cómo olvidar? Durante el día no había problema, pero las noches, ah, las noches. Un escalofrío le recorrió la espalda, aunque más que un escalofrío era una premonición. Como si la muerte le pisara los talones, como decían los viejos. Como si la muerte le pisara los talones.
Mientras volvía con la botella de vino apoyada en el hueco del brazo igual que un bebé, pensó en limpiar la casa de todos los objetos de los Clancy. Ahora que Jack estaba muerto, no regresarían más. Estaba segura de que Sylvia no querría volver. Cuando llegó a la cocina, el plan se había apoderado de su imaginación y se hallaba tan excitada que estuvo a punto de tirar la botella mientras intentaba clavar el sacacorchos en el corcho. Sí, vaciaría todos los dormitorios del ala oeste, el ala de los Clancy, como solían llamarla, y metería los objetos, los trajes, la ropa de cama y todo lo demás en cajas y cajones de embalaje y los enviaría por barco a Dublín. Sylvia les encontraría un hueco en su caserón de Nelson Terrace y daría lo que no necesitara o no quisiera a St. Vincent de Paul.
Con mucho cuidado vertió el vino en una copa, sujetando la botella con una mano y sosteniendo el cuello con la otra. El primer sorbo le supo mohoso y seco como tinta, pero tomó un segundo sorbo y otro y de repente el vino se abrió en su boca como una flor, suave y aterciopelada. Sintió que era el pasado lo que bebía, el pasado mismo, ese espacio misterioso donde ella, algunas veces, sentía que había vivido con más inmediatez e intensidad que en el presente. Se sentó y comió un poco de ensalada y una fina loncha de jamón. El vino había eliminado la sensación de hambre. Contempló de nuevo la mohosa etiqueta. ¡1934! Todo un mundo desaparecido.
¿A quién había golpeado en una ocasión con una botella? A una chica que Victor trajo a la casa. Casi estalló en carcajadas al recordarlo. ¿Qué edad tenía entonces? Edad suficiente para saber lo que hacía. Estaba cenando con toda la familia y los Clancy, y la chica le dijo algo a Victor para tomarle el pelo. Era una chica grandota y estúpida con unos pechos inmensos como dos balones de fútbol bajo la blusa; Maggie no podía quitarle los ojos de encima. Cuando la chica se rió, Maggie le vio la comida a medio masticar en su boca. Un instante después, la chica gritaba y se sujetaba la cabeza y de un corte en la oreja manaba sangre. Alguien se levantó de un salto y le arrancó a Maggie la botella de la mano. Había sido Jack Clancy, recordó. El vino se había derramado en la parte delantera de su vestido. Por lo visto era ella quien había golpeado a la chica, había agarrado la botella por el cuello, la había hecho girar y se la había estampado en un lado de la cabeza. No recordaba haberlo hecho, pero no lo lamentaba. Le enseñaría a la Señorita Pechugona a no reírse de su hermano. Qué extraño era hacer cosas y olvidar haberlas hecho.
Quedaba por decidir qué hacer con el mobiliario de los dormitorios cuando hubiera sacado todas las cosas de los Clancy. Conocía a un marchante de muebles que podría venir y aconsejarla. Todo lo que comprara para reemplazar los objetos de los Clancy no sólo tenía que ser bueno, sino que además debía ser auténtico. Tenía que encajar. No tenía ninguna intención de hacer nada que perjudicara o hiciera peligrar la delicada belleza de Ashgrove. Se sirvió un poco más de vino. Volvería a ser una gran mansión tan pronto como hubiera desaparecido toda traza de los Clancy. Y ella sería la señora de la casa.
Sonrió y las comisuras de su boca se curvaron sobre el borde de la copa. Haría imprimir tarjetas de visita con Señorita Marguerite Delahaye, de la Casa Ashgrove, en el Condado de Cork, escrito en itálicas. ¿Por qué no existía un tratamiento que sucediera al nombre de una mujer, igual que existía Esquire para un hombre? Podría hacerse llamar Honorable señorita Marguerite Delahaye. ¿Quién se atrevería a cuestionar su derecho a un título? En cualquier caso, ella era honorable. En lo concerniente al honor, los hombres no tenían el monopolio. Ella había hecho lo honorable.
Los dos jóvenes llegaron a Pearse Street con aire de educado aunque hastiado interés, como si estuvieran de visita en un destino turístico de tercera categoría. Vestían con elegancia y de manera similar con arrugados trajes de lino beis y camisas blancas con el cuello abierto. Miraron con indiferencia el suelo de madera desnudo, las paredes de un verde institucional y el atiborrado tablón de anuncios, el mostrador de recepción con su portón de madera que se elevaba para entrar y salir y al sargento de guardia presidiendo el gran libro negro de registro igual que San Pedro, como a menudo pensaba Hackett. Los dos jóvenes evitaron mirarse, como si tuvieran miedo de estallar en carcajadas.
A una señal del joven Jenkins, el sargento de guardia levantó la tapa de madera y les dejó entrar, y Jenkins los guió por unas estrechas escaleras de madera que descendían al sótano. El aire estaba cargado y era húmedo y frío, y en él flotaba un olor a humo de tabaco rancio, a sudor y a orina agria y, de repente, fue como si el soleado día exterior fuera un recuerdo lejano. El inspector Hackett había ordenado que los gemelos fueran conducidos a cuartos separados para los interrogatorios, que fueran encerrados y que los dejaran a solas con sus pensamientos. No le había dicho a Jenkins sobre qué exactamente iban a ser interrogados, pero Jenkins confiaba en su jefe. Salió al patio trasero, donde se aparcaban las Marías Negras, como llamaban a las furgonetas de la policía. Prendió un pitillo y se entretuvo pensando en la promoción sobre la que llevaba semanas lanzando pequeñas alusiones a su jefe.
Ni el propio Hackett estaba seguro de qué línea de interrogatorio era la idónea para esa pareja con sus trajes caros y sus camisas de seda. Había salido de su despacho a tiempo para vislumbrar desde lo alto de la escalera a Jenkins conduciéndolos al sótano. No respondían en absoluto a los sospechosos habituales, que Hackett dividía en dos clases: los aduladores y los fanfarrones. Los Delahaye no le adularían, eso era seguro, pero tampoco fanfarronearían. Tenían aspecto de quien viene de un picnic al que está persuadido que regresará en breve. Hackett se preguntó cómo sería poseer semejante seguridad en sí mismo. ¿Cómo debía actuar para resquebrajarla?
