El inspector Hackett pensó con melancolía cuánto le hubiera gustado hacer una excursión a Cork. Le gustaba mucho la ciudad, y la costa de la zona era encantadora, especialmente en esa época del año. Su mujer y él habían pasado una semana en Skibbereen durante un verano y les había entusiasmado y prometieron regresar, aunque nunca lo hicieron. Pero habían traído el cadáver de Victor Delahaye a Dublín a primera hora de la mañana y las dos familias estaban en camino, así que no había ninguna necesidad de viajar hasta allí. Habló por teléfono con el estirado de Wallace, que le informó de que los forenses de Anglesea Street estaban examinando el barco y le dijo que le enviaría el informe tan pronto como lo tuviera. No, no habían encontrado ningún arma: el joven que estaba con Delahaye había dicho que la arrojó al mar. Aseguró que no, que no era suya —él no tenía armas—, sino de Delahaye; que Delahaye la tenía en el barco, envuelta en un trapo y escondida en un arcón.
—¿Le cree? —preguntó el inspector. Estaba reclinado en su silla con las botas sobre la mesa mientras se hurgaba los dientes con una cerilla. La dentadura postiza, más bien.
Wallace resopló indignado y dijo que sí, que le creía. Hackett asintió con la cabeza. Wallace podía ser pomposo y engreído, y lo era sin duda, pero no un completo idiota.
Se trataba de un asunto delicado, pensó Hackett mientras arrojaba la cerilla chupeteada al cenicero que había sobre la mesa. Los Delahaye eran una familia importante y era previsible que le iban a causar un buen dolor de cabeza. Lo primero que desearían sería echar tierra sobre el asunto. Sus empleados llamarían a los periódicos y los periódicos le llamarían a él. ¿Qué se supone que debía decir? Si se trataba de un suicidio, no querrían oírlo, ya que los periódicos no informan de los suicidios. Y si no se trataba de un suicidio, tampoco querrían oírlo, dado quién era el muerto y quién debía de haberlo matado. Un escándalo de la alta sociedad era una noticia muy apetecible, pero los Delahaye tenían mucho poder en la ciudad. Hackett cruzó los pies. ¿Qué diablos habría ocurrido? No sucedía todos los días que un hombre saliera a navegar con el hijo de su socio y tan pronto como dejara de divisarse la costa sacase una pistola y se apuntara. ¿O tal vez era el joven quien lo había hecho a pesar de la corazonada de John-Joe Wallace? ¿Qué escándalo sería mayor?
Pasó las dos horas siguientes en el teléfono, hablando con todos los contactos imaginables para recabar la máxima información posible sobre Delahaye & Clancy Ltd.: su valor bursátil, su estado financiero, su posición en el mundo empresarial. Se enteró de muchas cosas sin interés y de unas cuantas interesantes. Algo estaba sucediendo en la compañía, algunos cambios, alguna reestructuración. ¿Una reorganización empresarial, una lucha de poder, un golpe de mano en la junta directiva? Nadie sabía los detalles, pero varios contactos insistieron en que algo se movía. ¿Se hallaba en un bache la compañía? No. ¿Estaba saneada su economía? Sí. ¿Había tenido algún problema de salud Victor? No, que alguien supiera. Hackett colgó el teléfono y miró la pared frente a él: un calendario del centro comercial Clery del año anterior, una foto enmarcada de De Valera con sombrero de copa, una mancha rojiza en el lugar donde la víspera había aplastado una moscarda con el matamoscas. Las horas pasadas en el teléfono le habían dejado un zumbido en los oídos. Aquélla era la parte del trabajo policial que más odiaba: la sensación de ceguera al principio de un caso, de dar tumbos en la niebla, de que nada conectara con nada. Se sentía como un mono con un coco en la mano, pero sin una piedra con que partirlo.
Decidió buscar a Quirke para hablar con él.
