El inspector Hackett localizó a Quirke antes de que éste le viera. Se encontraban entre la multitud congregada bajo el sol a las puertas de St. John. Sobre la gravilla flotaba un olor a polvo caliente, a metal recalentado de los coches aparcados, al maquillaje de las mujeres y a los cigarrillos de los hombres. Flotaba asimismo un débil olor a muerte, a tierra arcillosa y lirios y madera barnizada de ataúd. A Hackett los funerales siempre le parecían acontecimientos extraños o, por lo menos, se lo parecía esa parte de los mismos: el intervalo entre la misa y el entierro, cuando nadie sabía exactamente qué hacer o cómo comportarse y todos intentaban mantener una actitud solemne, aunque se sintieran, de manera culpable, aliviados y casi alegres. Hablaban de todo: política, el tiempo, quién iba a ganar el partido, pero a esas alturas del acto ya nadie mencionaba al fallecido. Como si se hubiera concedido una dispensa para olvidar durante unos minutos la única razón de que estuvieran allí reunidos.
Hackett había llegado cuando sólo faltaban un par de minutos para que finalizara la misa porque no deseaba entrar en la iglesia. Cuando era pequeño, los curas solían decir que era pecado para un católico entrar en una iglesia protestante y, aunque él ya no creía en historias semejantes, todavía, instintivamente, obedecía. En cualquier caso, él no era un pariente, ni siquiera un amigo de la familia.
Se apartó a un lado y encendió un cigarrillo mientras contemplaba a la multitud con sus trajes oscuros, sus vestidos negros y sus sombreros negros con velo. Parecía un desfile de moda. Localizó los rostros conocidos para observar cómo se comportaban. Allí estaban los gemelos Delahaye, asombrosamente idénticos. ¿Quién era quién? Aquel que permanecía silencioso debía de ser James, mientras que el otro, que charlaba sonriente, debía de ser Jonas.
La viuda del fallecido se hallaba en compañía de alguien que no reconoció, un hombre alto y elegante con una cabellera color ceniza peinada hacia atrás como el penacho de un águila. Tal vez se trataba de su hermano, ¿o era demasiado mayor? Ella vestía un dos piezas azul oscuro, y la falda estrecha marcaba la curva de su trasero. Hackett contempló la raya vertical de sus medias y desvió la vista.
Los Clancy, los padres y el hijo, se encontraban entre la multitud, pero parecían estar aparte, aislados por una muralla invisible. Jack Clancy daba caladas a su cigarrillo como si fuese una botella de oxígeno y estuviese ahogándose. El hijo, con el ceño fruncido y más aspecto que nunca de ser un peso gallo, tenía el rostro vuelto hacia arriba como si esperara que algo bajara del cielo y se lo llevara a cualquier sitio menos siniestro que aquel soleado y desolador cementerio parroquial. La señora Clancy —¿cómo se llamaba? ¿Celia? ¿Sylvia?—, con el bolso en la muñeca y sin mirar a nadie, aguardaba con esa pose erguida tan característica suya, «sostenida por su dignidad», pensó Hackett. Al ver a los tres, tuvo la impresión de que aquello que los mantenía unidos, fuera lo que fuese, podía romperse en cualquier momento, haciéndolos saltar en pedazos.
Y por supuesto allí estaba la hermana, la señorita Delahaye —¿Margaret?—, desconsolada, con los ojos enrojecidos y una tos constante que recordaba la bujía de encendido de un motor que estuviese defectuosa.
Problemas y más problemas, mirara donde mirase, pensó Hackett y suspiró.
Le animó ver a Quirke intentando pasar inadvertido junto a la puerta de la iglesia mientras encendía furtivamente un cigarrillo y echaba rápidas ojeadas alrededor, como si esperara que alguien le fuera a llamar la atención. Llevaba el sombrero negro ladeado sobre el ojo izquierdo. Con toda probabilidad era el único de los allí congregados que ese día no había tenido que cambiarse de ropa y ponerse un traje para el entierro.
—Por fin le encuentro —le dijo Hackett, y añadió bajando la voz—: Un gran día para sembrar.
Una media sonrisa apareció en el rostro de Quirke.
Los asistentes al funeral se encaminaban hacia el cementerio siguiendo al vicario con su sobrepelliz y estola, y tras el ataúd que llevaban a hombros James y Jonas Delahaye y cuatro jóvenes más, que debían de ser amigos suyos, bien trajeados y con expresión seca. Subidas a sus altos tacones, las mujeres daban pasitos cuidadosos sobre la hierba como si fuesen aves zancudas, mientras que los hombres, con sus cigarrillos a medio fumar escondidos en el hueco de la mano, daban sus últimas caladas furtivas. Quirke y el inspector se unieron a los rezagados.
—En un rincón del cementerio de Glasnevin hay una señal que dice: «Área reservada para los pimpollos» —dijo en voz queda Quirke. Los hombros del inspector se estremecieron de risa, pero Quirke no lo miró y añadió con suavidad—: Creo que se refiere a los árboles.
A paso lento siguieron el cortejo fúnebre.
—¡Por los clavos de Cristo! Menudo humor negro se gasta usted —dijo Hackett recuperando el aliento.
El entierro fue rápido. El vicario pronunció un monótono discurso con los ojos soñadoramente fijos en una esquina del cielo que asomaba sobre las copas de los tejos, el himno se cantó sin orden ni concierto, alguien —quizá la hermana de Delahaye— lanzó un sollozo que sonó igual que el ladrido de un zorro, el ataúd fue bajado al foso, la tierra esparcida. El vicario cerró su libro negro tras colocar en él un marcapágina de seda y, con las manos entrelazadas delante del pecho, condujo el solemne cortejo fuera del camposanto. Hackett, muy aficionado a las herramientas, había observado con admiración las dos sólidas palas que llevaban los enterradores, que dieron unos pasos adelante en ese momento y empezaron a trabajar. Mona Delahaye sonrió a Quirke y se mordió el labio al pasar a su lado. Quirke se descubrió. Hackett observó a la joven, aunque evitó bajar la vista a las costuras de sus medias de nailon.
—Le sienta bien el luto, ¿eh? —dijo enarcando una ceja.
Los coches comenzaban a partir y uno o dos ya estaban en la puerta de la verja.
—¿Ha venido en coche? —le preguntó el inspector. Quirke negó con la cabeza—. Estupendo, hace un día perfecto para volver a la ciudad dando un paseo.
