Quirke no tenía cumpleaños. Había sido huérfano —suponía que aún lo era, aunque le resultara extraño pensarlo— y su certificado de nacimiento, si existió, había desaparecido. No conocer su fecha de nacimiento, y por tanto no tener un día especial para celebrar ese rito anual, no le molestaba. Sabía su edad con más o menos exactitud, aunque desconocía cómo la sabía. Alguien, en algún momento muy lejano cuando él era un niño, debió de decírsela y la cifra quedó grabada en su cerebro, a pesar de que no recordaba ni el momento en que se la dijeron ni que se la hubieran dicho. Pero allí estaba, un número sobre el que ir sumando, tan vacío de sentido como los demás y carente de significado para él. Cada año, el primero de enero, quitaba mentalmente el calendario viejo de un imaginario muro interior y alzaba una copa por sí mismo en un irónico brindis. Le divertía, especialmente cuando estaba borracho, imaginar su lápida y la menguada inscripción sobre la misma: un vacío, un guión y una fecha. Por supuesto, podían datar sus reliquias para inscribir un posible año de nacimiento, pero la cifra no sería segura: quienquiera que le dijera su edad en el pasado podía haber mentido o haberse equivocado.
Phoebe insistía en que debía tener un cumpleaños y cada año escogía una fecha distinta para sorprenderle. Ese año había elegido un día de junio porque era verano y brillaba el sol. Ella y su novio, David Sinclair, que además era el ayudante de Quirke, le invitaron a cenar en el hotel Shelbourne. Phoebe había reservado su mesa favorita, junto a la ventana, en la esquina izquierda, que daba a los árboles del parque St. Stephen’s Green, al otro lado de la calle. Era una tarde bochornosa, con los cielos cubiertos, pero Quirke vestía su habitual traje negro con la chaqueta completamente abotonada y con los puños de la camisa blanca asomando por las mangas. A Phoebe le habría gustado que él se pusiera en sus manos para mejorar su aspecto y comprarle un buen traje de tweed de tres piezas en Brown Thomas y un par de camisas que no fueran blancas. Y no es que Quirke no se gastara dinero en ropa —el traje que llevaba era italiano y sus zapatos estaban hechos a mano—, pero por alguna razón siempre tenía un aspecto polvoriento. No sucio ni arrugado, ni siquiera desaliñado; más bien como si hubiera permanecido mucho tiempo en un sitio y sobre él se hubiese formado una finísima capa de sedimentos. El regalo de Phoebe era una corbata de seda de un verde brillante. Se disculpó por ser tan convencional, pero Quirke le dijo que no, que era muy elegante. La sacó de su envoltorio de celofán y la aproximó a la luz de la ventana y, al hacerla girar a un lado y a otro, imaginó una serpiente esmeralda y pensó en Mona Delahaye. Además, añadió, necesitaba una corbata desde hacía mucho tiempo, ya que la mayoría de las que tenía estaban viejas y salpicadas de manchas de grasa. Sinclair le había comprado Autobiographies, de Yeats, en la nueva y atractiva edición de Macmillan con su elegante cubierta color crema. Para ocultar su emoción, Quirke lo abrió y lo miró con detenimiento, y así permaneció, con la cabeza inclinada, durante tanto tiempo que Phoebe tuvo que quitarle el libro de entre las manos.
Pidieron lenguado de Dover y una botella de Sancerre, que tenía un aspecto interesante aunque era casi transparente. Quirke era muy quisquilloso en cuanto al vino. Su hija se dio cuenta de que se esforzaba en beber despacio, y le hubiera gustado decirle que lo agradecía, ya que cuando Quirke bebía podía ponerse difícil, especialmente en ocasiones como los cumpleaños y otras supuestas celebraciones. Pero Phoebe no dijo nada, tan sólo le llenó el vaso de agua hasta el borde y le pasó la cesta con los panecillos. Sentía lástima por él. Le veía perdido en aquella situación extraña, aguantando con una sonrisa la forzada jovialidad que ninguno de los tres parecía capaz de mantener. Debía de resultarle difícil pasar del trabajo a hacer vida social, y la presencia de David probablemente lo hacía aún más difícil. Pero también David debía hacer el mismo esfuerzo. Qué extraño tenía que resultarles a ambos estar ahora con ella tras pasar todo el día con cadáveres, celebrando un cumpleaños inventado con vino de un elegante color áureo, el aroma de la comida y el brillo destellante de aquella corbata que, repentinamente, resultaba siniestra.
—Ayer estuve con alguien que te conoce —Quirke miró a Sinclair por encima del borde de su copa.
—Ah, ¿sí? —dijo Sinclair con expresión precavida.
—Un joven llamado Delahaye. Jonas Delahaye.
Por un momento, Sinclair estuvo tentado de negar conocer a nadie con ese nombre, ante el temor de ser víctima de una broma de Quirke, que tenía un extraño sentido del humor.
—Ah, sí —dijo de manera inexpresiva esta vez.
Phoebe miraba a uno y a otro con vivo interés. Disfrutaba al verlos juntos, aunque no podía evitar un leve sentimiento de culpa. Le recordaban dos perros muy nerviosos y, al mismo tiempo, excesivamente bien adiestrados. Quirke sería un bóxer negro, si existían bóxers negros, y David un terrier de pura raza, distante, cauteloso y dispuesto a enseñar los colmillos si era necesario. David siempre se mostraba comedido cuando estaba con Quirke y a Phoebe le intrigaba cómo harían para trabajar juntos. Pero el Salón Saddle en el Shelbourne era lo más ajeno posible al departamento de Patología Forense del hospital de la Sagrada Familia. O eso había imaginado hasta ese momento Phoebe, que miró sin demasiada convicción el pescado a medio comer en su plato.
—Delahaye. ¿De qué me suena ese nombre? —preguntó Phoebe.
—El padre… murió —respondió Quirke.
Phoebe frunció el ceño.
—Sí, claro, apareció en la prensa. ¿Qué sucedió?
—Se pegó un tiro.
Phoebe se echó ligeramente hacia atrás en su silla.
—Los periódicos no dijeron eso.
Quirke se encogió de hombros.
—Claro que no. Nuestros audaces suministradores de la verdad en la prensa no informan sobre los suicidios.
Sinclair limpiaba las espinas del pescado con minuciosa meticulosidad.
