19

La médico forense Margareta Rylander-Lilja estaba de pie al lado de una de las mesas de autopsia de Medicinargatan 1C. Alzó la mirada y saludó con la cabeza sin sonreír cuando Folke apareció en la puerta.

—Llegas tarde.

—Sí, yo…

—Lo que es aún peor que llegar tarde es venir con una excusa mala.

El hombre tendido sobre la mesa de autopsia de acero inoxidable tenía un cuerpo bien formado, facciones agradables y pelo espeso. Salvo por el corte en Y que le recorría el tórax y la falta de manos, se podía llegar a creer que sólo estaba durmiendo. Folke negó con la cabeza. Con los ojos abiertos de par en par, siguió a la forense a la mesa contigua, colocándose lo más lejos posible y de espaldas a la mesa que en ese momento un ayudante limpiaba con agua a presión.

Margareta tenía manos largas y estrechas, como de pianista, las uñas cortas y sin pintar. En la mano derecha sostenía una tablilla con una hoja fijada. Los entrenados ojos de la doctora habían examinado el cadáver que yacía sobre la mesa. Luego había documentado las lesiones sobre una ficha que mostraba el anverso y el reverso de un cuerpo humano. En realidad, significaba duplicar el trabajo, puesto que su principal herramienta de trabajo era el dictáfono que llevaba sujeto al cuello de la bata y se activaba mediante la barbilla, pero había aprendido la técnica hacía mucho tiempo y le parecía que le ofrecía una imagen más completa de los casos. Sobre todo, cuando luego tenía que acordarse de un fallecido y sus lesiones.

Siempre había un técnico de la policía presente cuando se realizaba la autopsia de alguien que probablemente había sido asesinado, y Jerker había estado allí antes. Normalmente era él quien luego informaba a la brigada criminal, pero ahora estaba Folke.

—Tenía que encontrarme con Jerker aquí para… —empezó.

Margareta ignoró el comentario y tapó el rotulador que estaba usando. Era una mujer elegante, de unos cincuenta años, a la que ninguno de sus compañeros de trabajo osaría llamar Maggan, al menos estando sobrios. Margareta mostraba más empatía y cuidado por sus pacientes que muchos médicos, quienes, al fin y al cabo, trabajaban con personas vivas. Tal vez fuera porque los pacientes que recibía Margareta ya no tenían ocasión de decir nada y su única opción era confiar en ella.

Le costaba entender cómo Folke podía trabajar en casos importantes y, aun así, mostrar tan poco empeño e interés. O tal vez era una actitud que adoptaba para mantener a raya el espanto y el horror. Sea como fuere, para ella no era demasiado importante. A veces le parecía que Folke se obsesionaba con detalles nimios, incapaz de hacerse una idea general del asunto, y eso la irritaba. Todo en él era irritante, con esa actitud de sabelotodo y sus martirizantes correcciones lingüísticas.

Margareta dejó el bolígrafo y la tablilla sobre una mesa auxiliar de acero inoxidable y se centró en las dos personas que tenía delante. Una seguía con vida, pero de alguna manera parecía menos viva que la que yacía sobre la mesa.

—¿Ha sido difícil establecer la hora de la muerte? —preguntó Folke.

—En absoluto, estoy muy segura de la hora. —Margareta miró su afectada expresión de circunstancia: la muerte de alguien tan joven es siempre una tragedia, proclamaba.

—¿Cuándo murió? —Folke titubeaba, evidentemente incómodo por hallarse en una sala de autopsias. Se abotonó la chaqueta como dando a entender que no tenía intención de quitársela.

—A las cuatro de la mañana.

—¿En plena noche? ¿Qué hace uno con traje de submarinista en mitad de la noche? —se asombró Folke, y se recolocó la bufanda, también para marcar que sólo estaba de paso.

—Ni idea, pero por suerte no me corresponde a mí averiguarlo. Mira.

Folke avanzó dos pasos timoratos y se cambió los guantes de cuero de una mano a la otra.

—Acércate más si quieres verlo. —Margareta le indicó dónde debía colocarse.

Folke se sintió como un colegial y dio un par de pasos más. La forense se fijó en que se golpeaba nervioso el muslo derecho con los guantes. Qué irritante. Margareta señaló el empeine derecho del hombre. Folke se estiró tímidamente para ver mejor.

