2

A Marguerite Delahaye no le gustaba la mujer de su hermano. Había intentado que le gustara, lo había intentado una y otra vez, pero en vano. Eso la perturbaba, ya que Marguerite —o Maggie, como todos la llamaban, aunque ella lo odiara— era noble de naturaleza y deseaba pensar bien de todo el mundo. No obstante, le resultaba difícil tener buena opinión de Mona. Y no es que a Mona le importara. Según parecía, no había muchas cosas que le preocuparan. Ella era lo que la madre ya fallecida de Maggie habría llamado una excéntrica. A pesar de ello, Maggie seguía intentándolo. Después de todo, Mona era su cuñada y era su deber no cejar en ese esfuerzo, aunque en el fondo de su corazón sabía que no lo conseguiría. En el fondo de su corazón también sospechaba que al propio Victor le resultaba difícil. La amaba, era evidente —la amaba demasiado, para disgusto de Maggie—, pero tenía el convencimiento de que es posible estar enamorado de una persona sin que la misma te agrade. Como Mona le disgustaba, Maggie tenía que esforzarse aún más para ser amable con ella. Mona aceptaba la amabilidad de Maggie como aceptaba todos los gestos de amabilidad y respeto: con indiferencia o, como mucho, con divertido desinterés.

La señora Hartigan había dispuesto sobre la mesa del recibidor un jarrón de cristal con guisantes de olor y su delicioso aroma se extendía por la casa, incluso por los dormitorios y por la gran cocina de piedra situada al final del pasillo, tras la puerta tapizada de verde. Maggie bajaba de su habitación y se detuvo unos instantes para admirar las flores, colocadas bajo la suave luz que venía del montante en abanico de la puerta de entrada. Las tiras de plomo del montante seccionaban la luz y la recomponían en una figura resplandeciente y compleja, como la jaula de un pájaro.

Maggie adoraba Ashgrove. Año tras año desde que podía recordar, acudía con su familia. El edificio ya era viejo cuando ella era una niña, pero Maggie tenía la secreta convicción de que la casa la acompañaba en el transcurrir del tiempo y envejecía al mismo ritmo que ella, su visitante favorito. El resto del año, cuando no estaba allí, echaba de menos el viejo hogar, de la misma manera que echaría de menos un perro amado o incluso a un amigo. Era una pena que siempre hubiera tanta gente en la casa. Ella siempre se aseguraba de llegar uno o dos días antes que los demás y de abandonar la casa uno o dos días después de que todos se hubieran ido. Encontrarse sola era una bendición. Le gustaba especialmente permanecer despierta en la cama por la mañana temprano, mientras el sol dibujaba franjas sobre su colcha y alrededor de ella la casa se estiraba y crujía bajo la luz del nuevo día. La soledad era su bálsamo. Nunca se había casado. Había tenido propuestas, pero había decidido vivir su propia vida, de acuerdo a sus deseos y normas, sin la interferencia de un marido.

Había permanecido casi toda la tarde en su habitación leyendo, o intentando leer, sentada en su sillón favorito, de un verde ya desvaído. La ventana daba a un rincón apartado del jardín y, de vez en cuando, Maggie cerraba el libro —Agatha Christie, bastante aburrido—, marcando el lugar de la lectura con el pulgar, y contemplaba cómo jugaban los mirlos y los conejos allí donde acababa el césped. Dos o tres conejos se aventuraban a salir de la hierba alta que crecía bajo los árboles, los pájaros descendían velozmente hacia ellos y los conejos se apresuraban a retroceder en busca de refugio. Aquel pequeño juego se repetía una y otra vez. Aunque Maggie imaginaba que no se trataba de un juego, prefería pensar que lo era.

