Sylvia Clancy temía a su marido y a su hijo. Durante mucho tiempo se había negado a aceptar esa realidad, pero así era. No se sentía amenazada por ellos ni tampoco creía que fuesen a hacerle daño físicamente. Lo que más le asustaba era su capacidad para hacerse daño a sí mismos; para dañar sus vidas y la de ella; para contaminar —aunque no le gustara esa palabra, era la adecuada— el pequeño mundo que la familia compartía. Ninguno de ellos era malo y probablemente ambos la querían, aunque a su manera, que en nada coincidía con la manera en que ella los quería. Siempre había sentido que ellos estaban a su cargo. Eran sus cargas. Tenía que protegerlos del mundo y, sobre todo, de sí mismos. Sabía lo extraño que aquello sonaría si su marido lo escuchara, pero tenía mucho cuidado en no mostrar el más mínimo indicio de cómo se sentía y qué pensaba. A pesar de ello, se preguntaba si ellos sabrían qué pensaba y cómo se sentía, si lo sabrían sin saberlo, de aquella manera tan típica de los irlandeses.
Estaba al tanto de las infidelidades de su marido. Se sentía inevitablemente herida cada vez que descubría una nueva, y lo descubierto representaba, casi seguro, una mínima fracción del número real, pero había llegado a aceptar esas aventuras extramatrimoniales como parte de su vida, una parte inalterable como el dolor de espalda que sufría. Su espalda era probablemente la causa principal de que Jack le fuese infiel. Debía de ser duro estar casado con una mujer que se estremecía y contenía la respiración cada vez que la abrazaba. Resultaba difícil culparle de buscar consuelo y alivio en otros brazos. Aunque sí le culpaba, sí. Lo aceptaba, pero le culpaba, no podía evitarlo. Él debería haberla ayudado a que aceptara sus caprichos, debería al menos haberlo intentado. Pero era demasiado impaciente para eso.
Jack se dejaba llevar por la impaciencia, siempre había sido así; la impaciencia y el horrible resentimiento que la acompañaba. Recordaba la ocasión, hacía ya muchos años, en que descubrió en él esos rasgos. Una noche, tras una fiesta en casa de los Delahaye, Jack le había arrancado de las manos la llave del coche y había salido bajo la lluvia con aquella expresión en el rostro, la boca torcida y los ojos llameantes. ¿Qué había dicho ella para causar esa furia? Algo sobre Victor y Lisa, sobre la buena pareja que hacían y lo felices que se les veía juntos. ¿Había sentido Jack celos de Victor? ¿Deseaba a Lisa? Tal vez habían tenido una aventura… Tal vez ésa fue la razón de su furia aquella noche. Sí, tal vez Lisa y Jack habían sido amantes. A Sylvia le asombraba la indiferencia con que sopesaba dicha posibilidad.
No obstante, esas especulaciones la agotaban. A menudo deseaba desaparecer, irse sin decir nada a nadie. ¿La echarían de menos su marido y su hijo? Cerró los ojos. Si tan sólo pudiera vaciar su cabeza, adormecer su cerebro, eliminar sus pensamientos. Sería una forma de desaparecer.
¡Qué hermosa era la luz del sol aquella tarde! ¡Qué inofensiva!
Mientras subía las escaleras, se había detenido un instante en el rellano para mirar por el ventanal. Se veía Howth Head a lo lejos, al otro lado de la bahía. Abajo, en el jardín, las flores de las peonías se desprendían, arrastradas por su propio peso. Había intentado enderezarlas, pero habían vuelto a caer, como si desearan que sus cabezas colgaran, como si fuese así como se sentían mejor. Qué extraño resultaba pensar en las flores en esos días, se dijo Sylvia. Pero la vida, la vida cotidiana no se detiene ni siquiera por un muerto.
Las flores no eran lo único que requería atención. La vieja casona, situada en uno de los barrios más exclusivos de Dun Laoghaire, daba señales de años de negligencia. A Jack no le interesaba la casa. ¿Por qué iba a interesarle? Apenas pasaba tiempo allí. Nunca se había acostumbrado al hecho de estar casado —«estar atado», diría más bien él, pensó Sylvia— y siempre encontraba una excusa para no estar en casa. Pero así era Jack, lo tomabas o lo dejabas.
Subió el último tramo de escalones. Había exprimido seis grandes naranjas Outspan y había vertido el zumo en una jarra, que ahora llevaba junto a un vaso y una servilleta en una bandeja de madera. Davy estaba en cama, aún convaleciente del daño sufrido por las horas pasadas en aquel barco sin protección solar. ¿Quién hubiera imaginado que el sol fuese tan fuerte en junio? Al entrar en el dormitorio, sintió el olor tibio de la pobre carne quemada. Davy estaba despatarrado en la cama y había arrojado la sábana a un lado. Llevaba sólo los pantalones del pijama y un antifaz negro, cuya existencia en la casa ella desconocía. Incapaz de saber si estaba dormido o despierto, permaneció de pie a su lado, escuchándole respirar. Las ampollas de los brazos habían estallado y el puente de la nariz comenzaba a pelarse. Permanecer allí de esa manera le hizo sentir un repentino pudor y decidió dejar el zumo de naranja en la mesilla de noche y marcharse de puntillas. Pero él despertó, se quitó la máscara y, entre toses, se sentó en la cama a duras penas, guiñando los ojos, y se cubrió con la sábana hasta las rodillas.
