—Creo que deberíamos intentar acercamos a Systrarna y Elloven —le dijo Karin a Robban. Y como por arte de magia, apareció la embarcación del práctico deslizándose a través del puerto con Lasse al timón—. ¡Perfecto! Con un poco de suerte él me llevará —añadió, y agitó la mano para que el práctico se acercara al muelle.
—¿Sola? —preguntó Robban.
—Sí, puede que no sea el mejor plan del mundo, pero mientras tanto tú irás a hacerte el simpático con Marta Striedbeck para sonsacarla sobre Systrarna y Elloven. Francamente, creo que sabe mucho más de lo que nos ha dicho. Cuéntale que Putte ha desaparecido y lo demás.
—¿Lo demás?
—Sí, para que acabe de comprender lo serio que es esto. Llamaré a Carsten para que envíe un barco patrulla y algunos refuerzos.
—Pero no sabemos con certeza si hay algo allí —dijo Robban.
—Es cierto, pero tenemos un submarinista muerto y una persona desaparecida que, encima, ha encontrado un cuaderno de bitácora muy solicitado. Por tanto, no resulta tan descabellado suponer que sí hay algo. Además, corremos el riesgo de que lo que buscamos desaparezca si no nos damos prisa. —Sonrió.
A continuación subió a la embarcación del práctico e hizo las presentaciones. Lasse se ofreció para llevar a Robban de Marstrandsön a Koön para que no tuviera que coger el ferry. Robban se lo agradeció y durante la breve travesía observó con interés el equipamiento del práctico. Saltó a tierra en Koön, tan ágil como una nevera, junto al astillero de Ringen. Sacó el móvil y fotografió a Karin en la popa del práctico. Luego escribió un mensaje: «Nos Lo estamos pasando fenomenal navegando por el archipiélago. Saludos de Robert y Karin», y se lo envió a Folke. En el preciso instante que tomó la foto, el viento hizo volar una lona verde de la cubierta de popa, dejando a la vista un enorme cortador de pernos.
El despacho de Carsten llevaba tiempo cerrado. Folke miró el reloj. Era hora de volver a casa. Ordenó el escritorio meticulosamente. Los bolígrafos en su cubilete y la libreta en el segundo cajón. Luego dejó a la vista un grueso montón de papeles que parecían importantes. Justo cuando se disponía a apagar el ordenador, pasó Jerker por su mesa.
—Estos —dijo, señalando una bolsa llena de ropa maltrecha— son los restos de lo que llevaba puesto Arvid.
—¿Ah sí? —dijo Folke.
Jerker vació la bolsa sobre la mesa.
—Pero ¿qué haces? ¿Y qué es lo que huele tan mal? —preguntó Folke.
—Eso quería comentarte. Hemos terminado el examen técnico. Todo es de muy buena calidad, salvo la bufanda, que no encaja ni por asomo. Aparte de que es fea, su material no es nada bueno. Además, está llena de manchas.
—¿Manchas? —Folke estudió la bufanda. Se había soltado un hilo, o al menos eso parecía. Encendió la lámpara de la mesa, que acababa de apagar, y la dirigió a la prenda. Entonces resolló y tiró del hilo suelto para ir deshaciendo el tejido, siempre con la mirada fija en el hilo.
—¿Qué demonios…? —Jerker se alarmó—. ¿Qué coño estás haciendo, Folke? Tenemos que devolver la ropa a los familiares. Esa bruja se pondrá hecha un basilisco.
—¡Maldita sea! —exclamó Folke—. ¡Esto es importante!
—Vale, tranquilo… —Jerker posó una mano en el hombro de su compañero—. ¿Estás bien?
—Morse, es lenguaje morse. Los puntos negros del hilo de lana están puestos en clave. ¡Mira! —Folke, que había sido telegrafista de la Armada, estaba seguro.
Se levantó con tal celeridad que derramó el café sobre el escritorio. El cartapacio absorbió una parte del líquido, pero el resto empapó el montón de papeles. Folke salió presuroso con el hilo en la mano en dirección al despacho de Carsten y abrió la puerta de un tirón. Jerker lo siguió sin pérdida de tiempo. Carsten miró asombrado cómo Folke entraba en tromba, con una mirada de poseso y un hilo de lana en la mano. Tras él apareció Jerker con una bolsa llena de ropa.