—¿Cómo se encuentra Jonas? —preguntó.
—Muy tranquilo —contestó Quirke con sequedad—. Tanto él como su hermano están muy enteros y tranquilos.
Quirke se dirigió a Phoebe:
—Son gemelos, Jonas y… ¿Cómo se llama el otro? ¿James? ¿Los conoces? Son dos réplicas exactas —se dirigió esta vez a Sinclair—. ¿Conoces a los dos?
—Sí, es difícil que no sea así, siempre están juntos. Los veo de vez en cuando en el Trinity… Juegan al críquet. También al tenis, a nivel profesional. He jugado con Jonas en una ocasión —pesaroso, movió la cabeza—. Nunca más.
—Sí, me acuerdo. Te dio una buena paliza —dijo Phoebe.
Sinclair la miró adusto, pero Phoebe le acarició el dorso de la mano con una sonrisa.
—¿Trabajan…, trabajaban para su padre? —preguntó Quirke.
Sinclair asintió.
—Eso creo. Uno se dedica al transporte de mercancías por mar y el otro al transporte por carretera. Pero no me preguntes quién hace qué. Probablemente se intercambian los puestos sin que nadie se dé cuenta. De hecho, dudo que realmente trabajen. No es su estilo.
Quirke contempló los árboles que se alzaban al otro lado de la calle. Los últimos destellos cobrizos del sol de la tarde acariciaban sus copas. No podía quitarse a los gemelos Delahaye de la cabeza desde que los conoció. Sus modales tranquilos, informales y algo insolentes le habían fascinado y también un tanto irritado. No era el comportamiento propio de unos hijos en estado de shock por la muerte repentina de su padre, como Hackett había sugerido caritativamente. Quirke tenía conocimiento sobre el shock. En su trabajo, a lo largo de los años, había tratado a mucha gente con diversos grados de angustia. En algunos casos, era cierto, los familiares del fallecido, en especial los hijos, mostraban en los días posteriores a la muerte una actitud insensible e indiferente, que no era sino bravuconería combinada con desamparo. El dolor desconcertaba, sobre todo a los más jóvenes. En el caso de los gemelos Delahaye, no veía desconcierto, no veía desamparo.
Phoebe había estado observando a Quirke; conocía aquella expresión de concentración y leve enojo, como si estuviera intentando rascarse una picazón interna y no lo consiguiera.
—¿Se sabe por qué se mató su padre? ¿O crees que no se trata de un suicidio?
Quirke apartó la vista de la ventana y giró la cabeza hacia ella.
—¿Por qué lo preguntas?
Sinclair alzó la botella de vino, pero Phoebe cubrió su copa con una mano y negó con la cabeza. A Sinclair le faltaba un dedo de la mano izquierda, resultado de su intervención el año anterior en uno de los intentos más calamitosos de Quirke de aliviar aquella comezón.
—Te lo pregunto porque veo que hay algo en el asunto que te interesa. ¿De qué se trata? —preguntó Phoebe.
Quirke dejó el cuchillo y el tenedor y sonrió mientras se retrepaba en la silla.
—Me conoces demasiado bien.
La relación entre ambos había sido muy difícil; Quirke había rechazado durante muchos años que Phoebe fuera su hija, y había dejado que la criaran su cuñado y su esposa. Tan sólo recientemente Phoebe había permitido que llegaran a una especie de armisticio. Lo quería y creía que de hecho era por todos sus defectos, todas sus faltas. Y pensaba que, a su manera vacilante y torpe, él también la quería. Así lo había decidido. Era lo mejor a lo que podía aspirar, lo mejor que podía hacer. Quirke no prodigaba sus emociones.
—Me huele a que andas ya medio metido —le dijo Phoebe.
Él apartó la vista y se concentró en su comida.
—No me gusta dejar preguntas sin contestar —dijo.
—Eres tú el primero que las plantea —replicó con viveza su hija.
Como si fuese un árbitro, David Sinclair se interpuso entre ambos con delicadeza para llenar las copas. Phoebe no cubrió la suya en esta ocasión y cuando la alzó vio cómo le temblaba ligeramente la mano. La enojaba la rapidez con que su padre y ella llegaban al borde de la pelea.
—Lo lógico sería que tu amigo, el inspector Hackett, hiciera las preguntas y llevara la investigación —remachó Phoebe.
En silencio, Quirke terminó lo que quedaba de los guisantes y el puré de patatas. Miró de reojo a David Sinclair. Un tipo peculiar ese Sinclair. Trabajaban juntos desde hacía cinco o seis años, pero sabía de él tan poco como al principio. ¿Qué relación tenía con Phoebe? Salían desde hacía algo más de un año, pero ¿qué significaba salir juntos hoy en día? Contempló las largas y pálidas manos de su hija, su cabeza morena inclinada sobre el plato, su chaqueta torera, el camafeo, el encaje blanco que siempre llevaba en el cuello. Había algo antiguo en ella que a Quirke le gustaba, pero que quizá irritara a un novio. Aunque Sinclair no era precisamente un calavera. Tal vez congeniaban mejor de lo que podía parecer. En ese caso, ¿cómo era de seria su relación? ¿Se acostaban juntos? La idea le sobresaltó.
Ya no sabía cómo era el juego entre los jóvenes. En su época las reglas eran rígidas: meter mano, pero por encima del sujetador; acariciar la piel de los muslos que dejaban al aire las medias, pero no más arriba; besar con lengua sólo en ocasiones muy especiales. ¿Cómo habrían vivido las chicas ese asedio? ¿Lo habrían encontrado halagüeño, divertido, molesto? ¿Les habría parecido humillante? Miró de reojo a Phoebe en un arranque de afecto. Sus sentimientos hacia ella eran un nudo inextricable de confusión, duda y desconcierto.
—Imagino que se encontraba en un apuro —ambos le miraron perplejos—. Delahaye.
—Seguro, la gente no se mata porque sí —dijo Phoebe mientras contemplaba el destello de la luz en el fondo de su copa de vino.
—A veces lo hacen —replicó Sinclair—. A veces no hay un motivo claro. Simplemente lo hacen, en un arrebato. Cuando yo era pequeño, un primo mío se ahorcó una mañana en el hueco de la escalera mientras mi tía estaba haciendo la compra. Acababa de conseguir una plaza en la universidad para estudiar Medicina.