Lo encontró en McGonagle. Quirke estaba en la barra, en su sitio habitual, con un vaso de Jameson junto al codo y la espalda apoyada en una columna de la que colgaba un estrecho espejo.
—Veo que está almorzando —dijo con tono mordaz el inspector mientras se sentaba en una banqueta junto a él.
Ya habían dado las dos y al aproximarse la Hora Santa los parroquianos se apresuraban a pedir las últimas bebidas antes del cierre a las dos y media. Quirke miró alrededor con pose reflexiva.
—¿Cuántas veces diría usted que hemos estado en este pub, inspector? —dijo.
Hackett soltó una carcajada.
—¿Quiere decir: juntos o por separado? De una u otra forma, demasiadas, sin duda —se quitó el sombrero y lo colocó sobre una de sus rodillas.
—Conozco a un tipo, un funcionario, que tiene dos sombreros: uno para ponerse y el otro para dejar en la oficina —dijo Quirke con la vista fija en el sombrero del detective—. Si alguien llama cuando está en el pub, su secretaria dice: «Debe de encontrarse en el edificio porque su sombrero está en el perchero».
—¿Es un funcionario? Así va el país.
—Es cierto, menuda panda de gandules y mezquinos. ¿Qué quiere beber?
—Un vaso de agua.
—Por supuesto, está de servicio.
Ambos rieron esta vez.
Fue Hackett quien ahora echó un vistazo alrededor. Quería comprobar cómo era la iluminación. Su mujer llevaba meses dándole la lata para que pusiera nuevos puntos de luz en el salón y él estaba barajando ideas. La iluminación era un asunto complejo. Una bombilla colgando en medio de un techo, por mucha pantalla que le pusieras, daba a una habitación el aspecto de una celda. «Claro, eso a ti te parecerá perfecto», había dicho May con sarcasmo. Pero las lámparas de pie eran un tostón, para sacarles provecho había que reunirse en torno a ellas igual que si fuesen paraguas. En McGonagle habían resuelto el problema colocando las bombillas en hilera y muy cerca del techo. Las polvorientas pantallas eran de cristal color ámbar y se ondulaban en el extremo como pequeñas cofias. Tal vez era eso lo que necesitaba su salón, media docena de bombillas instaladas en puntos estratégicos del techo: sobre la mesa, sobre el aparador de la radio… Aunque sin las cofias de cristal, pues ya podía imaginar lo que May diría sobre ellas.
—Déjeme adivinar el motivo de su presencia —dijo Quirke.
Vestía un traje cruzado de doble botonadura, como era habitual en él. El inspector sospechaba que disponía de tres o cuatro trajes idénticos. Empezaba a tener un aire de encargado de funeraria, aunque ése debía de ser uno de los riesgos laborales implícitos en la profesión de patólogo forense. Además, había cogido peso, los anchos hombros, antes tan musculosos, se habían reblandecido y la carne hinchada tiraba del canesú de la chaqueta. A su espalda, el espejo reflejaba el cogote rebosante sobre el cuello de la camisa. Se estaba descuidando, necesitaba una mujer para ponerse en forma de nuevo.
—¿Tiene algo que contarme? —preguntó el inspector.
Quirke apuró lo que quedaba de su Jameson y alzó el vaso vacío hacia el camarero.
—Imagino que se refiere a un ilustre cadáver.
—Eso es, uno que llegó esta mañana desde Cork.
El camarero, un hombretón de rostro amable, colocó un nuevo whisky ante Quirke.
—Vaya terminando, doctor, estamos a punto de cerrar —le dijo, amable.
—Gracias, Michael. Ah, el inspector tomará un vaso de agua. ¿Cree que nos dará tiempo? —contestó Quirke.
El camarero le miró con guasa, se dirigió al fregadero, llenó un vaso del grifo y lo colocó sobre un posavasos de cartón delante de Hackett. Quirke saboreó su nuevo whisky. El inspector y él miraban de frente a las hileras de botellas colocadas tras el mostrador.
—Bueno, ¿qué ha encontrado? —dijo Hackett.