Había retrasado todo lo posible el momento de abandonar el santuario de su habitación. Su padre se había levantado de mal humor y había hecho un comentario para molestar deliberadamente a la señora Hartigan y el conflicto duraría por lo menos hasta la hora del té. Hacía tres años su padre había sufrido una apoplejía que le había recluido en una silla de ruedas y, como se aburría, era propenso a rencorosos ataques de mal genio. Si bien nunca, ni siquiera en la mejor época de su vida, había sido un hombre de carácter apacible. Le gustaba fastidiar a los demás, enemistar a unos con otros. Aquella tarde le había tocado a la señora Hartigan sufrir su lengua afilada. Satisfecho tras encender aquel incendio, el anciano se había sentado cerca para calentarse las manos. La señora Hartigan trabajaba como gobernanta durante las semanas que las dos familias residían allí y el resto del año estaba encargada de cuidar de la casa. Tenía un carácter susceptible, sí, y se ofendía con facilidad. Maggie sospechaba que se consideraba demasiado buena para trabajar de sirvienta. Y, por supuesto, siempre le tocaba a ella calmar los ánimos encrespados. De pie en el vestíbulo, mientras admiraba las flores, Maggie sonrió: cuando se enfadaba, la señora Hartigan parecía una vieja gallina gorda e irritable con las plumas erizadas.

Samuel Delahaye se encontraba en el salón, como siempre se había denominado al cuarto de estar principal, escuchando un programa en el transistor. Había detenido la silla de ruedas junto al aparador donde estaba la radio con su centelleante ojo verde, y presionaba la oreja contra la rejilla del altavoz, pues uno de sus pasatiempos era fingir que era duro de oído. Se trataba de un hombre grande, de hombros anchos y pecho poderoso, con una melena plateada peinada hacia atrás. Maggie estaba convencida de que intentaba parecerse a William Butler Yeats, y desde luego era tan vanidoso como lo fue sin duda el poeta. Tan pronto como entró en la habitación y cerró la puerta, antes de que dijera una sola palabra, él agitó la mano con irritación en su dirección como si Maggie estuviera causando un alboroto que interfería con su disfrute del programa, que por lo visto trataba sobre las abejas. Ni siquiera la miró.

Maggie suspiró. Su cuñada estaba sentada en el sofá beis frente a la chimenea, hojeando una revista de moda. En la mesita baja situada frente al sofá había un vaso alto y empañado de gin-tonic, con cubitos de hielo y una rodaja de limón. En el fondo de la habitación, las puertas cristaleras que daban al césped estaban abiertas y al final de la pradera se alzaba la hilera de fresnos que daba nombre a la casa: Ashgrove, es decir, Fresneda.

Maggie se aproximó y Mona alzó los ojos de la revista.

—Pensábamos que nos habías dejado y habías vuelto a casa. ¿Dónde te habías escondido? —dijo Mona con languidez.

La piel de Mona parecía pálida porcelana en contraste con su cabellera, de un color bronce pulido. Sus ojos eran violetas y se achinaban en las esquinas. El único defecto que Maggie encontraba en su belleza era la boca, una afilada línea escarlata que le daba un aire de niña caprichosa y enrabietada.

—Bueno, estaba entretenida con mis cosas —contestó.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Podéis poner fin a ese alboroto y dejarme escuchar? —gritó el padre desde el otro extremo de la sala.

Ninguna de las dos mujeres le prestó la más mínima atención.

—¿Se le ha pasado ya el enfado a la señora? —preguntó Maggie en voz baja a su cuñada. Mona se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Esa vieja bruja no me habla —contestó y volvió a hojear la revista, deteniéndose tan sólo para leer con atención los anuncios.

Maggie tomó asiento en el lado más alejado del sofá.

—Desearía que no la provocara. Si se marchara, estaríamos perdidos —dijo.

Mona lanzó una pequeña carcajada.

—No hay peligro de que eso ocurra. Aquí lo tiene muy fácil.

—Yo creo que trabaja mucho —dijo Maggie con suavidad mientras quitaba una pelusa del dobladillo de su falda—. Es una casa muy grande y sólo están ella y la chica que viene a ayudar los fines de semana.

Sin contestar, Mona se inclinó hacia delante para coger su vaso. Maggie observó cómo bebía, con la mirada perdida. Realmente era una criatura muy bella para ser contemplada. Aún no había cumplido los treinta, lo que significaba que era, como mínimo, unos dieciséis años más joven que su marido. A Maggie siempre le había intrigado que Mona aceptara casarse con Victor. Él era un hombre apuesto, aunque su físico se había apagado algo con los años, y era rico y generoso, pero Maggie nunca hubiera pensado que fuera el tipo de hombre que le iba a Mona, como ella diría. Para Maggie, el tipo de hombre que le iba a Mona había de ser tan desconsiderado y cruel como ella. Maggie se sintió culpable al pensarlo e incluso se ruborizó ligeramente, aunque sólo era un pensamiento y nadie lo había escuchado.

