Karin y Lycke caminaron juntas hasta Fyrmästargången. Tras un breve titubeo, Karin aceptó la invitación para cenar en casa de Lycke y su marido Martin.
Las placas de aislamiento seguían en el mismo lugar de la noche anterior.
—Creo que me voy a volver loca —dijo Lycke—. Tendremos que moverlas de aquí, es casi imposible entrar.
—¿Dónde deben ir? —preguntó Karin, y no pudo evitar preguntarse si lo correcto era «adonde» o «dónde». Maldito Folke.
—Arriba, en el desván. —Lycke señaló la escalera.
—Pues vamos allá. ¿Se podrá entretener solo un ratito? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Walter, que estaba ocupado reconstruyendo una torre de Lego a fin de volver a tirarla para que se deshiciera en mil pedazos.
Tardaron veinte minutos y bastantes risas en subir todas las placas.
—¡Fantástico! —dijo Lycke, y echó un vistazo al vestíbulo, de pronto luminoso y despejado—. No podría haberlo hecho sola.
Luego Karin se implicó en los juegos de Walter y se echó en el suelo para ayudarlo en sus construcciones. El niño no cabía en sí de contento. «¡Más!», decía cada vez que derrumbaba la torre, y su rostro se iluminaba como un sol cuando Karin volvía a erigir una torre más alta que la anterior.
Lycke la miraba agradecida.
—Tienes buena mano para los niños.
—Sí, los niños son maravillosos. Mi hermano tiene dos. Niño y niña —dijo Karin. Se interrumpió un momento, antes de añadir—: Acabo de separarme después de una relación de cinco años.
—¿Qué pasó?
—Göran trabaja en el mar por turnos de seis semanas. Está seis semanas fuera y luego otras seis en casa sin hacer nada. Tal vez habríamos podido arreglarlo, haber hecho algo para recuperar el tiempo perdido, pero por alguna razón no lo hicimos. Al principio, odiaba verlo sacar su enorme maleta para irse, pero al final era un alivio. Ojalá hubiera pensado en cambiar, en buscarse un trabajo en tierra. Entonces habríamos podido salvar la relación. Sentía como si él diera por hecho que yo iba a estar siempre allí, que había dejado de esforzarse.
Lycke la escuchaba.
—¿Y ahora cómo estás? —preguntó.
Karin lo pensó un momento.
—No lo sé. Un poco triste, pero en el fondo bastante bien. Echo de menos a sus padres. Como Göran estaba fuera tanto tiempo, yo me acerqué a ellos mucho más de lo habitual. Pasábamos los fines de semana juntos en su casa de veraneo y me sentía como una hija más.
Lycke asintió con la cabeza.
—Se trata de tener a alguien con quien hablar, que te estimule y valore lo que haces. Aunque, para serte sincera, siento que soy la única que cuida de Walter y que se encarga del trabajo doméstico, mientras Martin se ocupa de arreglar la casa. A veces esta distribución de tareas me resulta un tanto injusta.
—Pero ¿y los padres de Martin? ¿Anita es tan simpática como parece? —preguntó Karin, y enganchó un par de Legos más a la nueva torre.
—Es mejor. De hecho, es maravillosa. Supongo que hay muy pocas mujeres que puedan decir eso de sus suegras. Bien, ¿abrimos una botella de vino? Al fin y al cabo es domingo, ¿o no?
—Tengo vino en el barco, puedo ir a buscarlo —se ofreció Karin.
—Perfecto, pero también tenemos vino en el sótano. Basta bajar la escalera y a mano izquierda. Todavía no hemos arreglado la habitación de la derecha y quién sabe lo que podrías encontrar allí. Arañas del tamaño de gorriones o incluso setas gigantes.
Karin se rio.
—Disculpa. A veces me siento muy cansada. Al próximo que me diga «Es muy bonito darle tu propia impronta a la casa» o «Sois muy jóvenes, tenéis el futuro por delante», le suelto un bofetón. Estoy harta de esa clase de comentarios.
—Escucha, Lycke, me quedo a cenar encantada, pero entonces quiero contribuir con el vino. Walter puede acompañarme a buscarlo, si es que te atreves a soltarlo.
—¿Quieres dar un paseo con Karin, Walter? —preguntó Lycke.
El niño levantó la mirada del Lego.
—¡Yupi! —gritó entusiasmado, y corrió a ponerse los zapatos.
Lycke soltó una risita.
—Me temo que tendrás que ponerte el mono antes que los zapatos, cielo.
Karin tomó prestado el carrito con dos ruedas que la mayoría de los habitantes de la costa parecía preferir. Walter se acomodó en el fondo de madera.
—¡Más rápido! —urgió a Karin como un comandante.
El carrito pesaba mucho y era una suerte que la calle hiciera bajada. No se atrevió a salir al muelle con él, así que sacó al niño y lo cogió de la mano.
—¡Papá! ¡Tito Johan! —Walter agitó la mano en dirección al barco azul oscuro que en ese momento atracaba frente al de Karin.
Era una embarcación típica de Marstrand, diseñada y construida en el lugar. A bordo había dos personas con un parecido desconcertante.
—Hola, Karin, ¿qué significa esto? ¿Has secuestrado a mi hijo? —Martin sonrió.
—Soy niñera ocasional, y además una invitada sorpresa para cenar en tu casa. Walter y yo hemos venido por vino a mi barco.
—¿Es tuyo? —preguntó Martin, al tiempo que cogía a Walter en brazos.
—Entonces seremos dos invitados sorpresa. —El hombre que gobernaba el barco se acercó para saludar—. Aunque yo no traigo vino, pero sí el primer plato. —Levantó una langosta negra azulada que se revolvía furiosa contra la goma que sujetaba sus pinzas.