—¿Dónde están Karin y Robban? —gritó Folke—. ¿Dónde?
Karin, sentada en el asiento del práctico detrás de Lasse, estaba a punto de llamar a Carsten cuando sonó su móvil.
—Teníais razón. Ha venido alguien preguntando por el cuaderno de bitácora —dijo la voz de Anita.
—¿Quién? —preguntó Karin, excitada.
—Sten Widstrand, nuestro viejo agente de policía. Eso explicaría por qué Putte llamó a su pirata favorito Pierre François cuando ese no es su nombre, sino simplemente François. Intentaba advertirme contra Sten. Pierre significa «piedra» en francés, lo mismo que sten en sueco. Sten me dijo que os estaba echando una mano en la investigación y que venía por el cuaderno de bitácora.
—Vaya, ¿eso dijo? —murmuró Karin, al tiempo que oía una voz a sus espaldas:
—Tengo que pedirte que cuelgues.
Karin se volvió y vio primero a Waldemar y luego el arma que empuñaba: una pistola como las utilizadas por los nazis durante la guerra. Karin la reconoció gracias a todos los documentales que había visto. Los oficiales solían llevar ese modelo. Dejó el teléfono sobre el asiento contiguo e intentó pensar. Nada de pánico, se dijo, muéstrate racional, gana tiempo y simpatías.
—Ahí no. Dámelo —dijo Waldemar, e hizo un gesto hacia el teléfono. Karin lo cogió y se lo dio.
—¿De qué va todo esto? —preguntó con aire ingenuo, intentando aparentar que no sabía nada.
—¿No lo sabes? —preguntó Waldemar.
Karin negó con la cabeza y miró a Lasse, que estaba sentado con la mirada fija al frente.
—Esas reservas pertenecen al Tercer Reich —explicó Waldemar. Su voz sonó inexpresiva y metálica, como el arma que sostenía.
—¿Reservas? —preguntó Karin con cautela, al tiempo que Lasse se acercaba al muelle para que alguien subiese a bordo.
El práctico parecía el de siempre, nadie que lo estuviera viendo podría sospechar lo que estaba ocurriendo allí. La embarcación tenía muchos cristales, pero Waldemar sostenía la pistola muy baja y, desde fuera, era poco probable que se viera la cabeza de Karin. Lasse dio un paso atrás cuando se abrió la puerta y entró Sten Widstrand. Se movía con una ligereza asombrosa. Karin se preguntó si lo de las muletas había sido una artimaña. Si no, disponía de un medicamento realmente eficaz contra el dolor.
—¿No estamos complicando las cosas innecesariamente? —dijo Sten mirándola.
—Así siempre podremos negociar —contestó Waldemar, y cogió el timón—. Aquí tienes, Mollstedt. —Le entregó un rollo de cinta americana gris a Lasse y luego la pistola a Sten.
Lasse utilizó la cinta para maniatar a Karin con las manos a la espalda. Ella no sabía si oponer resistencia. Mejor hablar, decidió. Hacerse notar como un ser humano de carne y hueso, no sólo como un estorbo que quitar de en medio. ¿Cuánto tardaría Robban en hablar con Carsten y descubrir que ella no había llamado pidiendo refuerzos? Rogó que fuera pronto.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó, sin saber qué más decir.
El ambiente a bordo era tenso y, cuando salieron de la bocana norte, las olas empezaron a mover el barco peligrosamente. Se dirigen a Pater Noster o al punto entre Systrarna y Elloven, pensó Karin. Al fin y al cabo, Waldemar conocía la posición, al menos someramente. Ella misma le había dado la latitud y la longitud.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó, a falta de algo mejor—. Me refiero a algo ahí fuera.
Los hombres se miraron. Cuanto más supiera, más peligrosa sería, pero si no la veían como un ser humano sería aún peor. Por otro lado, si se lo contaban todo sólo podría deberse a dos razones: una, que estaban seguros de salirse con la suya; y dos… Prefirió no pensar en esta segunda alternativa.