—Tenía los tobillos atados con una cuerda que al parecer estaba enganchada a algo bajo el agua. Jerker está analizando los nudos, sin duda marineros, porque desde luego no se trata de nudos al uso, sino hechos por un experto. Cortamos la cuerda sin deshacerlos. No estaban demasiado prietos, pero aun así…

—O sea, ¿quieres decir que alguien lo ató bajo el agua?

—No sólo eso. Acércate y verás. Aquí. —Margareta esperó.

Folke suspiró y miró hacia todos los lados menos hacia la mesa, a la que se acercó a regañadientes.

—Oh, esto es lo más… lo más espantoso… —susurró con tono ronco y se volvió asqueado. Le subió la bilis y a punto estuvo de vomitar—. Pobre diablo…

Margareta nunca lo había oído pronunciar una sola palabra salida de tono.

Al cadáver le faltaban las manos. Desde luego habían estado allí, pero alguien se las había amputado.

—No las cercenaron con un cuchillo, sino con algo más contundente —explicó Margareta—, posiblemente algún tipo de tenaza. Se las cortaron bajo el agua. —Abrió los brazos para ilustrar el gran tamaño que debían de tener unas tenazas o tijeras capaces de seccionar unas manos.

—Entonces… quieres decir que alguien lo ató para luego… cortar… cortarle las manos —dijo Folke. Le costó pronunciar algo tan espeluznante.

—Así es. Alguien le hizo un nudo alrededor de los tobillos que, de por sí, no debía de ser difícil de desatar. El pobre probablemente pensó que soltarse no le supondría ningún problema.

—Para alguien que sepa desatar esa clase de nudos —precisó Folke.

—Exacto. Yo diría que luchó por liberarse, pero si pensamos que tenía una hemorragia y estaba bajo el agua, nunca podría haber sobrevivido, ni siquiera soltándose. Había perdido demasiada sangre. Seguramente quien lo ató confió en que se quedara allí abajo, pero por alguna razón logró soltarse y su cuerpo subió a la superficie, aunque ya estaba muerto.

—Pero debe de hacer un frío espantoso en el agua en pleno invierno, ¿no crees? ¿Sabes cómo va eso?

—Sí, aunque lleves un traje de neopreno, hace mucho frío. Debajo llevaba ropa interior. En el bolsillo de la camiseta encontramos un reproductor de música o como quiera que se llame.

—¿Un walkman?

Margareta sonrió por primera vez y consultó su reloj.

—No, Folke, no; el walkman pertenece al paleolítico, eso lo sé hasta yo. Hoy en día se llaman Ipod, y cada poco van cambiando de nombre. Tendrás que hablar con Jerker porque se lo llevó para examinarlo. Visto que no hemos podido establecer su identidad, tendremos que ver si su descripción se ajusta a algún desaparecido. Es posible que así logremos identificarlo.

Folke asintió con la cabeza, pero no se le ocurrió decir que ya había empezado a trabajar en ello.

—Gracias —dijo, a falta de algo mejor. Parecía aliviado de que la reunión tocara a su fin.

—Bueno, pues esto es todo. No olvides hablar con Jerker.

Margareta le dio la espalda y cogió el bolígrafo y la tablilla de la mesa auxiliar.

Karin y Robban habían decidido volver a casa de Marta Striedbeck para preguntarle sobre Systrarna Elloven. Karin estaba segura de que la anciana sabía mucho más de lo que le había contado.

Ya se hallaban a medio camino del muelle flotante de Blekebukten y Robban todavía no se había tomado su café, algo que no pudo evitar comentar justo cuando de pronto sonó el teléfono de Karin, quien se detuvo para contestar. Escuchó la voz alterada que llegaba del otro extremo.

—¿Cuándo se fue? —preguntó Karin.

Robban la miró interrogante.

—No te lo vas a creer —dijo ella cuando hubo colgado.

—Supongo que no, pero al menos inténtalo.

—¿Quieres oírlo, o qué? —sonrió Karin.

—Pues claro. ¡Vamos, cuenta! Tus secretos están a salvo conmigo. —Se pasó la mano por los labios como cerrando una cremallera—. Anda, desembucha.

Entonces Karin le contó sobre la cena de chicas del fin de semana, y que había conocido a la suegra de Lycke, Anita, quien las había acompañado a casa del tío Bruno, y concluyó con la reciente llamada. Robban la escuchó con creciente interés.

Las barreras del ferry habían empezado a bajar, pero el capitán estaba de buen humor y los esperó. Karin agitó la mano en señal de agradecimiento.

Anita llevaba la ropa de abrigo puesta cuando llegaron. El anorak rojo emitió un frufrú cuando sus brazos rozaron los costados.