Sylvia cayó en la cuenta de que era la misma bandeja en la que solía llevarle su vaso de leche por las noches cuando era niño. ¡Qué rápido había pasado el tiempo!
Davy tenía veinticuatro años, pero parecía más joven o, por lo menos, a ella se lo parecía. Era probable que las madres siempre pensaran que sus hijos nunca se harían mayores. Ese verano estaba trabajando como almacenista en el taller que Delahaye & Clancy tenía en Ringsend. Parecía gustarle y, según le había dicho Jack, era concienzudo en el trabajo, algo que les había sorprendido tanto a Jack como a ella. Sylvia imaginaba que estaba intentando impresionarles. Davy le había confiado sus planes de estudiar para ser mecánico y conseguir un trabajo fijo, aunque no en Delahaye & Clancy. Aún no se lo había dicho a su padre y tampoco ella había dicho una palabra al respecto. Jack se pondría furioso, pero no existía ninguna posibilidad de discutir el tema: Davy era tan testarudo como él y no permitiría que le dieran órdenes ni dejaría que le engatusaran, sino que haría su santa voluntad. Ella le había preguntado en qué pretendía trabajar si no continuaba sus estudios en la universidad, pero él no había contestado.
—Te he traído zumo de naranja —le mostró la jarra y el vaso—. Acabo de hacerlo.
Sentado en la cama, con el cuerpo inclinado hacia delante y los brazos sobre las rodillas, Davy parecía exhausto. Tenía una piel muy blanca, herencia de su madre, y por eso se había quemado de aquella manera. Los ojos de Sylvia contemplaron el mechón rebelde que se alzaba en su coronilla y recordó cómo, cuando era un niño, tenía que humedecer el peine bajo el grifo para devolver aquel rizo recalcitrante a su sitio. ¿Era un error mantener vivo el pasado? Debía tratarle como a un adulto, en lugar de recordar una y otra vez cómo era todo cuando aún era un crío.
—¿Cómo te encuentras? —sin enderezarse, él se encogió de hombros—. Bébete el zumo, lo que puedas. Te refrescará.
Vertió el zumo en el vaso y le dio unos golpecitos con él en el hombro. Con un escalofrío, Davy sujetó el vaso y bebió, pero tuvo que detenerse a toser y luego dio un nuevo sorbo.
—Está bueno. Gracias —dijo.
Ella se sentó a su lado en la cama. Él no la había mirado desde que había entrado en la habitación.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó de nuevo.
—Noto cómo huelo —dijo él—. Es más, noto cómo huele mi piel quemada. Como si frieran un cerdo.
Ella sonrió y él también, aunque con tristeza y sin levantar los ojos hacia su madre. Acabó el zumo y le tendió el vaso. Sylvia le preguntó si le apetecía más, pero él negó con la cabeza mientras se frotaba la base de la nariz con un dedo. De nada servía que se esforzara en ignorar esos pequeños detalles que le devolvían a la infancia de su hijo: cómo estaba sentado en la cama, cómo se frotaba la nariz, aquel rizo rebelde en su coronilla… El niño seguía allí, en el interior de aquel cuerpo juvenil. Sucedía lo mismo con todos los hombres que ella conocía, fuesen parientes o no: regresaban a su infancia cada vez que se sentían enfermos o tristes o tenían problemas.
—Ha llamado un policía. Un inspector. Quiere hablar contigo. Le dije que no te encontrabas bien, que estabas durmiendo —Davy permaneció en silencio, con la cabeza gacha y el labio inferior avanzado. Sus dedos apresaron un hilo suelto de la costura de la sábana. Sylvia recordaba muy bien aquella actitud: las cejas oscuras fruncidas, el labio hacia fuera, el cuello hundido entre los hombros—. ¿Qué vas a contarle? Quiero decir, ¿qué vas a decir? Háblame, por favor. Cuéntame qué ocurrió.
—Ya te lo he contado —contestó Davy con un leve gemido en la voz—. No tengo nada más que decir —tiró del hilo con violencia mientras metía el labio inferior y tensaba la boca.
Aquel enfurruñamiento, aquel resentimiento eran idénticos a los de su padre, pensó Sylvia.
—¿Por qué no me lo cuentas de nuevo? ¿Qué… qué te dijo?
—No dijo nada.
—Algo tuvo que decir.
Un barco partía del puerto de Dun Laoghaire: escucharon la sirena, su ulular estremecedor en la calmada tarde de verano. Hacía ya mucho tiempo, Davy tenía cuatro o cinco años, estaban en la cubierta de un barco que los llevaba a Holyhead cuando la sirena irrumpió igual que ahora, como si fuese la Trompeta del Juicio Final, y su Davy se asustó tanto al escuchar el pavoroso sonido que rompió a llorar aferrado a sus piernas y con la cabeza enterrada en su falda. En aquel tiempo estaban muy próximos el uno al otro, mucho.