Hackett escuchó a su espalda el ruido de unos pasos sobre la grava. Al volverse, se topó con un hombre de mediana edad, pálido, con la mandíbula grisácea y seca y el cabello negro engominado y peinado cuidadosamente hacia atrás.
—¿Es usted el policía?
—Sí, soy el inspector Hackett.
El hombre asintió. Tenía una curiosa manera de parpadear, lenta e intensa, como un ave de presa. Llevaba un cuello alto almidonado; ¿alguien llevaba cuellos así todavía?
—¿Podemos hablar un momento? —dijo, lanzando una mirada de reojo a Quirke. Sus dientes estaban en mal estado y a Hackett le llegó el tufillo de su aliento.
—Le presento al doctor Quirke. Nosotros… trabajamos juntos.
Quirke le miró, pero el rostro del policía no se alteró un ápice. Hackett no solía bromear.
—Ah, sí, Garret Quirke. He oído hablar de usted —dijo el hombre.
—Quirke, a secas —subrayó éste, sin saber por qué últimamente la gente se dirigía a él con su nombre completo.
—Disculpe —repuso como una mera formalidad—. Soy Maverley, Duncan Maverley. Trabajo, trabajaba para el señor Delahaye —echó un vistazo a la multitud que empezaba a disgregarse e hizo un gesto hacia la verja—. ¿Les parece si…?
Los tres hombres atravesaron la puerta de la verja, giraron a la derecha y caminaron lentamente a la sombra de los plátanos. El coche de los Delahaye les adelantó y a Hackett le pareció ver el rostro de Mona Delahaye vuelto en dirección a Quirke. Más le valía al atrevido doctor andarse con cuidado con la flamante viuda.
—Soy el jefe del departamento de Contabilidad en Delahaye & Clancy —explicó Maverley, mientras caminaba entre los dos hombres.
Vestía un anodino traje negro, ligeramente decolorado en las solapas y los puños y con motas de caspa sobre los hombros. La viva imagen de lo que uno esperaría de un contable, pensó Quirke.
—Una lamentable pérdida la del señor Delahaye, y en esas circunstancias —dijo Hackett.
—Cierto —asintió Maverley distraído, como si estuviera pensando en otra cosa—. Inspector, querría hablar con usted de ciertas… ciertas anomalías empresariales que he descubierto en Delahaye & Clancy.
—Anomalías —repitió Hackett como si la palabra le resultara extraña.
—Sí. En las cuentas. Ciertos movimientos, ciertas transferencias de fondos y acciones. Es un asunto complejo, que no resulta fácil de comprender para los profanos.
Quirke y Hackett, ambos profanos, intercambiaron una mirada sobre la cabeza de Maverley. Éste, perdido en sus pensamientos, no pareció advertirlo.
—¿Podría darnos una idea, un resumen de las consecuencias que han tenido esas… esas anomalías? —preguntó Hackett.
Caminaron un trecho antes de que Maverley abriera la boca de nuevo.
—La consecuencia fundamental es —dijo casi en un susurro, como si estuviera sobrecogido ante la gravedad del asunto que iba a exponer— que el señor Delahaye, el joven señor Delahaye, el señor Victor, había sido… —Maverley titubeó—. ¿Cómo puedo explicarlo? Su posición había sido socavada de forma metódica, constante y, debo admitir, muy hábilmente, de manera que ya no estaba al frente de la compañía como él creía.
—¿Quiere usted decir que había sido apartado de su puesto sin él saberlo? —preguntó Quirke.
—No había sido apartado, doctor Quirke: había sido expulsado. Aunque tal vez esa expresión es demasiado fuerte.
Habían llegado a la esquina de la calle y allí se detuvieron. A su derecha, al final de un corto tramo de carretera aparecía repentinamente el mar, una soleada visión azul. Maverley introdujo el dedo índice en el cuello almidonado de su camisa y dio un tirón.
—Déjenme explicárselo de otro modo. El equilibrio de poder en la compañía había variado…, había sido modificado de tal manera que el señor Delahaye, el señor Victor, que hasta entonces era el socio principal, se convierte, se había convertido en algo aún menor que socio minoritario. Y todo eso había sucedido sin que él lo supiera hasta que yo… —Maverley carraspeó— le informé.
Nadie dijo nada. Con los ojos entornados fijos en el mar, al final de la carretera, el inspector Hackett se quitó el sombrero y pasó la mano por la banda interior, empapada de sudor. Quirke lo observó; en momentos como ése, sin especial trascendencia ni significado, se daba cuenta de lo poco que sabía de ese hombre; desconocía cómo trabajaba su mente o cuáles podían ser sus pensamientos. Ambos eran muy distintos y, sin embargo, de nuevo estaban a punto de adentrarse juntos en otro cenagal humano de codicia y engaños.
El inspector volvió el rostro hacia Maverley.
—¿Y quién podría estar detrás de esa inteligente maniobra?
Maverley apretó sus pálidos labios.
—Inspector, no estoy en posición de decírselo —dijo lentamente.
—¿Significa eso que no lo sabe o que no está dispuesto a decirlo? —saltó Hackett.
—Significa que no estoy en posición de decírselo —repitió Maverley con frialdad. Sacó un pañuelo de la manga de su traje y se lo pasó por la frente, que a los otros hombres les pareció que estaba tan seca como el propio pañuelo—. Simplemente era mi obligación en estas circunstancias, en estas trágicas circunstancias, poner el asunto en conocimiento de las autoridades. Ya lo he hecho y no tengo nada más que añadir. Que tengan un buen día.
Se disponía a marcharse cuando Hackett le sujetó el brazo con un gesto informal. Maverley miró la mano del policía y luego se volvió hacia Quirke como si lo reclamara de testigo de aquel acto de coerción.
—La cuestión, señor Maverley, es qué pretende usted que haga con esa información que me acaba de dar en un ejemplar acto de civismo.
Separó la mano con que retenía a Maverley, pero, para consternación de éste, fue para engancharle del brazo y hacerle marchar junto a él por la carretera que llevaba al mar. Maverley giró el cuello hacia atrás para mirar a Quirke con expresión implorante, en una muda súplica de que hiciera entrar en razón al policía. Quirke se limitó a sonreír. Ya conocía los juguetones métodos de coerción del inspector.