—Pobre madre —murmuró Phoebe.
—Sí, fue ella quien lo encontró al volver de la compra. Mi tía Lotte. Casi se muere de pena.
Se hizo un denso silencio. Quirke observó cómo su hija acariciaba levemente la mano mutilada de Sinclair en un gesto de compasión.
—Victor Delahaye no parecía el tipo de hombre que se deja llevar por sus arrebatos —dijo.
Al acabar la cena, Quirke quiso hacerse cargo de la cuenta, a pesar de la negativa de los otros dos, hasta que Phoebe le quitó la factura de las manos y se la pasó a Sinclair. El joven sacó su cartera, mientras Phoebe abría su monedero.
—No te preocupes, vamos a medias —le dijo a su padre.
A la cabeza de Quirke vino la imagen lejana de la madre de Phoebe y él peleando en esa misma mesa acerca de… ¿qué era? Miró los árboles a través de la ventana, intentando recordar.
Al abandonar el hotel, Phoebe y Sinclair cruzaron la puerta giratoria, pero él se quedó un instante atrás para permitir que entrara alguien. Era Isabel Galloway. Vestía un ajustado traje azul y un sombrero pastillero ladeado de forma muy vistosa sobre el cabello. Ambos se quedaron clavados en el suelo, mirándose.
—¡Dios mío! —murmuró Isabel, pero pronto se recompuso—. ¡Quirke! ¡Qué buen aspecto tienes! —exclamó con viveza, sin separar los brazos de los flancos, como si fuesen dos puntales para no venirse abajo.
Quirke sonrió nervioso.
—Isabel, ¿cómo te encuentras? Estás… —no le salían las palabras.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Isabel.
—Tan inspirado como siempre —pero tan pronto como lo había dicho, se le ensombreció el rostro, como enojada consigo misma, bajó los ojos y se alejó de él rápidamente por el vestíbulo del hotel. Él permaneció quieto y luego se introdujo en uno de los compartimentos de la puerta giratoria mientras escuchaba aquel taconeo familiar sobre el suelo de mármol.
Phoebe y Sinclair le esperaban en la acera. La última luz del día brillaba verde y crepuscular sobre los árboles.
—¿Ésa no era…? —comenzó Phoebe, pero calló al ver la expresión de Quirke.
Quirke se dio cuenta de que había olvidado su libro de Yeats en el antepecho de la ventana, junto a la mesa donde habían cenado. Murmurando, les dio la espalda y regresó. La pesada puerta giratoria lo engulló.
Rose Griffin mantenía un estoico punto de vista sobre la vida y las desgracias que acarreaba a quienes ella, en su lánguido y nasal acento sureño, describía como «nosotros, las pobres y desvalidas criaturas del Señor». Y no porque ella creyera o dejara de creer en Dios. No se permitía divagar sobre temas que estuvieran más allá de este mundo. El mundo en sí ya era bastante enigmático. No toleraba a los quejicas, pues no se ganaba nada quejándose, a no ser que quien se quejara disfrutara de la compasión ajena. Tanto por naturaleza como por principios, ella no sentía compasión por nadie. En su opinión, compadecer a una persona era rebajarla. Sabía que su actitud podía dar una imagen dura de ella, pero no le importaba. Ella era dura, ¿qué tenía eso de malo? Ya había demasiada blandenguería, demasiadas emociones cálidas y pusilánimes. En eso coincidía con Quirke, como le había señalado en una ocasión: ambos poseían un corazón frío y un espíritu caliente.
Descubrir que su amiga Marguerite Delahaye era una llorona asombró a Rose. Nunca lo hubiera pensado de Maggie, a quien siempre había considerado, bajo su respetable capa de solterona, tan dura como ella. Era media tarde y estaban tomando el té en el cuarto de estar de la inmensa y alargada casa que Rose tenía en Ailesbury Road. Hacía un día espléndido y la luz se derramaba generosa sobre las mujeres, sentadas ante una mesita en la ventana mirador que daba al jardín delantero y a la tranquila calle. Intentando ignorar los gimoteos de Maggie, Rose contemplaba la grácil espiral de vapor que escapaba del pico de la tetera, las rosas pintadas en las delicadas tazas de porcelana, el profundo brillo de la antigua cubertería de plata. No comprendía por qué la gente prestaba tan poca atención a los pequeños, pero esenciales, placeres de la vida. Por ejemplo, aquel cuchillo: una delicada y vieja pieza de plata de Georgia con su hoja adelgazada por el uso y un mango sólido y pesado en la mano igual que un lingote. Verlo te hacía pensar en las personas que lo habrían usado a lo largo de los años, todas desaparecidas mientras ella seguía allí.
—Lo siento, es que no consigo hacerme a la idea de que Victor está… No me creo que haya muerto —Maggie se secó la nariz enrojecida con un delicado y absurdo pañuelito con un ribete de encaje.
—Sí, querida, lo comprendo —dijo Rose con cariño.
¿Lo comprendía? Sentía cierta solidaridad, pues ella también había sufrido pérdidas, pero no estaba segura de comprenderlo. Maggie se comportaba como si hubiera perdido a un marido, o incluso a un amante, pero no a un hermano. Rose también tenía hermanos, aunque en raras ocasiones pensaba en ellos y durante largos períodos de tiempo los olvidaba completamente. ¿Alguna vez se había interesado lo suficiente por sus hermanos como para que la pérdida de uno de ellos la redujera a esa especie de extravagante duelo que sufría su amiga? No parecía ser el caso.
—Sí, debe de ser difícil aceptar una muerte tan repentina —calló durante un momento—. ¿Están seguros de que se trata de…? Quiero decir, ¿están convencidos de que fue él quien apretó el gatillo?
Maggie asintió y un súbito sollozo estremeció sus hombros.
