9

Otro funeral con los mismos asistentes que el anterior, salvo el que ocupaba el féretro. Sin embargo, Quirke percibía un ambiente distinto, aunque se le escapaba la diferencia. Tal vez se trataba del tiempo. El día del funeral de Victor Delahaye el sol brillaba como si hubiera una fiesta, pero hoy lloviznaba, una fina y cálida lluvia que apenas se sentía, pero que había calado la ropa de todo el mundo de tal manera que en el interior de la iglesia olía a oveja mojada.

Quirke estaba de pie detrás de los últimos bancos, mientras el sacerdote oficiaba con voz monótona arriba en el altar. Observó con atención las cabezas de los congregados, de espaldas a él, intentando identificarlos. Aquella con el gran sombrero flexible negro era sin duda Mona Delahaye, mientras que la mujer alta y erguida con el pelo rubio canoso debía de ser la viuda de Jack Clancy y el que estaba a su lado, el hijo. Imposible, desde luego, no reconocer a los gemelos Delahaye con sus cabezas alargadas y pajizas. En un asiento lateral, hacia la mitad de la iglesia, estaba Hackett. Sin sombrero, con el cabello brillante y la calva en la coronilla, a Quirke le pareció incompleto, como un novicio tonsurado y prematuramente envejecido.

Cerca de él, en los últimos bancos, había otra mujer rubia, aunque más joven que la señora Clancy. No llevaba sombrero, sino una boina azul marino coquetamente ladeada y un chal de seda morado sobre un vestido de pana fina escarlata. Así vestida parecía una flor de pasión en medio de una corona fúnebre.

Dos días después de la desaparición de Jack Clancy, su velero, hundido y encallado en un banco de arena a ocho kilómetros de las Muglins, se enganchó en la red de arrastre de una trainera y fue alzado. El patrón del barco localizó inmediatamente el orificio abierto entre las tablas del casco y llamó a los guardas. Pasaron dos días más hasta que el cuerpo de Jack Clancy fue devuelto por el mar a una cala pedregosa situada detrás del cabo de Howth. Quirke dejó que Sinclair realizara la autopsia. Había muerto ahogado, pero además tenía un golpe detrás de la oreja. El dilema de siempre: ¿saltó o le empujaron? ¿Fue él quien pilotó el velero en la bahía e hizo el agujero o alguien le golpeó en la cabeza, lo metió en el Rascal y agujereó el casco?

La noticia apareció en todos los periódicos. «Segunda tragedia golpea empresa local. El socio del primer fallecido se ahoga.»

—¡Por los clavos de Cristo! —había exclamado el inspector Hackett, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza con el meñique—. Qué afición le tienen a la muerte estos tipos.

Cuando acabó la misa, los encargados de la funeraria cargaron el ataúd hasta el coche fúnebre y el exterior de la iglesia se llenó de un sinnúmero de paraguas florecientes. La mujer de la boina azul estaba sola y, según le pareció a Quirke, perdida. Se aproximó a ella sin pensarlo y le ofreció un cigarrillo. Sorprendida, ella lo miró con curiosidad.

—Mi nombre es Quirke.

—¿Es usted… —ella titubeó—, es usted amigo de la familia?

Él meneó la cabeza con gesto negativo y le tendió el mechero. La mujer soltó una risita tensa.

—Yo tampoco soy amiga de la familia —inclinó la cabeza hacia la llama del mechero y al alzarla expulsó el humo hacia el cielo—. Bella Wintour. Con ¡oh!, ¡uh!

Él la miró desconcertado y ella se rió de nuevo y, luego, aclaró la broma deletreando el apellido entero.

—Ah, ya entiendo —ambos eran conscientes de que se estaban mojando. Con el rabillo del ojo, Quirke vio a Hackett abriéndose camino hacia ellos. Rozó el codo de Bella Wintour con un dedo—. Yo no voy a ir al cementerio. ¿Y usted? ¿Tampoco? ¿Le apetece una taza de té?

De camino a la salida se cruzaron con Mona Delahaye, de pie junto a la silla de ruedas de su suegro mientras sujetaba un paraguas para ambos. Sonrió a Quirke con aquel teatral y sensual gesto suyo y él se llevó la mano al sombrero y carraspeó.