Volvió a su despacho, se sentó con los pies sobre la mesa y le dio vueltas al asunto mientras miraba con gesto ausente a través de la ventana sucia y se hurgaba los dientes con una cerilla. Nunca había jugado al ajedrez, ni siquiera conocía las reglas, pero imaginaba que para los grandes maestros del juego los movimientos que hacían sobre el tablero eran una torpe manifestación de las sutiles configuraciones que trazaban en sus mentes. Con él sucedía algo similar. Las personas involucradas en este caso, los Delahaye por un lado y los Clancy por otro, se turnaban y deslizaban en su pensamiento como piezas blancas y negras que ejecutaran maniobras enormemente intrincadas en una luminosa neblina.
En algún sitio había un patrón y debía encontrarlo. Estaba convencido de que la muerte de Jack Clancy había sido consecuencia directa del suicidio de Victor Delahaye. Estaba asimismo convencido de que Clancy había sido asesinado. ¿Habían sido los gemelos quienes lo habían asesinado? Y si era así, ¿por qué? ¿Había empujado Clancy a su padre a que se matara? ¿Se habían vengado de él? Estaba la cuestión de la coartada. La hija de Quirke le había dicho que vio a los gemelos en una fiesta la noche en que murió Clancy. ¿Cómo podrían en ese caso haber llevado a Clancy, en su propio velero, por la bahía de Dublín y haberlo ahogado? De alguna manera lo habían hecho. Sabía que eran ellos quienes lo habían hecho; la experiencia de toda una vida se lo indicaba.
Se levantó con gesto cansado y se subió los pantalones. El ambiente de la habitación estaba enrarecido hasta extremos insoportables, pues la única ventana que había llevaba años atascada. Lanzó un hondo suspiro; no le quedaba más remedio que descender y enfrentarse a los dos dandis.
Por supuesto, Jenkins no tenía ni idea de a quién había puesto en cada habitación.
—Son tan iguales como dos gotas de agua, jefe —se defendió con un tono lastimero que a Hackett siempre le hacía rechinar los dientes.
—Sí, es que son gemelos —dijo con sequedad, apartando a un lado al joven policía.
Jenkins enrojeció. El joven Jenkins se sonrojaba con facilidad. Descendieron las escaleras de madera, Hackett delante y su ayudante pisándole con estruendo los talones. La primera puerta que encontraron tenía clavado el número siete en cobre; nadie sabía cómo o por qué la habitación había sido numerada de tal guisa, pues era la primera del pasillo. Hackett empujó la puerta y entró con firmeza, siempre era mejor empezar con agitación y ruido. El joven Delahaye, quienquiera de los dos que fuese, estaba sentado cómodamente ante una pequeña e inestable mesa cuadrada de madera. Tenía la espalda apoyada en el respaldo recto de la silla y las piernas cruzadas, con un tobillo apoyado sobre la rodilla opuesta. Miró por encima del hombro y sonrió a los dos hombres cuando entraron, y por un instante pareció que fuese a levantarse y recibirlos calurosamente, como si estuviera en su casa y aquella celda sin ventanas y sin amueblar fuese una sala de recepción con una exquisita decoración.
—Buenos días —dijo con brusquedad Hackett mientras avanzaba con la mano tendida—. ¿Cuál de los dos es usted?
El joven lanzó una mirada escéptica a la mano tendida antes de estrecharla y, sin soltarla, en una exhibición de solemne cortesía, descruzó las piernas y se puso en pie sin prisas, como si desovillara su larga y delgada estructura, que había sido previamente enrollada en torno a la silla. Era unos centímetros más alto que el detective.
—Soy Jonas Delahaye. ¿Dónde está mi hermano? —dijo.
Hackett no respondió. Jenkins avanzó y soltó sobre la mesa con un golpe seco una carpeta rebosante que el detective le había dado para que llevara. Luego retrocedió hasta quedar con la espalda contra la puerta y los brazos cruzados.
Lo único que había en la carpeta era un buen montón de documentos caducados que nada tenían que ver con las muertes de Victor Delahaye y Jack Clancy, pero una carpeta siempre impresionaba y algunas personas se ponían nerviosas al contemplar el bulto compacto sobre la mesa. No fue, sin embargo, el caso de Jonas Delahaye, que apenas se dignó a lanzarle una mirada. Hackett se sentó frente a él en la silla libre, que, junto a la mesa, eran los únicos muebles que había en la habitación. Las paredes tenían un color verde bilioso y una fina y brillante capa grisácea de humedad las recubría, como si sudaran. Sobre la mesa colgaba una bombilla desnuda al final de un cable doble. Tres moscas volaban lentamente en círculos bajo la bombilla en una suerte de vals somnoliento.
—¿Podría decirme dónde estuvo la noche del sábado pasado? —preguntó Hackett, enérgico. Abrió la carpeta y hojeó rápidamente los documentos mugrientos antes de cerrarla de nuevo.
Inclinado hacia delante con los codos sobre la mesa y los dedos cruzados, los ojos del joven brillaron como si hubiera hecho una apuesta consigo mismo sobre cuál sería la primera pregunta y hubiera ganado.
—Déjeme pensar —dijo, mientras fruncía el ceño en una teatral muestra de esfuerzo para recordar—. Ésa debió de ser la noche que el señor Clancy murió, ¿no es cierto? —Hackett asintió—. En ese caso, estaba en una fiesta. En Stoney Road, North Strand. En la casa de un tipo que conozco, un médico. Se llama Breen, Andy Breen. ¿Por qué?
Hackett se echó hacia atrás sin decir nada. En el silencio resonó el rugido del estómago de Jenkins como el retumbar lejano de un trueno, y el joven policía tosió y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. La sonrisa no se había borrado del rostro de Jonas Delahaye, que sostenía la mirada escrutadora del policía. De fuera llegó el sonido de una sirena que se aproximaba, un ulular agudo y lastimero sofocado por el espesor de los muros.
—¿No cree que resulta un poco extraño que acudiera a una fiesta cuando estaba tan reciente la muerte de su padre? —dijo Hackett.