La oscuridad se cernió sobre el barco y sobre la mente de Karin. Intentó espantarla a medida que arreciaba el viento.
Aquella noche, a las 20.47 horas, la embarcación del práctico entró sigilosamente y sin luces de posición en la dársena de Hamneskär. Poco después fueron estibadas ocho arcas desde un barco auxiliar. Las olas rompientes rugían contra el malecón. El fiordo de Marstrand estaba encolerizado y Karin se vio empapada de agua salada cuando Waldemar la arrastró a la cubierta y la empujó a tierra. Alzó la mirada hacia el cielo, donde las estrellas empezaban a titilar. ¡Di algo!, se ordenó. ¡Habla y no te quedes como una pasmada! Sin embargo, las palabras se le habían terminado. Entonces se puso a canturrear.
—Dile al campo de los ángeles o a la tierra celestial si quieres… La tierra que heredamos y la verde floresta…
El faro daba cobijo. Karin estaba tan cerca que percibió el olor a madera vieja cuando Waldemar le ordenó que se arrodillara. La tierra estaba húmeda y se le mojaron las pantorrillas.
El aparcamiento de Muskeviken, un edificio bajo y feo de lámina corrugada desde el que se tenían unas vistas maravillosas del mar, estaba justo delante de la casa de Marta. Elin había aparcado el coche de Putte frente al número 29, el de Marta. Putte, que seguía medio inconsciente por obra de los caramelos de miel húngaros, fue trasladado del coche a la caja de madera que Marta había sujetado a una vieja carretilla. Uniendo sus fuerzas, lograron llevarlo desde el aparcamiento a la parte trasera de la casa y meterlo en el trastero. No había sido fácil, pero lo habían conseguido.
Putte escuchó la historia inverosímil de las dos ancianas y, por fin, todo encajó. Elin Stiernkvist. Tanto Karl-Axel como el padre de Anita habían hablado de Elin, la hija del farero, en tales términos que casi había llegado a creer que se trataba de una vieja leyenda de Marstrand.
Sin embargo, allí estaba. Sus rasgos faciales seguían despejados y francos, a pesar de que los años le habían añadido arrugas y tenía el pelo casi blanco. Seguramente, en ese momento Sigfrid, el padre de Anita, estaría riendo a mandíbula batiente allá en el cielo. Putte pensó en Anita y les habló del cuaderno de bitácora y de cómo se habían estancado en sus últimas pesquisas. Los tres habían deliberado sobre qué hacer y llegado a la conclusión de que necesitarían la ayuda de la policía. Putte estaba a punto de telefonear cuando llamaron a la puerta. Era Robban.
Este creía que acababa de esclarecer la situación un tanto confusa en casa de Marta, en Slottsgatan, cuando sonó su móvil.
—¿Karin? No, no está aquí, acaba de embarcar con el práctico del puerto. ¿No te ha llamado para pedir refuerzos?
Robban escuchó la voz grave y seria de Carsten y luego, alarmado, preguntó:
—¿Con qué rapidez podemos conseguir más gente?
Unos segundos más tarde elevó la voz aún más.
—Pero ¿y la vigilancia costera? ¿No tienen algún barco cerca? ¡Joder, Carsten!
Asustado, Arkimedes saltó de su puesto en el sofá para meterse debajo y, desde allí, mirar receloso a las visitas, sobre todo al excitado Robban.
Carsten le dijo que un helicóptero estaba en camino desde Sáve, pero Robban temía que no llegara a tiempo. También lo puso al corriente de que Folke había descubierto un código morse en la bufanda y que habían recibido el mensaje enviado por él. Jerker había encontrado un cortador de pernos en la foto que Robban había tomado de Karin en la popa de la embarcación del práctico. Era precisamente un cortador como aquel lo que se había utilizado para cercenar las manos del submarinista, que se llamaba Markus Steiner.
Robban llamó a Karin. El teléfono dio señal, pero nadie contestó.
—¡Demonios! —masculló Robban—. Debería haberla acompañado. —Pensó un momento y se volvió hacia Putte—. ¿Tienes las llaves del barco?