«El baile de los zánganos —decía la voz de la radio— es interpretado como una señal mediante la cual las abejas que regresan indican a sus compañeras dónde se encuentran las fuentes más ricas de polen en las proximidades de la colmena. Las abejas recorren distancias tan grandes como…»

En aquel momento sonó el teléfono que había sobre la mesa del vestíbulo.

Una semana de lluvia había dejado el suelo empapado, pero eso no impidió que Blue Lightning, de tres años, procedente de la cuadra del fallecido Dick Jewell, y con apuestas en su contra de siete a dos, ganara con facilidad ante la sorpresa general, ya que era sabido que le gustaba la pista dura. Sorprendió a todos menos a Jack Clancy. Recogió sus ganancias del corredor de apuestas de Slievemore y se dirigió a Walsh, justo a la vuelta, para pagar una ronda. Sabía que los parroquianos despreciarían su generosidad —«¿Quién se cree que es? ¿Un tipo importante?»—, pero aceptarían la invitación. Su desprecio no le molestaba. Por el contrario, le agradaba contemplar sus miradas resentidas mientras murmuraban tras sus pintas.

La esposa del dueño del pub, una mujerona pelirroja de ojos verdes, echaba una mano los días de carrera. Jack estaba persuadido de que tenía algo de sangre gitana. La miraba trabajar, sentado junto a la puerta. Desde allí veía, al mismo tiempo, a la mujer y su reflejo en el espejo que colgaba inclinado detrás del mostrador. Ella llevaba un vestido de verano sin mangas y, cada vez que alzaba el brazo pecoso para tirar una pinta, él contemplaba el cerco de sudor y la húmeda sombra cobriza en el hueco de la axila. Se llamaba Sadie.

La mujer le recordaba a la novia de Jonas Delahaye. Y no porque Sadie se pareciera a Tanya Somers lo más mínimo. La imagen de Tanya en su bañador negro le hizo sentir una punzada de dolor en la base de la lengua. Era obvio que no tenía ninguna posibilidad. Aunque eso era algo que nunca se podía asegurar. Le doblaba la edad, pero a algunas jóvenes les gustan los hombres mayores. A Mona Delahaye, sin ir más lejos. Habría problemas si se insinuaba a la engreída novia de Jonas y le descubrían. Jonas, ese cachorro malcriado. Sabía que Jonas y Tanya dormían juntos. Tenían dormitorios separados, pero aquello era sólo para cubrir las apariencias y no escandalizar a la vieja matrona Hartigan. Jack sabía con certeza que en cuanto las luces se apagaban, Jonas se colaba en aquel dormitorio como una flecha. Victor Delahaye se enorgullecía de su talante liberal y moderno, ahora que su padre estaba achacoso y él ya no se encontraba bajo su bota. La hermana de Victor era diferente: cada vez que Tanya se paseaba por la casa, Maggie fruncía la boca como si estuviera saboreando un caramelo agrio.

¿Y Davy? Jack era consciente de que su hijo ya tenía edad para ser su rival en asuntos de faldas. Y eso lo inquietaba. Davy era un joven atractivo, Jack había visto cómo lo miraban las mujeres, incluso Mona Delahaye. ¿Qué sucedería si Davy intentaba conquistar a Tanya Somers? Era una posibilidad que Jack se negaba a considerar. Un conflicto semejante entre las dos familias sería desastroso, especialmente en aquel momento, cuando todos los planes para el futuro de la compañía pendían de un hilo.