El joven frunció de nuevo el ceño para mostrar que la pregunta merecía una reflexión sensata.
—Sí, supongo que debe de ser así. No me lo pareció en aquel momento, pero comprendo lo que quiere decir.
Hackett aguardaba, pero el joven no dijo más, se limitó a permanecer sentado, jovial y atento, con las manos cruzadas, mientras esperaba la siguiente pregunta. Hacía mucho tiempo, en la época del colegio, Hackett había conocido a un tipo a quien el joven Delahaye le recordaba. ¿Cómo se llamaba? Geoffrey no-sé-qué. Alto, pálido, con una mata de pelo rubio y unos ojos de un asombroso gris pálido. Geoffrey, no Geoff. Su familia vivía en una gran casa en Longford Road. Católicos muy ricos con un apellido protestante… ¿Cuál era? Geoffrey era un chico de salud delicada y al principio de cada mes solía ausentarse del colegio un par de días para acudir a Dublín a un tratamiento médico especial del que jamás hablaba. Había algo en él, un aire de distanciamiento, de desapego, y también una sensación de que estaba al tanto de algo divertido que nadie más conocía… ¡Pettit! Ése era el apellido. Geoffrey Pettit. ¿Qué habría sido de él? Un año, al final de las vacaciones de verano, no apareció en el colegio y nadie supo nada más de él. Pero Hackett lo recordaba y estaba seguro de que lo mismo les sucedería a otros, pues Geoffrey era el tipo de persona que los demás recuerdan. Si no se equivocaba, Geoffrey Pettit también llevaba un sello en el meñique, igual que el joven indiferente, sonriente y siniestro sentado frente a él.
Para Hackett, aquél era el momento crucial de cada investigación, cuando se sentaba frente a la persona que él creía artífice de la muerte de otro ser humano. Siempre estaba el problema de la credibilidad. Los asesinos nunca parecían asesinos. ¿Qué aspecto tenía un asesino? El único rasgo extraordinario que había detectado en el puñado de asesinos convictos que había conocido era un cierto ensimismamiento, como si estuvieran ausentes, retraídos y boquiabiertos ante la inmensidad del acto que habían cometido. Esa sensación de silencioso embeleso se hallaba presente en todos ellos, hasta en los más cuidadosos y astutos. ¿Lo percibía en Jonas Delahaye? No estaba seguro de si había algo detectable tras aquella fachada radiante, amable e impenetrable. Un leve estremecimiento iluminador recorrió la columna del detective. Tal vez se encontraba ante una locura refinada y compleja.
—Así que usted y su hermano estuvieron en una fiesta. ¿Estaba también su novia? ¿Cómo se llama?
El joven asintió.
—Tanya. Tanya Somers. Sí, también fue.
—¿Estuvo bien la fiesta?
Jonas sonrió, sus dientes eran de una blancura sin mácula.
—Regular. Lo típico, ya sabe: mucha cerveza negra, salchichas carbonizadas, rebanadas de pan, chicas achispadas y la mitad de los tíos buscando una pelea. No nos quedamos mucho tiempo.
—Ah, ¿a qué hora diría que se marcharon?
—¿Medianoche? ¿La una? En torno a esa hora —una sonrisa traviesa se dibujó en su cara—. Si estuviéramos en una película, éste sería el momento en que yo le preguntaría: «¿Adónde quiere llegar, inspector?». ¿No es cierto?
En la puerta, Jenkins hizo un ruido con la garganta que sonó sospechosamente como una risa ahogada. Hackett decidió ignorarlo. Sacó una cajetilla de Player’s y la deslizó sobre la mesa, abriéndola con el pulgar como acostumbraba. Jonas la rechazó con la cabeza.
—¿No fuma? —le preguntó Hackett.
—Sí —contestó el joven amablemente y aún sonriendo.
Hackett se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro de la celda con el cigarrillo en una mano y la otra contra las lumbares. Se preguntó cuántas horas había pasado en aquella habitación con el culo plantado en la silla. ¿Cómo sería la vida fuera de allí? Pensó de nuevo en Geoffrey Pettit y en la casa de los Pettit, una mansión blanca y cuadrada situada en la ladera de una verde colina sobre la ciudad de Shannon y con vistas al sur, hacia el lago Lough Ree. Los Pettit y los Delahaye de este mundo lo tenían fácil.
—Vamos a refrescar la memoria. Su padre muere y una semana y pico después usted, su hermano y su novia acuden a una fiesta en casa de un amigo en North Strand, la misma noche, casualmente, en que el socio de su padre se ahoga en la bahía de Dublín. ¿Lo he dicho bien? ¿Es así la secuencia de los hechos?
El joven adoptó de nuevo una teatral pose de reflexión y luego asintió.
—Sí, es correcto —dijo con tranquilidad.
—¿Sabía su madre que planeaban ir a una fiesta aquella noche?
Por primera vez algo parecido a una sombra cruzó el rostro del joven.
—¿Mi madre?
—Su madrastra.
—Ah, Mona —soltó una risita—. ¿Quién conoce lo que Mona sabe o no sabe? Las cosas le entran por aquí —señaló una oreja— y le salen por aquí —y señaló la otra oreja— sin detenerse en el camino.
—¿No le gusta su madrastra?
El joven frunció la boca y se encogió de hombros.
—¿Hay alguien a quien le guste su madrastra? ¿No existen para ser temidas y odiadas?
Hackett se detuvo.
—¿Temidas? —preguntó sin alzar la voz.
—Bueno, ya sabe lo que quiero decir —espetó Jonas con gesto impaciente—. Blancanieves, la manzana envenenada, todo eso. Mona no es la bruja, es simplemente Mona. No le prestamos ninguna atención.
Hackett se sentó de nuevo.
—Pero ¿será ella quien herede el negocio y lo demás?
El joven colocó las manos abiertas sobre la mesa y se inclinó hacia atrás con una gran y lenta sonrisa.
—Son asuntos personales, inspector. Casi me atrevería a decir que su pregunta es impertinente —dijo con calma.
Hackett se preguntó a qué colegio habría ido el joven, con toda probabilidad a uno en Inglaterra elegido por su abuelo unionista. También él sonrió abiertamente.