—Un revólver, un arma de peso. Un solo disparo. La bala erró el corazón y perforó el bazo, lo que provocó una hemorragia; punzó la base del pulmón izquierdo, lo que condujo a un neumotórax a tensión, lo que condujo a un paro cardiorrespiratorio, lo que condujo a lo-que-ya-sabe —con una sonrisa sombría, Quirke alzó el vaso parodiando un brindis—: Adiós, mundo cruel.
—¿Diría usted que él fue el autor del disparo? Quiero decir, ¿es eso lo que parece?
Quirke lo pensó un instante.
—Sí, eso parece. Probablemente, permaneció con vida unos cinco minutos después del disparo. Sólo estaban los dos en el barco. No debió de ser un espectáculo muy atractivo: un hombre caído ante ti perdiendo litros de sangre mientras el agujero abierto por la bala en el pecho absorbe aire como si fuese una segunda boca. Creo que si el joven, como se llame, le hubiera pegado el tiro habría disparado de nuevo para rematarle. ¿No se ha encontrado el arma?
—El joven se llama Clancy. Dice que la arrojó al mar.
—Es lo que uno haría.
—Si uno fuese el autor del disparo. Pero si fue el otro quien se pegó el tiro, ¿por qué iba a quitársela cuando estaba agonizando y arrojarla lejos?
—¿Por pánico?
El inspector giraba lentamente la base de su vaso sobre el posavasos.
—¿Se ha preguntado alguna vez qué causa esa turbiedad del agua? ¿Es debido a como-se-llame…, al cloro? ¿O es simplemente el resultado del montón de pequeñas burbujas que se crean en el agua en su paso por la tubería hasta salir del grifo?
Quirke sonrió.
—Inspector, tiene usted una mente indagadora —dijo.
El camarero se aproximó e hizo girar con destreza un penique en el mostrador ante ellos.
—Es la hora, caballeros; por favor, ya es la hora.
Los rayos oblicuos del sol de la tarde iluminaban la calle y el aire, teñido de gris por el humo de los coches y el polvo en suspensión. Los dos hombres marchaban en agradable silencio en dirección al Banco de Irlanda, en College Green. Olía a café tostado, a azúcar quemado del puesto de algodón de azúcar en la esquina de Dame Street y a estiércol de caballo. Un Clydesdale, un hermoso ejemplar de tiro que estaba uncido a un carromato verde de la Oficina de Correos y amarrado junto al establecimiento de Switzer, había soltado un montón de humeantes terrones sobre el pavimento. A Quirke le asombró, y no era la primera vez, que el inspector y él no tuvieran otro tema de conversación que no fuera muerte y autopsias, crímenes y criminales, asesinatos y móviles. ¿Qué sabía cada uno de la vida del otro? Apenas nada. Y, sin embargo, llevaban a su espalda muchos años de historia en común. No podía evitar que aquello le resultara ligeramente descorazonador.
—¿Conoce a los Delahaye y a los Clancy? —preguntó Hackett.
El inspector creía que Quirke se movía en un amplio círculo de conocidos y que mantenía una estrecha relación con personalidades de los niveles más encumbrados de la sociedad. Hacía ya tiempo que Quirke había renunciado a hacerle cambiar de idea.
—Supongo que he coincidido con Delahaye —dijo.
—Su esposa es joven. La número dos.
—¿Qué pasó con la número uno?
—Murió hace cuatro o cinco años. Tuvieron dos hijos, gemelos, ya son mayores.
Habían llegado al final de Grafton Street y Quirke entró en Kapp & Peterson para comprar un paquete de tabaco Senior Service. Hackett le esperó fuera. Quirke le ofreció un cigarrillo y, fumando, continuaron el paseo. Las calles estaban rebosantes de gente aquel soleado día de verano.
—Mona Delahaye —murmuró Hackett con tono distraído mientras miraba por encima de la verja el reloj azul del Trinity College—. Así se llama la viuda.