Los hermanos Delahaye —altos, rubios, de ojos azules— eran como dos guisantes en una vaina. Qué extraño debía de ser tener un gemelo, tener una copia de ti siempre alrededor. No era la primera vez que lo pensaba. A Jonas y a James no parecía importarles; de hecho, siempre estaban juntos. ¿Qué pensaría James de Tanya Somers? ¿Sentiría rencor o celos hacia ella por haberse interpuesto entre él y su hermano? ¿Sentiría celos de su hermano por tenerla a ella? Y en cuanto a Tanya, ¿era capaz de distinguir a uno de otro? Si Jonas y James decidían intercambiar papeles una noche y James se colaba en la cama de ella, ¿sería Tanya capaz de reconocerlo? Y si los gemelos decidían meterse juntos en la cama con Tanya, ¿sería capaz de rechazarlos? Durante las semanas anteriores se había entretenido, en más de una ocasión, imaginando a los dos muchachones rubios en la cama con Tanya en el centro. Le provocaba una mezcla de excitación, envidia y dulce pesar. Él tenía cuarenta y siete años, y lo odiaba.

Hizo una seña a Sadie para pedirle otro Red Rum jamaicano. Le tendió un billete de diez chelines y ella, cuando le trajo el cambio, le sonrió de una forma peculiar, con los labios apretados y arqueando una ceja. No supo cómo interpretarlo. O bien le estaba diciendo que sabía de qué iba y que no se molestara en intentarlo, o lo contrario, que le gustaba y estaba dispuesta a escuchar cualquier proposición que le hiciera. Si se trataba de lo último, allí sería imposible. Ya había cometido ese error hacía años con la esposa de un tratante de ganado en Crosshaven, también pelirroja, por casualidad. Los tres animales que el tratante tenía por hijos le habían propinado tal paliza que aún le dolían los huesos de los hombros y de la espalda cuando se nublaba el tiempo. Pero seguro que Sadie subía alguna vez a la ciudad a comprar o a lo que fuera. Antes de marcharse, le daría su número de teléfono.

Apareció un conocido del club náutico y Jack le invitó a una copa y durante un rato hablaron de barcos. A Jack le encantaba estar en el pub a esa hora las tardes de verano, adoraba el sonido de la charla tranquila y el fuerte olor a whisky, adoraba el dorado color metálico de la luz que entraba por la puerta abierta y que iluminaba las perezosas volutas de humo de los cigarrillos en la penumbra. Estar allí significaba no estar en Ashgrove, y eso en sí mismo era un placer. Y además estaba Sadie y las posibilidades que se abrían con ella.

El conocido del club náutico se llamaba Grogan, era un abogado de Cork y un plomo, como Jack recordó demasiado tarde. Habían navegado juntos aquel año en la regata de Slievemore y Grogan, a bordo de su Sirena, se había llevado la Copa del Comodoro. Le estaba contando algo sobre un barco con dos hombres que había sido encontrado a la deriva en la bahía de Slievemore. Había oído la noticia en la radio, en el informativo de las seis. Jack no apartaba los ojos de Sadie, contemplaba apreciativamente cómo el vestido se tensaba en su pecho cuando ella tiraba del mango del grifo de la cerveza hacia atrás y luego hacia abajo en un arco lento y esforzado. Sí, ya no tenía duda, le iba a proponer que tomaran una copa juntos cuando fuera a Dublín. ¿Qué tenía que perder?

—Parece que uno de los hombres estaba muerto. El asunto huele mal —dijo Grogan.

Sylvia Clancy conducía el enorme coche por la carretera elevada junto al pueblo de Rosscarbery. Siempre que volvía de Cork le gustaba tomar el camino de la costa, pero hoy no tenía ojos para el paisaje, pues estaba preocupada. Aunque eso no era raro. El estado normal de Silvia era estar preocupada. ¿Cómo podía ser de otra manera, casada con Jack Clancy y con un hijo como Davy Clancy? Pero hoy su preocupación giraba en torno a la fiesta que Mona Delahaye celebraría el próximo sábado por la noche. A Mona le encantaban las fiestas. Hacía tres años había dado la primera Fiesta de Ashgrove, y dar era la palabra adecuada, pues había sido un golpe en todos los sentidos. Desde entonces la celebración se había convertido en un acontecimiento anual y en la comidilla del condado, por no decir de la mitad del país.

