Mona Delahaye le telefoneó al hospital. La chica de la centralita entendió mal el nombre y le dijo que una tal señora Delaney quería hablar con él. Aunque no conocía a ninguna señora Delaney pidió que le pasaran la llamada. Cuando escuchó la voz de Mona, sintió cómo se le cerraba la garganta y se sorprendió. Mientras hablaba con ella, imaginaba su boca carmesí, grande y fina, curvada en una alegre sonrisa maliciosa. Cuando le comentó la confusión con su nombre, ella se rió con ganas y Quirke creyó sentir cómo su aliento cálido recorría la línea hasta llegar a él. Le preguntó qué podía hacer por ella y Mona le pidió que fuera a su casa, pues había ciertas cosas de las que quería hablarle.
—Nadie me cuenta nada —dijo ella con un puchero en la voz.
Él no entendió qué quería decir. ¿Qué cosas no le contaban y quiénes eran los que no se las contaban?
Asomó la cabeza por la puerta de la sala de autopsias. Sinclair estaba dentro, preparándose para diseccionar el cadáver de una niña gitana que se había ahogado en el mar, junto a Connemara.
—Tengo que irme. Te quedas a cargo del fuerte —dijo Quirke.
Sinclair le miró. Estaba acostumbrado a cuidar del fuerte.
—La mujer de Victor Delahaye quiere verme —añadió Quirke, pensando que le debía una explicación. Sinclair tenía el don de hacerle sentir culpable.
—Tal vez desea confesar que fue ella quien mató a Jack Clancy —dijo Sinclair con el escalpelo en la mano.
—Sí, seguramente. Volveré dentro de una hora —replicó Quirke.
En Northumberland Road las calles regadas por la lluvia reciente humeaban al sol y el húmedo perfume de flores empapadas y del mojado suelo de marga flotaba denso en el aire. La criada de rizos rojizos le abrió la puerta. Su amplia sonrisa y sus ojos verdes le recordaron a una joven que había conocido en un convento hacía muchos años. Maisie se llamaba. Se preguntó qué habría sido de ella. Nada bueno, pensó. Nunca supo siquiera cómo se apellidaba.
Le condujeron al salón y aguardó frente al sofá con las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones, mientras contemplaba el cuadro abstracto de Mainie Jellett. El reflejo de la ventana y del jardín soleado en el cristal del cuadro le obligaba a mover la cabeza para ver bien la pintura. No le parecía gran cosa, pero pensó que probablemente tenía algo que él no percibía. A su alrededor la casa semejaba dormitar. Seguía sin tener aspecto de un hogar de luto.
Mona Delahaye entró en la habitación, cerró la puerta y se recostó contra ella, con las manos en la espalda, la cabeza ligeramente baja y una sonrisa. Llevaba unos pantalones negros, una blusa de seda verde y unas sandalias doradas. El barniz de las uñas de sus pies hacía juego con el carmín de sus labios.
—Gracias por venir. ¿Le apetece una copa? —se acercó al aparador de palo de rosa. Las botellas estaban ordenadas en hileras sobre una gran fuente de plata—. ¿Ginebra? ¿O es un hombre de whisky?
—Jameson, si es posible.
—Tenemos de todo —giró la cabeza para mirarle con su sonrisa de gata—. Le acompañaré.
Se aproximó a él con los dos vasos y le tendió uno.
—Gracias —dijo él.
—Chin, chin —Mona dio un sorbo e hizo una mueca—. Dios, no sé cómo puede beber esto, es fuego líquido —dijo con voz ronca.
Estaban muy cerca. Mona era media cabeza más baja que Quirke y el almizcle de su perfume le llenaba la nariz. Llevaba abiertos los tres botones superiores de la camisa y cuando él miró hacia abajo vio las pecas entre sus pequeños y pálidos pechos.
—Había algo que deseaba contarme.
—¿Sí?
—Eso me dijo por teléfono.
—Ah, sí —miraba distraída su corbata—. Se trata de que nadie me cuenta nada —alzó los ojos hacia él—. Su amigo el policía… ¿Cómo se llama?
—Hackett. El inspector Hackett.
—Eso es. Tiene una manera peculiar de hablar sin decir nada. ¿Se ha dado cuenta?