—Me contó una historia de cuando era niño y su viejo le llevó de paseo en coche y le dio dinero para comprar un helado y, mientras él estaba en la tienda, se marchó —dijo Davy.
—¿Se marchó?
—Y le dejó allí. Para enseñarle a defenderse solo, a tener confianza en sí mismo, algo así… No me acuerdo.
Sylvia apretó los labios y asintió con la cabeza.
—Sí, no me cabe duda, es el tipo de cosas que el viejo Sam Delahaye haría. ¿Y qué más?
—¿Que qué más? —su voz sonó lastimera de nuevo.
—¿Eso fue todo lo que te dijo Victor? ¿Qué sucedió entonces?
—Lo que sucedió entonces —contestó Davy con sarcasmo, imitándola mientras movía la cabeza— fue que sacó la pistola, una cosa gigantesca que parecía uno de esos revólveres de seis tiros que llevan los vaqueros, se encañonó el pecho y disparó.
Ahora fue ella quien empezó a tirar de los hilos de la sábana.
—¿Crees que… crees que ésa era su intención…?
—¡Por Dios, mamá!
—¿… que no se trataba de una simple broma o de algo así y salió mal?
Davy soltó una amarga carcajada.
—Menuda broma.
—A veces era tan… raro. No sabías por dónde iba a salir.
—Ésa era su intención, no hay duda ninguna —dijo Davy.
—Pero ¿por qué? —preguntó Sylvia casi gritando.
Su hijo cerró los ojos y dejó escapar un teatral suspiro de exasperación y hartazgo.
—Ya te lo he dicho. No-lo-sé.
«Pero ¿por qué te eligió como testigo? ¿Por qué a ti?» Eso hubiera querido preguntar Sylvia.
—Algo terrible debía de pasarle —dijo.
Davy resopló.
—Sí, eso mismo pienso yo. No te disparas un tiro al corazón a menos que haya algo que no va bien, nada bien.
A ella no le molestó el sarcasmo ni la burla, pues estaba acostumbrada, pero hubiera deseado que él levantara la vista y la mirara derecho a los ojos, aunque sólo fuese una vez, y le dijera de nuevo que no sabía por qué Victor Delahaye —Victor, entre todas las personas posibles— le había invitado a navegar en su barco para que le viese quitarse la vida.
—¿Qué quieres que le diga al detective si llama otra vez… cuando llame otra vez?
Él no contestó, ocupado en mirar alrededor con el ceño fruncido.
—Dame mi ropa. Quiero levantarme.
Jack Clancy marchaba a paso ligero por el paseo marítimo de Sandycove cuando escuchó la sirena del barco a su espalda. El sonido le llevó a sus días de colegio, ya muy lejanos. ¿Por qué? En aquellos tiempos había una campana, aunque más parecía una alarma, que se disparaba al final de la hora de la comida para que los chavales regresaran a clase. Recordó la presión en el diafragma y a Donovan y como-se-llamara-el-otro-chico aguardándole, en la oscuridad del pasillo, delante de los servicios. La habían tomado con él porque era pequeño. Le tiraban del pelo y le pellizcaban. Un día le bajaron los pantalones y se quedaron allí señalándole y riéndose. Él se vengó de Donovan, se chivó de que era él quien había robado los palos de hurley del almacén y los había vendido. ¡Qué extraño! Hacía años que no pensaba en aquella época. ¿Por qué ahora? Seguramente porque había demasiadas cosas en las que no quería pensar. Estaba en un buen aprieto, no tenía duda.
«Dun Laoghaire, antes conocido como Kingstown, no es un mero puerto, sino un lugar de asilo, así llamado porque fue construido para dar refugio a los barcos mercantes que durante siglos habían sido azotados por los temporales del levante y forzados a permanecer en la bahía, incapaces de remontar la desembocadura del Liffey, pues no conseguían navegar contra el viento, etcétera, etcétera». Su mente se esforzaba en recitar el viejo relato que antes sabía de memoria. Su padre había sido un apasionado del mar y había intentado enseñarle la historia del puerto, los hechos y los mitos. Pero él había sido un mal estudiante. «Un inútil y un derrochador —decía su padre—. Vino, mujeres y canciones son lo único que ambiciona Jack». Sin embargo de la lucidez del viejo cabrón no quedaba nada y con ella habían desaparecido todos sus conocimientos. El viejo había pasado su vida arrastrándose ante los Delahaye, ¿y adónde le había llevado eso? A permanecer postrado, primero boca abajo ante aquella pandilla y ahora, boca arriba, perdida la cabeza, inerme, inútil hasta para morir.
Otranto Place. ¡Qué nombre tan curioso! La tarde era cálida y aún quedaban bañistas en la cala, en la arena y sobre las rocas. Había mucha gente. Familias que vivían en los pisos de Sean McDermott Street y de Summerhill y llegaban desde la ciudad en tren: las mujeres eran gordas, los hombres flacos, y los niños delgaduchos y blancos como larvas. Sobre la playa se alzaba la torre Martello. Su aspecto siempre le había parecido muy cómico: era gruesa y achaparrada como si en su origen hubiera sido alta hasta que la bala de uno de los cañones de Napoleón la hubiera descabezado.