Sylvia daba por supuesto que quienes organizan fiestas lo hacen para que sus invitados se diviertan y regresen felices a sus casas. Pero el objetivo de Mona era a todas luces el contrario. Ella también deseaba que todo el mundo lo pasara bien, pero tenía un concepto particular de lo que significaba pasarlo bien. No soportaba que la gente charlara con sus bebidas en la mano. Su idea de una fiesta eran discusiones, insultos, retos, peleas e incluso puñetazos. Y si las cosas no sucedían como ella había planeado —es decir, si el ambiente era agradable y tranquilo—, no dudaba en hacer lo posible para torcerlas. Mona tenía un don para la provocación. Encizañaba sin parecerlo: una sonrisa aquí, una palabra amable allá, una pregunta, una información, un consejo. Avanzaba por la sala y a su paso surgían rencillas que para nada se dirían conectadas con ella, si bien ella había servido de mecha. Y cuando llegaba al otro extremo de la sala, se giraba y contemplaba su obra con placer, con una intensa mirada y la delgada boca curvada en una media sonrisa.

No obstante, Sylvia sentía simpatía hacia Mona. Mona, en el fondo, era una cría y tenía la avidez y la picardía incurable de los niños. Pasara lo que pasase, Mona deseaba ser el centro y, si no lo conseguía, amargaba la vida a los demás. Era su forma de ser. Sylvia sospechaba que Mona, al igual que ella, sentía en su interior que había caído en la familia equivocada. Los Delahaye eran un clan formidable, como también los Clancy lo eran a su manera, y entrar a formar parte de ellos a través del matrimonio significaba ser devorada, o casi. ¿Podía acusarse a la pobre Mona de hacerse valer de la única forma que sabía? Hacer daño era su declaración de independencia y por eso ella y su suegro, el viejo Samuel Delahaye, congeniaban tan bien, si podía aplicarse la palabra congeniar a cualquiera de esas dos porfiadas, desconsideradas y maliciosas criaturas.

Sylvia conducía el Mercedes de los Delahaye, ya que Jack había cogido el viejo Humber para ir a las carreras. Estaba nerviosa y también algo excitada, pues aquel enorme coche la asustaba, con su parte delantera arrogantemente cuadrada y aquel distintivo en el capó que le recordaba la mirilla de un arma de fuego. Pero tenía que aceptar que, por mucho que la asustase, resultaba excitante estar al mando de una máquina tan poderosa. Había ido a Cork para ver a un nuevo osteópata —un arreglahuesos, como los llamaban allí— que le había recomendado la señora Hartigan. La mujer lo ponía por las nubes y aseguraba que hacía milagros, pero si Sylvia había acudido a la consulta era tan sólo por ser amable con la gobernanta, de quien lo mejor que se podía decir es que era una pesada. Sylvia sufría de la espalda. Nadie había podido descubrir el origen de su terrible dolor crónico, y aquel hombre no había resultado ser mejor que los demás, a pesar de su verborrea sobre rigidez articular, discos aplastados y cartílagos, especialmente sobre los cartílagos o lo que demonios fuera aquello. A Sylvia le había parecido un tipo ridículo e ignorante. Pero los rayos de sol se filtraban a través de los árboles que se extendían a lo largo del camino y en los campos la brisa acariciaba el trigo y la cebada, meciéndolos, y hacía una tarde tan hermosa que Sylvia se sintió animada a pesar de los trompicones impacientes del motor y del dolor en las lumbares que, estaba segura, el arreglahuesos sólo había empeorado.

Sylvia era inglesa. Este hecho se había convertido con el tiempo en su rasgo más distintivo, para los demás tanto como para ella. A pesar de que ya llevaba más de media vida en Irlanda. No importaba. Los demás repararían en su esencia inglesa hasta el día que muriera. No mostraban resentimiento ni prejuicios hacia ella, más bien parecían admirar su valor y su buen carácter por vivir con ellos sin amilanarse. La reacción general al hecho de que ella fuera inglesa solía ser una especie de divertida fascinación. La miraban con expresión perpleja y con una media sonrisa le decían:

—Es inglesa, ¿no?

Como si aquello fuera algo extraordinario, similar a ser piloto de carreras o explorador en la jungla. Sylvia suscitaba siempre la curiosidad ajena, pero no le molestaba. Probablemente de alguna manera percibían la vida interior que ella aún mantenía: apacible, razonable, tolerante e irónica, es decir, inglesa o lo que ella pensaba que significaba ser inglés; la esencia inglesa tal como la recordaba.