—Vaya, vaya, hay viudas mires donde mires —murmuró Bella Wintour mientras seguían caminando.

Fueron al hotel Royal Marine y se acomodaron en los sillones del salón. El calabobos había cubierto la boina de Bella y los hombros de Quirke de una fina capa grisácea. Cuando se aproximó la camarera, Bella dijo que necesitaba un vodka-tonic y no un té.

—Ya es mediodía. Sol, vergas y toda esa jerigonza náutica —explicó.

Quirke pidió un whisky y la camarera se alejó con aire de reprobación.

—¿Qué son las vergas, por cierto? Nunca lo he sabido —preguntó Bella.

—Ni idea. No soy hombre de mar —Quirke sacó de nuevo la cajetilla.

—Ya lo suponía —dijo ella ligeramente sarcástica mientras lo miraba de arriba abajo.

Bella miró luego alrededor. Era consciente de que Quirke no le quitaba los ojos de encima, o eso percibía él. La luz de la lluvia daba a la estancia un aire plateado y melancólico. Bella detuvo sus ojos grises en Quirke con expresión divertida aunque algo tensa.

—Yo salía con Jack Clancy, era su amiga. Una de sus amiguitas, al menos —Bella giró el extremo del cigarrillo sobre el borde del cenicero hasta que la ceniza pareció la brillante y afilada punta de un lápiz—. ¿Le choca?

—No, chocarme, no. Siento curiosidad —dijo Quirke.

—No hay nada de que sentirse curioso. Si conocía a Jack, sabrá que le gustaban las mujeres.

—No conocía a Jack.

—Es evidente —se apoyó contra la deslucida felpa del sillón—. ¿Es usted… es usted policía? —sonrió sorprendida de su propia pregunta.

Él negó con la cabeza.

—Patólogo.

—Ya entiendo. Debe de estar muy volcado en su trabajo para asistir a los funerales de sus… ¿Cómo se refiere a la gente a la que realiza autopsias? Seguro que no les llama pacientes.

—No creo que exista una palabra precisa. Muerto. Cadáver.

—No son personas, ya veo, sólo cosas.

Él no hizo ningún comentario.

La camarera se acercó con sus bebidas. Mientras las dejaba sobre la mesa, Bella miraba a Quirke con expresión burlona. Él pagó y la camarera soltó un bufido antes de alejarse.

—Salud —Bella alzó su vaso—. Por la vida.

Bebieron en silencio, algo cohibidos, mirando cada uno en diferente dirección. Al fin y al cabo, eran extraños.

—Así que conocía a Jack Clancy —dijo Quirke.

Ella no apartó los ojos de las ventanas, de los charcos de luz plateada.

—Sí, nos veíamos cada cierto tiempo. Él me llamaba de vez en cuando.

Al decirlo, lo miró y se encogió de hombros con una mueca de adusta tristeza y luego desvió la vista. Cuando levantó el vaso, una luz metálica se reflejó en su garganta. Quirke intentó adivinar su edad. ¿Cuarenta? ¿Más? Una mujer sola, que empezaría a preguntarse si la independencia era tan maravillosa como la pintaban.

—De hecho, se pasó por casa la noche en que… la noche en que murió.

—¿Sí? —dijo Quirke, intentando que su voz resultase lo más inexpresiva posible.

Bella asintió mientras se mordía el labio inferior.

—No dejo de darle vueltas a lo que dijo, cómo parecía sentirse, qué aspecto tenía.

—¿Y?

Ella se encogió de hombros.

—Y nada —aplastó el cigarrillo contra el cenicero para apagarlo, pero la colilla siguió ardiendo, exhalando una espiral de humo—. Algo le preocupaba. Era la segunda vez que venía a casa en un espacio de muy pocos días, cuando llevábamos sin vernos… No sé cuánto. ¿Años?

—¿Y qué le contó?

Ella le lanzó una mirada afilada.

—¿Qué me contó de qué?

Quirke abrió las manos, mostrando las palmas.

—No lo sé. Acaba de decir que algo le preocupaba.

Bella pareció súbitamente irritada.