—¿Podemos sentarnos en algún sitio? —preguntó Karin tras presentarle a Robban.

—Sí, sí, naturalmente.

Anita los condujo hasta la cocina. Era del color del sol y muy acogedora, con una larga mesa y en medio una isla con los fogones y el horno. El alféizar de la ventana del fregadero estaba repleto de vasos. En cada uno había tres o cuatro esquejes de pelargonio metidos en agua. Ya tenían raíces y convenía que los trasladara cuanto antes a sus respectivas macetas.

—Cuéntanoslo todo desde el principio —pidió Karin, y tomó asiento en el banco de madera decapada, que crujió bajo su peso.

Anita titubeó, pero sólo un instante. Entonces empezó a narrar lo de la carta, el viaje a Vinga, la búsqueda del tesoro y cómo al final habían recuperado el cuaderno de bitácora.

—El libro que le habíais prestado a Bruno Malmer, ¿verdad? —quiso confirmar Karin.

Anita asintió con la cabeza y les explicó que habían dedicado largas horas a repasar un montón de libros e incluso el costado de la maqueta del barco. Sonrió al recordarlo, se lo habían pasado fenomenal.

—Bien. Y ¿qué ha ocurrido hoy? —preguntó Karin.

De pronto, Anita recobró la seriedad.

—Putte tenía que haber vuelto de Londres. Íbamos a intentar descubrir el lugar correcto, que seguramente aparece en el cuaderno de bitácora, y luego ir a comprobarlo.

—Es decir, tú y tu marido pensabais salir en barco.

Anita asintió.

—Pero él no ha vuelto. Temía que hubiera perdido el vuelo de regreso, ya le ha ocurrido alguna vez. Lo llamé al móvil, pero lo tenía apagado. Cosa rara en él.

—De acuerdo —dijo Karin—. Y luego te llamó él. Por cierto, ¿qué tipo de barco tenéis? Vamos a averiguar si sigue en el muelle.

—Ya lo he hecho. Es un Targa treinta y siete. Suele estar amarrado justo delante del Paradisparken, al lado del Grand Hotel, aunque ahora mismo está en el muelle de servicio del astillero de Ringen. Sólo hemos salido una vez. Tenía algo en las hélices traseras que necesitaba una reparación.

Karin asintió y anotó todo lo que Anita le había explicado.

—¿Qué te dijo cuando llamó? —preguntó luego.

—Eso es precisamente lo que me extraña. Dijo… —Se le quebró la voz y calló para reunir fuerzas—. Disculpadme. —Se puso en pie y se acercó al fregadero, abrió el grifo y dejó correr el agua antes de servirse un vaso. Bebió. Entonces prosiguió—: Dijo: «Anita, lo siento, no podremos salir a navegar. Me he retrasado un poco y tengo que asistir a una reunión». Parecía cohibido y como si quisiera decirme algo que no podía. Yo tenía muchas ganas de contarle que había encontrado una pista, una posición anotada detrás del panel de la biblioteca, pero él no paraba de interrumpirme y no pude decírselo. Me pareció que lo hacía adrede.

—¿Sólo te dijo eso? ¿Qué se había retrasado? —preguntó Karin, escéptica.

—No, no. Dijo que no tenía el teléfono de Pierre François Lolonois y que si llamaba tenía que decirle que se retrasaría, y que era posible que no pudiera reunirse con él. Luego prosiguió y me dijo que fuera a mi clase de francés, ya que no saldríamos a navegar, pero la clase es los viernes, no los lunes.

—¿Quién es ese francés que mencionó?

—Putte siente fascinación por la historia marítima y se sabe todos los nombres y las vidas de los piratas al dedillo. François Lolonois era un pirata sanguinario que causó estragos en el siglo diecisiete. Pero Putte le añadió un nombre de pila, dijo «Pierre» François Lolonois, y luego habló de mi clase de francés. Tal vez os parezca rebuscado, pero Putte nunca se equivocaría con un nombre, y luego hay algo más. Lo último que me dijo, y eso resultó lo más raro, fue que debía recoger los bucaneros.

—¿Los bucaneros? ¿Seguro que dijo bucaneros?

—Absolutamente —dijo Anita—. Supongo que sabes lo que significa.

Karin asintió.

—Piratas —dijo, y miró a Robban.

