6

La noche era demasiado calurosa para dormir, pero lo más probable es que ellos no hubieran dormido en ningún caso. Sentado a un lado de la cama, Quirke fumaba un cigarrillo. Estaba sudando, a pesar de hallarse desnudo. Qué extraño se le hacía encontrarse de nuevo en la casita de Portobello, en aquel dormitorio con su techo bajo, la cama estrecha, la reproducción de Fragonard en la pared y la ventanita cuadrada que daba al canal.

Aunque era algo más de medianoche, el cielo resplandecía levemente sobre los tejados. A Quirke no le gustaba esa época del año, con sus días lentos y aletargados y sus noches inquietantemente breves. El verano no le sentaba bien, sufría jaquecas, le dolían las articulaciones y padecía una leve y constante sensación de náusea. Tal vez tuviera alergia, algún tipo de polen o de polvo en suspensión que su sistema no toleraba. Debía hacerse pruebas. Cerró los ojos un instante. Había tantas cosas que debía hacer.

—Supongo que, ahora que has conseguido lo que buscabas, te irás —dijo Isabel Galloway.

Estaba sentada en la cama y recostada contra los almohadones. Llevaba la bata de seda color té con el estampado de flores rojas y amarillas que él conocía. También estaba fumando y en su regazo tenía un cenicero. Aun de espaldas, Quirke sentía sus ojos furiosos clavados en él.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó.

—Ja, ja, ni hablar —repuso Isabel con una risa amarga—, ese truco no vale conmigo. No te lo voy a poner tan fácil.

Con los ojos entornados, él contempló la noche clara a través de la ventana. La farola de la esquina proyectaba un resplandor azufrado en la quieta superficie del canal. Deseó estar allí fuera, paseando por el camino de sirga en la serena tibieza del aire, caminando entre los charcos de luz de las farolas, la larga sombra de su cuerpo acortándose a su espalda y levantándose súbitamente para caer frente a él un instante después. Estar solo. Estar solo.

—Lo siento —dijo.

—Sí, claro. Siempre lo sientes, ¿no es verdad? —la voz de Isabel se alzó con airado sarcasmo a su espalda.

—No debería haber venido.

—No, por supuesto que no. ¿Me harías el favor de darte la vuelta? Quiero estar segura de que no estás sonriendo.

Él se giró levemente y ella vio su rostro, la expresión de fatigada melancolía. Más que hacer el amor, él se había sentido inmerso en un procedimiento quirúrgico. Isabel se había entregado con rabia, toda codos, costillas y dientes. Ahora, sentada y furiosa con su bata de seda estampada, parecía una emperadora oriental a punto de ordenar que le decapitaran.

—Me hiciste daño, Quirke —dijo sin poder dominar el temblor en su voz—. Me rompiste el corazón. Intenté matarme por ti. ¡Menuda idiota! —y movió la cabeza con triste asombro.

Quirke dio unos golpecitos con el cigarrillo en el borde del cenicero.

—Debería haberte llamado. Debería haberme mantenido en contacto. Lo que hice fue imperdonable —dijo.

Los ojos de Isabel llamearon, brillantes por las lágrimas de cólera no vertidas.

—Ah, ya veo, estás pidiendo que te perdone, ¿no es eso?

Él bajó la vista. La campana de una iglesia cercana repicó una vez, señalando la media. El sonido del carillón permaneció suspendido en el aire un par de segundos, como una temblorosa perla sonora.

—Pensé que… —dijo muy lentamente—, pensé que podríamos intentarlo de nuevo, tú y yo.

Isabel clavó en él la vista durante un largo rato, luego saltó de la cama y desapareció del dormitorio a toda prisa. Quirke escuchó el golpeteo de sus pies desnudos sobre el suelo de madera pulida, luego el portazo de la puerta del baño al final del pasillo y el lejano y débil tintineo de su pis. Extendió la mano por la sábana y sintió la calidez del espacio donde había estado sentada. Ante él se abrían claramente dos posibilidades como senderos que se bifurcan: bien se quedaba; bien se levantaba, se vestía a toda prisa y se marchaba antes de que ella regresara. No se movió.