Cuando se enteró de la muerte de Victor Delahaye, Rose se sorprendió, pero luego su reacción cambió. Quitarse la vida era el tipo de idiotez que los hombres cometían y la manera en que aquél lo había hecho —el barco, el mar desierto, el revólver y el joven Clancy como testigo— era melodramática y estudiada. Victor, desde luego, tenía una gran opinión de sí mismo. Ella no lo conocía muy bien, habían coincidido en unas cuantas ocasiones en actos sociales, pero le había tomado la medida inmediatamente. Vano, pomposo, sin sentido del humor. Victor Delahaye cultivaba una absurda visión de sí mismo como una figura del Renacimiento, un gran príncipe mercader heredero de una dinastía y padre a su vez de príncipes gemelos que perpetuarían y embellecerían las augustas tradiciones familiares. Pero en cada uno de esos hombres convencidos de su importancia se ocultaba un niño tembloroso, aterrorizado de ser descubierto y arrastrado por las orejas, mientras se retorcía y gimoteaba. Rose sabía de lo que hablaba: su primer marido, el difunto Josh Crawford, había sido uno de esos grandes hombres.
En cualquier caso, lo sucedido era un enigma. ¿Qué había ocurrido para que Victor Delahaye saltara de su pedestal? Algo debía de haberlo herido donde más le dolía: en su orgullo o en su bolsillo, o quizá en ambos. No, tenía que ser su orgullo: él no se hubiera quitado la vida por dinero. Algo había dañado seriamente su confianza en sí mismo. La imagen de Mona Delahaye pasó por la cabeza de Rose, la delgada boca escarlata con las comisuras alzadas en una sonrisa.
Entre hipidos, Maggie continuaba hablando de su hermano, contando lo maravilloso que había sido: un marido fiel, un padre entregado, un hermano cariñoso. En una palabra, un santo. Rose contuvo un suspiro de impaciencia. Los muertos siempre se llevaban más elogios de los que merecían, y sólo por el hecho de estar muertos.
—Vamos, Maggie, cariño, tranquilízate… Piensa en tu asma —le dijo.
Le intrigaba qué sucedería con el negocio de los Delahaye. Era dudoso que su socio, comoquiera que se llamase, se hiciera con el mando. Aunque la compañía se llamara Delahaye & Clancy, todo el mundo sabía quién la dirigía. Tampoco parecía probable que los gemelos Delahaye tomaran las riendas, al menos no de inmediato. Estaban demasiado ocupados con sus propias correrías en la ciudad. Aquellos chavales tenían su fama. Ciertamente, se la habían ganado.
Los Delahaye eran protestantes, por supuesto, mientras que los Clancy eran católicos. Esa diferencia lo significaba todo en aquel país. Ella ya llevaba muchos años viviendo allí; Josh Crawford era más irlandés que norteamericano y, tras su muerte, Rose se había vuelto a casar con un hombre que era nativo cien por cien. Sin embargo, había muchas cosas del país que aún no comprendía y que probablemente nunca comprendería, por mucho que lo intentara. Por ejemplo, el temor de la gente a los curas siempre le sorprendía, al igual que, en el otro extremo, su veneración hacia los protestantes. El número de protestantes era pequeño, pero bastaba que uno de ellos hablara, con ese acento cortante y pesado, para que los católicos se quitaran el sombrero y se atusaran el pelo y otras bobadas semejantes. Aquello le fascinaba y, de una manera tonta, también le agradaba. Era como si, al vivir aquí, hubiera retrocedido en el tiempo hasta una sociedad civilizada y, a la vez, primitiva —como Bizancio, digamos, o alguna civilización similar—, donde la gente vivía esclavizada bajo el gobierno de una secreta casta aristocrática cuyo poder era tan grande que sus miembros podían permanecer en la sombra y sólo de tanto en tanto se manifestaban públicamente mediante ciertos gestos, no oficiales pero sutiles. Sí, así era como Rose se sentía: igual que un antropólogo que hubiera sido transportado por arte de magia en el tiempo a un mundo arcaico de misterios y extrañas leyes, extraños rituales y tabúes.
Escuchó el sonido de la puerta delantera al abrirse y, tras un momento, cerrarse con suavidad. Debía de ser Malachy, podía sentir el carácter tranquilo y retraído de su marido incluso a través de las paredes. Le llamó con una voz tan aguda que hasta Maggie se sobresaltó. La cabeza de Malachy asomó por la puerta con esa sonrisa tan suya, vaga y levemente preocupada. Era un hombre alto con una cabeza estrecha. Vestía un traje de tweed y una pajarita. Tras el brillo opaco de sus gafas se veían sus ojos pálidos y un tanto acuosos.
—Oh, no te quedes ahí —exclamó Rose con divertida exasperación—. Entra y siéntate con nosotras a tomar el té; es estupendo, la variedad que te gusta, Lapsang Souchong, con ese olor al viejo Catay.
Mal entró, cerró la puerta tras él y se aproximó a ellas con una sonrisa intranquila congelada en el rostro y con un chirrido acompañando cada uno de sus pasos sobre la tarima. Rose sospechó que no recordaba quién era la invitada; las personas desconocidas siempre le inquietaban.
—Seguro que recuerdas a Marguerite Delahaye, mi amiga Maggie —dijo muy alto.
—Ah, sí —replicó Mal aliviado y su sonrisa se ensanchó—. ¿Cómo está, señorita Delahaye?
Acercó una silla y tomó asiento. Sólo entonces se dio cuenta de que Maggie tenía los ojos enrojecidos y la nariz brillante. Una leve expresión de alarma apareció en su rostro y con timidez se llevó la mano a la oreja izquierda para palpar el audífono color carne.
—Maggie ha sufrido la pérdida de un familiar —dijo Rose, pronunciando con tanta claridad cada palabra que no podía evitar sonar autoritaria e incluso un poco enojada—. Su hermano.
—¡Dios santo, claro! —exclamó rápidamente Mal, medio incorporándose pero manteniendo la espalda y las piernas en la misma posición que si estuviera sentado. Rose pensó, y no era la primera vez, lo encantadoramente absurdo que era aquel hombre.
—Por supuesto. Su…, el señor Delahaye…, su hermano —Mal volvió a acomodarse—. La acompaño en el sentimiento.
Su actitud parecía sincera y no mera convención, y Maggie rompió a llorar de nuevo. Rose alzó los ojos al techo.
—Es muy triste —dijo con cierta brusquedad—, una auténtica tragedia.