Quirke suspiró antes de soltar una carcajada.
—De acuerdo, le acompañaré —dijo en tono resignado.
El inspector se volvió hacia él simulando sorpresa.
—¿De verdad lo hará? —otro acuerdo tácito entre ellos era que Quirke tenía un pico de oro y podía fácilmente entablar conversación con la alta burguesía, que, por el contrario, miraría con desprecio a Hackett, se reiría de él y le mentiría—. Sería ciertamente una gran ayuda. Vive en Northumberland Road, en un gran edificio de ladrillo rojo.
Quirke suspiró de nuevo.
—¿A qué hora?
—Les dije que estaría allí a las cinco.
—¿Y cómo explicaremos mi presencia?
Hackett soltó un risueño resoplido.
—Le presentaré como doctor Watson.
—Muy gracioso. Nos vemos a las cinco —replicó Quirke antes de alejarse.
Quirke llegó a la cita temprano. Había cogido un taxi y esperó a Hackett en la acera, bajo la ancha copa sombreada de un haya. Hackett fue a pie desde su oficina en Pearse Street. Le gustaba caminar y ahora, por su antigüedad en el Cuerpo, disponía de tiempo para concederse ese pequeño placer cada vez que le apetecía. Había tomado el camino de sirga que bordeaba el canal desde Grand Canal Dock y había girado a la izquierda en Lower Mount Street para salir a Northumberland Road. Aquella zona acomodada de la ciudad era espaciosa y agradable, pero él se sentía un hombre de campo y añoraba la campiña y los grandes cielos de las tierras del interior donde había pasado su infancia. Poseía un terreno en el sur de Roscommon y soñaba con construir allí una casa donde retirarse cuando se jubilara. Mantenía ese plan en secreto, pues aún no había encontrado el momento adecuado para contárselo a May. A ella le encantaba la ciudad y Hackett sabía que todas las reparaciones y mejoras que le había empujado a hacer en la casa estaban encaminadas a atarles para siempre a Dublín. No obstante, él deseaba perder de vista aquella ciudad tan pronto como se jubilara: Dublín tenía demasiadas connotaciones negativas para él. No, definitivamente no quería pasar allí sus últimos años.
Quirke estaba apoyado en la verja, con el sombrero ladeado sobre el ojo izquierdo y sus pies, tan incongruentemente pequeños, cruzados. Al inspector le intrigaba la vida de Quirke, qué hacía por las noches, qué tipo de gente veía los fines de semana… Era un hombre extraño y solitario. Había salido con una actriz… ¿Cómo se llamaba? ¿Galloway? Sin olvidar, desde luego, a la francesa que había huido a Francia no hacía tanto y que jamás regresaría.
—La viuda… —arrancó Quirke—. ¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Mona. La señora Mona Delahaye.
—La señora Número Dos.
El edificio de ladrillo rojo era grande y sin especial atractivo, con altas ventanas. Recorrieron el sendero de grava del jardín y ascendieron los escalones que conducían a la puerta principal. En la aldaba había un crespón negro. El suceso había aparecido en los vespertinos —«Muerte de un prominente hombre de negocios», «La misteriosa muerte de Delahaye»— y el comisario había telefoneado a Hackett. El inspector ordenó al sargento de recepción que dijera que había salido y que era imposible ponerse en contacto con él. No le apetecía hablar con el Comisario Brannigan y, además, no tenía nada que decirle.
Presionó el timbre.
La criada era una joven de rostro pecoso y poco refinado y una mata de rizos de color óxido. Cuando Hackett se identificó, les sonrió con una jovialidad que desentonaba con el crespón negro de la puerta. Los hizo pasar y los guió por el vestíbulo bamboleando sus caderas, libres de corsé. El salón estaba en la parte de atrás de la casa y tenía un ventanal que daba al jardín. La almizclada fragancia de un jarrón de rosas, sobre un aparador, se mezclaba con el aroma más intenso de un perfume caro.