—Tiene razón, pero estamos en barracones de la policía donde se permiten todo tipo de libertades —explicó con jovialidad.
Sin borrar la sonrisa de su rostro, el joven le observaba ahora con mayor interés.
—He visto el testamento de mi padre. Está todo muy claro: Mona se encuentra bien cubierta, pero el negocio queda en mis manos y en las de mi hermano.
Hackett asintió.
—Ah, ya comprendo. Parece justo y bien pensado.
—Sí. Mi padre tenía sus puntos flacos, pero siempre fue justo. Es una tradición familiar —su sonrisa se abrió de nuevo.
—¿Y los Clancy? —preguntó con despreocupación Hackett.
Una comisura de la boca de Jonas tembló divertida.
—La señora Clancy recibirá algo de dinero. Él… Jack… era socio de manera más nominal que real. ¿Usted sabía que había estado comprando acciones de la compañía en secreto? Nos hemos asegurado de recuperarlas, por supuesto. Uno de nuestros empleados, Duncan Maverley, ha realizado ese… ¿cómo podemos llamarlo?… ese ajuste.
Hackett apagó la colilla contra el cenicero de latón que había en la mesa y una vez más tendió la cajetilla al joven.
—¿Está seguro de que no le apetece acompañarme?
Encendió un nuevo pitillo, tomó asiento y se frotó vigorosamente un lateral de la mandíbula con la mano, haciendo un ruido como de lija.
—Mucha gente debió de verlos en la fiesta y recordará que estaban allí, ¿no es cierto?
—Desde luego. De hecho, la hija de su amigo Quirke, el patólogo, fue con su novio, que curiosamente es además el ayudante de Quirke.
—Ah, la señorita Griffin y el joven doctor Sinclair. Ya veo. ¿Y habló usted con ellos?
—Me los encontré cuando llegaban.
—¿Y los volvió a ver más tarde?
—Seguro que sí. Tuve que verlos… Es una casa diminuta, está hecha para gnomos.
—¿Y su hermano habló con ellos?
El joven se mordió el labio para evitar mostrar una expresión risueña.
—Esto tendrá que preguntárselo a él, ¿no es así, inspector?
En la puerta, el estómago del joven Jenkins empezó a rugir de nuevo.
Cada mañana al levantarse, Sylvia Clancy necesitaba adaptarse de nuevo a un mundo que se había transformado. Conmoción, desconcierto, dolor eran lo esperado tras la muerte de su marido, y cuando surgieron descubrió que podía hacerles frente con más facilidad de la que nunca hubiera sospechado. Pero aquella sensación de que todo, de repente, le resultaba desconocido la hacía sentirse desamparada y perdida. El mundo parecía estar torcido, desequilibrado; hasta la luz del día tenía un matiz ácido que nunca antes había percibido.
No sabía cómo o por qué había muerto Jack. Era un patrón de yate excepcional, probablemente el mejor navegante de su promoción allí y en Cork, aunque Victor, por supuesto, pretendiese ser quien más experiencia y destreza tenía. ¿Qué estaba haciendo Jack en la bahía aquella noche, tan tarde y solo? ¿Por qué no le había dicho que salía a navegar? Jack tenía sus secretos, pero era considerado y siempre le decía cuándo iba a estar de viaje, o navegando, aunque ella supiera que «navegar» era, a menudo, una tapadera de otras actividades. Sylvia se había esforzado en no darle la sensación de que le controlaba; él tenía su libertad y lo sabía; así había sido la relación entre ellos desde el inicio. ¿Se había equivocado ella al actuar de ese modo? ¿Debería haber exigido reglas, límites, demarcaciones? No lo sabía, ya no estaba segura de nada.
Aquella noche, la noche en que murió, ella había estado leyendo en la cama hasta muy tarde; era casi medianoche cuando dejó el libro, apagó la lámpara de la mesilla y abrió las cortinas. Siempre dormía con las cortinas abiertas, pues en la oscuridad las luces del puerto brillaban como joyas, blancas, verde esmeralda, rojo rubí, extendidas sobre una pieza de terciopelo, y le gustaba además escuchar el tintineo metálico de los cables de los mástiles en el viento. ¿Estaría despierta cuando Jack se ahogó? No había sentido ningún presentimiento, ningún repentino pavor, ningún escalofrío inexplicable, ningún suspiro o susurro en el aire. No podía soportar imaginarlo agonizando solo e indefenso, sin ninguna mano que sujetar, sin nadie a quien aferrarse, nadie para despedirle en su último viaje hacia las oscuras y silenciosas profundidades. Sabía que él la había amado a su manera, lo mejor que podía. ¿Qué le importaban ahora a ella sus queridas, sus aventuras, sus «distracciones» como decían algunas bromistas en el club, escondiendo sus sonrisas tras las manos?
Le atormentaba pensar que nunca sabría las circunstancias verdaderas de su muerte. ¿Había sido un accidente? Parecía imposible… Aunque Jack era impulsivo en muchos aspectos, en lo relativo a los barcos nunca corría riesgos. Tal vez estaba algo borracho, había trastabillado y al caer al agua se había golpeado la cabeza. Era un nadador muy resistente y de haber estado consciente cuando cayó al mar habría sobrevivido. Era una noche de verano; el frío no pudo agarrotar sus extremidades. Pero ¿qué más posibilidades había? No le gustaba pensar en ello, aunque sabía que las opciones estaban allí, apelotonadas fuera de su mente, intentando entrar.
A pesar de ser consciente de lo sucedido, no conseguía creer que Jack ya no estuviera. Sabía, por supuesto, que estaba muerto, pero no lograba hacerse a la idea. No podía evitar pensar que a Jack le retenían en alguna parte y no le permitían regresar, y que si ella actuaba de determinada manera, ejecutaba ciertos ritos, aunque no sabía cuáles, y esperaba el tiempo que fuese preciso, él volvería. A veces, durante el día, detenía lo que estuviera haciendo y permanecía muy quieta escuchando, como si intentara sorprender el sonido de sus pasos en la entrada, como si la puerta fuera a abrirse y él fuese a entrar silbando con el periódico bajo el brazo. Por la noche especialmente permanecía muy atenta para escuchar el tenue sonido de la llave en la cerradura de la entrada, el crujir de los tablones sueltos en el primer peldaño de las escaleras, el correr del agua del grifo del baño, el sonido de la cisterna, el ligero chasquido del interruptor de la luz al ser apagada. Sabía que era absurdo esperar con tamaña intensidad que lo imposible ocurriera, pero no podía evitarlo. Le confortaba imaginar que Jack volvería.