—Sí, me he dado cuenta. ¿Qué le gustaría que le dijera?
—Creo que ya he tenido bastante de esto, gracias —dijo ella con la vista clavada en su vaso.
Dejó el whisky sin terminar encima del aparador, cogió otro vaso y echó un poco de ginebra y una generosa dosis de tónica. Levantó la tapa de una cubitera de plata y maldijo en voz baja.
—No hay hielo, para variar —dijo.
Ciertas mujeres, pensaba Quirke, parecían estar presentes de forma doble en una habitación. Como si además de la propia mujer hubiera otra versión más intensa de ella misma, otro sí mismo invisible que emanara de ella y la rodeara como un aura. Se dio cuenta de que deseaba ver a Mona Delahaye sin ropa. Aferró con más fuerza el vaso de whisky; su marido aún estaba caliente en la tumba.
—El asunto es que la gente se cree que soy idiota —continuó ella mientras se dirigía al sofá blanco. Le miró—: Usted, por ejemplo, piensa que no tengo una pizca de seso, ¿no es así? —él no supo qué decir. Mona se sentó con un pequeño suspiro satisfecho—. Por eso le gustaría acostarse conmigo —con una sonrisa, dio un sorbo a su gin-tonic mientras le miraba alegremente. Dio unas palmadas al asiento del sofá junto a su cadera y le dijo con suavidad—: Venga. Oh, vamos, no voy a morderle.
Él titubeó. El tono juguetón de ella presagiaba peligro. Fue al aparador y se sirvió otro whisky, intentando que el cuello de la botella no golpeara el vaso. Podía notar a su espalda la mirada de la mujer, su sonrisa. Se aproximó a Mona y se sentó en el brazo más apartado del sofá, igual que había hecho la primera vez que estuvo allí con Hackett.
—¿Qué desea saber? ¿El motivo por el que se suicidó su marido?
—Oh, no. Eso ya lo sé más o menos —cruzó las piernas y extendió el brazo sobre el respaldo del sofá. Se llevó el vaso a la boca, pero arrugó la nariz y no bebió—. La ginebra sin hielo está un poco asquerosa, ¿verdad?
La imagen de otra mujer sentada en otro sofá con un vaso de ginebra sin hielo vino a la cabeza de Quirke. Mona Delahaye le observaba como si pudiera leer su mente.
—¿Está casado, doctor Quirke?
—No.
—Tiene aspecto de hombre casado.
—Estuve casado hace mucho tiempo. Mi esposa murió.
—Qué lástima —dijo Mona con indiferencia, mientras asentía con la cabeza. Continuó escrutando su rostro con una sonrisa en sus labios delgados—. Así que ahora es un alegre soltero.
—Más o menos —hizo girar el whisky en el vaso—. ¿Por qué se suicidó su marido?
Mona levantó el brazo del respaldo del sofá y se inclinó hacia delante.
—No he dicho que lo sepa —se limitó a contestar. Hizo una pausa mientras fijaba la vista en el delgado anillo de oro que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda—. Creo saberlo. Él era muy… Bueno, era terriblemente celoso, resultaba ridículo. Le volvía loco la idea de que yo tuviera un amante —Mona sonrió—. O varios amantes, incluso.
—¿Y los tenía?
Ella ignoró la pregunta.
—Se pasaba la vida dándole vueltas al tema hasta que yo me aburría y empezaba a tomarle el pelo. Sé que es una canallada, pero no podía resistirlo —lo miró frunciendo el ceño—. ¿Usted conocía a mi esposo?
—Coincidí con él una vez en una recepción. No recuerdo dónde.
—¿Estaba yo?
—Creo que sí.
—¡Qué raro! Si yo lo hubiera conocido, me acordaría de usted —sonrió con picardía y luego volvió a fruncir el ceño y desvió la vista, ausente—. El problema era que él no tenía sentido del humor, ningún sentido del humor. Y resulta muy pesado cuando estás casada con una persona así.
Acabó su bebida e hizo rodar el vaso vacío entre sus palmas. La sombra de una nube oscureció la ventana un segundo y una luz radiante inundó de nuevo la estancia.
—Es increíble, parece que estamos en abril —dijo Mona mirando la ventana, luego se volvió hacia él—. Dejó una nota, ¿se lo había dicho ya?