Mona Delahaye se hallaba de pie junto a la ventana, mirando el jardín soleado en lo que a Quirke le pareció una estudiada pose. Vestía una camisa de seda verde sobre una falda negra hasta la pantorrilla. Se demoró un instante antes de volverse hacia ellos con una tensa expresión en sus brillantes ojos orientales. Su lustroso pelo castaño, peinado hacia atrás, destellaba como si aquella rica cabellera estuviera habitada por luciérnagas. Los dos hombres se quedaron sin palabras, absortos en la contemplación de aquella belleza meticulosamente ataviada y maquillada. Fue el inspector quien al fin salió de su ensimismamiento. Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Señora Delahaye, siento molestarla. Le presento al doctor Quirke.
Hackett se había quitado el sombrero y, sin saber qué hacer con él, lo llevó a su espalda y, sujetándolo por el ala, lo hizo girar entre los dedos. Quirke notó que los brillos de su habitual traje azul en los codos y las rodillas eran más intensos que nunca. No quería pensar qué aspecto tendría la culera de los pantalones.
La señora Delahaye se aproximó. Sin prestar atención al inspector, su mirada, ingenua y tranquila, recorrió a Quirke de arriba abajo. Le tendió su pálida y lánguida mano para que la estrechara y prolongó el momento más de lo que la ocasión requería.
—Un doctor, ya veo —dijo, aunque no quedó claro qué era exactamente lo que veía.
Se acercó al aparador y cogió un cigarrillo de una caja de madreperla y lo encendió con un mechero de plata labrada del tamaño de una bola de billar. Dejando tras de sí un rastro de humo, se dirigió al sofá situado frente a la ventana. Bajo la seda de su camisa, el leve movimiento de las estrechas escápulas le hizo pensar a Quirke en dos alas plegadas. Se sentó, cruzó las piernas y despegó una hebra de tabaco de su labio inferior.
¿Haría esa mujer el más mínimo movimiento sin calcular antes el efecto que causaría? No parecía hallarse desesperada de dolor. Pero Quirke percibía en ella algo que no estaba relacionado con la muerte de su marido, algo esencial, una mezcla de preocupación, de inseguridad y de vigilancia. Los niños malcriados tenían esa misma mirada, como si supieran que todos los mimos y las caricias podían cesar en cualquier instante sin la más mínima señal de aviso.
Detrás de ella, en la pared, colgaba un cuadro abstracto de Mainie Jellett en un ostentoso marco dorado. La joven miró a los dos hombres con sus grandes ojos violetas.
—¿Ya han averiguado qué sucedió en el barco? ¿Estoy en lo cierto al pensar que fue un desgraciado accidente?
Quirke y el inspector eran conscientes de lo grotescos que parecían ante ella. Quirke se sentía como un purasangre de ínfima categoría que estaba siendo evaluado por un comprador no muy convencido.
—De eso precisamente queríamos hablar con usted, señora Delahaye —contestó el inspector, sin dejar de girar el sombrero a su espalda.
Agarró una silla y, entre crujidos de sus botas sobre la tarima, se aproximó a la mujer. Tomó asiento frente al sofá y puso el sombrero remilgadamente en su regazo.
—De hecho, esperábamos que pudiera ayudarnos a aclarar lo que en verdad sucedió —añadió con su sonrisa más amable y seductora.
La mujer separó la vista de él para mirar a Quirke, que permanecía en el mismo sitio con una mano dentro de un bolsillo de la chaqueta y el sombrero en la otra.
—Pero usted no es policía, ¿verdad? —dijo frunciendo el ceño, perpleja.
—No, soy patólogo —respondió Quirke.
—¿Y eso es lo mismo que médico forense? —preguntó Mona Delahaye con aquella expresión perpleja, seguramente ensayada.
Sonriendo, Quirke negó con la cabeza.
—No, en realidad no. Esta mañana, yo he… he realizado la autopsia de su marido.