Se dirigieron al piso de abajo por las estrechas escaleras. Quirke iba descalzo, en pantalones y camisa. Se sentó en el sofá del cuarto de estar mientras ella iba a la cocina por los vasos y una botella.

—Sólo hay ginebra —levantó la botella con una sonrisa irónica—. No olvides que soy actriz. Y tampoco hay hielo, como de costumbre. El congelador sigue estropeado.

Así había sido la primera noche que él pasó allí: la ginebra caliente y la tónica sin gas en esa pequeña habitación sin espacio donde faltaba el aire.

Isabel se sentó de lado, en el extremo opuesto del sofá, para mirarle.

—Bueno, ¿hablamos de algo para romper el hielo? Tú empiezas —dijo enérgica.

Él se encogió de hombros y sonrió.

—No sé qué contarte. Nunca me sucede nada interesante.

—¿No estás haciendo de sabueso, olfateando alguna pista? Siempre te atrajeron los asesinatos y el caos, cuando les sucedía a otros, claro.

Quirke había dejado los cigarrillos en el piso de arriba. Isabel le señaló la pitillera de plata, que él ya conocía, sobre la repisa de la chimenea. Se levantó y cogió un cigarrillo, después de ofrecerle a ella. Nubes de Paso… Era la marca que Phoebe solía fumar. ¿Lo haría todavía? No lo sabía. Tal vez había dejado de fumar. Se acomodó de nuevo en el sofá. La ginebra caliente tenía un gusto a perfume, empalagoso y ligeramente viscoso.

—¿Alguna vez coincidiste con Victor Delahaye? —le preguntó.

Ella frunció el ceño y negó con la cabeza.

—No. ¿Debería?

—Ha muerto. La noticia apareció en los periódicos. Se… —Quirke se detuvo.

—Se… ¿qué? —preguntó Isabel.

—Se mató.

—¿Ah, sí? No me digas —ella le miró con sorna—. Quirke, te has puesto colorado.

—Lo siento.

—No es necesario —la sonrisa de Isabel brillaba como el acero—. Ya me he acostumbrado a pensar en mí misma como una suicida fallida, así que no es preciso que te sientas incómodo y evites el tema. Háblame de ese hombre… ¿Cómo has dicho que se llamaba?

Quirke dio un largo trago a su bebida y el sabor pegajoso le hizo torcer el gesto.

—Delahaye. Victor Delahaye. Pertenece a una familia de empresarios. Delahaye & Clancy: compañía naviera, carbón, madera, talleres de coches y no sé cuántas cosas más…

—¿Y por qué se mató? —Isabel hizo una mueca con la boca—. Imagino que no sería por amor.

—Nadie parece saberlo. O, al menos, nadie lo dice.

—Ajá… Y tus pequeñas células grises están haciendo horas extra —dio un sorbito a su bebida mientras le observaba por encima del borde del vaso—. Mira que eres raro, Quirke. Dime, ¿cómo decidiste hacerte patólogo?

¿Cómo? No lo recordaba.

—No recuerdo haberlo decidido. Creo que simplemente sucedió así, igual que les pasa a los demás.

—Tu vena morbosa se impuso, ¿no es así?

—Eso es. Mi vena morbosa.

Sin que ninguno de ellos supiera muy bien por qué, aquella pequeña charla había aligerado el ambiente. Isabel extendió un pie y con los dedos acarició el tobillo desnudo del hombre.

—Pobre Quirke, ¡eres un caos! —dijo con cariño y, antes de que pudiera contestar él, se enderezó y le dijo—: Ya sé qué me pasa. Tengo hambre. ¿Y sabes qué me apetece? Patatas fritas. Quiero una bolsa de patatas fritas y una de esas croquetas asquerosas que hacen con gaviotas machacadas.

Impulsándose con una mano, se levantó.

—Venga, ponte los zapatos, que nos vamos.

Y desapareció a toda velocidad escaleras arriba mientras cantaba Put Your Shoes On, Lucy.

A pesar suyo, Quirke se alegró de haberse quedado.