Mal se sirvió una taza de té, y un aroma a paja y humo escapó de la tetera. Sus movimientos eran elaboradamente lentos, como si fuese un topo, y a Rose, como siempre que contemplaba a Mal, le suscitó un exasperado afecto. Mal había trabajado como ginecólogo en el hospital de la Sagrada Familia, pero ya estaba jubilado. Rose desconocía en qué ocupaba su tiempo durante el día. Salía de la casa por la mañana, a veces muy temprano, y regresaba a primera hora de la tarde con una expresión ligeramente avergonzada. En sus primeros tiempos juntos, ella le preguntaba qué había estado haciendo, sin otra intención que charlar. Pero una expresión ratonil de alarma aparecía en el rostro de Mal, que se apresuraba a contestar que había dado un paseo o que se había encontrado con un conocido. Ella nunca le creyó. Se lo imaginaba más bien plantado durante horas en una esquina, como un desventurado, dejando pasar el tiempo con la mirada perdida, sin fijarse en nadie y sin que nadie se fijara en él, ignorado por quienes pasaban a su lado como si se tratara de una boca de riego o un árbol que hubiera crecido durante la noche. Todavía le sorprendía haberse casado con él. No lo lamentaba ni era infeliz, pero resultaba evidente hasta para ella que formaban una extraña pareja, disfrutando juntos del otoño de sus vidas.
Mal le preguntó a Maggie si le apetecía otra taza de té, pero ella dijo que no, se irguió en la silla, echó hacia atrás los hombros, metió el pañuelito empapado en su bolso y con un enérgico chasquido lo cerró. Igual que un cisne, enderezó su largo cuello y elevó la cabeza, empujando hacia arriba la nariz y su pequeña barbilla puntiaguda. Su cabello, ya canoso, estaba despeinado y parecía una madeja de lana de acero. O un nido abandonado.
—Me gustaría preguntarle, doctor Griffin… Me gustaría preguntarle… —se detuvo y clavó los ojos en sus dedos, que aferraban el borde del bolso sobre su regazo. Empezó de nuevo—: ¿Usted cree que él…, cree que mi hermano… sufrió?
Malachy frunció el entrecejo. Si había algo que le interesara eran las cuestiones médicas, pero Rose comprendió que se debatía entre su deseo de comentar los posibles detalles del suicidio de Victor Delahaye y su reparo ante la presencia de un familiar del muerto.
—Depende de adónde apuntara… Adónde se dirigiera la bala —Malachy cruzó las manos y se sentó en el borde de la silla—. Si el tiro perfora el corazón, lo primero que la persona experimenta es lo que nosotros llamamos el período prodromal, que es muy breve y se parece a la sensación previa al desmayo, con mareo y náuseas, y acto seguido se produce un síncope neurocardiogénico. Disculpe… Son tecnicismos, ya lo sé. La presión sanguínea de la mayor parte de las personas que se desmayan se recupera tumbándolas, pero en el caso del que hablamos eso es imposible pues el mecanismo de bombeo ha sido destruido. Después de un disparo así, la persona no tarda en colapsarse y se desangra… hasta morir exangüe. Hay víctimas de ataques que dicen que no se dieron cuenta de que habían sido apuñaladas o de que habían recibido un disparo hasta que vieron la sangre. Y entonces…
—Lo que quiere decir es que tu hermano debió de morir al instante —dijo Rose con firmeza y, volviéndose a su marido, le hizo un gesto con los ojos—. ¿No es así, Malachy?
Mal se retrepó en la silla y dejó escapar un suave y largo suspiro, que recordaba el sonido de un pequeño balón deshinchándose muy despacio.
—Sí —contestó mansamente—, eso es justo lo que quería decir, que debió de morir en el instante… —y añadió en voz más queda— o casi.
Maggie le observó con una mirada lastimera. Rose adivinó que se esforzaba en creerle, pero sin conseguirlo.
—No logro quitármelo de la cabeza —dijo con voz temblorosa—. Me lo imagino agonizando, lamentando lo que ha hecho pero sabiendo que ya es demasiado tarde —aferraba el bolso en su regazo con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos—. Imagino que cuando alguien decide hacer algo así no piensa en cómo será, el dolor que le provocará. Imagino que su desesperación es tan grande que tan sólo… —cerró los ojos y dos gruesos lagrimones escaparon de sus párpados y resbalaron por su rostro. Malachy miró alarmado a su mujer y Rose extendió el brazo y colocó su mano sobre las manos entrelazadas de Maggie.
—Querida, para, por favor, lo único que consigues es atormentarte —le dijo.
—Ya lo sé —contestó Maggie, asintiendo como una cría, con la barbilla hundida en el pecho y un río de lágrimas escapando de sus ojos, cerrados con fuerza—. Pero no puedo evitarlo… No consigo parar de imaginármelo en el barco, colocándose la pistola en el pecho y… —sollozó, mientras le temblaba su hinchado labio inferior y las lágrimas le resbalaban por el rostro. Su respiración empezaba a sonar ronca y Rose temió que le diera un ataque de asma. Su primer marido había muerto de un enfisema y recordaba los horribles jadeos y pitos que emitía en la última etapa.
—Malachy, ¿por qué no buscas algo para darle a Maggie? —él la miró con ojos desorbitados y ella le sonrió con paciencia—. ¿Un brandy tal vez? ¿Brandy o algo parecido?
—No —se apresuró a decir Maggie, de nuevo como si fuese una niña a la que hubieran amenazado con aceite de ricino—. Me encuentro bien, de verdad.
Mal se levantó sin hacer ruido y se marchó de la habitación, cerrando la puerta con tanta suavidad que ni siquiera sonó clic.
—¿Cuándo se celebrará el funeral? —preguntó Rose. Ya estaba aburrida y deseaba que su amiga terminara su té y se marchara.
—Mañana. No sé si seré capaz de resistirlo —dijo Maggie.
—Sí, lo serás —afirmó Rose con brusquedad y, para suavizar la dureza de su tono, sonrió.
Se hizo un silencio. Como si quisiera acentuarlo, la sombra de una nube atravesó el jardín y la luz de la habitación disminuyó durante unos instantes, igual que si alguien hubiera apagado el interruptor. Rose intentó recordar cuándo había visto a Victor Delahaye la última vez. ¿Había sido en la recepción que dio la embajada el año anterior, relacionada con alguna carrera de barcos o algo similar, quizá la Copa América? Por alguna razón habían acudido Malachy y ella, aunque Rose nunca había estado en un barco que fuera más pequeño que el Queen Mary. Recordó que Quirke también se encontraba en aquella recepción… ¿Qué hacía él allí sino dar buena cuenta del bourbon del embajador?