Le alegraba que Davy estuviera en la casa, por poco frecuente que fuera su presencia. Salía tanto como podía, pero cuando estaba en casa le hacía compañía de alguna forma. No hablaban nunca de su padre o de las circunstancias de su muerte. Sylvia había descubierto que la muerte incomoda a los vivos, les produce una suerte de embarazo. Lo sucedido era demasiado grande para poder hablarlo. Era como si un objeto gigante hubiera sido arrojado en medio de ellos, como si una inmensa bola de piedra hubiera caído en la casa destrozando el tejado y permaneciera inamovible entre ambos, de tal manera que tenían que acordar el modo de rodearla y, al mismo tiempo, fingir que no estaba allí.
Davy la evitaba y se esforzaba en no mirarla a los ojos. Antes de que su padre muriera, durante la semana posterior a la muerte de Victor, ya se había comportado así. A Sylvia le recordaba a lo que había sucedido cuando él era un chico. Un día, ella había entrado en su dormitorio sin llamar antes a la puerta —no podía creer que hubiera sido tan poco discreta— y lo había sorprendido tumbado en la cama, con los pantalones desabrochados y haciéndose aquella cosa que los hombres hacían. Durante varias semanas evitó mirarla y se sonrojaba de furia cuando ella se aproximaba. Ahora ocurría algo parecido, pero aún peor. ¿La creía responsable de alguna manera de la muerte de Jack? Había leído en alguna parte que cuando los niños pierden a uno de sus progenitores, culpan algunas veces al que ha sobrevivido, y en muchos aspectos Davy todavía era un niño. Pero ¿en lo relativo a la muerte de Victor? ¿Cómo podía pensar que ella tuviera nada que ver con aquello? Era a Davy a quien Victor había invitado para aquel fatídico viaje por el mar.
¿Sabía Davy más de lo que decía acerca de ambas muertes? No es que contara mucho. Parecía un animal que se escondiera, replegado sobre sí mismo, mostrando tan sólo espinas afiladas.
Había hecho todo lo posible para que reaccionara, para que le hablara, para que le contara lo que mantenía en secreto, fuera lo que fuese. Cada día hacía que la llevara en coche a visitar la tumba de Jack. Comían juntos en la cocina, en silencio. También le guisaba la cena, pero a menudo él no volvía hasta muy tarde y ella le dejaba su plato preparado sobre los fogones. Bajar por la mañana y encontrar la cena comida y el plato lavado y colocado en su sitio le producía cierta inquietud. Su hijo le resultaba más fantasmal que el propio Jack. Sin embargo, Jack, al contrario que Davy, no era una presencia, sino una vasta ausencia. Ella podía aguardarle con esperanza inquebrantable, pero él no regresaría. Jamás.
Cuando Davy cumplió veinticinco años, lo invitó a comer al hotel Hibernian. Aunque era obvio que él no deseaba ir, Sylvia insistió en que se pusiera un traje y una corbata y ella eligió un vestido azul marino que no parecía de luto; después de todo, se trataba de una celebración. Cogieron un taxi en Dun Laoghaire y, aunque era tarde, consiguieron una buena mesa junto a la ventana que daba a Dawson Street. Sylvia pidió pescado y Davy, un filete. Ella le convenció para que bebiera una copa de vino, aunque normalmente él bebía cerveza y tampoco mucha.
Sylvia le contempló mientras comía y se le hizo un nudo en la garganta al ver cuánto empezaba a parecerse a su padre, la misma destreza, idéntico cuidado con los objetos pequeños. Era un buen chico, aunque resultara difícil algunas veces. Se alegró de que no supiera que se refería a él como un chico. Sabía muy poco de él, qué hacía, adónde iba, quiénes eran sus amigos. ¿Se esforzaba en ser reservado con ella, en mantenerla a distancia, o era simplemente lo que hacen todos los hijos con sus madres cuando crecen? Por solitaria que fuese su vida a partir de entonces, ella no debía fisgonear en los asuntos de su hijo, no debía hacerle pensar que esperaba que compartiera sus asuntos con ella. Después de todo, no era un chico, sino un hombre, y un hombre autosuficiente. Igual que su padre.
Miró alrededor y, en el extremo opuesto del comedor, sorprendió el rostro de otro comensal que le resultó familiar aunque no consiguiera ponerle nombre. Era un hombre grande y llevaba un traje negro de doble botonadura. Se encontraba con una mujer que también le resultó familiar a Sylvia, aunque estaba segura de que no habían coincidido jamás. Cuando la pareja terminó su comida, pasaron junto a ellos de camino a la salida y el hombre se detuvo y, un segundo antes de que hablara, Sylvia recordó quién era.
—Señora Clancy, ¿cómo se encuentra? Mi nombre es Quirke. Soy… Trabajo con el inspector Hackett. Estuve en el funeral de su marido. La acompaño en el sentimiento.
Ella se lo agradeció y le presentó a Davy, que dirigió a Quirke una mirada abiertamente hostil antes de volver la cabeza hacia la ventana y fijar la vista en la calle soleada. La amiga de Quirke, que se había adelantado unos pasos, se detuvo y los miró con una educada y vaga sonrisa. Sylvia la reconoció entonces, era aquella actriz… ¿Cómo se llamaba? ¿Galligan? ¿Galloway? Era guapa, de esa manera que son guapas las actrices.
Quirke seguía a su lado, junto a la mesa, como si esperara que dijera algo más, que hiciera algo más. Sylvia sentía su oscura corpulencia, inclinada ligeramente sobre ella, y de repente algo se quebró en su interior y temió que fuera a romper a llorar. ¿Qué le sucedía? No conocía a aquel hombre, sólo le había visto en una ocasión anterior, en el cementerio de la iglesia, y ahora estaba a punto de sujetar su mano, enterrar la cabeza en su manga y derramar lágrimas ardientes. Intentó decir algo.
