8

Los gemelos Delahaye estaban en la fiesta. Phoebe y Sinclair se toparon con uno de ellos, que bajaba las escaleras, justo cuando acababan de llegar. Iba con su novia —Phoebe la conocía, pero no recordaba su nombre— y se detuvieron a conversar, aunque oírse en aquel bullicio era casi imposible. La casa estaba en North Strand, en un callejón trasero adoquinado sobre el que pasaba un puente con las vías del tren. Era un simpático edificio desvencijado donde todo parecía hecho a escala diminuta: las ventanas pequeñas, la puerta de entrada baja, las escaleras angostas que llevaban a dos minúsculas habitaciones y a un baño apenas más grande que un aparador. Cada vez que pasaba el tren, todo temblaba y se agitaba como la gelatina fuera del molde. Breen, el dueño de la casa, había sido compañero de universidad de Sinclair. Hacía buena pareja con la casa, ya que era pequeño y corpulento, con una mata de rizos negros y unas gafas sin montura que le resbalaban sin cesar por su brillante nariz chata.

Ni Phoebe ni Sinclair eran muy amigos de las fiestas, pero habían acudido a ésta ante el temor de que nadie más asistiera, pues el pobre Breen no era precisamente conocido por su habilidad social. Les sorprendió encontrar la casa rebosante de gente y de ruido. Breen se acercó a ellos muy animado, sudoroso, con la cara brillante y entre grandes risas. Cogió la botella de burdeos que le habían traído, leyó la etiqueta con expresión complacida y les indicó que en la cocina había botellas de vino abiertas. Señaló con orgullo a la multitud que se agitaba en torno a ellos.

—El garito está que arde —dijo.

Llevaba unas zapatillas de tenis, unos pantalones de tweed a cuadros sujetos por un par de tirantes de un rojo vivo y una camisa verde esmeralda de cuello blando. Sinclair recordó cómo solía hablar de su deseo de ser pintor. Breen trabajaba en el hospital Coombe asistiendo a partos, «un niño tras otro, igual que salchichas», según decía.

Con la botella de burdeos bajo el brazo, se dio la vuelta y se zambulló en la multitud. Lo último que vieron de él, igual que si fuese un personaje de dibujos animados, fue su gordo trasero revestido de tweed. Phoebe y Sinclair se miraron con una sonrisita de consternación. Phoebe cogió de la mano a Sinclair y subieron las escaleras con la esperanza de que el piso de arriba estuviera un poco más despejado. A medio camino se encontraron al gemelo Delahaye y a su novia, que bajaban.

—No os molestéis en subir —dijo a voz en grito Delahaye—. ¡Es un caos!

Los cuatro descendieron al vestíbulo y se dirigieron al fondo de la casa. Phoebe tiró de la manga de Sinclair.

—¿Cuál de los dos es? —le susurró en la oreja. Sinclair levantó perplejo las manos y negó con la cabeza.

En la atiborrada cocina localizaron vasos de papel, los llenaron hasta el borde de un tinto español del pub Mooney y salieron al jardín. La cálida noche les pareció un bálsamo. El jardín, en realidad, era poco más que un patio vallado que olía a cañerías y cubos de basura, con un cuadrado de tierra invadido de malas hierbas y, en una esquina, una caseta con la puerta rota. Tampoco allí cabía un alfiler; la gente fumaba y bebía y junto a la caseta se besaba una pareja. A lo lejos se veía la luna, apoyada en una chimenea.

—Por cierto, os presento a Tanya Somers —dijo el joven Delahaye. Llevaba un blazer negro y unos pantalones náuticos blancos con una corbata del Trinity a modo de cinturón—. Y yo soy Jonas, por si no estabais seguros. Le ocurre a todo el mundo, ya lo sé. James también está por aquí —Phoebe y Sinclair se encogieron de hombros con una sonrisa, dando a entender que ellos sí sabían quién era quién.

Tanya Somers era una belleza de aspecto ocioso y cara de aburrimiento. Llevaba el pelo largo y suelto como un resplandeciente telón negro que apartaba de sus hombros moviendo con pereza la mano. No intentó ocultar que no sabía quiénes eran Phoebe y Sinclair ni tenía el más mínimo interés por averiguarlo. En cuanto abrió la boca, Phoebe reconoció el elegante acento del barrio de Rathgar.

—Este vino está asqueroso —con un rápido giro de muñeca Tanya vació el vaso sobre las malas hierbas—. Voy a ver si hay cerveza —y se fue, con andar arrogante, mientras se echaba el pelo hacia atrás.