En un momento de la recepción, Rose se encontró en un pequeño grupo de personas entre las que estaban Victor Delahaye y la muñequita de su esposa. Junto a una ventana, Delahaye impartía una charla sobre algo referente al protocolo náutico. A Rose le había parecido un asno, allí de pie pontificando sobre mareas, corrientes y nudos y Dios sabe qué más, vestido con un blazer azul marino, pantalones grises y unos mocasines que brillaban como si fuesen de caoba. Era un hombre atractivo, pero de una forma que resultaba impostada, con aquel perfil marcado y su elegante pelo canoso peinado hacia atrás. A su lado, su esposa parecía aburrirse tanto como la propia Rose. Debía de ser unos quince años más joven que su marido, quizá incluso veinte, calculó Rose. ¿Cómo se llamaba? Mona. Mona Delahaye. Le iba bien el nombre. Ojos felinos, una boca mezquina. ¿Habría sido ella la razón por la que Delahaye cargó la pistola y zarpó para no regresar jamás? Rose había conocido a hombres mejores y más sensibles que Victor Delahaye a quienes sus mujeres habían destrozado. Aquello era frecuente en el lugar de donde ella venía. El noble código del Sur.
—Lo siento, creo que he echado a Malachy —dijo Maggie con tono apesadumbrado. Rose le lanzó una mirada. No se había dado cuenta de lo pesada que podía ser su amiga. Para empezar, ¿cómo se habían hecho amigas?
Rose no aceptaba amigos a la ligera o sin pensárselo detenidamente. Las dos mujeres se habían conocido en una de las entidades benéficas que apoyaba el difunto primer marido de Rose, el Glentalbot Trust, que tenía su sede en una vieja casa llena de corrientes en las montañas Wicklow. Rose estaba en el consejo de administración del Trust, al igual que Marguerite Delahaye, que había sustituido a la primera esposa de Victor Delahaye cuando falleció. Rose apenas había prestado atención a Maggie, el símbolo protestante del consejo, hasta una reunión urgente, tristemente famosa, en la que Rose pidió la dimisión del director de la Glentalbot House, un borracho incompetente. Para sorpresa de todos, Maggie la apoyó y entre ambas derrotaron a los partidarios del director y lograron lo que pedían. Tras la reunión, Rose envió a su chófer solo de vuelta a casa y subió al viejo y ruidoso Morris Oxford de Maggie. En el camino a la ciudad, se detuvieron en un hotel en Enniskerry y se bebieron una botella de vino para celebrar su victoria. Aquel día Rose creyó adivinar, bajo los correctos y remilgados modales de Maggie, el duro y frío brillo del acero. Al verla ahora hundida en un mar de pena y autocompasión, se preguntó si no se habría equivocado entonces y sólo había visto en Maggie lo que quiso ver, un reflejo de su propia y acerada dureza.
Como si hubiera adivinado las desencantadas cavilaciones de Rose, Maggie se levantó y dijo que debía irse. Se aproximó al espejo sobre la chimenea y al verse profirió un débil grito de consternación; sacó una polvera del bolso y con ligeros golpecitos se empolvó las mejillas y los laterales de la nariz inflamada, sin gran resultado. Rose se giró para contemplarla y, antes incluso de que supiera que iba a decirlo, preguntó:
—¿De verdad no sabes por qué lo hizo?
Maggie se detuvo y permaneció muy quieta frente al espejo, con la borla de maquillaje suspendida en el aire.
—Rose, hay cosas que no me permito pensar. Todavía no.
Rose observó la cara demacrada de su amiga reflejada en el espejo. Había algo en Maggie, algo ligera pero definitivamente extraño. Como si sufriera un estrabismo emocional. Cuando te miraba, sentías que no era a ti a quien miraba. Tenía reacciones extrañas, tics extraños. Hacía pausas súbitas, se quedaba paralizada y durante cinco o diez segundos permanecía con la mirada perdida y la expresión afligida, como si estuviera contemplando horrores. De repente, parpadeaba, se estremecía y estaba normal de nuevo, o tan normal como podía. Pobre Maggie. Debería haberse casado. Pero ¿quién se habría casado con ella?
Malachy regresó con una botella polvorienta en la que se veía un resto de brandy de cerezas.
—Lo siento, es lo único que he encontrado —dijo.
Las dos mujeres se quedaron mirándolo.
Jack Clancy se detuvo al final de Bow Street para aspirar el hedor caliente y ácido de la cebada fermentada, que escapaba de los muros combados de la destilería Jameson’s. Siempre le había divertido que el viejo Samuel Delahaye, abstemio e impulsor entusiasta de la liga antialcohólica, hubiera elegido un edificio tan próximo a la destilería como sede de las oficinas de Delahaye & Clancy. Tampoco parecía probable que la proximidad del convento de los Capuchinos, en la esquina de Church Street, hubiera sido de su gusto. Samuel era un unionista de los de antes, descendiente de una familia originaria de las negras colinas de Antrim, y los católicos no eran de su agrado, aunque hubiera elegido a uno, el padre de Jack, como socio. Aquello le parecía a Jack ahora inmensamente lejano, como si hubiera sucedido hacía cientos de años, cuando de hecho sólo había transcurrido una generación.
Reanudó su lento paseo sobre los adoquines. Era una calle extraña, siempre lo había sido, tan tranquila y recoleta, con ese silencio peculiar, denso y, sin embargo, con eco. Debía de ser por la altura de los muros que flanqueaban la angosta calle. Probablemente también los adoquines sofocaban los sonidos. Cuando era niño y su padre lo llevaba a la oficina, el sonido de sus pasos en esa calle por donde ahora caminaba le aterrorizaba. Pero ¿cuándo le había llevado su padre al trabajo? Y ¿por qué? No hubiera querido tenerle pegado a sus talones en la oficina, por no hablar de su temor a lo que diría Samuel Delahaye, ya que al viejo Samuel, el Patrón Mayor, no le gustaban los niños. Y, sin embargo, Jack tenía un recuerdo vívido de su padre y él caminando de la mano por esa calle: el hombre encorvado, apenas en la treintena pero con la salud ya deteriorada, y él con pantalones cortos y una gorra de visera con un botón en la parte superior. ¿Había sucedido en realidad o era una fantasía?