Putte rebuscó en el bolsillo y sacó el llavero, del que colgaban la llave del coche y una copia de la del barco. Robban se dirigió a la puerta y Putte se levantó del sillón.
—Vamos contigo —dijo Elin con un tono que no admitía réplica.
—Es muy amable por vuestra parte, pero no creo que… —empezó Robban.
—Ajá, pero me parece que nos necesitaréis a las dos. —Fin de la discusión. Se volvió hacia Marta—. ¿Todavía tienes la caña de pescar? —preguntó, y le guiñó un ojo.
—¿La caña de…? Ah, ya entiendo. Voy a ver. Te refieres a la que se utiliza para cazar aves marinas, ¿verdad?
—Exacto.
Marta fue en su busca y Robban oyó que abría un armario cerrado con llave. Robban resopló.
—Señoras, no tenemos tiempo para cañas de pescar. Karin necesita ayuda y debemos darnos prisa…
—Ya estoy lista. —Marta cogió una enorme bolsa y le pasó un impermeable a Elin, quien se lo puso apresuradamente.
Robban miró a su variopinto equipo de intervención rápida. No sería gran cosa si había que pasar a la acción, pero era mejor que nada.
—Diablos, vamos allá —masculló entre dientes—. Aunque supongo que me sancionarán por esto, qué remedio.
Putte sopesó la bolsa de Marta y miró desconfiado a las dos mujeres. Era más pesada de lo esperado. ¿Contenía realmente una caña de pescar? Tuvo sus dudas, aunque no respecto a que el equipo que aquella noche subiría al Targa 37 de Putte y Anita era de lo más atípico.
Una vez a bordo, Elin Stiernkvist se metamorfoseó en una especie de diosa del mar. A pesar de sus más de setenta años, iba y venía a paso ligero por la cubierta. Putte observó admirado la destreza con que se ocupó de los amarres. Ninguna de las dos ancianas había tenido problemas para embarcar, y cuando Putte puso en marcha el motor soltaron las amarras en el orden correcto y entraron las defensas. Finalmente, el barco se dirigió hacia la bocana norte a una velocidad muy superior a los cinco nudos permitidos.
Elin echó un vistazo alrededor. Societetshuset parecía un castillo de cuento dormido. Se fijó en las pesadas nubes del horizonte, las suaves rocas del cabo noroeste de Koön y las oscuras aguas del fiordo de Marstrand. Inspiró profundamente el frío aire marino y pensó en Arvid, sintiendo su presencia. Había sido allí, en el porche de Societetshuset, donde había estado sentado aquella tarde de verano. Él la había mirado con sus cálidos ojos castaños, lo recordaba como si fuera ayer, y si cerraba los ojos podía verlo. Había pasado gran parte de su vida viviendo del pasado, pero de alguna manera su recuerdo la había ayudado a seguir adelante. Tanto como su hijo, por supuesto. Había crecido hasta convertirse en un hombre muy parecido a su padre en los modos, y había heredado sus ojos castaños.
Putte había provisto a todos de modernos chalecos salvavidas que se inflaban automáticamente al contacto con el agua. El viento había arreciado a lo largo de la tarde y cuando atravesaron la bocana norte dejando atrás el resguardo que les había proporcionado Marstrandsön, las enormes olas del fiordo de Marstrand hicieron cabecear el barco. Putte echó un vistazo a la carta marina del trazador y aceleró al máximo, aunque cada ola los refrenaba un poco. Elin permaneció a su lado, impasible en medio del fuerte oleaje. Robban estaba a punto de ir al baño cuando vio lo que Marta estaba haciendo. No dio crédito a sus ojos.
—Pero qué…
La mujer había cogido una escopeta.
—De hecho tengo licencia —repuso ella.
—Sí, pero esto es una intervención policial…
—Aves marinas, por si no lo sabías. Soy una tiradora bastante buena, pregúntaselo a Elin.
Elin asintió y dijo:
—Antes… —vaciló— antes salíamos por la mañana.
Robban negó con la cabeza. No bastaba con que se hubiera llevado a tres civiles, sino que dos eran ancianas y, encima, una de ellas llevaba una escopeta. Aquello no hacía más que empeorar. Intentó ahuyentar la imagen de sí mismo delante de Carsten y los de asuntos internos. Por no hablar de Folke, que le recitaría toda la normativa de memoria.