—Vamos a ver, lo primero que quiero saber es por qué me ha contado todo esto, sobre todo teniendo en cuenta que sólo está dispuesto a pasarme una parte de la información y no toda. Como, por ejemplo, la identidad de la persona que ha estado maniobrando dentro de la compañía Delahaye & Clancy —Hackett lanzó una carcajada y sacudió el brazo que tenía enlazado al de Maverley—: ¿No será, señor Maverley, que lo que usted quiere es que adivine la identidad de cierto individuo cuyo nombre no desea mencionar?
Hackett había acelerado el paso, adelantando ligeramente a Maverley, de manera que parecía arrastrarlo en contra de su voluntad. Maverley miró de nuevo a Quirke, que iba tras ellos, con una mirada aún más desesperada.
—Doctor Quirke… —exclamó con voz lastimera.
Hackett, haciéndole caso omiso, siguió caminando.
—Creo que soy capaz de adivinar quién es ese caballero. Aunque puedo estar muy equivocado y, si es así, sin duda usted me corregirá.
Con un rudo movimiento, Maverley consiguió escapar del brazo de Hackett. Se detuvo en seco sobre la acera como si fuese un caballo y, muy indignado, se recolocó la chaqueta y se aflojó el nudo de su estrecha corbata negra. El inspector, que, llevado por su ímpetu, había continuado andando, también se detuvo, se dio la vuelta y se aproximó a él con una sonrisa en la cara. Quirke retrocedió para permanecer en segundo término, pero Hackett le sujetó amigablemente para que fuese parte del pequeño círculo que ahora formaban los tres.
Maverley ya había tenido bastante. Alzó una mano extendida frente a ellos para marcar las distancias.
—Lo siento, inspector, he dicho todo lo que tenía que decir. Y ahora, si no le importa, he de volver al trabajo.
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas. Con una mano en el bolsillo y la cabeza ladeada, un sonriente Hackett le contempló marcharse.
—Es increíble, doctor Quirke, ese tipo es la viva imagen de un recaudador de impuestos que, cuando yo era niño, venía a incordiar a mi padre a la granja diminuta que teníamos. Le recuerdo perfectamente, aún no he olvidado su voz pretenciosa: «Señor Hackett, debo informarle de que si no rellena los impresos y paga sus impuestos, me veré obligado a llamar a los guardas» —volviéndose hacia Quirke, le preguntó—: ¿Le apetece una copa, doctor?
—No le diré que no, inspector —se rió Quirke.
Entraron en un pub que estaba en la esquina de Sandymount Green. Pidieron un vaso de Guinness cada uno y unos sándwiches de queso, que estaban duros.
—¿No le parece una desgracia el pan de molde? —observó el inspector tristemente.
Una intensa luz entraba sesgada por la puerta y desde la franja de cristal transparente que coronaba la decorada vitrina delantera. En el otro extremo de la barra, un anciano con un ejemplar del Independent luchaba por mantenerse despierto, pero se le cerraban los parpados mientras cabeceaba. Los dos hombres probaron sus sándwiches.
—Páseme la mostaza. Le juro que esto sabe como dos pedazos de cartón con una loncha de linóleo mohoso en el medio —dijo Hackett.
Quirke dio un trago a su cerveza negra y lamentó no haber pedido un whisky. Había procurado no excederse con la bebida en los últimos meses y se sentía orgulloso por haberlo conseguido.
—¿Qué impresión le ha causado Bartleby el Escribiente? ¿Ha logrado sacarle algo?
—¿Se refiere usted a Maverley? —el inspector masticaba su sándwich de queso con cara de asco—. No podía dejar de imaginar que yo era mi padre y que tenía que echar de la granja a ese gilipollas —dio un largo trago a su cerveza y se limpió el bigote de espuma con el dorso de la mano—. Tiene que ser el socio, Clancy, la persona de la que habla. ¿Quién más podría ser?
—¿Los hijos de Delahaye, los gemelos?
El inspector chasqueó los labios con desdén.
—Ésos no tienen suficientes luces.
—¿Está seguro?
El inspector le miró de soslayo.
—¿Es que hay algo seguro en este valle de lágrimas?
Quirke apartó su sándwich medio comido, sacó una cajetilla de Senior Service y se la tendió al policía con la tapa abierta y los cigarrillos colocados como los tubos en miniatura de un órgano.
—¿Qué pasaría si fuera Clancy quien está detrás de los chanchullos? —preguntó.
Hackett se encogió de hombros.
—Y si fuera él, ¿qué? ¿Debo pensar que lo que ha hecho contraviene la ley o que sólo se trata de un tejemaneje más de los que se urden en las empresas y los consejos de administración todos los días de la semana?
—Tiene que ser algo serio para que Maverley le haya abordado a usted y se lo haya contado.
—Sí, tiene que ser algo serio —asintió el inspector.
Quirke dio un trago a su cerveza. Cuando posó el vaso sobre la barra, la espuma amarilla se deslizó por el interior hasta fundirse con la capa principal. Era extraño, pero de hecho no le gustaban gran cosa el alcohol ni sus atributos distintivos, el tufillo jabonoso de la cerveza, la quemazón del whisky. Incluso la ginebra, a la que no consideraba realmente una bebida alcohólica, dejaba un regusto metálico en la boca que le producía escalofríos. Pero la sensación de cálido bienestar, ese vivo bienestar interior, era algo sin lo que no deseaba vivir, por mal que estuvieran su hígado o su cerebro.
La imagen de Isabel la noche anterior vino a su mente, el gin-tonic caliente, las patatas asquerosas y las croquetas pestilentes —no iba a ser fácil olvidar esas croquetas—, el ritual del té, el leve sabor de carmín en su cigarrillo y el sabor mucho más intenso cuando ella lo besó. Recordó el leve resplandor del dormitorio y a ella dormida y sintió de nuevo el peso de la cabeza de Isabel en el hueco de su brazo doblado. ¿Estaba cometiendo un error al volver con ella? Probablemente. Y, sin embargo, en un remoto rincón de lo que él llamaba su corazón brillaba como un ascua el recuerdo de Isabel. Había bastado verla para avivar los rescoldos que él creía cenizas.
Era cierto lo que todos le decían, pasaba demasiado tiempo entre los muertos. Pero ¿quién se atrevería a descender al Hades para llevarle a la luz? ¿Isabel? ¿Y por qué no? ¿Por qué no iba a ser ella tan capaz como cualquier otro? Si no era demasiado tarde.