—Sí, es cierto. Pero no me contó nada. No era la clase de persona que cuenta cosas —suspiró y movió la cabeza—. O tal vez lo era y simplemente no me contaba nada a mí. No teníamos tanta confianza, al menos en ese aspecto.

Una cálida sensación, débil pero creciente, surgió en el pecho de Quirke, como una luz piloto que parpadeara hasta encenderse. Él ya la conocía. Le gustaban las ocasiones ligeramente ilícitas como ésa: un almuerzo en el bar de un hotel cochambroso en un día de lluvia, el aroma del alcohol en la nariz y, sentada frente a él, una rubia de cierta edad, discreta y jovial, cuya mirada parecía abrir posibilidades que, si se actuaba de manera apropiada, podían dar un brillo inesperado a la larga tarde que se extendía ante ellos. Tenía que ir al hospital, pero Sinclair le cubriría. Pensó en Isabel Galloway. Estaba ensayando una pieza de Chéjov que se estrenaría en el Gate.

—¿Le apetece otra copa? —le preguntó a Bella Wintour.

Le gustó su casa, pequeña y luminosa. Ella preparó café y se sentaron en el sofá de la habitación acristalada que daba al jardín, frente al ventanal. Le contó que era allí donde había estado con Jack Clancy por última vez. En un momento así, otra mujer hubiera dejado caer una lágrima o lanzado un suspiro lastimero, pero no ella. Había cesado de llover y un sol mojado se esforzaba por brillar, el jardín resplandecía y un tordo virtuoso entonaba sus fluidos y melodiosos silbidos. Quirke hubiera preferido una copa, pero tomó su café a sorbitos con la mayor elegancia de que era capaz.

Bella se había quitado los zapatos y se encontraba sentada de lado, con los pies, desnudos y rosados, encima del sofá. Estaba fumando uno de los cigarrillos de Quirke y había colocado un gran cenicero de cristal entre ambos. Quirke se fijó en la descascarillada pintura carmesí de las uñas. Los pies de las mujeres le resultaban atractivos y, al mismo tiempo, ligeramente desagradables. Se obligó a mirar el jardín.

—¿Qué es aquella planta? Esa con las flores blancas en forma de trompeta.

—Es una mala hierba. No recuerdo su nombre —dijo Bella.

—Hay un montón.

—Sí, por lo visto matará todo lo demás si no pongo remedio —movió las piernas con un ligero gruñido y las dobló bajo su cuerpo—. Dime qué es exactamente lo que te interesa.

—¿Qué?

—De Jack Clancy. De su muerte.

Quirke dio unos golpecitos con el cigarrillo en el borde del cenicero sin levantar la vista.

—¿Por qué crees que podría haberse suicidado? —le preguntó.

Ella abrió los ojos con asombro.

—¿Eso es lo que cuentan, que se mató? Los periódicos sólo decían que se ahogó.

—Era un excelente navegante… Tiene premios que lo demuestran.

—Hasta los mejores cometen errores.

Él asintió, aún con la vista baja.

—En su cabeza había un moratón.

—¿Moratón? ¿Qué clase de moratón?

—En la nuca, justo aquí —se llevó la mano a la cabeza para mostrarle el lugar—. Una contusión violenta. El golpe debió de dejarle inconsciente.

—¿Se cayó?

—Tal vez. El velero no tenía la vela.

—¿Y eso?

Él se encogió de hombros.

—Tal vez las corrientes la destrozaron.

—¿Eso es posible?

—No lo sé. Yo, desde luego, no soy experto en barcos.

—Tú piensas que lo mataron, ¿verdad? —ella lo miraba a los ojos, inmóvil, casi conteniendo la respiración.

—No lo sé. Alguien pudo golpearlo en la cabeza, meterlo en el velero y quitar la vela para que, si volvía en sí, no pudiese izarla y regresar a la costa.

—¿Alguien?

Quirke aplastó la colilla, se levantó y se aproximó al ventanal y allí permaneció de espaldas mirando el jardín.

—Ahí de pie me recuerdas a Jack, aunque tú eres más grande —dijo Bella.

Quirke no hizo ningún comentario.

—¿Estás segura de que aquella noche no te contó lo que le preocupaba? —le preguntó.

—Ya te lo he dicho. Jack y yo no teníamos ese tipo de relación, no éramos… íntimos.