Marta adivinó sus pensamientos y dejó el arma a un lado y lo agarró del brazo. Cuando la manga del impermeable se escurrió, él vio el número que llevaba tatuado en el antebrazo.
—Entenderás —dijo ella al advertir su mirada— que en cierto modo he vivido de prestado.
Entonces le contó del campo de concentración, de los primos que habían sido gaseados y del alemán que había abusado de ella aquella aciaga noche. Y de la gorra que le había robado y lo que les pasaba a los prisioneros si los pillaban sin la gorra puesta cuando pasaban lista. Y de las mujeres en aquella mañana gélida, el lugar de las ejecuciones y cómo las balas milagrosamente no la habían alcanzado. Y del defecto de visión que le había conferido una capacidad especial para ver en la oscuridad y la había ayudado a huir durante la noche. Al final, incluso reveló el secreto que había guardado durante tantos años: aquel oficial alemán había aparecido en Marstrand con el nombre de Waldemar von Langer y ella lo había vigilado desde entonces.
—Y ahora estoy aquí —concluyó—. Deja que te ayude.
Robban se quedó sin palabras ante aquella enormidad. Se limitó a alargar la mano y acariciarle la mejilla.
Sin un faro, la isla de Hamneskär era difícil de divisar. Putte había encendido el radar y confiaba en que los contornos que aparecían en la pantalla lo ayudaran.
—Aquí. —Señaló con el dedo—. Es un barco. Ha estado en el puerto de Pater Noster, quiero decir, de Hamneskär. —Marcó el punto en el radar y obtuvo su rumbo y velocidad—. Avanza a ocho nudos en dirección oeste. Es muy posible que sea el práctico, pero se dirige a Dinamarca.
—¿Podemos alcanzarlo? —preguntó Robban.
—Es difícil ir rápido con esta mar y, además, la embarcación del práctico está diseñada para esta clase de condiciones meteorológicas. Nos ven en su radar de la misma manera que nosotros a ellos. Descubrirán que los seguimos.
Veinte minutos más tarde se oyó el estrépito de un helicóptero que quedó suspendido sobre sus cabezas y un haz de luz barrió las aguas embravecidas. Las crestas de las olas se iluminaron. La oscuridad fuera del cono de luz se tornó aún más negra y amenazadora, y la espuma blanca brillaba fantasmagórica a la luz repentina. Sonó el móvil de Robban. Eran los policías del helicóptero.
—¡La embarcación del práctico! ¡Hay una agente de policía a bordo! —gritó Robban al auricular.
El helicóptero se alejó en medio de un ruido atronador y ellos siguieron sus luces intermitentes hasta que desapareció a lo lejos. Putte parecía preocupado. El viento redoblaba su fuerza minuto a minuto y restallaba amenazador cada vez que el barco caía en un valle entre dos olas.
—No podemos seguirlos con esta mar gruesa, es demasiado arriesgado —dijo, y miró a Robban.
——Pero ¿y Karin? —preguntó este.
—Dejemos que el helicóptero se encargue del práctico. Tenemos que buscar refugio en Hamneskär, aunque sea arriesgado. Es difícil entrar en la bocana del puerto con este tiempo. —Putte parecía decidido.
Robban se preguntó si la tripulación del helicóptero podría hacer algo. Las olas eran demasiado altas para largar una escala para subir o bajar a alguien desde un barco que, además, se tambaleaba sin pausa en aquel mar encrespado. Y el viento no tenía visos de amainar.
Preocupado, Robban no dejó de pensar en Karin mientras Putte se dirigía a la dársena y el barco lograba meterse entre los espigones protectores. Le temblaban las piernas cuando por fin pisó el muelle.
Karin daba la espalda al hombre que le había ordenado que se arrodillara. La cinta adhesiva se había pegado a sus labios secos y notaba la sangre en la boca.
¿Así es como acabará esto?, pensó. Recordó a su abuela. «Eso de ser policía, ¿no es muy peligroso?», había dicho cuando Karin ingresó en la academia de policía. Ella había prometido que siempre iría con cuidado. Entonces juntó las manos e intentó pensar en Dios.