—Me… Me pregunto si…
Se inclinó para coger el bolso del suelo, que había dejado apoyado en una de las patas de la silla. Lo abrió y rebuscó dentro para encontrar un pañuelo. ¡No debía llorar, no allí, enfrente de todas esas personas, de ese hombre, ese extraño!
Él se disponía a marcharse cuando ella se removió en el asiento y le miró con ansiedad. ¿Qué quería de él? Quirke se detuvo al observar la silenciosa llamada en sus ojos. Frunció el ceño y, como si comprendiera, sonrió. Pero ¿qué había comprendido? Ni siquiera ella sabía qué estaba sucediendo, por qué no quería que se fuera, por qué deseaba que permaneciera junto a ella.
—Ahora regreso. Un minuto —dijo él.
Se alejó hacia la actriz, le tocó el codo con un dedo y se dirigieron juntos a la salida, entre las mesas. Un instante después, Sylvia los vio fuera, en la acera, Quirke hablando y la actriz contemplándole con una sonrisa burlona y luego encogiéndose de hombros antes de darse la vuelta y alejarse. Sintiéndose observado, Quirke miró hacia atrás y sorprendió a Sylvia al otro lado de la ventana y durante un largo rato se miraron el uno al otro.
Estaban en el vestíbulo, sentados en sillones ante una mesita donde una camarera había dejado una cafetera junto a tazas, platillos y unos platos con galletas y unos finos sándwiches cuadrados. Al regresar Quirke al comedor, Davy había dejado la servilleta a un lado y se había marchado enojado, o eso le pareció a su madre. ¿Por qué estaba enojado? Estaba claro que ella podía hablar con quien quisiera.
Sylvia ya no tenía ganas de llorar. Es más, las lágrimas que había retenido no eran lágrimas de dolor, sino de alivio. Sí, alivio. Había algo en el hombre sentado frente a ella que le inspiraba confianza. Y no era porque pareciera particularmente cálido o simpático. Más bien al contrario. Cierta frialdad, cierta dureza que detectaba en él, le hacían sentir que era el tipo de hombre a quien podía hablar. Podía contarle sus secretos y él los guardaría, no por discreción o por consideración hacia ella, sino por… ¿Por qué? ¿Desinterés? ¿Indiferencia? Bueno, eso estaría bien. La indiferencia estaría bien.
—Dígame, señor… ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Quirke.
—Dígame, señor Quirke, ¿por qué acudió al funeral? Usted no conocía a mi esposo, ¿no?
—No, no lo conocía.
Ella esperó, pero él no dijo nada más. Sylvia se sirvió una taza de café.
—¿Es posible que recuerde haberle visto igualmente en el funeral de Victor Delahaye?
—Sí, estuve allí —había pedido un vaso de whisky además del café. Sylvia sentía la fragancia caliente y afilada del alcohol—. Unos acontecimientos muy tristes. Primero el señor Delahaye y luego su esposo. Debe de haberle causado una gran conmoción.
Sylvia observó sus manos; eran muy delicadas, pálidas y de aspecto suave. Tenía asimismo unos pies diminutos para ser un hombre tan grande.
—Sí, claro, todos estamos conmocionados —dijo con un deje de impaciencia; no tenía tiempo para charlas triviales.
Quirke bebió de su whisky. Sylvia notaba cómo la contemplaba con disimulo. No sabía qué quería decirle, cuáles eran los secretos que podía confiarle. Pero algo presionaba en su interior, como un pequeño ser atrapado que forcejeara para liberarse.
—Su marido era un navegante con mucha experiencia —dijo Quirke.
—Sí, lo era. Muy experimentado, muy bueno. Había ganado premios… —se interrumpió, aquello sonaba tan fatuo. Con serenidad añadió—: Amaba el mar y lo conocía bien. Creo… —se detuvo de nuevo. ¿Qué demonios era lo que estaba a punto de decir?—. Creo que a mi esposo lo mataron —tragó saliva con esfuerzo—. No creo que su muerte fuese un accidente. Creo que lo asesinaron.
No estaba segura de qué reacción esperaba que él tuviera, pero él no tuvo ninguna. Permaneció sentado con los codos en las rodillas y el vaso de whisky en una mano, mirándola sin la más mínima expresión que ella pudiera interpretar. ¡Qué hombre tan peculiar era aquél!
—¿Por qué cree que lo asesinaron?
Sylvia estuvo a punto de reír.
—¿Quiere decir por qué lo asesinaron o por qué creo que lo asesinaron?
Él se encogió de hombros.
—Ambas cosas, imagino.
—¡No tengo ni idea!
Por la manera de decirlo, pareció un grito. Apenas podía creer que estuviera pronunciando esas frases en voz alta ante aquel hombre extraño en el vestíbulo de un hotel en una sencilla tarde de verano. ¿Creía que Jack había sido asesinado? Que ella supiera, tal posibilidad no se le había pasado por la cabeza antes de soltarla hacía unos instantes. ¿Era eso lo que forcejeaba en su interior por salir a la luz sin que ella fuera consciente? Sentía el vértigo de quien se encuentra al borde de un profundo precipicio. ¿Qué habría allí abajo, en el fondo, retorciéndose y luchando?
—Me temo que estoy dando rienda suelta a mi imaginación. Le ruego que me disculpe —la taza de café golpeó el platillo cuando Sylvia la depositó sobre él—. Debe de ser la histeria… Sin duda es lo que usted está pensando. Lo siento.
Quirke asintió; ella tuvo la impresión de que no la escuchaba.
—Señora Clancy, ¿usted sabe que soy médico y que a su marido se le practicó una autopsia?
Ella le miró horrorizada y fascinada al mismo tiempo. No debía fijarse en sus manos, no debía; pensar en lo que le habían hecho a Jack.
—Sabía que le habían realizado una autopsia, desde luego —dijo, controlándose.
Él asintió de nuevo.
—Habrá una investigación y me llamarán para dar testimonio.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál será su testimonio? —el miedo estremeció a Sylvia.
—Que su marido murió ahogado.
Ella aguardaba; hablar con aquel hombre era como hacer una llamada de teléfono a larga distancia en una línea defectuosa.
—¿Nada más? —dijo.
Quirke bebió el último sorbo de su whisky y dejó el vaso sobre la mesa. Para ser un hombre tan grande, sus gestos eran curiosamente precisos, casi delicados.