Igual que estaba convencida de que Mona no debería haberse casado con Victor Delahaye, sabía que ella tampoco debería haberse casado con Jack Clancy. Amaba a Jack, significara aquello lo que significase después de tantos años. Al principio, cuando eran jóvenes, lo adoraba. Jamás había conocido… No, jamás pensó que pudiera existir alguien como Jack: encantador, peligroso, con esa apostura misteriosa y esa jovialidad destructiva que a ella le resultaron irresistibles tan pronto como lo vio. Ahora comprendía que ese encanto, el peligro, la apostura endemoniada, aquel humor corrosivo e impío sobre todo, eran precisamente lo que debería haberle puesto en guardia.

Sylvia era más alta que él, le sacaba unos seis o siete centímetros. A Jack eso no parecía haberle preocupado nunca y tan sólo hacía bromas al respecto. Sin embargo, ella era muy consciente de la disparidad, pero no por ella, sino por él. Durante sus primeros meses como pareja, ideó una postura para cuando estuviera a su lado: la barbilla baja, la pierna izquierda ligeramente retrasada y la rodilla derecha levemente flexionada. Aunque aquella pose apenas disminuía su altura, al menos indicaba que ella era la encargada de equilibrar la diferencia y que, por tanto, era ella quien sufría la humillación al no ser capaz de conseguirlo. El problema no era que Jack fuese muy bajo, sino que ella era demasiado alta.

Disminuyó la velocidad y giró para entrar en la verja de Ashgrove.

Su cabeza, tan dispersa como siempre, regresó a la horrible perspectiva de la fiesta de Mona. El año anterior, Davy se había enzarzado en una pelea con el hijo de un dignatario local y le había arrancado parte de la oreja de un mordisco. Aunque ella pensaba que el otro chaval era un chulo y se había llevado lo que se merecía, meterse en peleas y morder a la gente no era el comportamiento que hubiera esperado de un hijo suyo. Pero muchos aspectos de su vida no habían resultado ser como esperaba. Davy se parecía bastante al potente coche que ahora conducía, difícilmente controlable, decidido y siempre dispuesto a actuar sin escuchar razones. Y en aquel mismo instante irrumpió en su mente, decidida a no ser acallada de nuevo, la auténtica preocupación que ocultaba su ansiedad por la fiesta. Se trataba de aquella chica, la Somers. Tanya Somers llevaba escrita encima la palabra peligro. A Sylvia siempre le había asombrado que los hombres no se dieran cuenta de lo calculadoras que eran las chicas como Tanya, de cómo todos sus gestos estaban medidos y sopesados, tal vez no de manera consciente, pero sí instintivamente. ¿Qué pasaría si Davy intentaba quitársela a Jonas Delahaye? ¿Y si… y si otro lo intentaba? ¿Y si…?

Detuvo el coche en la gravilla, delante de la casa. Sentada tras el volante, con expresión alarmada y la mirada fija en el parabrisas, pensaba en todas las posibilidades de cataclismo que representaba Tanya Somers cuando escuchó lo que parecía un llanto en el interior de la casa. Abrió la puerta, puso un pie en la grava y se detuvo para escuchar. Sí, no había duda, alguien estaba llorando, una mujer. El sonido procedía de una de las ventanas abiertas del piso superior: sollozos entrecortados y entre ellos una especie de quejumbroso lamento. Maggie. Era Maggie quien estaba llorando: eran los mismos jadeos irregulares que tenía cuando sufría un ataque de asma. ¿Por qué estaba abierta de par en par la puerta delantera? ¿Y de quién era aquel coche negro aparcado junto a los laburnos? Algo había ocurrido, algo terrible sin duda. El primer pensamiento de Sylvia fue: «Davy». El segundo fue: «Jack».