Tuvieron que ir hasta Ringsend para encontrar un bar que aún estuviera abierto. Isabel tenía un coche pequeño, un Fiat de un rojo vivo y brillante igual que una mariquita, que Quirke no conocía. Le conmovió ver lo orgullosa que estaba. Durante algún tiempo, él había tenido un Alvis, pero sentía un íntimo alivio por habérselo quitado de encima. Fueron por el canal bajo los árboles oscuros e inmóviles. A esa hora no había un alma en las calles. Estar en el coche les llenaba a ambos de una excitación infantil, como si hubieran escapado en la oscuridad, cogidos de la mano, en busca de aventuras.

Inclinada sobre el volante, Isabel miraba de soslayo a Quirke con las cejas enarcadas y los labios fruncidos en un gesto pícaro.

—Dios mío, Quirke, tengo que reconocerlo, me alegra que hayas vuelto —y su tono era de alegre queja.

¿Y él? ¿También se alegraba? Se obligó a devolverle la sonrisa. Se sentía como si hubiera estado escondido debajo de una piedra, que ahora había sido removida, dejándole expuesto bajo el brillo cegador del sol. No merecía ser tratado con esa amabilidad, si aquello era amabilidad. Había pasado casi un año sin que hubiera llamado a Isabel una sola vez. Ni siquiera para preguntarle cómo le iba. ¿Y ahora le perdonaba con esa facilidad? Le resultaba casi escandaloso.

El bar parecía una caja de dura luz blanca tras un gran escaparate cuadrado. El mostrador de metal llegaba a la altura del pecho. Quirke se preguntó por qué las barras de esos establecimientos estaban siempre tan altas. El dueño, un tipo adusto con un ojo perezoso y una gran panza, tenía pinta de haber sido boxeador. Su mujer, delgada como un galgo, se hallaba al fondo atendiendo las ollas de aceite hirviendo. Quirke e Isabel eran los únicos clientes. De pie tras el mostrador, esperaron a que se cocinara lo que habían pedido. A pesar de la hora y de la sordidez del barrio, había en la situación algo cómico que provocaba la risa contenida de Isabel. Ante el ojo triste y sospechoso del dueño, Quirke tuvo que hacer esfuerzos para mantener una rígida expresión de solemnidad. Cuando la comida estuvo lista, fueron al coche a dar cuenta de ella y bajaron completamente las cuatro ventanillas para que escapara el olor a frito.

—¡Dios santo! Las croquetas están asquerosas —dijo Isabel con una ancha sonrisa. Tenía una mancha de grasa en la barbilla—. ¿Ves, Quirke? No es tan difícil ser feliz a veces.

Cuando terminaron de comer, fueron en coche hasta Sandymount y, para calmar sus estómagos revueltos, caminaron por el paseo marítimo. En el silencio de la noche, una inmensa y extravagante luna colgaba algo torcida en el horizonte, dibujando una ancha estela dorada en el agua.

—Mira, parece un camino por el que se pudiera andar —dijo Isabel.

A la cabeza de Quirke vino la imagen de ella en una cama del hospital, con el rostro vuelto hacia la pared, mientras él permanecía de pie en la habitación sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Había sucedido hacía un año.

—Deja de rumiar —le dijo Isabel, como si leyera sus pensamientos. Le cogió del brazo y se apretó contra él con un escalofrío—. Hace frío, vámonos a casa. Bueno, regresemos, quiero decir.

Cuando entraron en la casa, Isabel le pidió a Quirke que aguardara en el sofá mientras ella iba a la cocina a preparar el té. Las croquetas, con su brillante masa de carne grisácea mezclada con cereales, le habían dejado una fina capa viscosa en el paladar que no conseguía despegar. Se fumó un cigarrillo, pero ni siquiera así logró quitarse el sabor. En algún lugar cercano debía de haber una fiesta; podía oír las conversaciones, las risas y el lamento metálico de un tocadiscos.

—Háblame de como-se-llame —le dijo Isabel desde la cocina—. Delahaye.