—Creo que ahora nos toca visitar al mismísimo señor Clancy para tener una charla con él —dijo el inspector con voz reflexiva mientras apoyaba los codos en la barra.
—¿Nos toca?
Hackett lo miró con asombro y fingida consternación.
—Vamos, doctor, no pensará abandonarme en este punto de la investigación. Sabe que yo no sé tratar a esa gente tan distinguida. Pero usted habla su idioma.
Quirke jugueteaba con su vaso, girando la gruesa base redondeada entre sus dedos.
—Desde luego, inspector, usted tiene sobre mí algunas extrañas ideas.
Ahora que el funeral ya se había oficiado, Maggie Delahaye se planteaba volver a Ashgrove para pasar el resto de las vacaciones. Le incomodaba un poco hacer tales planes cuando el cuerpo de su hermano aún estaba caliente en la tumba, pero ¿por qué no iba a regresar a Cork? De hecho, desde la muerte de Victor, había pensado en más de una ocasión que ya nada la detenía para mudarse de una vez por todas a Ashgrove.
Cuando reflexionaba serenamente sobre la situación no podía dejar de preguntarse qué la retenía allí. Al morir la primera esposa de Victor, Maggie vendió su pequeña casa en Foxrock y se mudó al caserón de ladrillo rojo en Northumberland para cuidar de su hermano. Había sido un error. Había crecido en esa casa y debería haber intuido que no era posible volver sin reencontrar a los viejos fantasmas. Sin embargo, tras sufrir la apoplejía, el carácter de su padre se había hecho aún más difícil y los gemelos, que todavía iban a la universidad, estaban completamente descontrolados, como suele sucederles a los jóvenes cuando pierden a su madre. Victor no habría sido capaz de salir adelante solo. Pero bastaron un par de años para que anunciara por sorpresa su intención de casarse de nuevo.
Nada volvió a ser lo mismo desde el instante en que Mona puso el pie en la casa. Victor estaba loco por ella hasta un punto que, según Maggie, rozaba la indecencia. Su hermano había adorado a Lisa y adoraba aún más a su sucesora. No era correcto. No se trataba de que Maggie pretendiera que Victor pasara el resto de su vida languideciendo por su esposa fallecida, pero existía algo que se denomina moderación.
No culpaba a Victor de la situación. Después de todo, era un hombre y Mona, aunque fuese una zorra, era hermosa y probablemente… —Maggie buscó con delicadeza la palabra precisa—… probablemente era muy apasionada y eso debía de ser importante para un hombre como Victor, en la cuarentena pero aún vigoroso. En realidad, Victor era tan infantil como su mujer, aunque de forma bien distinta, desde luego. Mona era codiciosa e insaciable y con esa inteligencia instintiva de los niños para conseguir siempre lo que deseaba. El pobre Victor, por el contrario, era como los héroes de los libros que leía cuando estaba en el colegio, lleno de ideales y estúpidas nociones románticas sobre los demás. La teatral imagen infantil que Mona daba de sí había fascinado a Victor, sin darse cuenta de cómo lo manipulaba, cómo lo tenía comiendo de su mano y cómo se reía de él a sus espaldas. Oh, sí, Maggie había calado bien a Mona. Su hermano, su encantador, valiente y tonto hermano estaba completamente echado a perder al lado de esa mujer.
Sin embargo, a pesar de que Mona le tenía el seso sorbido a Victor, Maggie estaba convencida de que él había percibido ese elemento desagradable en su esposa, algo despreciable y ruin y, de algún modo… sí, de algún modo corrompido. Tal vez era parte de lo que le atraía. Algunos hombres son así, les gusta pensar que las mujeres son sucias y depravadas. Maggie había sido testigo de lo posesivo que se mostraba Victor con Mona, del celo con que la vigilaba. Él disimulaba su vulnerabilidad detrás de su fachada sofisticada, pero no podía engañar a su hermana. Victor y ella siempre habían mantenido una relación muy estrecha. Habían crecido apoyándose mutuamente frente a la agresividad de su padre y la negligencia de su madre. En su escondite entre los árboles de Ashgrove habían prometido casarse el uno con el otro cuando crecieran, dijeran los demás lo que dijesen. Y, en cierta manera, Maggie siempre había sentido que estaban casados, aunque sólo fuera en espíritu.
Cuando Victor se casó fue un golpe duro para ella y aún más duro cuando se casó por segunda vez, aunque en ninguna de las ocasiones dijo nada. ¿Qué podía decir? Pero había sido doloroso contemplar cómo su hermano se volcaba en aquellas dos mujeres que no valían ni la mitad que él. Al menos Lisa era una chica tímida, inofensiva, un poco boba y siempre ansiosa por agradar. A todos les sorprendió su actitud cuando enfermó, la valentía con que luchó para sobrevivir, sin quejarse y, al final, sin resultado. Sin embargo, Mona no era tímida; Mona no era inofensiva.
A Maggie le había desconcertado tanto como a los demás la muerte de su hermano. No conseguía aceptar que se hubiera quitado la vida. Le habían asegurado que era lo sucedido, pero seguía sin poder aceptarlo. Al principio intentó persuadirse de que Davy Clancy lo había hecho. ¿Por qué, si no, había tirado la pistola? Sin embargo, no funcionó; Davy era un ser débil e incapaz de matar a nadie, y menos aún a Delahaye. Pero ¿por qué lo invitó Victor al barco? ¿Por qué a él? Era la forma que había elegido Victor de enviar un mensaje, de dejar un indicio de por qué había hecho lo que había hecho. Pero ¿cuál era el mensaje? ¿Y a quién iba dirigido?
Si Davy Clancy no había sido el causante de la muerte de Victor, Maggie estaba convencida de que Mona sí tuvo que ver en aquella decisión, aunque era incapaz de explicar cómo. Debía alejarse de esa casa con su atmósfera horrible y opresiva y la siniestra sensación de que en el aire flotaba un secreto que todos conocían menos ella. Sí, regresaría a Ashgrove. Allí estaría tranquila.