El superintendente Wallace había pensado que lo mejor era acudir en persona a Ashgrove para dar la noticia. Y no es que él dispusiera de mucho tiempo para aquella gente, que se instalaba en la casa en verano, durante varias semanas, y luego dejaba el lugar vacío y sin uso. En su opinión, era una extraña humillación que una gran mansión como aquélla, que había albergado a caballeros y a sus esposas durante siglos, quedase reducida a una villa de vacaciones para una panda de gentuza adinerada de Dublín. El comisario era un hombre moderado, pero en el fondo de su corazón se trataba de un esnob intransigente. A pesar de que sus orígenes eran humildes y de que se esforzaba por ser flexible y tolerante en la mayor parte de los asuntos, desaprobaba sin concesiones la nueva Irlanda, como así la llamaban, surgida en la década posterior a la guerra. Y los Clancy y los Delahaye, que deberían cuidar de su buen nombre, eran los representantes típicos de aquella realidad.

No le había sorprendido lo sucedido aquella tarde. Le había intrigado, eso sí, pero no sorprendido. La costra de la civilización era muy delgada y frágil. Había vivido de joven la guerra de Independencia y la posterior guerra civil y había visto cosas —muchachos degollados, prósperas casas quemadas, la tierra sin cultivar— que chocaban con las enseñanzas de los sacerdotes y las creencias de la generación anterior. Ahora el país estaba en paz y, sin embargo, en un día soleado y caluroso de verano dos hombres habían salido a navegar y uno de ellos había regresado muerto, con un disparo en el pecho y caído en un charco de sangre. El asunto tenía mala pinta.

Tras comunicar las terribles noticias, no sabía qué más hacer. Todos habían desaparecido en distintas direcciones de la casa, y le habían dejado en el vestíbulo con la gorra entre las manos. Desde el piso de arriba le llegaba el llanto de la señorita Delahaye —ella era la mejor de todo el grupo, una buena mujer con un corazón de oro—, pero en algún lugar cercano una voz metálica parecía dar una conferencia. Tras un momento con la boca descolgada, el viejo Delahaye había girado la silla de ruedas y se había lanzado a toda velocidad en el vestíbulo hasta desaparecer por el fondo de la casa. La esposa del muerto —su viuda, ya— también se había evaporado. Era, pensó el comisario, como si él hubiera llevado consigo la peste, lo que no dejaba de ser cierto.

A su espalda resonaron unos pasos rápidos y, al volverse, vio a una mujer alta que se apresuraba hacia él. Al principio, el superintendente no reconoció la silueta en movimiento contra la luz del sol que entraba por la puerta. Entonces ella habló e inmediatamente supo que era la esposa de Clancy.

—Dígamelo —dijo en tono urgente, casi en un susurro, los dedos aferrando la manga de su uniforme—. Dígamelo.

Se lo contó. Mientras hablaba, ella asentía con la cabeza, los ojos fijos en sus labios, como si intentara percibir la forma de las palabras que sus oídos se resistían a creer.

—Un barco pesquero de arrastre que venía de Castletownbere divisó un barco a la deriva y lo condujo a tierra. El pobre hombre llevaba tiempo muerto —dijo el superintendente.

—Y mi hijo, ¿dónde está? ¿Cómo está?

—Lo llevaron al hospital Bon Secours de Cork. Creen que sufre una ligera insolación. Se pondrá bien —contestó el comisario.

—¡Dios mío! ¡Cork! Acabo de venir de allí —exclamó ella, deslizando su mirada a un lado, perdida en el vacío.

Parecía tan asombrada por aquella pequeña coincidencia que, por un instante, él creyó que iba a romper a reír.

—Tengo que volver —murmuró Sylvia.

Se dio la vuelta, mientras se palpaba los bolsillos de su ancha chaqueta en busca de las llaves del coche, pero él la sujetó del codo y le dijo que se tranquilizara, que una ambulancia traería a casa a su hijo desde Cork, que probablemente ya estaban en camino. Ella asintió.

—Y dice que el señor Delahaye está muerto —dijo con expresión perpleja, mientras intentaba asimilarlo.

—Sí, señora. De un disparo.

Ella lo contempló de nuevo con la misma ansiedad del principio.

—Pero ¿quién le disparó?

—Bueno, señora, ésa es la cuestión.