Jerker había revisado el reproductor MP3. Era del mismo color que el robot de cocina que les habían regalado para su boda, pensó mientras lo conectaba a su ordenador. Se oyó un plin que indicaba que la máquina había encontrado un nuevo dispositivo. Agradeció que aquel tío hubiese llevado traje de neopreno.

Además de algunos ficheros de música, Jerker encontró dos ficheros de imágenes y cinco archivos de texto. Hizo una copia de seguridad de todo el contenido y lo grabó en un disco. Dos de los archivos parecían encriptados y, además, muy bien. Tras un repaso rápido envió a Karin, Robban y Folke los archivos que había conseguido abrir, con la marca de alta prioridad. Marcó el número de Karin, pero estaba ocupado, y lo mismo le pasó con Robban. Jerker dudó antes de marcar el de Folke.

Veinte minutos más tarde, Folke estaba mirando el equipo de alta tecnología que había en el despacho de Jerker. Ser policía ya no era lo mismo que antes. Hoy día, era muy raro ver a la policía salir en persecución de los malos blandiendo la porra. Ahora se requisaban ordenadores, y a veces no los llamaban ordenadores sino servidores, y cuando hablaban de cookies no se referían a pastelitos. Se le escapó un suspiro que Jerker oyó.

—Pareces un poco bajo de forma —dijo este. Sonaba mejor que decir «viejo y cansado».

—Sí, de vez en cuando me siento como un dinosaurio hibernando —reconoció Folke.

—¿Tan grave es? —preguntó Jerker, al tiempo que tecleaba algo—. Acabo de enviarte un correo. Lo estoy imprimiendo ¿Sabes algo de alemán? —añadió cuando empezaban a salir hojas de la impresora.

Folke cogió los papeles. Si Karin hubiera estado allí, los habría hojeado para hacerse una idea, pensó Jerker, pero Folke se puso a leer una página tras otra. Al parecer, era un artículo sobre Suecia. Folke respiró hondo y siguió leyendo hasta el final del texto. Allí había un nombre. Lo anotó en su bloc, se despidió de Jerker y volvió a su escritorio con paso cansino.

Jerker se preparó para centrarse en los dos ficheros encriptados y tiró de sus dedos, uno tras otro, hasta que crujieron. A lo mejor podía acceder al contenido de otra forma. Por ejemplo, a través del ordenador en que se habían creado, que estaba registrado a nombre de una tal Sara von Langer. Con un poco de suerte, los ficheros originales estarían allí sin encriptar.

Cuando volvió a su mesa, Folke puso manos a la obra y repasó lenta y concienzudamente los dos primeros artículos, pese a que el alemán de la escuela tenía sus límites.

—Hola, Folke, ¿cómo va todo? —Carsten se acercó a su mesa. Venía de la calle y aún no se había quitado la chaqueta.

—Markus Steiner, creo que se llamaba el submarinista. Llevaba encima uno de esos reproductores en los que, por lo visto, se pueden guardar ficheros no sólo de música. Escribía artículos para algunas revistas, parece que era periodista.

—Markus Steiner. No suena especialmente sueco. —Carsten se inclinó para ver la pantalla.

—Los artículos están escritos en alemán —dijo Folke.

—Ya, alemán. ¿Lo controlas? Quiero decir, ¿sobre qué versan? —Carsten se corrigió, sabedor de que Folke era muy tiquismiquis.

—De momento he llegado al segundo artículo. Trata de cómo encontrar y comprar una casa en Suecia y las reglas y normas aplicables: el valor catastral, agentes inmobiliarios, impuestos sobre bienes inmuebles, etcétera.

—¿Has buscado su nombre en el registro de personas desaparecidas?

—Eeh… Pues no. —Folke se aclaró la garganta. Se sintió estúpido por no haberlo hecho, pero no tenía ganas de pedirle ayuda a Marita—. Ahora mismo iba a hacerlo —murmuró, y se removió en la silla.

—Si me das el nombre se lo pasaré a alguien; así no te distraes de los artículos. De todos modos, tengo que hablar con Marita de otro asunto. —Carsten echó un vistazo al reloj.

Aliviado, Folke le tendió a Carsten un papel con el nombre.

Había nueve artículos en total, pero cuando llegó al quinto le pareció que empezaban a cambiar de tenor. Se cuestionaba el papel desempeñado por Suecia en calidad de país neutral durante la guerra. Era más farragoso y complicado desde un punto de vista lingüístico. Marita lo había ayudado a regañadientes a encontrar un diccionario alemán-sueco, aunque después de haberle explicado que había una función de búsqueda integrada en el ordenador.