Puso el libro a un lado, había estado pasando las páginas sin enterarse de una sola palabra. Se encaminó a su tocador, se sentó frente al espejo y cogió un cepillo de carey para peinarse con furia el cabello. Cepillarse el pelo tenía un efecto relajante normalmente, pero hoy era una actividad casi violenta de largas y duras cepilladas que le estiraban la piel de la frente y agrandaban sus ojos, y en el espejo parecía un poco loca. Aunque tal vez, pensó Maggie, sí estaba un poco loca. Había una veta de locura en la familia materna, y la familia de su padre tampoco estaba muy cuerda, con su fanatismo bíblico y su odio y temor hacia los católicos. Nunca habían perdonado a su padre que se trasladara al sur y que se metiera en negocios con un papista, como se referían a Phil Clancy, un paleto papista.
Dejó el cepillo y contempló su imagen en el espejo, con los ojos aún muy abiertos. Tal vez eso era lo que le había pasado a Victor, tal vez había sufrido un ataque de locura temporal. Pero no, Victor no estaba loco. Era apasionado, sí, y fantasioso, con ideas rocambolescas acerca de sí mismo y de la gente que le rodeaba, pero no estaba loco. Algo o alguien le había empujado aquel día a embarcar junto a Davy Clancy en la bahía de Slievemore y navegar mar adentro con una pistola en el bolsillo y desesperación en su corazón.
Cuando bajó, su padre estaba en el salón, hundido en su silla junto a la ventana que daba al jardín. Creyó que estaba dormido, pero al aproximarse descubrió que no era así. Comprobar que tenía los ojos húmedos la sobresaltó. Jamás había visto que a su padre se le saltaran las lágrimas, ni siquiera había llorado en el funeral de su único hijo.
—¿Te encuentras bien, papá? —le preguntó.
Él no reaccionó hasta que ella le puso la mano en el hombro con suavidad. Se apartó con brusquedad para evitar su contacto y la miró con asombro primero, y luego con furia. Hasta ese instante, había estado perdido en sus pensamientos.
No pronunció una sola palabra y ella no supo qué decirle. Sentía compasión por él, pero de forma distante, igual que la sentiría por alguien cuya desgracia le hubieran contado o hubiera leído en los periódicos. La relación con su padre nunca había sido estrecha. A él no le agradaban las confianzas, de hecho les ponía freno con su distancia, su sarcasmo hiriente, sus súbitos ataques de ira. A pesar de ello, Maggie lo admiraba. Era duro, autosuficiente, implacable. Cualidades por las que ella sentía un profundo respeto. En cuanto al amor, bueno, el amor no estaba incluido en el lote.
Llegó el té en un carrito con ruedas que empujaba Sarah, la doncella pelirroja. La primera mujer de Victor, Lisa, había instituido el té de la tarde. ¡Pobre Lisa! ¡Se sentía tan emocionada por formar parte de la magnífica y poderosa familia Delahaye! Sarah condujo el carrito hasta el ventanal. Maggie le dijo que ella se haría cargo y la doncella sonrió, se dio la vuelta y se marchó canturreando. Era una chica descarada, con muy poco respeto hacia nada, pero buena trabajadora. Maggie sirvió el té para su padre, le añadió leche y dos cucharadas de azúcar como a él le gustaba, y se lo acercó. Con un violento movimiento del brazo, él lo rechazó.
—No quiero té. Estoy harto de beber té —gruñó.
Maggie suspiró.
—¿Te has tomado la pastilla?
—No, no la he tomado.
—Ya sabes lo que dice el doctor sobre…
—Que se vaya al infierno. ¿Qué saben los médicos? —estaba convencido de que su apoplejía se había producido por incompetencia médica—. Mira en qué estado me han dejado, atado a este maldito armatoste y conducido de un sitio a otro como un bebé.
La idea de que su padre permitiera que alguien le llevara de un sitio a otro era hilarante, pero Maggie aguardó con paciencia y a cierta distancia y luego le tendió de nuevo la taza.
—Tómate el té —le dijo.
Él permitió que le pusiera la taza y el platillo en las manos. Maggie temía que derramara el té, que se escaldara incluso, pero los doctores habían insistido en que le permitieran valerse por sí mismo siempre que fuera posible. La taza temblequeó cuando él posó el platillo en su regazo. No probó el té, ocupado en mirar el jardín.
—¿Estás seguro de que no te has tomado la pastilla? —le preguntó Maggie.
El padre giró la cabeza para mirarla con desprecio.
—¿En qué estaba pensando el buen Dios para llevarse a mi único hijo y dejarme contigo?
Se quedó observándola expectante, casi sonriendo, para ver el efecto del dardo. Medio siglo viviendo en el sur del país no había suavizado su acento, pensó Maggie. Aquel ladrido del norte era una de las cosas a las que él se aferraba sin concesiones.
—Bébete el té —repitió con suavidad.
Acercó una silla al carrito, se sentó y se sirvió una taza. Ambos volvieron la vista al jardín. Qué extraño resultaba contemplar aquel paisaje florecido bajo un hermoso sol. Pero ¿por qué iba a ser extraño? La muerte no aparecía tan sólo en el frío y la oscuridad. La bahía debía de estar preciosa cuando Victor se encañonó y disparó. ¿Qué miedos, qué recuerdos pasaron por su cabeza? Maggie sintió agolparse las lágrimas en los ojos, pero las contuvo a fuerza de voluntad. Su padre se había enfurecido cuando ella le sorprendió llorando; ahora no iba a darle la revancha permitiendo que la viera llorar.
—Estaba contemplando los pájaros —dijo el anciano—. Hay tordos, mirlos y un petirrojo que va y viene. El petirrojo es una criatura feroz. ¿Lo sabías? Su bravura es cien veces mayor que su tamaño. Ah, ese pájaro resiste, no se desinfla ni se rinde —el hombre cerró la mano izquierda y pegó un puñetazo en el brazo de la silla de ruedas, derramando el té.
A Maggie le pasó por la cabeza que lo que más le dolía a su padre de la muerte de su hijo era la vergüenza, la deshonra. ¿O estaba siendo injusta? Quizá él sentía tanto dolor como ella. Quién sabe si conocía lo que había empujado a Victor a hacer lo que había hecho. ¿Debía preguntarle? Una ocasión como aquélla debería permitirles hablar como jamás lo habían hecho. Contempló a su padre: el marcado perfil, la plateada cabellera de poeta. No sabía nada de él, o casi nada. Él nunca le había prestado atención; una hija carecía de importancia. Y ahora había perdido a su hijo. ¿Cómo no iba a estar furioso? Y abatido, tal vez; también abatido. Quizá.