—Siento lo de tu padre —le dijo Phoebe a Jonas.

Él se encogió de hombros.

—Sí… Creo que muchos se han sorprendido al verme… al vernos aquí, teniendo en cuenta lo reciente que está todo. Supongo que esperaban que respetaríamos el luto durante un año y un día, como en las viejas canciones.

—Oh, seguro que lo entienden —dijo Phoebe demasiado rápido. Jonas Delahaye la miró divertido con las comisuras de la boca temblando como si contuviera una sonrisa y Phoebe se sonrojó y se alegró de que estuvieran a oscuras—. Lo que quiero decir es que las cosas ya no son como en el pasado, cuando el duelo duraba meses. Bueno, al menos eso creo yo —concluyó sin mucha convicción, al notar los pequeños codazos de Sinclair en sus costillas.

—Sí, me atrevo a decir que tienes razón —dijo Jonas con teatral acento aristocrático. Miró el contenido de su vaso, ceñudo—. Tanny tiene razón, este brebaje da asco.

Arrojó el vino a las malas hierbas, igual que antes había hecho su novia, y con una fugaz sonrisa los dejó y se fue a la cocina.

—¡Dios santo! —se lamentó en voz queda Phoebe.

—No creo que se haya molestado —dijo Sinclair, irónico.

—Y tú… Tú te quedas ahí como un pasmarote… ¡Podías haber dicho algo!

Él se rió.

—¿Para qué? Tú solita te has apañado para meterte en el charco más y más —acarició con ternura la mejilla de Phoebe—. La verdad es que estás volviéndote igual que tu padre.

—¡¿Qué quiere decir eso?!

—Sabes perfectamente lo que quiere decir: meter la nariz en los asuntos de los demás, hacer preguntas y buscar pistas —se rió de nuevo y le pellizcó la mejilla—. Nuestra Nancy Drew, la mujer detective.

Ella retrocedió un paso.

—¡Tú…!

Él se aproximó y la sujetó entre sus brazos. Phoebe le golpeó el pecho suavemente con los puños, mientras se reía.

—¡Cerdo!

—Bonita manera de llamar a un judío.

Ella lo besó.

—Tú eres mi judío —dijo en voz baja, su aliento mezclándose con el de él.

Regresaron a la casa y, durante varios minutos, anduvieron por la fiesta en fila india. Sinclair iba delante, con Phoebe de la mano, abriendo un apretado camino entre la multitud compacta y olorosa. En alguna parte había un gramófono y un nuevo disco empezó a sonar. Era Elvis Presley, cantando sobre sus zapatos de gamuza azul. Phoebe no entendía nada de música pop.

Se encontraron con el segundo Delahaye en la puerta de una de las habitaciones. Estaba charlando con una chica morena con flequillo apoyada en el quicio. Ella lo miraba con unos ojos enormes y luminosos, mientras él, con una mano en el quicio y la otra en la pared, la rodeaba igual que si la estuviera abrazando, inclinado sobre ella como si fuera, al mismo tiempo, a amenazarla y a acariciarla. Tenía un vaso de papel lleno de vino en una mano y un cigarrillo prendido en la otra. Un pañuelo de un rojo encendido colgaba levemente del bolsillo superior de su chaqueta de pálido lino. Sinclair le dio unos golpecitos en el hombro.

—Hola, James.

Delahaye volvió la cabeza.

—Ah, hola, Sinclair —dijo con un poco de dificultad y la mirada vidriosa—. ¿Tú también has venido? Dios, menuda melé. Ésta es… —giró el rostro hacia la chica—, ¿cómo dijiste que te llamabas?

—No lo dije —sonrió ella.

—Da igual, eres un encanto —se volvió hacia ellos de nuevo, pero ahora se dirigió a Phoebe—. ¿Verdad que es un encanto?

Con una sonrisa de compromiso, Phoebe se alejó mientras tiraba del pulgar de Sinclair.

—Cuídate, James —dijo Sinclair y añadió sonriendo a la chica—: Tú también.

Una de las esquinas del dormitorio estaba inexplicablemente vacía y Sinclair y Phoebe se apresuraron a ocuparla. Sobre la maraña de chaquetas y jerséis que cubría la cama yacía una pareja con las bocas pegadas. La mano del chico subía por la pierna de la chica, intentando una y otra vez meterse bajo la falda, pero una y otra vez ella le apartaba la mano de la media con cierta indolencia. Phoebe y Sinclair simularon ignorarlos.