Jack giró en Sandycove Avenue. La casa parecía más pequeña de lo que era en realidad. Tenía una sola planta, como si también hubiera sido descabezada, y tan sólo dejaba ver la puerta de entrada con una ventana a cada lado y el tejado a dos aguas. Pero se extendía en horizontal hacia la parte trasera y había unas escaleras que descendían a una habitación acristalada donde, en verano, daba el sol todo el día. Lo sabía porque era él quien había encontrado la casa y quien había dado la señal, aunque ese hecho hubiera sido olvidado de manera oportuna. Las mujeres tendían a dar por descontadas esas cosas.
Jack golpeó la puerta suavemente con los nudillos: toc-toc-toc, toc-toc. La vieja contraseña. Quizá ella no estuviera en casa. Se llamaba Bella. Así se hacía llamar; su verdadero nombre era… ¿Cómo? ¿Anne? ¿Angela? No se acordaba. Era una artista: cielos azules sobre campos de amapolas y traviesas muchachas con el pecho desnudo y flores en el pelo recostadas en la hierba.
Golpeó de nuevo la puerta y aguardó.
«Dun Laoghaire, antes llamado Kingstown».
Otranto Place.
Problemas.
La puerta se abrió.
—Bueno, bueno. Hola, extraño —dijo ella, con una mano en el marco de la puerta y la otra en la cadera.
Vestía unas mallas, sandalias y un chal de lana blanco sujeto sobre uno de los hombros, como la túnica de un senador romano. El cabello, rubio teñido, estaba recogido sobre la cabeza con lo que a Jack le parecieron dos agujas de tejer de madera. Le llamaron la atención las gafas que, atadas a una cadena, colgaban sobre su pecho. Era la primera vez que las veía. Unas finas patas de gallo cercaban su ojos. Sí, había pasado mucho tiempo.
—Hola, Bella.
Con la cabeza ladeada, ella le miraba con curiosidad. ¿Habría oído lo que había pasado en Cork?
—Pasa, iba a darme un baño —le dijo.
Cuando Hackett llegó a Nelson Terrace, la propia señora Clancy le abrió la puerta. Le cogió el sombrero, lo colgó del perchero y lo guió por la casa hasta la cocina, situada en la parte de atrás. El joven Clancy estaba sentado a la mesa, con una taza de té delante. Más que bajo, al inspector le pareció compacto, con hombros de jugador de rugby y una cabeza cuadrada bien definida. Llevaba el cabello pelirrojo cortado a cepillo, como era la moda. Hackett podía imaginarse perfectamente a una chica pasando la palma de la mano por aquella cabeza erizada y estremeciéndose bajo el vestido. Aparentaba ser poco más que un niño. Desde luego, no parecía un asesino.
La señora Clancy le ofreció una taza de té. El detective dijo que no por educación y lo lamentó al instante. La mujer era alta y mantenía una actitud envarada, como si alguien le hubiera dicho algo ofensivo y ella se hubiera replegado indignada.
—Es un asunto espantoso, inspector —dijo.
Su acento era tan inglés como su aspecto, con la cara huesuda y alargada, el pelo recogido pulcramente detrás y la expresión amistosa pero distante.
—Muy cierto, señora. Espantoso —contestó.
Ambos dirigieron sus miradas hacia el joven que estaba sentado a la mesa. Él no levantó los ojos. Era un niño de mamá, pero con un fondo peleón, pensó Hackett.
—¿Cómo se encuentra? Parece que viene de la guerra —le dijo el inspector.
Davy Clancy suspiró con impaciencia.
—Estoy bien. Me he quemado un poco.
—¡Un poco! ¡Debería verle los brazos, inspector! —exclamó su madre, que pareció sobresaltarse ante su repentina vehemencia.
Con gesto instintivo, Davy se cerró los puños de la camisa blanca como si su madre fuese a enrollarle las mangas para mostrarle las ampollas al policía.
—El sol puede ser terrible, sobre todo cuando te encuentras en el agua. Yo pienso que no hay nada más dañino que el reflejo del sol —asintió Hackett, enarcando las cejas mientras descansaba una mano en el respaldo de una silla.
—Desde luego —contestó ella—, desde luego. Por favor, siéntese.
La silla crujió ligeramente cuando se sentó, como si protestara por su peso. Hackett se inclinó hacia delante y colocó las manos cruzadas sobre la mesa. Permaneció en silencio unos instantes, no con una intención deliberada, sino porque no sabía muy bien cómo arrancar. Podía sentir cómo se tensaba la atmósfera. Era muy difícil medir el sentimiento de culpa de una persona. Había gente inocente que, antes de que la primera pregunta hubiera sido formulada, comenzaba a balbucear explicaciones y dar excusas. Y luego estaban los duros, aquellos que cinco minutos antes se habían limpiado la sangre de las manos, que permanecían calmados, sin inmutarse y sin decir ni pío hasta que los provocabas.
—¿Tiene la más mínima idea de por qué el señor Delahaye hizo lo que hizo? —preguntó mientras contemplaba el remolino en la coronilla inclinada del joven.
Sin alzar la cabeza, Davy Clancy la movió de un lado a otro.
—No, ya me lo imaginaba —dijo en tono resignado Hackett.