Jonas entró en la estancia. Los ojos de Maggie se deslizaron automáticamente hacia la puerta, esperando que James entrara tras él como de costumbre. Sin embargo, Jonas estaba solo. Eso era tan raro que Maggie le contempló inquisitiva, pero él la ignoró.
—¿Queda té? —preguntó.
Maggie tocó la barriga de la tetera.
—Se ha quedado frío. Voy a pedirle a Sarah que prepare otra tetera.
Jonas se encogió de hombros.
—Da igual. De cualquier manera, hace demasiado calor para beber té.
Se dejó caer en el sillón. Había cambiado el traje negro del funeral por una camisa de seda blanca, unos pantalones oscuros y unos mocasines. No llevaba calcetines y sus delgados tobillos se veían bronceados. Él tampoco había llorado en el cementerio. A veces Maggie se preguntaba si no era ella quien se dejaba llevar en exceso por sus sentimientos. La muerte de su hermano le había causado un dolor inmenso que el tiempo calmaría, sin duda, pero que permanecería para siempre en su vida como una corriente subterránea. En su interior aún se mantenían latentes dolores del pasado. Billy Thompson, un chaval por el que había estado colada cuando era joven, había muerto y, a pesar del tiempo transcurrido, todavía lo lloraba. Miró a Jonas, repantingado en el sillón, tan apuesto y aparentemente relajado. Seguro que, a su manera clandestina, también sufría por su padre.
—¿Cómo te encuentras, abuelo? —preguntó el joven.
El anciano levantó la mano y luego la dejó caer con languidez en un gesto de hastiado enojo.
—Igual que vosotros —dijo sin apartar la vista del jardín mientras movía la mandíbula.
Jonas se volvió hacia Maggie.
—¿Y tú qué tal estás, tía? —le preguntó jovial e irónico.
Siempre utilizaba ese tono medio burlón con Maggie. Como si ella le hiciera gracia, pensó Maggie sin rencor. No tenía por qué extrañarse, su vida parecía un mal chiste: la hermana solterona que seguía en la misma casa donde había crecido, despreciada por su padre, ridiculizada por sus sobrinos y ahora abandonada por su adorado hermano. Ni siquiera la criada la obedecía. Sí, debía mudarse a Ashgrove para vivir allí sola, cuidar los gatos y convertirse en la excéntrica local.
—Por cierto, tú y yo tenemos que hablar —le dijo Jonas en voz baja.
—¿Sí? ¿De qué?
Él frunció el ceño y miró en dirección a su abuelo.
—Luego te cuento.
Mona tampoco iba ya de luto; había cambiado el negro por un vestido de seda de un oscuro azul zafiro que resaltaba su piel lechosa y los llamativos tonos broncíneos de su pelo. Al entrar en el salón se detuvo unos instantes en la puerta contemplando a Maggie, a su suegro y a uno de los gemelos, los tres sentados en diferentes lugares al fondo de la iluminada y espaciosa habitación, como actores que esperaran la entrada de la actriz principal.
Se dirigió a la chimenea para coger un cigarrillo de la caja que había sobre la repisa y utilizó el voluminoso mechero para encenderlo. Era consciente de que los demás la miraban. Estaba acostumbrada a ser el centro de atención, pero ahora era distinto. Convertirse en viuda le había dado un nuevo papel. Era una sensación curiosamente agradable, casi exultante. ¡Viuda a su edad! Resultaba absurdo, algo más propio de un musical. La viuda alegre. Seguía siendo la misma, por supuesto, y, sin embargo, era otra. Era la Mona Vanderweert de siempre y, al mismo tiempo, la señora Delahaye, cuyo marido había fallecido. La hacía sentirse… bueno, la hacía sentirse adulta como nunca antes se había sentido.
—¿Llego tarde al té? —dijo.
No era precisamente té lo que le apetecía, sino una copa, pero imaginó que era preferible no pedir una. Había sido un día duro y no parecía que fuera a mejorar. Todo era tan gris y monótono. Le habría gustado invitar a la casa a los asistentes al funeral una vez finalizado el entierro, pero su suegro se había negado. Habría resultado interesante estar entre aquella gente mostrándose triste pero animosa.
Maggie se levantó de la silla que estaba junto al carrito del té.
—¿Cómo estás, querida? —le preguntó.
«Como si le importara», pensó Mona.
—Estoy bien, gracias. Tan sólo me siento un poco… aturdida.
Su cuñada la miró pesarosa con las manos cruzadas bajo el pecho, plano como una tabla. A Mona le asaltó una visión del tiempo alargándose ante ella como un túnel o, mejor, como la avenida de un cementerio alineada con árboles oscuros bajo cada uno de los cuales se erguía una persona que la observaba con idéntica pesadumbre. Un grito silencioso creció en su interior. El aburrimiento era uno de sus peores temores.
—Estoy bien, en serio —dijo, alejándose de Maggie.
Ninguno de los tres la apreciaba. Les había arrebatado a su precioso Victor y, por si eso fuera poco, ahora parecían atribuirle la responsabilidad de su muerte. Nunca lo dirían, desde luego, pero ella lo notaba. Miró al gemelo y se preguntó si sabría algo. ¿Era James? Nunca estaba segura de quién era quién, después de tantos años. Los gemelos habían estado muy fríos en el funeral, aunque nunca se mostraban especialmente cálidos con ella. Tenía que andar con cuidado. Sabía que se había comportado como una idiota, que había corrido un riesgo idiota. ¿Lo había descubierto Victor? ¿Había sido ésa la razón de…? No, no estaba dispuesta a hacer semejantes conjeturas, no lo haría, era demasiado absurdo.
Se volvió hacia el joven en el sillón.
—¿Y Jonas? ¿Dónde está? —preguntó.
Éste tensó la boca y suspiró.
—Yo soy Jonas —alzó la mano izquierda y le mostró el anillo en el meñique—. Jonas es el que lleva esto, ¿te acuerdas?
Ella se rió y se llevó la mano a la boca.
—Lo siento, es verdad, no me había fijado.
El agrio sarcasmo del joven la divirtió. ¿Esperaban en serio que les mirara los meñiques cada vez que se cruzaba con ellos? Ella no tenía la culpa de que fueran fenómenos de circo.
—Lo siento —repitió y miró alrededor en busca de un cenicero.