Cerró los ojos cuando un disparo reverberó en la noche. El fragor de las olas los envolvía y, sin embargo, era allí donde perecería, sobre una pequeña roca, en el condado occidental de Bohus, en medio de un mar encrespado.
Robban se volvió horrorizado al oír el disparo. Detrás de él apareció Marta, escopeta en mano. Su semblante era frío y concentrado.
—Al fin ha recibido su castigo —dijo. Él no la había reconocido en todos aquellos años, pero ella nunca olvidaría la cara del soldado alemán que la había violado aquella noche en el campo.
Fue entonces cuando Robban vio una figura contra el muro y la chaqueta tan familiar para él. Le pareció moverse a cámara lenta cuando intentó correr, o tal vez fue el fuerte viento el causante de aquella sensación.
—¡Karin! —gritó—. ¡Karin!
Estaba agachada, amordazada y maniatada con cinta adhesiva. Robban la cogió entre sus brazos y le retiró el pelo de la cara. La abrazó y la acunó diciéndole palabras tranquilizadoras. Se quedaron así un momento y luego él se apresuró a retirarle la cinta de los labios de un brusco tirón.
—¡Ay! —gritó Karin—. ¡Qué dolor! ¿Estás loco? —Las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Pero es lo que suele hacerse con las tiritas —se justificó Robban.
—Sí, con las tiritas, exactamente. ¿Te parece que esto era una tirita? —Y de pronto se rio en medio del sollozo. Fue una risa nerviosa de alivio: seguía estando entre los vivos.
El hombre que yacía en el suelo ya no tenía pulso y sus fríos ojos grises miraban inexpresivos hacia el cielo estrellado. Robban cogió la pistola que Waldemar aún sostenía en la mano.
—Se fueron sin él —dijo Karin—. Cargaron las arcas en la embarcación del práctico y se fueron sin Waldemar. Aunque no sé adonde pensaban ir con este vendaval.
—¿Quiénes eran? —preguntó Robban.
—Lasse y Sten, el policía jubilado.
Elin llegó y se acuclilló a su lado. Robban le dijo a Karin quién era. Elin Stiernkvist. Ambas mujeres se parecían de manera sorprendente, como la versión joven y vieja de una misma persona.
—¿Entramos en el faro? —propuso Elin—. Si tenemos suerte, encontraremos una llave. Conozco todos los escondrijos.
Y ciertamente no le costó encontrar una llave que giró con facilidad en la vieja cerradura. Una vez dentro, encendió fuego en la estufa de hierro colado, mientras Putte fue por té y pan al barco. Se quedaron allí mientras duró la tormenta. Cuando amaneció, cerca de las cuatro de la madrugada, Elin cogió el viejo quinqué, fue a la despensa y se quedó allí largo rato.
A lo largo de la mañana, tanto la vigilancia costera danesa como la sueca habían buscado en vano supervivientes de la embarcación del práctico, que se daba por hundida durante la agitada y oscura noche. Al amanecer, un helicóptero había avistado el bote salvavidas del práctico a la deriva al norte de los bancos de arena de Skagen. La vigilancia costera danesa había conseguido tras arduo esfuerzo subir a bordo del bote, pero resultó que estaba vacío.
—Me pregunto qué habría en esas arcas —dijo Karin, y bostezó.
Eran las siete de la mañana y las olas no se habían calmado. A pesar de que el viento había amainado, el mar continuaba embravecido.
Robban y Putte asintieron. Putte les contó cómo Anita y él habían seguido las pistas.
Elin dijo que era muy propio de Karl-Axel hacer un mapa del tesoro, y añadió:
—Oro. Las arcas contenían oro robado a los judíos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Robban.
—Mi hermano Karl-Axel me lo contó. Él y Arvid condujeron los dos pesqueros de Escocia hasta aquí.
—Pero los barcos se hundieron, ¿verdad? —preguntó Karin.
—Los hundieron entre Systrarna y Elloven para que el oro no cayera en las manos equivocadas. Sabíamos que el enemigo estaba cerca, pero no sabíamos quiénes eran. La intención era rescatarlo después y entregárselo a sus legítimos propietarios.