Ella atendía a sus palabras con los ojos muy abiertos, pero inexpresivos. De hecho, daba la sensación de que en cualquier momento cerraría los párpados y caería dormida, igual que un gato.
—Parece que él… Bueno, parece que se pegó un tiro. Lo siento —dijo Quirke.
—Eso ya lo sé… Quiero decir, sé que sufrió un disparo. Eso me dijeron.
La mujer miró alrededor en busca de un cenicero. Quirke cogió uno del aparador y ella lo colocó sobre su rodilla y dejó caer un dedo de ceniza. Él retrocedió unos pasos y tomó asiento en el ancho brazo del sofá. Aunque la habitación era enorme, se sentía desproporcionado respecto a todo lo que había en ella y eso le daba una sensación de mareo, casi de vértigo. La belleza de Mona Delahaye parecía impregnar la estancia, densa y dulce como el perfume de las rosas.
Hackett cambió el rumbo de la conversación.
—Dígame, señora Delahaye, ¿el negocio de su marido marchaba bien?
Mona Delahaye abrió aún más los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir si existía algún problema financiero —contestó el inspector, removiéndose en su silla.
Los ojos de Quirke se desplazaron de la mujer al inspector, y de nuevo a la mujer. Inclinada hacia delante, Mona escrutaba el rostro de Hackett.
—No lo sé —dijo con sencillez—. ¿Cómo voy a saberlo? Victor nunca me hablaba de esas cosas. Verá —y se inclinó más hacia él—, Victor y yo no nos conocíamos mucho, por lo menos en ese aspecto. Nunca hablábamos de su trabajo ni de ningún asunto serio. Eso se lo guardaba para él.
La mujer se detuvo, bajó la vista al suelo y cuando alzó los ojos se dirigió a Quirke, aquel hombretón de negro que la observaba sentado en el brazo del sofá.
—Cuando nos casamos, hace tres años, hacía sólo dos que había fallecido la esposa de Victor, Lisa, su primera esposa. Yo creo que no se dio cuenta de lo que hacía, quiero decir al casarse conmigo —tenía el aire honesto de una colegiala que explicara que, por alguna anomalía, no le habían enseñado a dividir por números de varias cifras o a analizar una oración. Quirke nunca había visto una mezcla tan llamativa de espontaneidad y cálculo—. Llevo pensándolo desde ayer, desde que nos dieron la noticia. Imagino que debe de sonar muy raro oírme decir que él no sabía lo que hacía cuando nos casamos, pero mi marido me dio siempre esa sensación. Como si fuera un sonámbulo.
Hubo un silencio. En algún punto distante de la casa alguien silbaba. Probablemente la criada pelirroja, pensó Quirke.
—¿Significa eso que quizá estaba descuidando el negocio? —preguntó el inspector.
Mona Delahaye le miró fijamente y rió mientras negaba con la cabeza.
—No, eso es imposible, él nunca habría descuidado el negocio. Era muy bueno en lo que hacía —trazó un amplio gesto con el cigarrillo en torno a la habitación señalando su lujo, las pinturas, la acolchada tranquilidad—. Como puede ver, era rico.
Parecía hablar de alguien que no conociera personalmente, sino tan sólo de oídas, el ausente propietario de todos aquellos refinados objetos.
Del vestíbulo llegaban voces. Mona Delahaye se apresuró a apagar su cigarrillo como si temiera ser sorprendida fumando. La puerta se abrió y la rubia cabeza de un joven asomó.
—Ah, disculpen —dijo, al ver a Quirke y al inspector.
Entró, seguido de otro joven que era su doble exacto. Ambos eran altos y delgados, con rostros alargados y ligeramente equinos. Tenían los ojos azules y un brillante cabello rubio que casi parecía plateado. Podrían haber pasado por una pareja de maniquíes de escaparate increíblemente realistas. Iban de blanco de la cabeza a los pies, enfundados en playeras, y traían con ellos un aire de hierba caldeada por el sol, bates de béisbol y un sonido de aplausos flotando sobre un cuidado y segado césped.