Samuel Delahaye permanecía hundido en su silla con la barbilla clavada en el pecho mientras miraba ceñudo el jardín. Mona se aproximó a él y permaneció a su lado; de todos ellos era el único que le interesaba. Se había esforzado en gustarle y creía haberlo conseguido, aunque, por supuesto, él no diera la más mínima señal. Menudo cascarrabias era, siempre gritando e insultando a todo el mundo. Cuando le daban sus ataques de ira, a ella le entraban unas ganas locas de reír, pero sabía que si lo hacía, él probablemente acudiría en su silla a toda velocidad y le arrearía una bofetada. Que te golpearan así podría ser interesante. El viejo Sam seguía siendo un hombre apuesto y de aspecto cruel, lo mismo que sus nietos. Pero él no era débil como ellos. Cuando sonreía, si aquella mueca era una sonrisa, dejaba a la vista los dientes de abajo, exactamente igual que Victor.
El recuerdo de Victor la entristeció. Era difícil asumir que ya no estaba, que se encontraba en una caja de madera bajo tierra empezando a descomponerse. Mona se estremeció. Victor le gustaba. Era un hombre guapo, más guapo que su padre, aunque con una belleza distinta: «Con menos aristas», pensó. Sí, eso era, con menos aristas.
Él no sabía nada sobre ella y ella lo había preferido así. Estar casada con Victor había sido como vivir en una hermosa casa, sólida y bien equipada; una casa que no era suya, pero que le proporcionaba refugio y la protegía y, además, le daba libertad para entrar y salir cuando le apetecía, con una pequeña llave de oro a su disposición. Recordó el olor de Victor a tabaco, loción y ese jabón especial que utilizaba para lavarse las manos, pues tenía una piel muy sensible que se agrietaba con facilidad. Intentó visualizar las manos de Victor y le sorprendió no ser capaz de hacerlo. ¿Se había detenido a mirarlas alguna vez? ¿Había prestado atención a su marido alguna vez? No la perturbaban esas preguntas; más bien la asombraba el hecho de planteárselas. Siempre había vigilado con cuidado qué posición adoptar para mirar y para ser mirada. A veces se veía como un ente separado, un ser ajeno a quien podía contemplar a cierta distancia y evaluar, aprobar, admirar.
Victor creía que ella le amaba. No habría sido justo desengañarlo.
—Mirad —exclamó repentinamente su suegro, enderezándose en la silla de ruedas y señalando el jardín, al otro lado de la ventana, con un dedo tembloroso—, ¡un petirrojo! Ajá, el pequeño guerrero.
Era casi medianoche cuando salió de casa de Bella la segunda vez que la visitó. No habían transcurrido aún dos semanas desde la muerte de Victor, pero parecía que hubiera pasado mucho más tiempo. Bella permaneció en el umbral de la puerta de entrada viéndole marchar. Cuando iba a girar la esquina al final de la calle, él miró hacia atrás y comprobó que seguía allí: distinguía su silueta oscura contra la luz del vestíbulo. Se detuvo para contemplarla, mientras escuchaba su propia respiración. ¿Por qué continuaba allí? Hacía una noche tranquila y cálida y la suave caricia del aire le recordó otras noches de verano en el pasado y a él alejándose de la puerta de otras mujeres, aspirando el dulce olor del rocío en los setos y el acre aroma a sal del mar y escuchando los reclamos y chillidos lejanos de los pájaros en la bahía. Sintió la imperiosa necesidad de regresar a casa de Bella antes de que ella cerrara la puerta, y pedirle que le llevara dentro de nuevo y se acostara con él y le sujetara entre sus brazos. No quería estar allí fuera, solo.
Se puso en marcha y dobló la esquina.
Sobre la bahía brillaba la luna llena, un inmenso ojo dorado que parecía mirarle de soslayo. Deseó que Sylvia estuviera dormida, aunque lo más seguro es que no fuese así. Ella sabía que tenía problemas y que los problemas estaban relacionados con la muerte de Victor Delahaye. No le había acusado, por supuesto que no, ni siquiera le había hecho la más mínima pregunta. Así era su mujer, siempre prudente, siempre discreta.
Debería haberle contado qué sucedía, en qué andaba metido. Ella se merecía que fuese sincero, pero no había soltado prenda. Había actuado así, no por falta de confianza en ella, sino porque no hubiera sabido cómo contárselo. ¿Qué habría dicho? ¿Cómo lo habría explicado? «Cariño, verás, en los dos últimos años he estado moviéndome para pegarle una patada en el culo a Victor y hacerme con la dirección de la vieja y entrañable compañía. ¿Qué te parece?» Sabía bien qué le parecería. Lo sabía muy bien. ¿Le dejaría? Ella era inglesa, y los ingleses tienen un concepto peculiar de lo que es correcto y de lo que no lo es. Podía decirle que no era nada personal, sólo negocios —¿no era así?—, pero ella se lo echaría en cara. ¿Y qué esperaba ella? ¿Pensaba que a él le daba igual pasar el resto de su vida bajo la bota de Victor Delahaye? O, para ser más precisos, bajo la suela de sus mocasines John Lobb hechos a mano.
Victor Delahaye era lo que Sylvia hubiera llamado un asno: estúpido, engreído, petulante y perezoso. Durante toda su vida había disfrutado de su posición regalada en una empresa que los padres de ambos, Samuel Delahaye y su socio Phil Clancy, habían levantado con trabajo duro, sagacidad y una crueldad constante. Si Victor hubiera tenido el control absoluto de la compañía, ésta habría quedado a la deriva. Quién sabe si hasta se habría ido a pique de no ser porque Jack mantenía el pulso firme en el timón.
¿Cuántas situaciones peligrosas había esquivado Jack? Para empezar, la huelga de los estibadores tras la guerra, esa huelga que el viejo Sam se había creído capaz de romper y que tuvo que solucionar Jack, untando bajo cuerda a los jefes de los sindicatos y rompiéndoles la cabeza a unos cuantos tipos duros que se negaban a colaborar. O cuando Clem Morrissy y sus hermanos decidieron hacerles la competencia abriendo una cadena de talleres de coches y, de nuevo, tuvo que ser Jack quien se encargara de mandar unos cuantos matones para salvaguardar el monopolio de Delahaye & Clancy. Siempre le tocaba a él hacer el trabajo sucio, mientras Victor se jactaba y pavoneaba y representaba el papel de caballero. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, ¿quién habría pensado que Victor sería capaz de quitarse de en medio de aquella manera? ¿Quién habría pensado que descubrir que había sido arrinconado le afectaría de una forma tan devastadora? ¿Quién lo habría pensado? Tenía que haber algo más; algo distinto lo había llevado a meterse una bala en el corazón. Jack estaba seguro. Pero ¿de qué se trataba? Si lo averiguaba, tal vez todo por lo que había estado trabajando no estaría perdido, tal vez podría salvar algo.