—Ya, muy bien. Pero aun así acabó en las manos equivocadas y, al final, fue a parar al fondo del mar, en algún lugar entre Suecia y Dinamarca —comentó Robban con tono sombrío.
—¿Eso crees? —dijo Elin, y sonrió.
Karin cayó en la cuenta de que todos se habían mostrado desconsolados aquella mañana, a excepción de las dos ancianas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No es oro todo lo que reluce —respondió Elin, enigmática—. ¿La policía tiene submarinistas?
—Sí, supongo que el cuerpo de prevención de incendios los tiene… —dijo Karin expectante.
—Nunca se subió oro a la embarcación del práctico —explicó Marta—. Karl-Axel y Arvid lo cambiaron de sitio antes de emprender la travesía con los barcos desde Escocia.
—Pero entonces, ¿dónde está? —preguntó Karin.
—Siempre ha estado allí. —Elin señaló con el dedo hacia las olas entre las islas de Systrarna y Elloven.
—No entiendo. Se lo llevaron todo, todas las arcas, todo.
—Pero el timón no, ¿verdad? —dijo Elin.
Al día siguiente, el mar se había calmado y los timones del M/S Stornoway y la embarcación hermana fueron rescatados. Los flashes de las cámaras llovían del grupo de periodistas gráficos cuando los enormes pedazos de metal cubiertos de percebes y estrellas de mar asomaron a la superficie.
Jerker contempló con aire solemne desde la cubierta del barco auxiliar cómo la grúa bajaba primero un timón y luego otro, antes de soltarlos con un ruido sordo. Finalmente fue retirada la capa protectora con cuidado, dejando al descubierto el noble metal.
—Esto es una locura. En todos mis años… —empezó a decir.
—¿En todos tus años? —replicó Karin entre risas—. ¡Me parece que no eres tan viejo!
—No; quería decir que en todos los años que me quedan por trabajar nunca jamás volveré a asistir a algo así.
—Nunca digas nunca jamás —le recordó Karin. Sonrió y de pronto tomó conciencia de lo cansada que estaba. Feliz pero cansada.
—Sea como sea, ha sido un desenlace espectacular, ¿no crees, Folke? —dijo Jerker.
La verdad era que todo el mérito correspondía a Folke, por haber descubierto que el dibujo negro en la bufanda de lana blanca tenía un significado muy especial. Toda la comisaría se había enterado de que entre sus filas contaban con un viejo y habilidoso telegrafista. Folke nunca había recibido tantas palmadas en la espalda por parte de sus compañeros.
Elin se había servido del sistema morse para tejer un mensaje en la bufanda que, estaba convencida, no llamaría la atención del enemigo. Allí estaba todo, negro sobre blanco: la ruta de los barcos del oro, los timones sumergidos entre Systrarna y Elloven, así como los nombres de las personas de Marstrand que podían pertenecer al bando enemigo o que habían sido colaboracionistas durante la guerra.
«798 kilos de oro en timones», se leía en los periódicos al día siguiente. Debajo de los grandes caracteres negros de los titulares aparecían fotos de Elin y Arvid, de Karl-Axel y los timones, así como extractos del cuaderno de bitácora, una descripción de cómo se había fundido el oro para convertirlo en dos timones y cómo habían llenado las arcas de pesos de plomo y las habían estibado en los barcos. Karl-Axel Strömmer y Arvid Stiernkvist habían concebido un plan brillante pero arriesgado que, al final, había salido bien.
La verdad emergida después del hallazgo del oro era todo menos bonita. Siri sostuvo obstinadamente su relato y una Diane lacrimosa pero bien maquillada apareció en todas las portadas. Al lado de Diane, un Alexander obligado, y los tres niños. Siri reveló que Roland Lindstrøm, el capataz de Hamneskär, le había dado la alianza de Arvid y que con su ayuda había engañado a la policía con el anillo falso. Luego, los periodistas se ocuparon del sacerdote Simón Nevelius.