Él giró la cabeza y la miró por encima del hombro.

—¿No lo erais?

—Ya te lo he dicho… No en ese aspecto. Y, por favor, no te quedes ahí como un pasmarote.

Quirke se acercó al sofá, pero no se sentó.

—Tengo que irme —dijo y sus palabras le sorprendieron a él tanto como a ella.

Bella lo miró, con los labios apretados y moviendo ligeramente la mandíbula como si estuviera mordisqueando una semilla dura.

—¿Por qué has venido?

—Porque tú me has invitado.

Ella entrecerró los ojos sin dejar de mirarle.

—Has venido para ver si averiguabas algo de Jack, ¿no es así?

—Sí.

En la puerta, mientras él se ponía el sombrero, Bella le preguntó si volvería otro día a verla. Quirke decidió no darse por enterado y le contestó que si había algo que quisiera contarle o preguntarle, podía llamarle al hospital. Ella le sonrió con frialdad.

—No es lo que quería decir, pero da igual.

Antes de que llegara a la verja, Bella ya había cerrado la puerta.

El inspector Hackett estaba molesto. Había notado cómo Quirke simulaba no verle a la salida de la iglesia antes de marcharse con la mujer de la boina. Intentó no darle importancia, pero le importaba. Conocía la debilidad de Quirke por las mujeres, pero así y todo.

En cualquier caso, ¿quién era la rubia? No creía que fuera pariente del fallecido. Había pasado su vida profesional estudiando a la gente, su apariencia, las actitudes que adoptaba, la manera de moverse… Y había percibido inmediatamente que aquella mujer no pertenecía al ambiente de los Clancy y de los Delahaye. Debía de ser uno de los antiguos amores de Jack Clancy; se rumoreaba que había tenido un buen puñado. Y Quirke, que era un experto asimismo en esas lides, habría adivinado quién era tan pronto como le puso los ojos encima. La rubia era perfecta para Quirke. Hackett se rió entre dientes. Pobre Quirke, siempre metiéndose en aprietos.

Tan pronto como estuvo fuera de la verja de la iglesia, se dirigió a pie al paseo marítimo y torció a la derecha para coger Queen’s Road. Era un paseo muy agradable con sus frondosos árboles y las elegantes casas situadas discretamente tras ellos. Lloviznaba, pero Hackett no le prestó atención. Le gustaba el olor de la lluvia en la hierba y las hojas; le recordaba su infancia y la granja de su padre. Tiempos felices, ya muy lejanos.

Se trataba de un asunto complicado. Primero Delahaye se había suicidado y ahora Jack Clancy se había ahogado. No sabía qué conexión había entre las dos muertes; todavía no. Pero tenía que haber una conexión. Basándose en el golpe en la cabeza, Quirke estaba convencido de que Clancy había sido asesinado. A Hackett eso le parecía algo fantasioso, pero se fiaba del instinto de Quirke en tales asuntos. Quirke sabía de los muertos de la misma manera que él sabía de los vivos. Se rió entre dientes de nuevo.

Era poco más de mediodía, pero tenía hambre. Volvió sobre sus pasos, dejando el paseo marítimo a su espalda, y se encaminó colina arriba hacia la ciudad. A mitad de camino se detuvo en un pub —Clancy’s; menuda coincidencia—, se sentó en un taburete en la barra y pidió un sándwich de jamón y un vaso de Kolita. El camarero, un tipo granujiento al que le faltaba uno de los dientes delanteros, le pasó un ejemplar de Press. «El ministro reclama una mayor producción de turba.» Había aumentado la emigración, habían caído los robos —lo uno consecuencia de lo otro, sin duda—. «Condenado un miembro de una banda de ladrones de ganado.» Dio un sorbo a su gaseosa; el sabor almibarado le recordaba también sus días escolares. Mientras sus ojos se deslizaban por encima de las columnas de tinta, su mente retornaba una y otra vez al tema de la muerte de Jack Clancy, deteniéndose brevemente aquí y allá como si se tratara del cadáver del hombre. El hijo de Clancy estaba en el yate cuando Delahaye se disparó; su presencia seguía siendo un interrogante sin resolver. Y ahora era Clancy quien se hundía en un velero que él mismo u otros habían perforado. ¿Ojo por ojo, diente por diente? Tenía que ser eso. Venganza. Pero ¿quién era el vengador y cuál era la causa?