Con manos diestras, Karin sacó la posición que Anita había encontrado detrás del panel oscuro de la biblioteca.

—Cincuenta y siete grados, cincuenta y cuatro coma cuatro minutos Norte —dijo, y echó un vistazo al papel escrito por Anita—, y once grados veintinueve coma cinco minutos Este.

Robban la miró impresionado cuando pasó el compás y la regla por la carta náutica y finalmente marcó una cruz con el lápiz.

—Aquí —dijo, y señaló con el dedo las islas que estaban pegadas la una a la otra. Systrarna y Elloven.

—Robban —dijo Karin pensativa—. El tatuaje de Arvid Stiernkvist.

Él rebuscó en los bolsillos y finalmente sacó la nota en que lo tenía apuntado, al tiempo que ella encontraba la anotación en su libreta. Coincidían. Los número del tatuaje de Arvid eran los mismos que la posición que acababan de marcar en la carta, salvo por los últimos que no habían conseguido descifrar, respectivamente el cuatro y el cinco, que ahora les había dado Anita. Todas las hipótesis sobre que podía tratarse de los números de algún campo de concentración o de una cuenta en un banco suizo estaban equivocadas. El número eran una longitud y una latitud en la cuadrícula de la Tierra e indicaba que había algo oculto en el mar.

—¿Ha leído Putte el libro? —preguntó Karin.

—Sí —dijo Anita—, pero acabábamos de descubrir la página arrancada y los nuevos versos cuando tuvo que irse. Le irritaba que hubiera más versos.

—¿Y nadie más ha leído el cuaderno de bitácora? —preguntó Robban.

—Aquí en casa, no. Pero se lo prestamos a Bruno Malmer, y es posible que él se lo haya enseñado a alguien. Tendréis que preguntárselo.

—Entonces Bruno, tu marido y tú —enumeró Robban.

—Un momento —dijo Anita titubeante—. Ayer tuvimos invitados en casa. Uno de ellos, Waldemar von Langer, se quedó un rato después de que los otros se hubieran ido. Yo acababa de volver a casa con el libro bajo el brazo y lo dejé sobre la mesa de la cocina. —Señaló la mesa—. Puede haberle echado un vistazo.

Karin no pudo evitar levantar la vista de su libreta para lanzarle a Robban una mirada de ya-te-lo-decía-yo cuando salió a la palestra el nombre de Waldemar.

—Sin embargo, difícilmente podía saber qué página tenía que mirar —dijo Robban, más para Karin que para Anita.

—No, no parece probable que abriese el cuaderno por la página correcta directamente y, aunque lo hubiera hecho, los nuevos versos no lo ayudarían —concluyó Anita.

—¿Hay algo más que deberíamos saber? —preguntó Robban.

Anita lo pensó, pero al final negó con la cabeza.

—No, no lo creo.

Antes de que se fueran, Anita le dio el cuaderno de bitácora a Karin. Por un breve instante, las dos lo sostuvieron y Anita la miró sin decir nada. Era evidente que era más que un simple libro lo que les confiaba. Karin le pidió que llamara si aparecía alguien preguntando por el cuaderno de bitácora. La dejaron sentada a la mesa de la cocina, todavía con el anorak puesto. Robban le había preparado una taza de té y Karin había dejado una nota con los teléfonos móviles de los dos, por si se le ocurría alguna otra cosa. Al salir, Karin llamó a Lycke, que le prometió que iría inmediatamente.

—Por cierto, ¿te referías a piratas piratas, o se trata de una expresión que se utiliza en el mundo náutico o algo así? —preguntó Robban.

—Piratas piratas. ¿Nunca has visto a Burt Lancaster en El temible burlón? —contestó Karin, recordando la fotografía en blanco y negro del pirata rubio de torso descubierto que en su adolescencia había recortado de una revista.

—Sí, esa película es un clásico, incluso para un marinero de agua dulce como yo.

—¡En garde! —dijo Karin y señaló juguetona al vientre musculado de Robban. Le lanzó unos mandobles con una espada imaginaria.

Él no se movió. Estaba debajo de la araña del precioso vestíbulo y parecía perplejo.

—¿Me estás diciendo en serio que estamos tratando con piratas?

Robban sabía que, de vez en cuando, cuando se sentía presionada, Karin recurría al sentido del humor. En cierto modo, lanzar bromas medio surrealistas la ayudaba a enfocar y despejar sus dudas. Él prefería una habitación en silencio, a pesar de que estaba acostumbrado a trabajar con alboroto alrededor, sobre todo desde que era padre, o cuando se veía obligado a escuchar los argumentos de Folke mientras intentaba trabajar.