Más tarde, los daneses revisaron las partidas de nacimiento y todo salió a la luz. Al final, Elin decidió contar todos los detalles de aquella fatídica travesía. Nunca la olvidaría. Apretó la alianza de Arvid fuertemente en la mano mientras hablaba. En realidad, la sorpresa entre los viejos habitantes de Marstrand no fue demasiado grande cuando se desveló que no era Arvid sino Sten el padre del hijo de Siri. Era uno de esos secretos que todo el mundo conoce, pero del que nadie habla en voz alta. Puesto que Sten ya estaba casado, Siri y él tuvieron que buscar una solución. Como viuda de Arvid, Siri sería considerada una persona respetable y, además, estaría asegurada económicamente, una solución que beneficiaba tanto a Sten como a Siri. Era, pues, Sten y no Waldemar quien había estado a bordo del velero cuando envenenaron a Arvid y empujaron a Elin al mar. La fútil suerte de Elin fue que, aquel día de finales de verano, no comió ningún bocadillo ni tomó café.
Arvid y Elin habían sido rescatados de las olas por el hermano de ella, Karl-Axel, quien los había puesto a salvo en casa del padre, en Hamneskär. Cuando el amigo de Karl-Axel, el doctor Erling, constató que era demasiado tarde para Arvid, todos se volcaron en proteger a Elin de las fuerzas del mal que habían amenazado a Arvid, y por tanto decidieron denunciar la desaparición de los dos, probablemente ahogados. Metieron el cuerpo de Arvid en la despensa y Elin emprendió una nueva vida en Noruega.
En cambio, Waldemar se había quedado, paciente, a la espera de que llegara su momento. Había abandonado Alemania con la misión de encontrar el oro desaparecido. Los años habían pasado y con ellos, sus patrones, pero Waldemar había continuado la búsqueda por su cuenta, convencido de que aquellos dos barcos del oro se hallaban en algún lugar cerca de allí. Siri había sido un pasatiempo agradable y una excelente tapadera. A cambio, ella se había prendado de su apellido de tan distinguida resonancia. Con el tiempo, Siri fue comprendiendo que él también tenía la conciencia sucia. Las consecuencias jurídicas de que Siri nunca hubiera estado casada con Arvid no habían hecho más que empezar.
Karin fue quien le contó a Sara que el cadáver encontrado era el de Markus. Tomas, por su lado, remitió a la policía todos los documentos que el malogrado alemán le había enviado, incluida la alianza de Arvid. Sin embargo, seguía siendo un misterio cómo había conseguido Markus dar con él, pero entonces Sara sonrió apenada y se lo explicó: había ido a casa de Siri para decirle que le había prometido a Markus ayudarlo con un artículo sobre Marstrand, y ¿a quién podía consultar sino a Siri? A lo mejor también había alguna fotografía divertida, dijo Sara y, mientras Siri fue a rebuscar entre los viejos recuerdos, rescató la alianza de Arvid del bolso de Siri.
Los padres adoptivos de Markus fueron a recoger los restos mortales de su hijo. Se hospedaron donde él había vivido, en el sótano de la casa de Sara y Tomas. Sin embargo, en lugar de llevarse el cadáver de vuelta a Alemania, decidieron incinerarlo y esparcir las cenizas en el mar, en la costa de Marstrand.
—Creo que su corazón estaba aquí —dijo su madre, mirando a Sara, que se limitó a asentir con la cabeza.
Los habitantes de Marstrand recibieron a Elin con los brazos abiertos. La saludaban con gestos aprobatorios cuando paseaba con la espalda erguida por las calles adoquinadas de su isla. Porque era su isla, su hogar. Marstrand. Karin la comprendía: había una especie de vínculo invisible entre ambas.
Al mismo tiempo se vendió Lyktan, la casa gris en la bocana norte que antaño había sido vivienda del farero, por una considerable suma que no había dejado de incrementarse a medida que la noticia se extendía. El nombre de los nuevos propietarios era, hasta nueva orden, secreto para todo el mundo, salvo para Karin. Los habitantes de Marstrand se lamentaron, convencidos de que se trataría, como de costumbre, de algún veraneante adinerado, hasta que Brigitte se enteró en el ferry de que Elin Stiernkvist había comprado una salsera y había pedido que se la entregaran en el embarcadero de Lyktan.