Sintió una ráfaga de aire y un joven pelirrojo se encaramó en el taburete vecino. Hackett suspiró. El maldito pub estaba vacío, pero el tipo tenía que sentarse justo a su lado. Ceñudo, se concentró en el periódico. «El ministro afirmó que la productividad es la clave para solucionar los problemas económicos y sociales del país.»

—Hola, inspector —le saludó el joven.

Hackett se giró para mirarlo. Pico de viuda, cara estrecha, pecas. ¿Quién era? Un periodista, claro. Jimmy no-sé-qué. ¿Del Mail? El joven parecía ligeramente ofendido de que no le hubiera reconocido a la primera.

—Minor, Jimmy Minor —dijo.

—Claro, uno de nuestros representantes del cuarto poder, si no me equivoco —Hackett esbozó una gran y torpe sonrisa.

Jimmy Minor sacó una cajetilla de Gold Flake, encendió un cigarrillo y volvió a guardar la cajetilla.

—No, gracias, no me apetece —dijo el inspector con sarcasmo, aunque Minor ni se dio cuenta. Hackett pegó un bocado a su sándwich.

—Ha estado en el funeral —dijo Jimmy Minor.

—¿Usted también ha estado? No le vi —contestó el inspector mientras masticaba.

—Nosotros, los del cuarto poder, nos confundimos entre la gente.

A Hackett le fascinó la manera de fumar del joven, torcía la boca y aspiraba el cigarrillo casi con violencia, como si estuviera realizando una tarea desagradable que alguien le hubiera impuesto y en la que se viera obligado a persistir, calada tras calada. El camarero le trajo el sándwich y la cerveza negra que había pedido.

—¿Le envió el periódico? —preguntó el inspector.

—No —Minor levantó una esquina del sándwich y contempló con ojos críticos la brillante loncha naranja de queso y la delgada capa de mantequilla.

—Ah, asistió entonces por curiosidad —dijo Hackett.

Se acordó de que Minor era amigo de la hija de Quirke, Phoebe. Amigo o algo por el estilo, pues Minor no parecía el tipo de persona que cultiva la amistad. El camarero, ocioso tras la hilera de grifos de cerveza, se hurgaba un grano de un rojo furioso que tenía en la barbilla. Hackett pensó con asco en el sándwich que se acababa de comer y que aquellos dedos habían preparado.

—Bueno, ¿qué piensa del asunto? —preguntó Minor con el aire resuelto de quien ha decidido ponerse manos a la obra, mientras se limpiaba el delgado bigote de espuma que le había dejado la cerveza.

Hackett no conseguía separar sus consternados ojos del camarero y sus activos dedos exploradores.

—¿Qué pienso de qué? —preguntó distraído.

Minor se rió burlón.

—Del asunto de Clancy y Delahaye, del hecho de que los dos hayan muerto en un espacio de menos de quince días.

—Una casualidad asombrosa, desde luego —dijo el inspector con voz tranquila, y dio un sorbo a su gaseosa.

Minor le miró con un teatral gesto de incredulidad.

—¿Casualidad? ¿Usted cree que yo nací ayer, o qué?

Hackett sacó una cajetilla de Player’s y con exagerada cortesía le ofreció un pitillo a Minor, que estuvo a punto de aceptar antes de darse cuenta de que ya tenía un Gold Flake entre los dedos.

—Si no se trata de una casualidad, ¿podría decirme cuál cree que es la causa de esas dos desgraciadas muertes?

—Las casualidades no existen —Minor movió el vaso vacío para atraer la atención del camarero—. Hay algo muy… ¡por favor, otra cerveza!… Hay algo muy extraño en todo este asunto. He escuchado, por ejemplo, que Clancy tenía medio cráneo hundido antes de que el velero se fuera a pique. Es difícil que él se hiciera eso a sí mismo.

Hackett suspiró. Así corrían las noticias, enturbiando el agua y ensombreciendo el ambiente.

—¿Medio cráneo hundido? La primera vez que lo oigo.

Era obvio que Minor no le creyó.