A su espalda, la señora Clancy habló.
—Dile —profirió en tono ansioso y apesadumbrado—, dile lo que me contaste.
Davy levantó finalmente el rostro y la miró con expresión perpleja, como si no supiera a qué se refería.
—La historia que me contaste de cómo el viejo Delahaye le llevó de paseo en coche y lo abandonó —dijo su madre.
El rostro de Davy se ensombreció.
—Es una tontería —dijo.
—Cuéntaselo de todas maneras. El inspector querrá enterarse de todo lo posible —replicó su madre con presteza. Su tono era ahora seco e imperioso.
Davy se encogió de hombros y, obligado a esa tarea fastidiosa, procedió a contar, con tono hastiado, la historia del padre de Victor Delahaye, del joven Victor y del helado. Hackett asentía, con el rosado labio inferior avanzado, mientras lo escuchaba.
—¿Y le explicó cuál era la finalidad de esa historia? —le preguntó a Davy, cuando éste terminó—. ¿Había una moraleja? —le sonrió dejando al aire su gastada dentadura postiza.
Davy clavó los ojos en el interior de su taza.
—Dijo que su padre le dijo que era para enseñarle a tener confianza en sí mismo. Y cuando se puso la pistola contra el pecho lo repitió: «Una lección de confianza en uno mismo».
—Ya —Hackett se inclinó un poco más sobre la mesa—. ¿Y usted qué cree que quería decir con eso?
Davy alzó los hombros.
—No lo sé. Tal vez estaba haciendo conmigo lo que su padre hizo con él.
—¿Y por qué cree que haría algo así?
—Ya se lo he dicho… No lo sé.
El detective asintió con la cabeza.
—¿Ya está? ¿Eso es todo lo que dijo? ¿Sólo eso?
Sin alzar los ojos de la taza, Davy negó con la cabeza. Parecía un crío amonestado por el director del colegio. Dijo algo, pero en un murmullo, y Hackett tuvo que pedirle que lo repitiera.
—¿Qué más podría haber dicho? —gruñó el joven y levantó el rostro. Sus ojos brillaban furiosos—. ¿Había algo más que decir?
Se hizo el silencio hasta que el inspector preguntó de nuevo.
—¿Qué sensación le dio el señor Delahaye? ¿Le pareció que estaba nervioso?
—No me pareció nada. Hablaba muy poco. Conmigo, además, apenas hablaba.
Hackett tuvo la sensación de que el chico —no podía evitar verle como un niño— mentía, al menos por omisión. Por su actitud evasiva estaba claro que sabía más de lo que estaba dispuesto a contar. ¿Qué habría pasado en realidad en aquel barco en mar abierto y bajo el sol? Intentó imaginar las velas plegadas, la súbita calma, el chapoteo del agua contra la quilla, los chillidos de las aves marinas, el hombre hablando y el disparo, un sonido sin estruendo parecido al chasquido de la madera al romperse en dos.
—Mi hijo está muy afectado, inspector. Ha vivido una experiencia terrible —dijo la señora Clancy.
El chico —el joven— miró a su madre con la boca torcida de furia.
—Tal vez estaba nervioso. No lo sé. Debía de estarlo… Iba a pegarse un tiro, ¿no? —le dijo a Hackett.
Davy alejó de sí la taza y, levantándose, se encaminó a la ventana con las manos hundidas en los bolsillos traseros del pantalón. Se quedó mirando el jardín.
—¿Podría aventurar una hipótesis de por qué le eligió precisamente a usted para ir con él? —preguntó Hackett en tono coloquial.
—Ya se lo he dicho antes. No sé por qué hizo nada: por qué salió a navegar, por qué me llevó a mí, por qué se pegó un tiro. No lo sé —dijo Davy sin darse la vuelta.
Hackett se giró en la silla para mirar a Sylvia Clancy. Ella sostuvo su mirada, se encogió ligeramente de hombros con gesto angustiado e impotente y desvió la vista.
En el jardín la última luz de la tarde poseía un hermoso y delicado matiz de oro viejo.
—¿No es maravilloso que los días sean tan largos en esta época del año? —murmuró Bella.
Estaban tumbados en la habitación acristalada que daba al jardín, ella tendida en el hueco que formaba el brazo de Jack y él despatarrado, con una mano tras la cabeza. Bella había extendido el chal blanco sobre ellos; el resto de su ropa estaba tirada en el suelo mezclada con la de él. Jack se moría de ganas por un cigarrillo, pero no quería moverse para no interrumpir ese descanso que tanto había ansiado. Era como si la mujer desnuda y él estuvieran sujetando algo, una delicada estructura hecha de aire y luz, que se quebraría al más mínimo gesto. Intentó recordar dónde había conocido a Bella. ¿Había sido en una fiesta en Pembroke Street, en el piso del abogado como-se-llamara, la noche que dos tipos que trabajaban en el departamento de Aduanas e Impuestos trajeron una caja confiscada de licores y todos se emborracharon de una forma salvaje y salieron a la calle a bailar? Recordaba a Bella recostada contra la pared y las manos detrás, balanceándose mientras le miraba con aquellos ojos ahumados. ¿O no era ella, sino otra chica distinta con ganas de divertirse?