—No, no me lo había dicho.
—Bueno, la dejó. Pero, mire, preferiría que no se quedara sentado ahí, tenso como un sacacorchos. Siéntese aquí, a mi lado… Vamos.
—Señora Delahaye, sigo sin saber por qué me ha pedido que viniera.
—Tampoco lo sé yo —sonrió ella animada—. Pero estaría bien que se acercara y se sentara a mi lado. Podríamos hablar de ese tema —dijo Mona parodiando un tono grave y solemne—. A usted le gusta conversar, ¿verdad?
Él se puso en pie y se detuvo indeciso. Su vaso estaba de nuevo vacío. Se sentía mareado. ¿Qué debía hacer? Sentada tranquilamente en el sofá, la mujer le contemplaba con lo que parecía una cálida y comprensiva sonrisa, como si entendiera su dilema. Alzó su vaso.
—Sirva otra ronda para los dos. Me apetece y creo que usted lo necesita.
Él se demoró en el aparador mientras servía las bebidas. Cuando las llevó al sofá, Mona saboreó la suya y sacudió la cabeza.
—No, me niego a tomar otro gin-tonic sin hielo. ¿Sería tan amable…? La cocina está al fondo del vestíbulo —con un dedo le señaló la dirección—. Sarah está allí y le ayudará.
Quirke cogió la cubitera y se alejó por el vestíbulo hacia los oscuros recovecos de la casa. Sarah, la criada, no se encontraba por ninguna parte. Él había estado enamorado de una mujer llamada Sarah, que ahora estaba muerta. La cocina, grande e impersonal, olía ligeramente a gas. La rechoncha nevera estaba en una esquina, murmurando igual que una figura arrodillada y vestida de blanco que orara en trance. Despegó con un crujido la bandeja de hielo de su compartimento, la llevó al fregadero y empezó a batallar con ella, se le pegaban las almohadillas de los dedos a los regordetes cubitos de hielo empotrados en sus celdas de metal. Al final se le ocurrió girar la bandeja y colocarla bajo el grifo abierto y todos los cubitos cayeron al mismo tiempo con gran estrépito y tuvo que cazarlos en el fondo del fregadero con los dedos, que a esas alturas empezaban a estar insensibles.
Con la cubitera llena emprendió el regreso a través de la casa. Al llegar al vestíbulo escuchó voces y mientras andaba se abrió de repente una puerta y uno de los gemelos Delahaye, que salía, se detuvo en el umbral y lo miró con sorpresa. Como de costumbre, iba vestido de blanco —camisa deportiva blanca, pantalones blancos de resistente algodón, zapatillas de tenis— y llevaba una bandeja de madera con varios vasos. Quirke echó una ojeada a la habitación por encima del hombro del joven. Había una mesa de billar y, sentada sobre ella, una bella morena con el pie izquierdo en el suelo, la pierna derecha levantada y doblada hacia el pecho y las manos en torno a la rodilla. El otro gemelo estaba frente a ella y tenía una mano en su cadera. Los tres le devolvieron la mirada impasibles. Nadie dijo una palabra. La pequeña escena —Quirke en el zaguán, el gemelo en la puerta y la pareja en la mesa de billar— duró un par de segundos y Quirke continuó su camino con una extraña sensación de alivio, como si hubiera atravesado un sueño.
Mona Delahaye estaba recostada en el sofá. Descruzó las piernas lentamente, se inclinó hacia delante y alzó el vaso hacia él para que echara dentro un puñado de hielos de la cubitera.
—Es usted un encanto —dijo mientras contemplaba cómo chocaban los cubitos entre las burbujas de la tónica.
Quirke recuperó su vaso de whisky y tomó asiento de nuevo en el brazo del sofá.
—Así que su marido dejó una nota.
—Sí —dijo ella irritada—. La tiré. O la quemé, más bien. ¿O la arrojé a usted-ya-sabe-dónde y tiré de la cadena? Ve, soy una cabeza de chorlito —y le guiñó un ojo.
—¿Podría contarme qué decía? ¿Qué escribió?