—Y aún hay más —dijo el joven mientras el camarero le lanzaba un segundo vaso de Guinness a lo largo de la barra—, he oído que algo sucede tras las gruesas y altas paredes de Delahaye & Clancy Ltd. —movió los dedos—. Como si hubieran pillado a alguien con las manos en la caja.

El inspector Hackett dio una calada a su pitillo, se echó ligeramente hacia atrás en el taburete y miró el techo.

—¿Es eso cierto? La verdad, señor Minor, es que el día parece darle mucho de sí para enterarse de tantas cosas —se fijó en la iluminación: dos bombillas de cuarenta vatios bajo unas pantallas en forma cónica hechas con ese material color de sebo que parecía piel humana momificada. Seguro que a la señora Hackett no le gustarían—. ¿Y ha oído a quién pertenecían las manos que sorprendieron metidas en la caja?

Minor apuró su Guinness y le apareció un nuevo bigote de espuma.

—Creo que no ando muy desencaminado al pensar en el difunto señor Clancy.

—Sí, podría ser una razón para que el pobre hombre se quitara de en medio, si lo habían descubierto.

Minor lo miró de reojo.

—¿Cree que fue un suicidio? —preguntó incrédulo.

Hackett movió una mano en un leve gesto de rechazo.

—Yo no creo nada. Es usted quien está haciendo el razonamiento.

Minor permaneció en silencio durante unos instantes, mientras miraba al inspector con los ojos entornados.

—Mire, inspector, usted y yo podríamos echarnos una mano en este asunto —dijo bajando la voz.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo podríamos hacerlo?

Minor movió la cabeza con impaciencia, rechazando la pretendida inocencia del policía.

—Yo oigo cosas y usted sabe cosas —dijo—. ¿Qué hay de malo en un intercambio equitativo?

El inspector sonrió casi con indulgencia. Cogió su sombrero de la barra y se bajó del taburete.

—Ah, Jimmy, hijo, esto no funciona así. No funciona así en absoluto.

Le saludó con la cabeza, se puso el sombrero y se alejó sin prisa, silbando suavemente.

Al principio llovió, una desagradable llovizna que se pegaba como aceite al limpiaparabrisas, pero tan pronto Maggie dejó atrás Carlow el sol se abrió paso entre las nubes. A su izquierda, alargados retales de algodonosa neblina blanca se enredaban en las cimas de las montañas —eran colinas más bien, aunque no recordaba su nombre— y todo resplandecía con brillo trémulo: los árboles y los mojados campos de hierba y el asfalto de la carrera que se extendía ante ella. Ashgrove debía de estar bellísimo, su paisaje resultaba siempre espectacular cuando hacía ese tiempo. El único fallo del día era una punzada de culpa de la que no conseguía librarse. ¿Estaba huyendo? ¿Y qué si era así? Apenas se habían dado cuenta de que se iba, ni los gemelos ni por supuesto Mona, ni siquiera su padre. Probablemente estaban contentos de quitársela de encima. Después de todo, ¿no se alegraba también ella, en el fondo, de quitárselos de encima?

Intentó pensar en otras cosas que la distrajeran de aquel tema espinoso. En su nombre, por ejemplo: Marguerite Delahaye. Era un nombre precioso. Nunca debería haber permitido que la llamaran Maggie, ¡resultaba tan vulgar! Señorita Marguerite Delahaye, de la Casa de Dublín y ahora de la Casa Ashgrove en el Condado de Cork.

El mundo parecía tan extraño. Era extraño que el tiempo transcurriera tan pausadamente como siempre; resultaba indecente. Después de todo lo sucedido, hubiera debido discurrir a otro ritmo. La muerte había irrumpido de repente en su vida, no como un ladrón, sino como un atracador brutal y violento. Había llorado tanto a Victor y durante tanto tiempo que ahora se sentía seca. Aunque la palabra exacta era árida: se sentía árida. La amargura no había remitido. Sospechaba que nunca lo haría. Era como un nudo en su interior. Cuando Jack Clancy murió, pensó que desaparecería, pero no había sido así. Seguía ahí: una úlcera seca y endurecida de amargura, enquistada en su corazón. Y, sin embargo, se sentía aliviada también, aligerado su espíritu. Como si le hubieran puesto una carga sobre los hombros, pero hubiera conseguido no darle importancia. Era libre. La carretera se extendía ante ella como si no tuviera fin. Todo aquel odio y horror habían quedado atrás. Sí, era libre.