Se detuvo ante una casona de ladrillo frente a Duck Lane. Era cuadrada y algo achaparrada, de tamaño mediano, con dos ventanas a cada lado de la puerta y cinco más arriba, en la planta superior. Los ladrillos, de un pálido marrón, estaban moteados de amarillo, como si los hubieran amasado con mantequilla. Tenían un aspecto cálido bajo el sol de la tarde. La puerta de entrada, chata como el edificio, tenía un pesado aldabón negro y un montante de cristal con el nombre de la empresa pintado en discretas letras doradas:
Delahaye & Clancy Ltd.
Importación Exportación
Se dio cuenta, con asombro, de cuánto le gustaba aquella casona con su aspecto cuadrado y sólido. Como si fuese un viejo amigo a quien hubiese descuidado durante largo tiempo y que ahora diese un paso adelante tímidamente para ofrecerle… ¿Ofrecerle qué? ¿Seguridad? ¿Perdón? ¿Refugio? Pensó en los que estaban dentro. Hacía sólo unos días él había sido uno de ellos, un hombre en la oficina, trabajando en silencio. Pero ahora aquello le parecía algo que había soñado, otra vida, vulgar pero fabulosa.
Dudó que los gemelos estuvieran en sus despachos. Era raro encontrarlos. Se dejaban caer de vez en cuando con aire despreocupado para firmar unas cuantas cartas y coger dinero para sus gastos. Un comportamiento inadmisible en la época del viejo Samuel. Maverley, el contable jefe, había intentado meterlos en cintura en un par de ocasiones, pero ellos se habían reído en sus narices. Maverley era la única persona que siempre había inquietado a Jack, la única capaz de descubrir en qué andaba metido, y así había sucedido. Tendría que haberse ganado a Maverley, haberle hecho partícipe de su plan, haberle implicado en la ambiciosa y secreta estrategia que había urdido durante años. Pero Jack había temido mostrar sus cartas y ése, ahora se daba cuenta, había sido su error. Un hombre solo no podía llevar a cabo con éxito lo que había urdido. Debería haberse asociado con alguien.
Maverley era la opción clara, pero a Jack ni se le había pasado por la cabeza y ésa había sido su ruina. Maverley era una comadreja, pero las comadrejas tienen los colmillos afilados. Resultó que el contable había estado vigilándole durante meses, controlando cada uno de sus movimientos. Jack había creado en secreto empresas fantasmas en Belfast, en Jersey, en la Isla de Man, para comprar acciones de Delahaye & Clancy, como parte de un plan audaz y brillante, aunque estuviera mal que él lo dijera. Estaba a punto de convertirse en el accionista mayoritario cuando Maverley lo delató. No había sido lo suficientemente hombre para enfrentarse a Jack, sino que había acudido a Samuel Delahaye para contárselo todo. Y el viejo cabrón, por supuesto, se lo dijo a Victor.
Jack sabía que Victor nunca le había comprendido, que siempre había dado por supuesta su fidelidad. Lo trataba igual que a sus hijos gemelos, con una especie de tolerante desdén. En las reuniones del consejo, Jack siempre acababa en el extremo más alejado de la mesa, separado por tres metros de brillante caoba de Victor, que, en la cabecera, ocupaba la silla que antes había sido de su padre, mientras disponía el orden del día con altanera facilidad. De vez en cuando, para mantener las apariencias, Victor le pedía a Jack su opinión y, cuando éste contestaba, él se retrepaba en su silla, con el índice en la mejilla, y con una sonrisa bailándole en los labios, o por lo menos eso le parecía a Jack. Los demás miembros del consejo tamborileaban impacientes en la mesa mientras aguardaban a que acabara.
Victor le convertía en objeto de bromas ligeras, le lanzaba pequeñas pullas.
—Ah —exclamaba con acento cansino cuando un tema trivial salía a relucir—, eso es territorio de Jack, no mío, ¿no es cierto, Jack?
Jack se veía obligado a sonreír mientras se tragaba la burla, como si fuera el chico de los recados a quien hubieran llamado para consultarle algún asunto demasiado insignificante como para que Victor Delahaye estuviera al tanto.
Contempló la fachada del edificio, las brillantes y pálidas tejas, las ventanas de vidrio prensado, la enseña elegantemente pintada sobre la puerta. Supo que jamás volvería a cruzar su umbral, se dio la vuelta con rapidez y se marchó.
A Jack le hubiera gustado olvidar su último encuentro con Victor, pero le venía a la cabeza una y otra vez con tanta precisión como si estuviera sucediendo en ese preciso instante. Victor le había pedido que acudiera a la sala de juntas. Cuando entró, Victor se hallaba de espaldas junto a la ventana, mirando las chimeneas de ladrillo de la destilería. Jack estaba preparado para aguantar su ira, las acusaciones, las recriminaciones… Pero Victor no le había gritado ni amenazado. Parecía más agotado que furioso. Tenía los hombros hundidos y su espalda encorvada le recordó a Sylvia, como si le doliera igual que a ella.
—Mi padre ha hablado conmigo —dijo.
Ésas fueron sus palabras: «Mi padre ha hablado conmigo». En los oídos de Jack resonaron como un extracto de la Biblia. «Apartaos de mí, malditos…»
¿Era el culpable de que Victor hubiera hecho lo que había hecho? ¿Se había matado Victor al descubrir que su socio había estado conspirando para hacerse con el control de la empresa? En tal caso, al adelantar su destitución, Victor había realizado un gesto final de desdén hacia Jack y sus planes secretos. Ahora todo se había acabado. Los meses maquinando, planeando, poniendo las piezas en su lugar, disimulando y observando, esperando, obligándose a esperar… Todo se había acabado. Los gemelos, ese par de gandules, heredarían la compañía… Ellos y la bruja de la mujer de Victor. Lo heredarían todo y él se quedaría con nada. De eso ya se encargaría Maverley.
Se adentró en el barrio de Smithfield. Un tipo harapiento montado en un carro pasó delante de él entre el ruido seco de los cascos del jamelgo y el áspero sonido de las bandas metálicas de las ruedas contra los adoquines.
«¿Y ahora qué, Jack? —se preguntó—. ¿Ahora qué?».