—Nada, tonterías. Lo mucho que me amaba y lo celoso que se sentía… Esas cosas, lo típico —dio un sorbo a su bebida con expresión pensativa—. No hay nada que hacer con alguien celoso. Y siempre montan… un spectacle. Ellos mismos se ponen en ridículo. Es lamentable. ¿No piensa lo mismo? —dijo mirándolo.
Quirke se bebió su whisky, sacó los cigarrillos, le ofreció uno y cogió otro para él. Al inclinarse hacia ella con el mechero, fijó los ojos de nuevo en la blusa abierta. La piel de su escote era tan pálida y debía de ser tan suave.
—¿Su marido tenía celos de Jack Clancy? —preguntó.
Ella soltó una risa cantarina.
—Tenía celos de todo el mundo —avanzó ligeramente el labio inferior y le lanzó al rostro una fina bala de humo.
—¿Por eso intentó matar al hijo?
Ella frunció el ceño perpleja.
—¿Qué?
—¿Fue por celos que abandonó al joven Clancy en el barco a kilómetros de la costa para que se friera bajo el sol? ¿Para vengarse de su padre?
Ella le lanzó una extraña mirada, apretando los labios y con los ojos muy abiertos, como si él hubiera dicho algo divertidísimo y tuviera que esforzarse para no romper a reír.
—No se me había ocurrido —dijo, parpadeando lentamente, esforzándose en mostrarle lo impresionada que estaba por su perspicacia—. Seguro que fue así. De hecho, estoy convencida de que planeaba matar a Davy, pero en el último minuto no tuvo valor y se pegó un tiro. Muy típico de Victor. En realidad, no era muy… no era muy competente. Tenía fama de ser despiadado en los negocios —rompió a reír casi con placer—, pero eso era un disparate. No tenía ni idea. Su padre llevaba el negocio, incluso cuando ya estaba retirado. Y cuando el pobre y viejo Sam sufrió la apoplejía, el pelota de Maverley dio un paso al frente y se hizo cargo. Sin olvidar a Jack, claro. Jack conocía el negocio de arriba abajo —dejó caer el cigarrillo en el cenicero, que había colocado en el suelo, junto a sus pies—. El problema de Victor era su madre. Tendría usted que haberla conocido… Parecía un encanto, pero era un verdadero monstruo. Lo echó a perder, le calentaba la cabeza con lo inteligente y lo importante que era, al mismo tiempo que limaba su confianza. «Oh, Victor, no intentes ser como tu padre, nunca podrás ser como él», le decía con una dulce sonrisa, mientras le daba palmaditas en la mano. Es a ella a quien Victor debería haber matado, aunque se murió solita muy oportunamente.
Sin pensarlo, él resbaló del brazo del sofá para sentarse junto a ella. Mona sonrió y por un momento pareció que iba a aproximarse para recostar la cabeza en su hombro o para acurrucarse en su pecho.
—¿Podría contarme qué decía la nota… la nota de despedida? —preguntó Quirke.
Ella le volvió a mirar como si estuviera a punto de reír.
—No he dicho que fuera una nota de despedida. Tan sólo una nota. A menudo escribía lo que no se atrevía a decir.
—¿Y qué escribió esa última vez? ¿Qué era lo que no se atrevía a decir?
—Ya se lo he contado: hablaba sobre sus celos.
—De Jack Clancy.
—Mmm.
Hundió un dedo en el vaso para remover la ginebra y lo que quedaba de los cubitos de hielo. Luego, mirándolo de soslayo, se llevó la punta del dedo a la boca y lo chupó. Él sostuvo su mirada. Era muy consciente de la presencia de otras personas en la casa: la criada Sarah, los gemelos, la chica morena. ¿Qué se traían entre manos esos tres en la sala de billar? Nada bueno, seguro.
—¿Sabía lo que él iba a hacer? —ella movió la cabeza, aún con el dedo en la boca. Él añadió con voz queda—: Pero no le sorprendió.
Ella cogió el vaso de la mano de Quirke, se levantó y marchó al aparador para servir un nuevo trago a cada uno.
—¿Qué sabe de mí? —le preguntó mientras se atareaba con las botellas, los vasos, el hielo.
—¿Qué sé de usted?
—Sí. De dónde soy, por ejemplo. ¿Puede adivinarlo por mi acento? —él no había notado ningún acento—. Aunque tal vez lo he perdido.