Cerró los ojos un segundo y cuando los abrió, justo delante de ella, en la carretera, había una niña en bicicleta. Apretó el pedal del freno hasta el fondo y dio un volantazo a la derecha y luego a la izquierda y el coche avanzó dando tumbos en el arcén de hierba y el motor rugió, como si estuviera enfurecido, y se caló. Olía a humo de escape y alquitrán quemado. Miró por el espejo retrovisor. La niña también se había detenido, una cría de ocho o nueve años con los rizos sucios y una cara aún más sucia. Llevaba una bicicleta de adulto, demasiado grande para ella, y tenía que ponerse de puntillas para sujetar los puños del manillar. ¿De dónde había salido, de la nada? Maggie vio con una claridad aterradora lo que podía haber sucedido, la bicicleta destrozada a un lado de la carretera, la rueda delantera girando y, a su lado, una figura inmóvil tirada en la calzada como un montoncito de harapos sangrientos. «Me está siguiendo. La muerte me está siguiendo», pensó Maggie.

Se detuvo en el primer pueblo, ni se fijó en el nombre, y encontró un hotel, un sitio cochambroso que olía a repollo cocido, se sentó en una esquina del bar y se bebió una copa de brandy. Le hizo toser al principio, porque no estaba acostumbrada a beber alcohol. Apareció un hombre y se sentó en la mesa de al lado. Era un tipo grande y coloradote, de gruesos labios y ojos sobresaltados, con una chaqueta de tweed, un chaleco amarillo y polainas —ella no había visto a nadie con polainas desde que era una niña—. Se aproximó a la barra y pidió un whisky —«Un balón de malta», le oyó pedir— y volvió con andares de fanfarrón a su mesa y, al pasar a su lado, le sonrió.

Intentó ignorarle, pero había algo en él vulgar y tremendamente fascinante. Estaba despatarrado en la silla, exhibiendo su enorme y abultado paquete tras la bragueta de los pantalones. Cada vez que daba un trago, dejaba que parte del whisky volviera a la copa mezclado con saliva, que se hundía en el fondo, filamentosa y blanca. Se dirigió a Maggie para comentarle el día tan bueno que había quedado al cesar la lluvia, gracias a Dios. Ella no le contestó, tan sólo asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa formal. Él le preguntó si se alojaba en el hotel. No, le dijo ella, iba de camino a West Cork.

—¡Cork! ¡Yo soy de Bandon! —le dijo él.

Maggie asintió de nuevo con la cabeza. Tuvo un repentino acceso de calor y notó que se estaba ruborizando. El hombre le preguntó si le apetecía otra copa. «Un pájaro nunca vuela con una sola ala.» Ella se lo agradeció y le dijo que no, que debía ponerse en camino. Él le sonrió de nuevo, le deseó un buen viaje y le pidió, con una carcajada, que saludara a Bandon de su parte si por casualidad pasaba por delante.

Maggie recogió sus objetos, el bolso, las llaves del coche, el fular de gasa, y se puso en pie. Temía que él se levantara y la tocara cuando pasara a su lado, que la sujetara de la rebeca o intentara cogerle la mano. Pero de repente percibió que él la miraba de una forma extraña; su expresión había cambiado, parecía sorprendido, incluso conmocionado. Ella debía de haber dicho algo antes, aunque no recordaba qué. Últimamente le sucedía a menudo que soltaba cosas sin pensar. A veces incluso hablaba en alto sin ser consciente y sólo se daba cuenta cuando los demás se apartaban de su lado con expresión ofendida o atemorizada. Su padre la había amenazado más de una vez con encerrarla. Debía ser prudente y cerrar la boca, especialmente ahora.

Dentro del coche tuvo que permanecer inmóvil durante un minuto para calmarse, pero de repente la asustó pensar que el hombre de las polainas podía salir e intentar abordarla de nuevo. Arrancó el coche y se alejó rápidamente.

No veía el momento de llegar a Ashgrove.