—Admitirás que la muerte de ese hombre es muy extraña —dijo Phoebe.

—¿Qué hombre? —preguntó con voz inocente Sinclair.

Phoebe le dio una palmotada en la mano.

—No me tomes el pelo. Sabes perfectamente que hablo del padre de los gemelos.

—Qué raro es hablar de ellos como «los gemelos», nunca relacionas gemelos con adultos, pero lo son. Nunca ves a uno sin ver, al mismo tiempo, al otro.

Phoebe se estremeció ligeramente.

—Yo odiaría tener una gemela… ¿Y tú?

Él le ofreció un cigarrillo, pero ella lo rechazó con la cabeza y él encendió el suyo con gesto pensativo.

—No lo sé, ni siquiera tengo hermanos.

—Bueno, tampoco yo.

Ninguno dijo nada. El pasado de Phoebe y sus padres era un tema delicado que no podía ser mencionado de pasada. Quirke nunca había sido un buen padre.

—La verdad es que no parecen muy… Bueno, no parecen estar muy afectados. ¿Tú habrías venido? ¿Habrías ido a una fiesta? —preguntó Sinclair.

—No lo sé.

La chica en la cama lanzó un suave gemido. El joven había logrado colar la mano bajo la falda y la movía en su regazo con brío. Phoebe les dio la espalda. Sinclair estaba medio sentado en el alféizar de la pequeña ventana cuadrada y ella sintió un súbito deseo de sentarse en sus rodillas, pero no lo hizo.

La luz de la luna se proyectaba en la ventana formando un cuadrado con dos oscuros barrotes que dibujaban una cruz descentrada. Phoebe nunca se había parado a pensar en la posibilidad de que su padre muriera, de que estuviera muerto. Hasta que cumplió diecinueve años creyó que Quirke era su tío y todavía ahora le resultaba conflictivo pensar en él como quien, en realidad, era. La palabra padre no le venía fácilmente a la cabeza, pero él era su padre y estaba vivo. ¿Cómo se sentiría si él muriera? No lo sabía y eso la sorprendía y la apenaba.

—Ah, ya te entiendo —dijo Sinclair haciéndose de nuevo el inocente—. Oí lo que le dijiste a Jonas Delahaye… Estás en contra de las nociones anticuadas sobre el luto y todo lo demás.

—Para —dijo ella sin prestarle atención. No podía quitarse de la cabeza el hipotético fallecimiento de Quirke. ¿Le entristecería? Claro que sí. ¿Sufriría? ¿Lloraría su muerte? Eso ya era otra cuestión.

La chica de la cama se liberó con esfuerzo de los brazos del chico y se sentó entre la ropa revuelta, parpadeando y con una mano enredada en el pelo. El chico también se sentó, aunque más lentamente, y colocó una mano suplicante en su hombro, pero ella se movió para sacudírsela de encima y él, desinflado, la dejó caer. Ninguno de ellos parecía darse cuenta de que no estaban solos, aunque había corrillos de gente a los pies de la cama y en la puerta.

Iluminado por la luna, Sinclair, que seguía sentado en el repecho de la ventana, rodeó las caderas de Phoebe con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Perdona —dijo.

—¿Por qué? —ella le levantó la barbilla para que le mirara a los ojos—. ¿Por qué me pides perdón?

Él desvió la vista.

—Ya lo sabes: los padres, la muerte… Por todo eso.

—Sí, todo eso —dijo ella abstraída, como si estuviera hablando con alguien que no era él.

Se despertó, si eso podía llamarse despertar, en una líquida oscuridad. Bajo él todo se movía de una forma que le resultaba familiar. Se acordó de sus días de estudiante, cuando empezó a beber y tras media docena de cervezas despertaba en mitad de la noche con la boca como una zapatilla y la cabeza palpitando con una horrible jaqueca mientras la cama en la que yacía giraba lentamente a su alrededor como un carrusel roto. Además, estaba mojado. Se encontraba tumbado de lado con las piernas dobladas contra el pecho y media cabeza hundida en agua. Por su textura supo que era agua de mar. Era un barco, pues, pero algo no funcionaba en aquel barco. La habitual sensación de equilibrada ligereza estaba ausente; aquella embarcación parecía tan pesada como si fuese el tocón vaciado de un árbol al que le costara flotar.

Intentó sentarse y se imaginó haciéndolo como si estuviese en una fotografía trucada, un espectro escapando de su ser mientras su cuerpo abultado e inerte permanecía tumbado. El dolor en la parte posterior de la cabeza semejaba un ruido, un rugido sordo y palpitante que hacía vibrar los huesos de su cráneo. Giró la cabeza y miró las estrellas. También parecían vibrar, zigzagueantes como luciérnagas. Lo último que había visto era la luna descendiendo en el cielo… ¿Dónde se encontraba ahora?