—De acuerdo —dijo Karin—. La pregunta es qué hacemos a partir de ahora. Tenemos a otro desaparecido, y no precisamente por voluntad propia. Si alguien se lo ha llevado, me atrevo a adivinar adonde se dirigen ahora mismo.

—¿A ese lugar entre las islas Systrarna y Elloven?

—Se trata de alguien que cree saber dónde se encuentra el barco naufragado. —Entonces cayó—. Y si ya está al corriente del tatuaje de Arvid, no necesita a Putte para nada. Basta con saber interpretar el tatuaje adecuadamente. ¿Lo habías pensado?

Oslo, primavera de 1964

El niño nació cuando el invierno se convertía en primavera. Estaba acurrucado en su pecho y Elin le acarició el pelo, que era igual que el suyo. Los ojos y la nariz eran de Arvid. Ojalá hubiera podido estar presente el día que nació su hijo. Nunca lo había echado tanto de menos. Se encerró en sí misma y ni siquiera la señora Hovdan consiguió llegar a ella.

Cuando anochecía y el niño se despertaba con hambre, solía sentarse en el sillón al lado de la ventana. La pálida luna los iluminaba y ella miraba hacia la oscuridad, hacia el cielo estrellado, preguntándose por qué Dios le había quitado a Arvid. Lloraba cuando hablaba con Dios, pero Él nunca le respondió. Había amenazado con no bautizar al niño, pero a Dios parecía darle igual. En cambio, a la señora Hovdan no.

—Ya está bien de tonterías —le había dicho, y había reservado hora en la iglesia.

Bautizaron al niño con el nombre de su abuelo materno, Axel, y el de su padre, Arvid, como segundo nombre.

Tres años más tarde, una noche en que el niño estaba a punto de acostarse, preguntó:

—¿Dónde está mi padre?

Ella sabía que esa pregunta llegaría tarde o temprano, y se había planteado muchas veces qué contestaría. Sin embargo, la sobresaltó cuando finalmente le fue formulada.

—Papá está en el cielo —respondió. A pesar de que habían pasado los años, volvió a sentir aquel nudo en el estómago, que creció al ponerle palabras. ¿Arvid los estaría viendo, podría ver a su maravilloso hijo y los fabulosos restaurantes que ella regentaba?

—¿Podemos saludarle? —preguntó el niño.

Elin abrió el cajón de la cómoda y sacó el álbum de fotos. Lo abrió con cuidado y le mostró las fotografías al niño. El abuelo con su uniforme de farero en Hamneskär. La crinolina de Pater Noster en el fondo. Las rocas, el mar. Marstrand. Un primer plano de Arvid trenzando una cesta de langostas sentado en una roca, al lado de la casa del farero. Casi podía oler el aroma a mar y algas.

Cuando Elin volvió a trabajar, la señora Hovdan se hizo cargo del niño. Los trató a ambos como si fueran de su familia.

—¡Abuela! —gritaba el pequeño, alegre, cuando ella lo recogía después del colegio.

En verano se iba con el abuelo. La señora Hovdan lo acompañaba.

Con el tiempo, se supo que Elin era la propietaria de los cinco restaurantes más exitosos de la ciudad y, más tarde, adquirió tres cafés. Al principio, fueron muchos los que cortejaron a la bella viuda sueca, y muchas las especulaciones sobre quién sería su nuevo esposo. Elin no se preocupaba. Nadie alcanzaría nunca la importancia de Arvid en su corazón. Por lo demás, no le faltaba el dinero y todo el tiempo libre que tenía lo pasaba con su hijo.

Al principio pensó en volver a Marstrand, pero aquel lugar pertenecía a otro tiempo, a otra vida. Se había forjado una nueva existencia en la ciudad, a pesar de que su cuerpo ansiaba volver a subirse a un barco, gobernar un timón y tensar una escota. Ya llegaría la señal, había pensado alguna vez sin creer realmente que fuera a ser así. Elin siempre había estado orgullosa de haber nacido Strömmer, una familia que la gente consideraba buena y honrada. Le repugnaba la idea del ojo por ojo, diente por diente. Cuando finalmente le llegó la señal, años más tarde, ya sabía muy bien lo que debía hacer, y también creía saber lo que Arvid y su hermano Karl-Axel habrían hecho.