Se aproximó con las bebidas, le dio a Quirke la suya y se sentó a su lado.
—Nos vamos a emborrachar —dijo Quirke.
Mona colocó una pierna bajo su cuerpo con la agilidad de una bailarina.
—Sí, eso es lo que intento —contestó alegremente y chocó su vaso contra el de Quirke—. A su salud.
El whisky le quemó a Quirke la garganta. Necesitaba comer algo. Empezaba a oír su respiración y eso siempre era mala señal. La bebida no parecía afectar a Mona Delahaye, tan sólo daba una expresión pícara a su rostro.
—¿De dónde es?
—¿De verdad no se nota? No sé si alegrarme o no… Quiero decir, por haber perdido mi acento. Soy de Sudáfrica. Mi apellido, mi —soltó una risilla floja—… mi apellido de soltera era Vanderweert.
Quirke asintió, aunque era incapaz de imaginarse a esa mujer de soltera.
—Nací en Ciudad del Cabo. ¿Ha estado alguna vez? Es preciosa.
—Se encuentra muy lejos de su tierra.
La expresión de Mona se hizo melancólica.
—Sí, es cierto, aunque ya no es mi tierra —le sonrió—. Supongo que está imaginando minas de diamantes y cafres azotados y cosas así, mientras yo, apoyada en la veranda al fresco de la tarde y con un vaso alto lleno de una bebida con hielo, contemplo la puesta de sol en la Montaña de la Mesa. No se corresponde con la realidad, mucho me temo que no es así para nada. Mi padre era… es un funcionario, un ciudadano de tercera, como dicen. Yo crecí en un chalé en Parow.
—¿Dónde está eso?
—Es un barrio a las afueras de Ciudad del Cabo. No es el lugar más bello de la tierra.
—¿Cómo conoció a su marido?
—¿A Victor? —preguntó como si hubiera olvidado que había estado casada—. Él había ido a Ciudad del Cabo con el pretexto del trabajo. Le encantaba viajar como un alto ejecutivo de un extremo al otro del mundo. Yo trabajaba de mecanógrafa en una de las compañías que él visitó. Me invitó a cenar, fuimos a bailar, salió la luna y por la mañana ya habíamos cerrado el negocio —ella lo observaba, irónica y divertida—. La manera en que suceden las cosas no suele tener mucho encanto. A usted podría haberle mentido, ¿se da cuenta? Podría haberle contado que soy una descendiente de De Beers y que Victor tuvo que rogarle al plutócrata de mi padre para que le concediera mi mano, y usted se lo hubiera creído. Pero he pensado que preferiría saber la verdad. He pensado que usted merecía saber la verdad, por aburrida que sea —Mona se rió—. Victor se habría puesto furioso… A él le gustaba aparentar que yo era la hija de una ilustre familia colonial. Pobre Victor.
Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Mona. Quirke deseó cogerle una mano; no debía beber más, tenía que parar.
—Lo siento. No le he dado el pésame —dijo.
A ella se le iluminó el rostro.
—¡Qué amable! No importa, de verdad. De hecho, lo que uno necesita en momentos como éste es alguien frío y distante para que te espabile —lo miró escrutadora a los ojos—. Quiere acostarse conmigo. No me equivocaba antes cuando se lo dije, ¿no es cierto?
Quirke no supo cómo contestar. La franqueza felina de su mirada le desconcertaba y le excitaba al mismo tiempo. Estaba empezando a sudar. Se sintió aliviado por la banalidad de lo que los rodeaba: la habitación, el sol en el jardín, la presencia de otras personas en la casa. Sin duda, ella le estaba tomando el pelo; estaba jugando a ser provocadora para ver cómo reaccionaba.
—Cuénteme qué opina de Jack Clancy —le pidió, por decir algo.
—¿Qué opino de él?
La mirada de Mona era ahora algo errática. Frunció el ceño como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo y tratara de encontrarlo de nuevo. Quirke se sintió ligeramente aliviado al comprobar que la ginebra por fin le había hecho efecto.
—De lo que le sucedió en el velero —aclaró Quirke.
—¿No lo sabe usted? Yo creía que usted lo sabía todo, usted y su amigo el policía.