Se dirigió al río y detuvo un taxi. El conductor no intentó entablar conversación; iba hundido en el asiento, con los hombros levantados y unas enormes y enrojecidas orejas sobresaliendo de la gorra. Jack se preguntó cómo sería estar en su pellejo, yendo de un sitio para otro en ese viejo coche durante todo el día, recogiendo a extraños y sin dirigirles la palabra. Quizá no estaría mal. Apenas requeriría nada, tan sólo existir. Jack nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en los demás. Pero ahora le parecía hallarse fuera de su propia vida. Había estado a salvo, en el centro de los acontecimientos, y de repente era como si le hubiesen agarrado con brusquedad, empujado y arrojado a la calle igual que a un personaje de dibujos animados, con el cuello de la camisa levantado y un círculo de estrellas girando sobre su cabeza.
¿Por qué había hecho eso Victor? ¿Por qué? ¿Era él de verdad el causante? ¿Debían culparle a él?
Le pidió al conductor que se detuviera en Kenilworth Road, se bajó del vehículo y se dirigió andando a la plaza, como era su costumbre. Incluso cuando iba en su coche, aparcaba y hacía a pie el resto del camino hasta la residencia de ancianos. De esa manera, conseguía demorarse unos minutos y en ese tiempo podía suceder cualquier cosa, un accidente o la entrega de una repentina citación, que le obligaría a dar la vuelta y cancelar su visita. Era ridículo, desde luego; nunca sucedía nada y tenía que continuar su camino arrastrando los pies hasta que, a su pesar, llegaba a la entrada con sus cuatro escalones de granito, que bien podrían haber sido los escalones del patíbulo.
El vestíbulo siempre olía a té muy cargado y a colchones sucios. La habitación de su padre —la celda, como Jack la denominaba— se encontraba en el primer piso. Las espaciosas habitaciones de estilo georgiano habían sido divididas con tabiques en unidades más pequeñas y el resultado eran unos habitáculos angostos donde no cabía un alfiler, pero con unos absurdos techos altos que sólo conservaban las cenefas de yeso en dos paredes opuestas. Una cama, una silla y una mesita de noche eran los únicos muebles. Un haya roja se alzaba frente a la ventana alta de guillotina y oscurecía el interior de la habitación, dándole un singular aspecto acuático. El padre de Jack habitaba en ese espacio, similar a un aljibe, con la indolencia secreta de una carpa alargada y raquítica de grandes ojos. Con el tiempo había ido rodeándose de colores que le permitían pasar desapercibido, y cada vez que Jack entraba en la habitación le costaba unos instantes reconocer la figura del anciano contra el fondo pardo del papel de las paredes, la manta marrón sobre la cama y la luz herrumbrosa que entraba por la ventana.
—Hola, papá —saludó intentando mostrarse animado, pero como siempre sonó asustado y quejumbroso.
Junto a la ventana, su padre alzó la vista, frunció el entrecejo y ladeó la cabeza como si la voz de su hijo fuese un débil grito o una llamada que venía desde muy lejos. Jack suspiró. Al tormento de esas visitas se añadía la fantasmagórica sensación de que no había nadie con él, que se encontraba solo y hablaba consigo mismo. Su padre también parecía sentir que se encontraba solo, aunque escuchaba voces. Y así pasaban de forma disparatada una penosa media hora: el hijo gritando hasta quedarse ronco en un intento de penetrar la neblina senil de su padre, mientras el padre se agitaba más y más, convencido probablemente de que los espíritus le hablaban en voz alta pero ininteligible.
Philip Clancy había sido un hombre alto y delgado, pero ahora estaba chupado y encorvado. Tenía una cabeza pequeña con una frente abombada y un rostro huesudo del que sobresalían unos cuantos pelos flotantes como hilos de una telaraña. Había decidido no ponerse más la dentadura postiza y su boca se veía delgada y hundida bajo la nariz aguileña, tan grande como la cabeza de un hacha primitiva. Los Delahaye lo habían tratado con negligencia durante toda su vida profesional y ahora que estaba consumido ninguno venía a visitarle a la residencia, donde permanecía cautivo, ausente y perdido para sí mismo y para el mundo.
Jack se aproximó a la ventana y permaneció allí mirando afuera con las manos en los bolsillos. ¿Por qué no talaban aquel maldito árbol o, al menos, lo podaban para que pudiera entrar un poco de luz? Había solicitado que solucionaran el problema en numerosas ocasiones y le habían prometido que lo harían, y por supuesto no habían hecho nada. El hombre que dirigía el lugar era un tipo empalagoso con mirada de hurón bajo su actitud servil y aduladora. Su esposa tenía un aspecto agotado y la mirada aturdida de alguien que no logra comprender cómo ha terminado dirigiendo una residencia para ancianos, enfermos y locos.
Con expresión cauta, el padre de Jack lo miraba perplejo de arriba abajo como si buscara una pista que le permitiera descubrir quién era. En algún lugar de la casa sonaba una alarma eléctrica, un zumbido insistente que parecía alimentarse a sí mismo lenta e incesantemente.
—Estoy metido en un lío, papá. He intentado hacerme con el mando de la empresa y he fallado. O más bien he sido derrotado. No es posible luchar contra un suicidio —dijo Jack sin apartar los ojos de la ventana. En silencio, movió la cabeza de un lado a otro con un gesto irascible y amargo—. En parte lo hice por ti, ¿sabes? Para vengarme de ellos por la manera en que te utilizaron durante todos esos años.
Calló de nuevo. ¿Era cierto? Sonaba falso, por mucho que quisiera que fuese verdad. Deseaba creer que había un motivo de más peso, si no más noble, para lo que había planeado, lo que había intentado. No quería pensar que lo había hecho por él, para satisfacer su propio resentimiento y sus celos.
De pie y con la vista clavada en él, su padre hizo un sonido, una especie de chasquido interrogador con la garganta. Jack se preguntó qué sucedería en su cabeza, qué fragmentos y esquirlas de pensamiento flotarían allí como restos astillados del naufragio de su vida.
—Ah, papá —dijo, repentinamente agotado.
Algo se estaba moviendo en su garganta, en sus senos nasales, tras sus ojos. Se cubrió el rostro con una mano y los ojos se le llenaron de lágrimas y de su boca abierta escapó un sonido que era a la vez sollozo y lamento. Tendió la otra mano hacia delante y a ciegas encontró el brazo frío y huesudo de su padre y, aferrándolo, rompió a llorar.