¿Debía hacer un último esfuerzo? ¿Era capaz? Él siempre había sido un luchador, al contrario que Victor, a quien todo le había sido dado en bandeja de plata. Sí, Jack no se iba a rendir, no iba a permitir que el cabrón de Maverley y los gandules de los hijos de Victor acabaran con él. Ése sería su acicate: saber que los gemelos y Maverley usarían la muerte de Victor para derrotarle. Porque no había duda de que, si podían, se librarían de él. Ah, sí, claro que lo harían. Maverley ya había puesto en marcha la maquinaria para triturarle y arrojarle a la calle. ¿Creía que Jack no había visto cómo se quedó rezagado en el funeral para hablar disimuladamente con el policía, aquel tipo que todavía tenía mierda de vaca pegada en los zapatos, y con su compinche del traje negro? Jack podía imaginarse perfectamente al contable, con su mandíbula grisácea y su aliento fétido, enumerar sus insinuaciones como si fuesen libras, chelines y peniques, manchando el buen nombre de Jack Clancy, acusándole con medias palabras e intentando desbaratar con sigilo todo lo que él había construido con tanto cuidado, tanta sutileza, tanto ingenio.
No había un alma en el paseo marítimo y, sin embargo, mientras caminaba tuvo la sensación de que no se hallaba solo. Se detuvo varias veces, se dio la vuelta y miró con ojos escrutadores el camino que discurría junto al mar. ¿Había visto una sombra ocultarse tras un arbusto? Con los nervios de punta, intentó ver en la oscuridad, mientras le llegaba el suave sonido de las pequeñas olas contra el malecón. No vio nada, no escuchó nada.
La hierba plateaba bajo la luz de la luna. Continuó caminando, debatiéndose entre el deseo de apresurar el paso y el temor a llegar a casa. Se imaginó en la puerta de entrada: metería la llave en la cerradura y se encogería al oír el chirrido de apertura. Luego permanecería en la oscuridad del vestíbulo, tanteando mentalmente la casa, intentando adivinar si Sylvia dormía y si Davy estaba o había salido y sintiendo, al mismo tiempo, una cálida y húmeda erección. La culpa lo excitaba, siempre lo había hecho, aunque excitarse por sentirse culpable le hacía sentirse más culpable aún. Su vida siempre había sido un caos, pero ¿quién la había enredado? ¿A quién que no fuese él podía echarle la culpa?
Tan pronto como alcanzó la casa se detuvo y, con las manos sobre la barra fría y pegajosa de la verja, contempló la ventana de su dormitorio, de la que escapaba una tenue luz. Sylvia estaría despierta, sentada en la cama leyendo o cosiendo con las gafas en la punta de la nariz. Desde la muerte de Victor, dormía mal. ¿Quién no? Sabría, desde luego, o adivinaría qué había estado haciendo. Le faltarían los datos concretos —Jack estaba seguro de que Sylvia ignoraba la existencia de Bella—, pero tampoco querría conocerlos. A veces, Jack tenía la sensación de que ella se alegraba de perderle de vista durante tanto tiempo. Tenía su propia vida. Él no era un requisito indispensable en ella.
Encendió un cigarrillo de espaldas para que la llama de la cerilla no fuese visible desde la lejana ventana y comenzó a pasear sin rumbo, pensando en su esposa, a quien, para ser sincero, conocía tan poco. Él había estado enamorado de esa pálida, delgada y distante mujer. La había deseado porque no se parecía en nada a las mujeres que había conocido antes ni a las que conoció después, a pesar de estar ya casado. Y ella le había amado… Todavía le amaba probablemente. A pesar de todo.
Pasó delante del quiosco de música. Bajo la luna, el cenador afiligranado de hierro tenía un aspecto fantasmal, silencioso y amenazador.
Se detuvo. Escuchó. No había duda, alguien le seguía.
Se quedó helado de pánico, la piel de la nuca se le erizó, no se atrevía a moverse, aun así se giró. Tampoco entonces vio a nadie, pero sabía que había alguien, el mismo que le seguía desde que salió de casa de Bella.
—¿Quién está ahí? —preguntó con voz baja y temblorosa, sintiéndose ridículo—. ¿Quién es? ¡Salga!
El silencio parecía esconder una risa burlona y sofocada. Subió a toda velocidad al quiosco de música y permaneció entre las sombras tejidas bajo la cubierta de hierro forjado. Un olor a orines y colillas ascendía del piso de cemento. Con desesperada nostalgia pensó en otra época, cuando el barco correo se preparaba para zarpar y los pasajeros se apresuraban a subir a bordo y la gente les despedía a grandes voces y los porteadores cargaban el equipaje por la pasarela y el barco dejaba oír su grave y portentosa sirena. Él podría haberse escabullido aprovechando aquel bullicio, haber escapado para ponerse a salvo.
Por la acera se aproximaba una mujer. Él retrocedió entre las sombras. ¿Por qué había subido al quiosco de música? Estaba abierto por todos los lados y no ofrecía ninguna protección. Miró a su alrededor. Las pisadas de la mujer resonaron más cerca. Le pareció oír su nombre en voz muy queda, pero creyó haberlo imaginado. Escrutó en todas direcciones, intentando sorprender algo. Al imaginarse como un muñeco de madera, con la cabeza dando vueltas y los ojos muy abiertos por el pánico, estuvo a punto de reír. Una parte de él siempre permanecía a cierta distancia, contemplando todo con escepticismo. Estaba siendo ridículo, nadie le perseguía, sus malos presentimientos y el miedo eran fruto de una mente culpable y calenturienta.
La mujer había llegado al quiosco de música. Él salió de las sombras y alzó una mano para dirigirse a ella. ¡La conocía! ¿Qué hacía allí a esas horas? Apenas había empezado a decir su nombre cuando recibió el golpe tras la oreja derecha. Sintió perfectamente el impacto, apagado y sin dolor, que le hizo pensar en un árbol talado impactando en el suelo. Mientras caía hacia delante, vio la luna deslizarse oblicuamente por el cielo y desaparecer en la oscuridad.