Quirke se inclinó hacia delante, posó el vaso cuidadosamente en el suelo y luego cruzó las manos. Podía oír con claridad el aire entrando y saliendo de su nariz, de su pecho, y supo que estaba borracho. No muy borracho, no borracho-borracho, pero borracho.
—Jack Clancy se ahogó, pero antes de que eso sucediera alguien o algo le golpeó en la cabeza —dijo.
—¿Ah, sí? —musitó Mona distraída.
Quirke dudó que le estuviera escuchando. Mona se inclinó para coger el vaso que él había dejado sobre la alfombra, entre sus pies. Quirke hizo un gesto para detenerla.
—Venga, sólo otra copa más y luego nos vamos a ver si hay algo para comer —dijo Mona.
Él cogió los dos vasos y los llevó al aparador. Su intención era dejarlos allí, pero se encontró llenándolos de nuevo. Sólo una más, como había dicho ella; la última. Sentía la piel de la frente alarmantemente tensa y velaba sus ojos una ligera neblina, que no conseguía eliminar por más que parpadeara. Llevó los vasos hasta el sofá. Algo le pellizcaba en el fondo de su mente, pero decidió ignorarlo. Un trago más y luego pararía.
Sonriendo y bamboleándose ligeramente, se inclinó sobre Mona, que permanecía sentada. Una oleada de felicidad, infantil y vacía, le golpeó como una excitante ráfaga de viento. «Quirke, eres un maldito idiota», pensó.
Se despertó con un sobresalto sin saber dónde estaba. Aunque el sol no entraba en la habitación, el aire tenía una textura de oro viejo. Techo alto con molduras, paredes pintadas de verde manzana, dos ventanas altas. Las cortinas, de gruesa seda amarilla, estaban echadas y filtraban la luz del sol. Un armario, un tocador, un biombo articulado de seda estampada, pájaros lanzándose en picado dibujados en la seda. Quirke yacía entre sábanas arrugadas y bajo un edredón de raso. Demasiado calor. Gotas de sudor perlaban su labio superior y humedecían la concavidad sobre las clavículas. Le quemaba la lengua, áspera por el whisky. Y entonces recordó. «Oh, Dios.»
Ella estaba tumbada de lado, de espaldas a él, su cabello volcado sobre la almohada como una lustrosa mancha oscura. Roncaba suavemente. Quirke deslizó las piernas con cuidado bajo el edredón hasta que sus pies tocaron el suelo, salió de la cama y atravesó la habitación agachado buscando su ropa.
—¿Ya te vas? —dijo ella a su espalda.
Quirke se enderezó y se volvió hacia la cama, sintiendo una repentina angustia. Tumbada boca arriba, con un brazo bajo la cabeza, Mona lo miraba desde el borde del abultado y ondulante edredón.
—Déjame un cigarrillo antes de irte.
Al inclinarse de nuevo para recoger su ropa, dispersa en el suelo, empezó a sentir un martilleo en la cabeza. Se puso los pantalones, la chaqueta estaba colocada en el respaldo de la silla dorada del tocador. Encontró los cigarrillos y el mechero y los llevó a la cama. Mona no se había movido. Uno de sus pequeños y blancos pechos estaba al aire.
—Lo siento —dijo él.
—¿Por qué?
—Debería estar en el hospital.
—Por supuesto que deberías. Ocupado, ocupado, ocupado —se enderezó en la cama, apoyándose en los codos. Quirke le puso un pitillo entre los labios y sostuvo el mechero ante ella—. Ya estoy acostumbrada a que los hombres se escabullan de mi cama —soltó una pequeña carcajada—. Suena horrible, ¿verdad? Debo parecerte una furcia —le contempló en la dorada penumbra—. ¡Qué corpulento eres! Todo músculos y vello. Vuelve a la cama, anda.
Él cogió un cenicero del tocador y lo colocó sobre el edredón, cerca de ella. Sus pálidos pechos le recordaban un animal pequeño y suave y de ojos grandes… ¿Un lémur? Se sentó y los muelles del colchón parecieron protestar con un leve chirrido. Apoyada contra un montón de almohadas, Mona lo miraba —más bien lo vigilaba, pensó Quirke— como si lo estuviera comparando con un modelo que tenía en la cabeza y no encajara, pero sus carencias resultaran aceptables. El cenicero llevaba la inscripción «Hôtel Métropole Monte-Carlo».