Él se aproximó a la cocina y permaneció en el umbral con las manos en los bolsillos. Se había quitado los zapatos y sentía la agradable frescura del suelo a través de los calcetines. Isabel se había cambiado y, con su quimono de seda, vertía cucharadas de té en una tetera con dibujos chinos.

—¿Qué quieres que te cuente? —le preguntó.

—Quiero que me digas por qué piensas que en ese asunto hay algo raro… Porque lo piensas, lo sé. Conozco esa expresión en tu rostro.

Con la vista clavada en el suelo, él reflexionó.

—Por lo que sé sobre Victor Delahaye, no era la clase de persona que se suicida.

—¿Existe esa clase de persona?

Pasó junto a él con la tetera y la depositó encima de un salvamanteles de corcho sobre la mesita que había frente al sofá. Él la contempló, admirando el tenue resplandor del pálido pecho que se entreveía por el escote abierto del quimono y la curva rotunda de sus caderas contra la seda. Era una mujer muy guapa, de cuerpo estilizado, pelo caoba y largas piernas. Él deseó… No sabía qué deseaba.

—Llevó al hijo de su socio al barco con él —dijo, acercándose al sofá para sentarse.

Isabel le pasó una taza de té y le tendió la jarrita de la leche.

—¿Cuántos años tiene… el hijo? —preguntó mientras se acomodaba a su lado.

—No lo sé. Unos veinticinco.

—¿Él y Delahaye eran buenos amigos?

—Lo dudo.

—¿Por qué lo eligió entonces para que le acompañara?

—Eso es lo que le gustaría saber a todo el mundo —dio unos sorbos a su té, pero sólo sirvió para aumentar la capa viscosa que le recubría el paladar—. Imagino que quería tener un testigo.

Sujetando el platillo con la taza cerca de su barbilla, Isabel miraba al frente con los ojos entornados.

—A la gente no le suele gustar que haya alguien mirando en esas circunstancias —dijo con voz tranquila, y soltó una leve risa—. Si hay un momento íntimo, es ése.

Quirke pensó que era mejor no decir nada y esperó unos instantes, contemplando las volutas de vapor sobre su taza.

—Delahaye era un tipo vanidoso —dijo.

—Y, aun así, se pegó un tiro. Delante del hijo de su socio.

—Eso parece.

Permanecieron en silencio. De la fiesta lejana llegó la risa aguda de una mujer y una nueva canción empezó a sonar.

—Hay algo ahí que no cuadra, ¿verdad? Hasta yo puedo verlo —dijo Isabel.

Quirke prendió un cigarrillo.

—Sí, así es.

—¿Lo hizo el joven?

—No creo.

—Entonces fue él quien se quitó la vida.

—Sí, pero lo que yo quiero saber es el porqué. Era vanidoso, engreído y pretencioso. Algo tuvo que empujarlo.

En la calle resonaba vibrante y gimiente You Ain’t Nothin’ But a Hound Dog.

Isabel tomó el cigarrillo de entre los dedos de Quirke, le dio una calada y se lo devolvió manchado de carmín.

—Perdona, estoy intentando dejarlo. Ahora dicen que da cáncer.

—La vida da cáncer.

Ella llenó las dos tazas de té y se echó hacia atrás en el sofá, mientras movía ligeramente el platillo contra su pecho.

—Bueno, doctor Quirke —dijo mientras lo estudiaba con una leve sonrisa—, ¿y qué pasa ahora con nosotros?

Él movió la cabeza.

—No lo sé.

Ésa era la verdad.

—¿Qué ha sido de tu amour francés? ¿Se fue para siempre?

«Françoise d’Aubigny.» Al pronunciar el nombre en su interior, Quirke sintió un chasquido de dolor, como si un huesecito del pecho acabara de romperse. A pesar de todo lo que Françoise había hecho, a pesar de cómo había revelado ser, él la había amado.

—Sí, se fue. Se fue para siempre —dijo con voz monocorde.

—Y tú has vuelto.

La sonrisa no se había borrado del rostro de Isabel, pero algo había aparecido en ella, como una grieta en un espejo.

—Sí, he vuelto —dijo él.

¿Qué otra cosa podía decir?