—Un penique por tus pensamientos —dijo Bella, mientras sus dedos recorrían el vello canoso de su pecho.
—Estaba recordando la primera vez que te vi —contestó él.
—Ah, sí, fue en la inauguración de la galería Ritchie Hendriks. Me dijiste que te gustaban los lóbulos de mis orejas —le pellizco el pezón derecho—. Siempre tan seductor, aparentando valorar aquello en lo que nadie se fijaría nunca. Los lóbulos de las orejas, no se te podía haber ocurrido otra cosa… No eran precisamente lóbulos de orejas lo que tú buscabas.
¿De qué inauguración hablaba? No recordaba nada de eso, ni siquiera estaba seguro de haber estado alguna vez en la galería Ritchie Hendriks. Tal vez ella también le estaba confundiendo con otra persona. Sintió una repentina y dulce punzada por el pasado perdido, por todas las posibilidades desaparecidas que nunca más surgirían ante él. Masajeó la mórbida carne del flanco de la mujer, justo debajo de sus costillas, pero ella escapó de sus manos riendo y haciendo contorsiones y le dijo que se detuviera, que ya sabía que tenía muchas cosquillas. Él la dejó ir y se levantó, aunque se inclinó acto seguido y buscó su chaqueta por el suelo para coger los cigarrillos del bolsillo. Encendió uno y se dirigió al ventanal y allí permaneció desnudo, fumando y con los ojos entrecerrados por la luz.
—Déjame adivinar por qué has venido —dijo ella.
Él giró la cabeza para verla: estaba recostada en la chaise-longue con el chal sobre el regazo. Sus pechos, más flácidos de lo que recordaba, resbalaban hacia los lados y los pezones parecían contemplarlo con una mirada encantadoramente estrábica. Seguía siendo una mujer hermosa y a él le entristeció ver las señales de su envejecimiento.
—Haz un intento: ¿por qué he venido? —dijo él.
—Por como-se-llame, por tu socio, Delahaye.
—Así que ya lo sabes.
Ella se rió.
—Estaba en todos los periódicos —se dio la vuelta para tumbarse boca abajo y el chal se deslizó al suelo. Ella movió insinuante el trasero—. ¿Qué sucedió? Los periódicos decían que fue un accidente. ¿Es verdad?
Él se volvió hacia la ventana y el descuidado jardín. Aquella maraña de rosas tenía un aire siniestro, pensó, como zarzas en un cuento de hadas.
—Tienes convólvulo —dijo.
—Tengo ¿qué?
—Correhuela. Esa enredadera con flores blancas. Matará al resto de las plantas si no haces que la arranquen.
Ella soltó una risa.
—Jack Clancy, el horticultor —dijo.
Se puso en pie y se aproximó a él. Rodeó con el chal su cintura para hacer una falda improvisada. Él sintió su olor a perfume, a sudor y a carne tibia. La mujer le cogió el cigarrillo de entre los dedos, aspiró una calada y se lo devolvió mientras expulsaba el humo al techo.
—¿No quieres hablar de eso? —le dijo.
—¿Hablar de qué? —contestó él sin apartar los ojos del convólvulo.
—Vale, no te enfurruñes —la mujer sacó del batiburrillo de ropa sus bragas, su camisa y sus mallas negras y se vistió—. Se suicidó, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Siempre que se trata de un suicidio los periódicos dan la noticia de una forma peculiar. Salta a la vista. ¿Por qué lo hizo? ¿Estaba enfermo?
—No, que yo supiera.
—¿La empresa tiene problemas?
Él soltó una risita.
—Al contrario. El negocio va mejor que nunca.
Ella contemplaba su espalda, todavía tenía un buen culo, aunque más flaco de lo que ella recordaba.
—No pareces precisamente destrozado.
—¿De verdad? —dijo él, girándose.
Ella continuó mirándolo mientras se colocaba el chal en torno a los hombros y lo sujetaba en una esquina con un imperdible.
—Sabes por qué lo hizo, ¿verdad? —no era una pregunta—. Lo sabes pero no lo dices —se aproximó a él y le tocó el rostro con un dedo. Jack se volvió hacia ella con la mirada perdida—. Estás metido en un lío, ¿no es cierto? Puedes contármelo, soy una tumba, ya lo sabes.
Jack le dio la espalda y miró al jardín.
—Deberías hacer que echaran un vistazo a ese convólvulo. Si arraiga, es un asesino.
Bella subió las escaleras y él la escuchó trastear en la cocina, abrir cajones y armarios. Se vistió y, al ponerse la ropa, sintió que se echaba encima los problemas que se había quitado unas horas antes cuando Bella le rodeó con sus brazos y le habló apasionadamente al oído. ¿Cuándo había estado allí la última vez? ¿Hacía dos años? ¿Tres? Bella siempre había sido una persona de trato muy fácil. Aparecías, te abría los brazos, te acostabas con ella, te vestías y te marchabas. Ni una sola vez, en todas las ocasiones que él se había levantado para irse, le había preguntado si volvería. Quizá debería haberse casado con una mujer así.
Ella regresó con una botella de Chianti envuelta en una funda de paja y dos copas. Sujetaba la botella como si fuera la Estatua de la Libertad.