—Lo robé —le dijo ella—. Me gusta robar cosas. Nada de valor, sólo cosas que me llaman la atención. Los maridos de otras mujeres, por ejemplo.
—No estoy casado, ya te lo he dicho.
—Sí, es una lástima —Mona hizo una mueca y se retorció ligeramente—. Aj, estoy mojando la cama —al ver que él retrocedía, sonrió—. ¿Por qué te asustan tanto las mujeres? —no había en su voz ningún atisbo de acusación o de rechazo, tan sólo curiosidad—. Me imagino que la culpa será de tu madre.
—No tengo madre… No tuve.
—¿Murió?
Él se encogió de hombros.
—No la conocí. Ni a mi padre.
—Vaya, vaya —dijo Mona con extraña aspereza—, un pobre huerfanito. Déjame imaginarlo: el hospicio, los golpes, los cuencos de gachas y tú, un crío, trepando por las chimeneas a cambio de una moneda de dos peniques y un enjabonado.
Quirke no sonrió.
—Algo así.
—¿Y cómo has hecho para llegar desde allí hasta aquí?
—Es una historia larga…
—Me gusta oír historias largas en la cama.
—… y aburrida.
Ella dio una calada a su pitillo.
—Supongo que no deberíamos tomarnos otra copa. No, no, tienes razón, Dios sabe cómo acabaríamos —Mona se inclinó hacia delante y rodeó sus rodillas con los brazos desnudos—. Así que no has tenido una mamaíta y por eso te dan miedo las mujeres.
—¿Por qué dices que me dan miedo las mujeres?
Mona movió la cabeza simulando pesar.
—Una chica siempre se da cuenta de esas cosas. No es tan malo ser inseguro. Resulta incluso interesante —Mona deslizó un dedo por el dorso de la mano de Quirke, que se apoyaba en la sábana—. Algunas veces es muy atractivo.
Quirke, seco ya el sudor sobre su piel, sintió repentinamente frío. Buscó su camisa para ponérsela y entonces regresó a la cama.
—Dime qué está pasando.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué está pasando dónde?
—Aquí. Todo esto. El suicidio de tu marido; a continuación, Jack Clancy se ahoga. El negocio. Davy Clancy. Tu cuñada…
—¿Mi cuñada? ¿Te refieres a Maggie? —le miró incrédula.
—Sí, la hermana de tu marido.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Qué pasa con cada uno de vosotros? Aquí hay algo raro. Todo parece estar relacionado y enredado.
—Claro, ¿cómo no va a estarlo? Son dos familias que hacen negocios juntas y saben todo la una de la otra. ¿Cómo no va a estar enredado?
Esta mujer podía ser muchas cosas, pero desde luego tonta no era, pensó Quirke.
De repente, Mona se inclinó y lo besó en la boca con dureza, casi con violencia, casi con ira. Su boca sabía a tabaco y ligeramente a ginebra. Lo que estaba sucediendo ya le había pasado antes en circunstancias idénticas con otra mujer, otras mujeres. Sintió la frescura estremecida de los pechos de Mona contra su piel. Ella se apartó y lo miró. Sus ojos, tan cerca, parecían inmensos.
—¡Qué tonto eres! ¡Tonto sin remedio! —le dijo afectuosa.
De puntillas y con el sombrero en la mano, Quirke atravesó el vestíbulo. A su espalda, en la casa, se oían voces. Deseó no toparse de nuevo con los gemelos o la chica, ese trío tan elegante y frío. Le habían mirado de aquella manera irónica y controlada mientras se lanzaban su secreto de unos a otros como si fuera una elástica y mullida pelota de tenis. Ya descubriría cuál era su secreto, ese secreto con el que jugaban.
La criada seguía sin dar señales de vida. Mientras abría la puerta, se vio como una especie de payaso avanzando a trompicones con sus grandes zapatos y holgados pantalones entre dos risueños equipos que, vestidos de blanco, lanzaban sobre su cabeza, con burlona facilidad, la pelota que él intentaba atrapar a saltos en vano.
Sí, averiguaría cuál era el secreto.