—Tenía un golpe en la parte posterior de la cabeza, en el lado derecho, justo debajo de la oreja —con un dedo señaló su propia cabeza para mostrarle el lugar preciso.
—Sí, alguien me lo comentó —Sylvia estaba sin aliento, sentía cierta excitación. ¿Qué sabía aquel hombre? ¿Qué había descubierto?
—Es difícil que él se hubiera infligido ese golpe. Me refiero, por ejemplo, al caer y golpearse la cabeza con alguna parte del velero.
—Tal vez la vela, quiero decir, el mástil, el como-se-llame, la botavara se giró por lo que fuera y le impactó en la cabeza.
Él aparentó tomar en consideración sus palabras, mientras la miraba con los ojos entornados.
—¿Usted navega, señora Clancy?
—No, no. Jack me llevó con él en algunas ocasiones, pero no me gusta. Para serle sincera, el mar siempre me ha dado un poco de miedo. Debía de ser una premonición —dijo con una leve sonrisa.
Quirke también sonrió y alzó los hombros.
—Yo tampoco sé gran cosa de barcos. Pero sé que la noche que murió su esposo apenas había un soplo de viento en el aire. Tendría que haberse producido un vendaval para que la botavara le golpeara con fuerza suficiente para provocarle un traumatismo semejante.
Ambos permanecieron en silencio. Ella le miraba hipnotizada, los ojos muy abiertos.
—¿Me está diciendo, doctor Quirke, que está de acuerdo conmigo? ¿Que usted cree que a mi esposo lo mataron?
—No lo sé. No soy detective.
Aquello divirtió a Sylvia.
—Debería disculpar a quien piense que lo es.
Quirke inclinó la cabeza con irónico reconocimiento.
—Soy muy curioso. Si fuese un gato, hace tiempo que estaría muerto.
El sol ya había desaparecido y cuando Sylvia apartó la mirada de Quirke y se fijó en la puerta acristalada de la entrada descubrió que caía una lluvia de verano. Le hubiera gustado estar fuera, en la fresca humedad, con la suave lluvia cayendo sobre su rostro, en sus manos. Cerró los ojos un instante. Intentó recordar a Jack tal como lo había visto la última vez, pero no pudo. Jack, pobre y querido loco, que ahora estaba muerto.
—Dígame por qué cree que su esposo fue asesinado —le pidió Quirke.
Ella abrió los ojos.
—Ya me lo ha preguntado.
—Se lo pregunto de nuevo.
Llovía con mayor fuerza ahora y ella creyó escuchar, sin bien levemente, el siseo y tamborileo de la lluvia al caer sobre la ciudad. Cuando era pequeña, adoraba contemplar la lluvia. Se recordó asomada a la ventana de la casa de su abuela Morgan en Colwyn Bay, inclinada sobre el alféizar con la barbilla apoyada en las manos, mientras olía la cretona polvorienta de las cortinas. En aquel tiempo era una soñadora. En julio la familia subía desde Londres para pasar una semana con la abuela. Gales era bonito. La gente era muy agradable y tenía un encantador acento cantarín. La casa de la abuela Morgan estaba al final de una calle empinada, en la parte más alta, y cuando llovía con fuerza las gotas golpeaban la calle y se alzaban de nuevo y ella imaginaba un extenso cuerpo de diminutas bailarinas plateadas descendiendo la colina al tiempo que hacían piruetas.
—Creo que tenía una aventura —dijo ella.
Una vez más se sorprendió a sí misma. El hombre sentado frente a ella carraspeó y se movió pesadamente en el sillón. Sylvia bajó la vista y contempló sus ridículos y delicados piececitos, con los tobillos cruzados, y sintió deseos de romper a reír. Hacía mucho tiempo que no hablaba así con nadie, y aún menos con un hombre al que apenas conocía. ¿O es que alguna vez había hablado así?
—Lo siento. No es asunto mío —dijo Quirke.
—¿Lo sería si fuera un policía de verdad? —su tono juguetón e irónico la asombró. ¿Estaba coqueteando con aquel hombre? Uno nunca es demasiado viejo o está demasiado angustiado como para no hacer el ridículo—. Disculpe. No sé por qué me estoy comportando de una manera tan… atolondrada —dijo con una risa desmayada.
Quirke estaba encendiendo un pitillo y, como tenía los ojos bajos, Sylvia no pudo ver su reacción. Un relámpago carmesí de dolor le recorrió la columna y tuvo que contener el aliento. Se obligó a sentarse derecha sin moverse. Su dolor era como un bebé que llevara en su interior: tenía que atenderlo y arrullarlo para que no despertara y la desgarrara con sus diminutas y afiladas uñas.
Quirke sujetó el vaso vacío de whisky y lo hizo girar entre sus dedos. Ella lo observó.
—Lo siento. No debería haberle hablado de Jack y… y mis sospechas. Si tenía una aventura, no era la primera vez —le miró casi suplicante—. Imagino que el inspector ya estará al tanto de la reputación de mi marido. Al contrario que la mayoría de los hombres, a Jack le gustaban de verdad las mujeres. Las encontraba interesantes —soltó una risa apesadumbrada—. Para hablar, quiero decir. Un hombre resulta muy atractivo cuando las mujeres notan que muestra interés y que las escuchará. Y también sabía ser divertido. Era otro de sus atractivos. En resumidas cuentas, lo único que yo podía hacer era sonreír y aguantar. Al final siempre volvía conmigo…
Ella se dejó llevar y se rió de nuevo con mayor tristeza.
—Es lo que dicen todas las mujeres que están en mi situación, ¿verdad? Es patético —se llevó la taza a los labios; el café se había quedado frío y tenía un gusto amargo—. Descubres con el tiempo lo trillado que resulta todo. Te escuchas decir cosas de las que te reirías si las leyeras en una revista. Eso lo hace mucho más duro.
Quirke levantó el vaso e hizo una seña a la camarera. Cuando ella se aproximó le pidió otro whisky y, volviéndose hacia Sylvia, le preguntó si deseaba algo más.
—¿Otro café?
—No, gracias —la camarera empezó a alejarse—. Espere, sí, tomaré algo más —pensó un instante—. Un jerez, por favor. Seco.
Tan pronto como la camarera desapareció, Sylvia sonrió a Quirke algo avergonzada.