—Tómate una copa antes de irte —le dijo.
Se acomodaron de nuevo en la chaise-longue, aunque sentados esta vez y mirando el ventanal. El sol había desaparecido del jardín, pero un brillo de bronce flotaba en el aire, aterciopelando los rosales y tiñendo de ámbar las blancas flores del convólvulo. Jack encendió otro cigarrillo. El vino tenía un sabor amargo. Notaba un vacío tras el esternón, como si le hubieran horadado el pecho para extirparle los órganos. No era miedo exactamente lo que sentía, sino un terror sofocado y denso. Algo que escapaba de sus manos iba a suceder.
—¿Y cómo se encuentra Lady Sylvia? Imagino que tan divina como siempre —Bella parodió un acento remilgado.
Él bebió sin decir nada. No le importó que se burlara de su mujer. Aunque supuso que hubiera debido importarle. En general era muy protector con Sylvia. Ella se había comportado muy bien con él, junto a él y, a su manera, él se sentía agradecido. No pudo evitar imaginar su reacción si lo hubiera escuchado: se habría alejado de él y lo miraría con expresión ensimismada mientras fruncía el ceño como si hubiera perdido algo y estuviera intentando recordar dónde lo dejó. «¿Agradecido, cariño? Permíteme decirte que tienes una curiosa manera de mostrarlo». Era cierto. Estaba en deuda con ella, lo sabía, pero también sabía que de momento no tenía ninguna intención de saldarla, todavía no, no mientras le ardiera dentro ese fuego; no mientras tuviera a Bella y a otras como ella, discretas, fáciles, tolerantes. Cerró los ojos un segundo. Dentro de sí sabía que eso se había terminado, que el vivir despreocupado ya era pasado. Se había acabado la diversión; a partir de ese momento todo sería complejo, enrevesado, irresoluble. Media hora antes, mientras yacía en los brazos de Bella, se había relajado tanto que había sentido deseos de llorar.
—Supongo que ahora serás el jefe —dijo Bella.
—¿Eso crees? —una sonrisa maliciosa se dibujó en su cara y ella percibió el fogonazo de travesura que recordaba de los viejos tiempos, aquel aire de chico que ha conseguido su primer beso y quiere más.
—¿No es lo que siempre has deseado? —ella le devolvió la sonrisa.
Sintió la cálida presión de la cadera de la mujer contra su pierna y vio en sus ojos un punto desenfocado de regocijo. Bella no aguantaba la bebida y eso siempre le había divertido. Antes de que pasara un instante, estaría de nuevo besándole y acariciándole. Intentó ponerse en pie, pero ella le retuvo sujetándole del codo con una mano.
—No te vayas —le dijo.
—Tengo que irme. Me esperan.
Pero no se movió. No deseaba volver a casa, no deseaba ver a Sylvia, no deseaba enfrentarse a sus ojos mientras le miraba ansiosa, emotiva, indagadora. ¿Cuánto sabía? ¿Cuánto adivinaba? Llevaba todo el año persuadido de que ella sabía que estaba metido en algo. No confiaba en él, nunca había confiado; era difícil esperar que lo hiciera. Tampoco Jack confiaba ya en sí mismo.
—¿Cómo está la viuda? ¿Cómo se llama? ¿Mónica? —preguntó Bella.
—Mona.
—Él le doblaba la edad, ¿no?
—Sí, ella es joven.
Él sintió un ligero estremecimiento en el muslo de la mujer, que se desplazó hacia delante en la chaise-longue para girar y mirarle con atención al rostro.
—Jack, espero que no hayas sido un chico malo, que no hayas metido ahí la manita para robar una manzana, como sueles hacer —dijo con suavidad.
—¡Por Dios santo! —exclamó él.
Bella meneó la cabeza mientras chasqueaba suavemente la lengua: ta-ta-ta-ta.
—Ay, mi pequeño Jack, ahora entiendo por qué has aparecido de repente en mi puerta. No sería la primera vez que acudes a Bella en busca de consuelo cuando el Lebrel del Cielo2 te pisa los talones. O más bien, un marido furioso.
—Cállate, Bella. Siempre piensas en lo mismo —Jack suspiró con aire de cansancio.
—Sí —Bella le apresó la entrepierna—, no como tú, según parece.
Jack alejó bruscamente su mano y le tendió la copa. Ella tanteó en el suelo hasta encontrar la botella y le sirvió de nuevo.
—Espero que no se te haya pasado por la cabeza hacer una lámpara con eso —Jack señaló con la barbilla la botella abultada dentro de su camisa de paja.
—¿Esa idea tienes de mí?
—Ah, claro, había olvidado que eres una artista —lamentó que su comentario sonase tan amargo.
—Bueno, bueno, parece que hoy estamos tensos —Bella se acomodó en el sofá, con la copa entre las manos y apoyándola en el pecho—. ¿Tanto apreciabas a tu difunto socio?
Él bebió un trago de vino, mientras miraba al frente con expresión preocupada.
—David estaba en el barco con él —dijo.
—¿Quién?
—Mi hijo, Davy.
Ella le miró fijamente.
—¡Dios mío! ¿Por qué estaba allí?