—Usted debe de ser policía —dijo el joven avanzando hacia Quirke con la mano extendida—. Soy Jonas Delahaye y éste es mi hermano, James.
Quirke estrechó la mano del joven y se presentó.
—Es un médico forense —intervino Mona Delahaye, pero sus hijastros la ignoraron.
—Soy patólogo —aclaró Quirke a los gemelos—. Éste es el inspector Hackett.
Jonas Delahaye echó un rápido vistazo a Hackett y se volvió hacia Quirke para observarle esta vez con un claro y casi amistoso interés.
—Doctor Quirke, creo que conozco a su hija.
El comentario desconcertó por un momento a Quirke.
—Ah, Phoebe, sí, claro —dijo casi disculpándose. Nunca había escuchado a su hija mencionar a Jonas Delahaye, o por lo menos no lo recordaba. Aunque también era cierto que no prestaba mucha atención a lo que le contaban los demás.
—Por lo menos, conozco a un amigo de ella… Creo que es su ayudante, David Sinclair.
—Ah, sí —profirió de nuevo Quirke, mientras movía la cabeza, incómodo por la actitud casi avasalladora del joven—, David es mi ayudante. ¿De qué lo conoce?
Como si no lo hubiera oído, Jonas ignoró la pregunta mientras observaba el rostro de Quirke con gesto indolente. Su hermano se había acercado a la mesa en el centro de la habitación. Sobre ella había un plato de peltre con manzanas. Cogió una y le dio un bocado y en la estancia resonó el crujiente mordisco. Comparado con su sonriente hermano, tenía una actitud lejana y algo hostil. Estaba claro que Jonas era el gemelo dominante en la pareja. Ninguno de ellos había hecho el más mínimo gesto hacia su madrastra, que había vuelto el rostro hacia el soleado jardín.
Jonas se dejó caer en un sillón y colgó una pierna sobre uno de los lados.
—¿Qué ha pasado con mi padre? —su mirada fue de Quirke al inspector y de nuevo a Quirke.
—Su padre murió de una herida de bala. Parece que se pegó un tiro —dijo Hackett.
—No lo creo —replicó Jonas con expresión desdeñosa, y se dirigió a Quirke—: Davy Clancy también estaba en el barco. ¿Han hablado con él? Debe de saber lo que pasó.
Apoyado en la mesa, James Delahaye los observaba mientras comía su manzana. Mona Delahaye suspiró y reclinó la cabeza en el sofá con los ojos cerrados. Quirke tuvo la súbita sensación de estar en un escenario, como si cada uno de ellos —los gemelos, la mujer en el sofá, el inspector y él— hubiera sido colocado en esa posición por un director y estuviera esperando a que éste le diera paso.
El inspector Hackett se dirigió a Jonas Delahaye, despatarrado en el sillón.
—¿Tiene alguna sospecha —levantó la vista hacia James—, cualquiera de ustedes tiene alguna sospecha de por qué su padre pudo querer pegarse un tiro?
Jonas se encogió de hombros y movió las comisuras de la boca hacia abajo. Su hermano dio un último bocado a la manzana y, mirando a su madrastra, se rió.
—Supongo que un alma caritativa diría que estaban claramente bajo los efectos traumáticos del shock sufrido —dijo Hackett.
Quirke y él habían emprendido el camino de vuelta y se dirigían al canal por Northumberland Road. Aún brillaba el sol, pero las sombras vespertinas empezaban a alargarse. La luz crepuscular parecía concentrarse en el follaje de las hayas que se sucedían a intervalos en la acera. La asombrosa reacción de los gemelos Delahaye a la muerte de su padre, su despegada despreocupación era el tema de conversación de los dos hombres.
—No parece que estén destrozados. Y ella tampoco —Hackett miró de reojo a Quirke—. ¿Usted qué piensa?
Quirke permaneció en silencio mientras seguía caminando con la vista fija en la puntera de sus zapatos.