Con un gruñido consiguió finalmente enderezarse hasta quedar sentado. Le habían metido en el espacio entre los dos travesaños. Su ropa estaba empapada. Se pasó la mano con cuidado por detrás de la cabeza y al rozar el abultado chichón bajo la oreja hizo una mueca de dolor. ¿Con qué le habían golpeado? Algo de madera. Miró alrededor. Frente a él sólo se veía el mar oscuro y resplandeciente hasta el horizonte; detrás de él brillaban muy lejanas las luces de Dun Laoghaire. ¿Y qué era aquello?… Un barco con velas blancas y con una luz parpadeante arriba del mástil se deslizaba silencioso hacia la costa. Intentó gritar, pero no le salía la voz. Sentado en el agua estancada, tibia y cada vez más honda, empezó a temblar sin poder contenerse. Miró el mástil: no había vela, la habían quitado.

El agua estaba creciendo, cada vez más honda. Más honda.

De rodillas y sobre las manos, tanteó bajo la poza. Parecía hecho a mano, una construcción a tingladillo. Era… ¿Podía ser cierto?… Era Rascal, su propio velero de doce pies. Palpando, rascando y golpeando, sus manos encontraron lo que estaba buscando, lo que esperaba encontrar. Alguien había utilizado una palanca para abrir entre las tablas al fondo del barco un agujero de unos quince centímetros de largo y algo más de un centímetro de ancho. Notó cómo entraba la corriente de agua, el frío flujo de seda. Lo habían agujereado. Sintió una extraña calma. «Se está hundiendo y me voy a ahogar», pensó.

Casi parecía un chiste, una broma pesada que alguien le hubiera gastado. El pánico le ahogó igual que si fuera hiel, hundió ambas manos en la grieta como si así pudiera detener la entrada del agua. Pero no es posible detener el agua. El hombre gruñó y maldijo. Era un error, todo aquello era un error… Era imposible que él fuera a ahogarse. Miró por encima del hombro hacia el otro barco, pero lo único que divisó ya fue la luz del mástil balanceándose y parpadeando. Intentó gritar de nuevo… «¡Socorro! ¡Deténganse!…» Pero ni siquiera esas dos palabras salieron de su garganta inflamada. Empezó a llorar desesperado. Como si las lágrimas lo irritaran, el golpe en la nuca comenzó a martillear con tanta violencia que tuvo que ponerse a cuatro patas con la cabeza colgando.

El agua entraba con mayor rapidez ahora. Intentó ponerse en pie, pero se mareó y cayó de nuevo, provocando una gran salpicadura. El barco se inclinó peligrosamente hacia un lado y, al enderezarse, el agua se deslizó sobre sus rodillas. Se le había metido el frío en los huesos y temblaba entre escalofríos mientras le castañeteaban los dientes. Su mente volaba, pasando de una posibilidad a otra, como una rata en una trampa.

Se levantó y esta vez logró mantenerse sobre las piernas. Contempló la oscura y lejana costa con sus luces bamboleantes. La gente estaría durmiendo, soñando, haciendo el amor los que permanecían despiertos, bebiendo, peleando… Vivos y coleando. ¿Dormiría Sylvia? Tal vez se encontraba despierta en la oscuridad, preguntándose dónde estaría él. O tal vez se habría levantado y estaría en el cuarto de estar asomada a la ventana, escrutando en la oscuridad, pendiente de que él apareciera.

El agua llegaba ya hasta el trancanil y le lamía las rodillas. El terror le había cerrado la garganta y no conseguía tragar. La luz del mástil del otro barco había desaparecido. Se sujetó la cara helada con las manos.

No, él no moriría así, no permitiría que el velero le arrastrara. Tomó una gran bocanada de aire y notó cómo le raspaba la garganta, cerró los ojos y encaramándose a la borda se zambulló.

Qué negra era el agua, como raso helado que le envolvía. Era un buen nadador, siempre lo había sido. Debería haberse quitado la ropa.

¡Madre! ¡Jesucristo bendito! ¡Oh, Dios!

La cabeza le iba a estallar. Ya tenía los brazos cansados, sus músculos empezaban a agarrotarse.

Las luces de la costa parecían más lejos que nunca.

Dejó de moverse.

Imposible. Imposible.

Convólvulo.