—Le pidió que le acompañara… Victor se lo pidió a Davy. La noche anterior estábamos en un pub y le invitó. Davy odia el mar, pero aun así fue.
—¡Dios mío! —repitió Bella, pero esta vez bajó la voz y su tono era perplejo—. ¿Le vio… Le vio hacerlo? ¿Vio cómo se pegaba el tiro?
Jack observó la última burbuja que parecía apretarse con ansia contra el borde de la copa.
—Sí, lo vio.
—Pero… Pero ¿por qué?
—¿Por qué se llevó a Davy? No lo sé. Tal vez para vengarse de mí.
—¿Por qué?
La burbuja de vino estalló.
—No lo sé.
Ella observaba con atención el perfil del hombre.
—Creo que sí lo sabes. Me parece que me estás mintiendo —su voz sonaba repentinamente sobria.
Él se tapó los ojos con una mano, mientras se masajeaba las sienes con el corazón y el pulgar.
—Había un problema en el trabajo. En el negocio.
—¿Qué clase de problema?
Él apartó la mano de su rostro y se giró hacia la ventana. Bella percibió el pequeño latido en su mandíbula. Todavía era un hombre atractivo, con aquella cabeza pequeña y bien dibujada, la nariz poderosa, los labios gruesos con ese gesto al mismo tiempo divertido y malicioso. Antes había en él una secreta debilidad, una furtiva vulnerabilidad. Pero aquella indefensión juvenil había desaparecido y lo que había aparecido en su lugar no era fuerza, sino dureza. Bella dejó su vaso en el suelo, junto a la botella de vino. No debería beber a esas horas de la tarde, se le subía inmediatamente a la cabeza. No era un buen momento para achisparse: una chica debía estar siempre en guardia cuando Jack Clancy andaba cerca.
—Era incapaz de delegar. Nunca podía ceder —con expresión distante, Jack hablaba consigo mismo—. Siempre tenía que ser el mandamás y ser reconocido como tal por todos los que le rodeaban. Eso lo heredó de su padre, desde luego, el Viejo Ironsides. Menudo par: despóticos y despiadados y, encima, pretendiendo que los demás les tratáramos como auténticos caballeros de la vieja escuela. Ellos, que habrían matado a su madre por un céntimo.
Bella sintió el impulso de presionar con un dedo aquel latido en la mandíbula para detenerlo.
—¿Lo sabías? —le preguntó.
—¿El qué?
—¿Sabías lo que iba a hacer?
—No, ¿cómo iba a saberlo? ¿Crees que habría permitido que Davy fuera con él de haberlo sabido? ¿Crees que habría puesto en peligro la vida de mi propio hijo?
Bella cogió la copa del suelo. ¿De qué servía permanecer sobria?
—Cuéntame qué sucedía en el negocio. ¿Estabas haciendo chanchullos con los libros de cuentas?
Él no dijo nada y luego rompió a reír con aspereza.
—¿Chanchullos con los libros? ¡Por Dios bendito, Bella!
—Entonces ¿cuál es ese «problema» que tanto te preocupa?
Jack se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Nada. Olvida lo que te he dicho.
—¿Descubrió tu socio, Delahaye, lo que pasaba? ¿Averiguó en qué estabas metido, fuera lo que fuese?
—¿En lo que «estaba metido»? ¿Como si yo fuera el chico de los recados robando el dinero del té? —él movió la cabeza como si le hubiera hecho gracia. Luego, con aire fatigado, se recostó en la chaise-longue—. No sabes lo que es esto, el darle vueltas a algo en tu cabeza sin cesar. No duermo, sólo permanezco tumbado pensando.
Ella aguardó a que siguiera, pero Jack cerró los ojos y calló. Respiraba como si tuviera fiebre o estuviera dormido con una pesadilla. A Bella le daba lástima, pero también miedo. En realidad, no deseaba saber a qué le daba vueltas. Era mejor no conocer ciertas cosas, sobre todo cuando se trataba de Jack Clancy. Aunque había pasado mucho tiempo desde la última vez que se vieron, su resentimiento y su ira contenida le resultaban tan familiares como si hubiera sido ayer. Jack era una persona peligrosa. No era violento ni amenazador, pero ello no impedía que fuera peligroso. Por eso en el pasado había dejado que desapareciera; era demasiado intenso para ella. Sin mirarlo, se puso en pie. Quería que se fuera. Había traído con él algo que sólo ahora ella percibía; como si un animal se hubiera deslizado dentro de la casa tras Jack, se hubiera ocultado y ahora se preparara para saltar sobre ella. Se sintió vulnerable de repente. Fuera lo que fuese lo que a él le atormentaba, era contagioso.
—Voy a cambiarme. Tengo que salir —dijo.
—¿Adónde?
—Por ahí.
—Una cita.
—Eso es. Una cita.
Era mentira, pero no importaba porque él ya no la escuchaba. Un denso y sombrío resplandor entraba por la ventana, como siempre sucedía a esa hora del día. Ella sintió un escalofrío. Aquella extraña luz caía sobre el rostro de Jack como una fosforescencia. «¿Qué has hecho, Jack? ¿Qué hiciste que llevó a tu socio a pegarse un tiro?»