Al comisario le gustaba la voz de ella, su suavidad, su gentileza. Nunca había sentido animosidad hacia los ingleses, aunque los Black and Tans1 habían asesinado a un tío suyo, si bien sólo era un tío político. Ella se giró y caminó lentamente hasta la silla de respaldo recto que había junto a la mesa del vestíbulo y tomó asiento con las manos unidas sobre el regazo. El comisario había notado algo extraño y de repente se dio cuenta de qué se trataba: no llevaba bolso. Él creía que las mujeres no iban a ningún sitio sin su bolso. Su pelo era rubio, o quizá más gris que rubio, y estaba recogido en un moño del que habían escapado algunos mechones rebeldes. Pensó que aquél era el máximo desaliño que esa mujer se permitiría, pues no parecía la clase de persona que se mesa los cabellos.

En el piso de arriba, la señorita Delahaye seguía llorando, pero su llanto era menos desconsolado y los sollozos habían dado paso a los hipos.

El superintendente escuchó un sonido de ruedas a su espalda y al girarse vio reaparecer al viejo Delahaye desde el fondo de la casa. Avanzaba sobre las losas blancas y negras del vestíbulo con una destreza y una velocidad sorprendentes. Sin mirar ni al comisario ni a la mujer sentada a la mesa, torció hacia la izquierda, estiró una pierna y de una patada abrió la puerta del salón y se deslizó dentro. La puerta se cerró suavemente tras él con un suspiro. Sylvia Clancy se levantó y lo siguió, y el comisario, no sabiendo qué otra cosa hacer, la siguió a su vez.

Mona Delahaye estaba sentada en el sofá beis frente a la chimenea. Llevaba un vestido de verano de seda verde oscura. Estaba inclinada hacia delante con las manos enlazadas sobre sus rodillas cruzadas y la cabeza ligeramente ladeada, como si estuviera escuchando algún débil sonido muy lejano. Samuel Delahaye, en su silla de ruedas, se encontraba ante las puertas cristaleras abiertas, la barbilla hundida en el pecho mientras miraba con furia el jardín. Al comisario le vino a la cabeza la absurda idea de que quizá aquellas dos personas no habían comprendido lo que les había dicho y estaban esperando una aclaración, una explicación. Esperando a que alguien se lo explicara todo de nuevo de una forma más comprensible.

Sylvia Clancy se aproximó al sofá y se sentó junto a Mona. Intentó cogerle una mano, pero Mona no descruzó las suyas y ni siquiera la miró.

—Imagino que ahora tendremos que cancelar la fiesta —dijo Mona con voz suave y reflexiva.

La señora Clancy y el superintendente decidieron obviar el comentario y actuar como si no lo hubiera dicho. Era evidente que la joven estaba sufriendo un shock. En la ventana, Samuel Delahaye soltó un extraño ronquido que bien podría haber sido una carcajada.

¿Era la sirena de una ambulancia lo que se oía a lo lejos?

El superintendente, desde detrás del sofá, se dirigió en voz queda a Sylvia Clancy.

—Señora, debo marcharme ya.

—Sí —contestó la mujer sin mirarle.

—Ahora vendrán otras personas. Harán preguntas y ese tipo de cosas —insistió él y aguardó, pero nadie dijo nada más. Tosió delicadamente en su puño, dio la vuelta y caminó hacia la puerta como si pisara cáscaras de huevo. En el vestíbulo sacó un pañuelo, se quitó la gorra y lo pasó por la brillante visera. Al final del vestíbulo, en la penumbra apareció un pálido rostro y al instante desapareció. La gobernanta… ¿Cómo se llamaba? ¿Hennigan? No, Hartigan. Se puso la gorra y se dirigió a su coche.

El joven guardia que lo había conducido hasta allí —tampoco recordaba su nombre— abandonó el volante, caminó con presteza hacia el lado del pasajero, abrió la puerta y se cuadró. El asiento de cuero estaba caliente allí donde el sol le había dado.

—Bien. Vámonos —dijo el superintendente con un sombrío suspiro.

El guardia encendió el motor y metió las marchas de tal manera que las ruedas traseras patinaron en la gravilla.

En el salón, Samuel Delahaye se alejó en su silla de ruedas de la puerta cristalera y se aproximó a las mujeres sentadas en el sofá.

—Muy bonito… —comenzó a decir mientras miraba con furia a Sylvia, pero tuvo que detenerse para toser con violencia y luego comenzó de nuevo—. Muy bonito lo que ha conseguido el imbécil de tu hijo.