—No debería, la verdad, ya me he tomado una copa de vino en la comida. El alcohol se me sube inmediatamente a la cabeza. Me emborracharé y usted pensará que soy una solemne idiota.
Quirke se acomodó en la silla y la contempló. El humo del cigarrillo ascendía en volutas por su mandíbula y le obligaba a entornar un ojo, dándole un aire de malo de película. Sylvia se mordió el labio para no sonreír.
—Que su marido tuviera… una relación con alguien, ¿cree que guarda relación con la manera en que murió? —preguntó Quirke.
—No lo sé —exclamó Sylvia—. Tal vez un marido furioso le persiguió; tal vez se pelearon.
—¿Hay alguien que usted conozca que pudiera haber estado tan furioso con él?
Ella meneó la cabeza.
—Por razones obvias, Jack nunca hablaba de la gente con la que salía. Y por las mismas razones, nunca le pregunté —cerró un puño y golpeó con él la palma de su mano—. ¡Dios mío! ¿Por qué todo tiene que ser tan banal, tan… sucio?
Les trajeron sus bebidas. Sylvia probó el jerez; estaba dulce, por supuesto. No se atrevió a pedir que se lo llevaran. En la calle la lluvia había cesado y el sol surgió de repente, como si hubieran apartado una cortina de un golpe, y el asfalto brilló y los tejados de los coches lanzaron amplios y lánguidos destellos como burbujas gigantes de luz que se formaran y estallaran. El rostro de Quirke estaba ahora en sombra, pero Sylvia podía ver sus ojos pensativos fijos en ella.
—¿Su esposo le hablaba alguna vez del trabajo? —preguntó.
—¿Del trabajo? ¿Se refiere a la oficina y todo eso? Apenas —ella se rió—. No creo que los negocios de Delahaye & Clancy ocuparan un lugar prioritario en su cabeza.
—¿Así que nunca le habló de que existieran conflictos… ese tipo de cosas?
—¿A qué se refiere al decir «conflictos»? ¿Con el personal de la empresa? ¿A huelgas?
—No, no —Quirke titubeó—. Parece que algo sucedía dentro de la compañía. Movimiento de acciones, manejos con las mismas…
—Acciones —dijo Sylvia sin comprender—. ¿Se refiere a acciones de la compañía? —se detuvo y cuando comenzó a hablar lo hizo muy lentamente—. ¿Me está diciendo…? ¿Está diciendo que mi marido estaba… no sé… desfalcando dinero de la empresa?
—No, desfalcando no.
—Entonces ¿qué? —bajo las mangas del vestido sintió un hormigueo en el interior de los brazos.
—¿Conoce a un hombre llamado Maverley?
—¿Duncan Maverley? —Sylvia hizo un gesto amargo con la boca—. Claro, ¿qué sucede con él?
—En el funeral, el funeral del señor Delahaye, ese hombre, Maverley, habló con el inspector Hackett y conmigo. No fue muy claro, quiero decir que no nos dio mucha información, pero pareció insinuar que su marido estaba planeando, de hecho ya estaba llevando a cabo, la adquisición total del negocio para sustituir a Victor Delahaye al frente de la empresa.
Sylvia alargó la mano y casi a tientas se apoderó del vaso de jerez y tomó un trago de la bebida dulce y viscosa. Había pensado que el alcohol calmaría sus nervios, pero la estaba agitando aún más. Todo aquello era una locura, una locura. ¿Qué daño buscaba hacer ese horrible tipejo, Maverley?
—No sé qué decir, me parece una acusación descabellada. Jack no tenía ese tipo de ambición. Estaba satisfecho con ser el Segundo Jefe, así le llamaban todos y así se refería él a sí mismo a menudo, y con navegar en su velero y ver a sus amigos en el club náutico y… —se detuvo y no dijo lo que estaba en su cabeza: «Y jugar al amor con sus amigas».
Y, sin embargo, ¿quién sabe lo que hay dentro de la cabeza de los demás? Había estado casada con Jack Clancy durante más de un cuarto de siglo, pero ¿podía jurar con la mano en el corazón que lo conocía? ¿Cómo era cuando estaba con una de sus «distracciones», por ejemplo? Si le hubiera visto retozando con una fulana, cosa que gracias a Dios nunca había sucedido, ¿le habría reconocido? Sabía que él se sentía molesto y despreciaba a Victor Delahaye, pero sin duda hacía ya mucho tiempo que se había resignado a ocupar una posición secundaria en la empresa Delahaye & Clancy. Sin embargo, ¿y si no era así? ¿Y si las acusaciones que había hecho el cizañero Maverley eran ciertas? De repente sintió compasión. Pobre Jack, intrigando y maquinando como un niño, planeando durante años probablemente derribar a los Delahaye y convertirse en el Primer Jefe, y eso sin decirle una palabra a nadie, ni siquiera a ella. ¿De modo que su vida no había sido más que vergüenza y humillación mientras ardía de furia bajo el desdeñoso patronazgo de un hombre por quien sólo sentía desprecio? ¿Era ésa la razón de que anduviera siempre tras las mujeres, para tener éxito en alguna parte de su vida? ¿Le habían proporcionado ellas la admiración y comprensión que todos los demás le negaban? Todos los demás, incluida ella. Sí, sin duda era así. ¿Cómo no se había dado cuenta? Si lo hubiera comprendido antes, habría podido ayudarle, habría podido hacer algo para mitigar su vergüenza y frustración, la rabia que sentía hacia sí mismo y hacia el mundo.
Pero no, no era así, ella lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía y había decidido ignorar que lo sabía. Justo lo que siempre había despreciado en secreto de los irlandeses, su capacidad para engañarse, su ambigua manera de relacionarse con el mundo. Ella era tan deshonesta, tan hipócrita como los demás, y no tenía más remedio que admitirlo.
Se levantó y miró en derredor con expresión extraviada. Los labios le temblaban. Necesitaba ir al lavabo con urgencia. Quirke se puso también en pie y ella retrocedió casi con pánico, pues había olvidado que él estaba allí. Quirke dijo algo, pero Sylvia no lo escuchó. Negó con la cabeza y dio un paso atrás.
—Tengo que irme. Lo siento, tengo que… —dijo con voz ahogada y, dando media vuelta, huyó.