—Me temo que ganas tú —dijo Karin.
—Johan, el hermano de Martin. —Sonrió—. ¿Qué clase de barco es ese?
—Un Knocker Imram de acero, francés. Sólo hay tres o cuatro.
—Eso explica por qué no reconozco el modelo. Tiene que ser pesado, ¿no?
—Dieciocho toneladas.
—Parece muy sólido y resistente —dijo Johan, que había subido a bordo. Acarició la borda, echó un vistazo a los obenques y admiró el estay de popa, parcialmente aislado para hacer las funciones de antena.
Martin se había hecho cargo del niño, que de pronto recordó que tenía que hacer pipí.
—Más bien creo que es la novedad de hacer pipí en un barco —dijo su padre.
Karin abrió la escotilla y bajó la escala, se metió en la cabina y les indicó la puerta. Walter y papá Martin pisándole los talones desaparecieron en el pequeño baño para probar el váter. Karin volvió a cubierta. Johan señaló el timón montado en el espejo de popa.
—Reconozco la antena del radar, pero ¿qué es esto?
—Un timón. Gobierna el barco. Casi como un autopiloto, pero sin corriente. Lo ajustas en un ángulo contra el viento y funciona de maravilla, siempre que el viento no cambie de rumbo, claro.
—Muy ingenioso. —Johan echó un vistazo al panel solar y el generador de viento—. Pareces haber pensado en todo.
—Tal vez esté un poco sobredimensionado aquí y allá, pero me gusta. Sin duda pesa más de lo que debería, pero no es un barco para hacer regatas, sino para largos viajes y para soportar tiempo adverso. —Karin siguió la mirada de Johan, curiosa por saber cómo veía el barco. No era una belleza, desde luego, sino anguloso y práctico, aunque para Karin era hermoso.
Mientras estuvieron fuera, Lycke había preparado un postre.
—Espero que le dé tiempo a cuajarse —dijo mientras metía la bandeja con los moldes en la nevera, que le abrió Martin.
—Pannacotta al chocolate blanco.
—¡Qué lujo! —exclamó Karin.
—Hola, Lycke, mi cuñada favorita. —Johan le dio un abrazo y un beso en la mejilla.
—Y tu única cuñada, no te olvides —bromeó ella.
La langosta acabó en una enorme olla de agua hirviendo.
—Hola, langosta —dijo Walter, agitando la mano en un saludo.
El pescado se hacía en el horno sobre un lecho de piñones, mantequilla al eneldo y colas de cangrejo. El aroma del plato se propagó por toda la casa. Karin bebió un sorbito de vino tinto y se puso a mirar una pared tapizada de fotografías enmarcadas. Todos los marcos eran diferentes y había fotos en blanco y negro y de color entremezcladas. Johan señalaba y le explicaba quién era quién. De algunos dudó y tuvo que llamar a Lycke para que lo aclarase.
—Pero Johan, deberías saberlo —le reprochó ella.
—Dime ya de una vez quién es y deja de echármelo en cara.
—Pero si es Ulla. De esto sólo hace diecisiete años, deberías reconocerla.
—Eso es, Ulla —dijo Johan y sonrió. Ni siquiera intentó fingir que sabía quién era. Karin se rio.
Había dos fotografías tomadas en el jardín, donde habían montado una carpa con mesas bien dispuestas con viandas y un montón de gente elegantemente vestida alrededor. En el medio estaba Lycke con un niño en brazos envuelto en un faldón de bautizo. Martin los rodeaba a ambos con un brazo protector.
—El bautizo de Walter —explicó Johan, señalando con su copa de vino—. Yo soy el padrino.
—Por lo tanto, Johan es responsable de la educación cristiana de nuestro hijo. ¡Menudo consuelo! ¿Qué día fue el bautizo, Johan? —Lycke le sonrió.
—Bueno, creo que…
Justo en ese momento sonó el reloj de la cocina, indicando que la langosta estaba lista. Johan aprovechó la ocasión para escapar y se llevó la olla a la terraza para que se enfriase.
—¡La tapa! —le advirtió Martin.
—Sí, lo sé. —Johan le lanzó una mirada elocuente.
—¿Qué pasa? —preguntó Karin.
—Una vez olvidamos ponerle la tapa a la olla y se nos fastidiaron dos langostas recién hervidas —explicó Johan.
—No olvidamos, sino olvidaste —precisó Martin, y sonrió socarrón.
—Ya, ya —dijo Lycke, y negó con la cabeza—. Karin, ¿te acuerdas de Sara, que estuvo aquí ayer?
Karin asintió con la cabeza.
—Pues bautizamos a Walter el mismo día que Sara y Tomas bautizaron a su hijo pequeño. Tienen un sacerdote en la familia y no fue ningún problema.
Karin apenas daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿De quién es familiar? Me refiero al sacerdote —preguntó.
—Creo que de Siri —terció Martin—. Es su hermano, me parece.
—Nooo —se asombró Lycke—. ¿Realmente es su hermano? En todo caso, era familiar de alguien de aquí. El sacerdote titular se puso enfermo y cuando la ambulancia se lo llevó y lo metió en el ferry, allí estaba ese pastor para relevarlo.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Karin, e intentó expulsar a Folke de su mente cuando le susurró el presente del verbo: «se llama».
Martin negó con la cabeza.
—No lo recuerdo, pero supongo que aparecerá en la fe de bautismo de Walter. Aunque no sé dónde puede estar. —Se acercó a la estantería de obra del salón y sacó una carpeta en la que ponía «Walter» con pulcra caligrafía. La abrió—. Como ves, en esta casa impera un orden metódico, pero si quieres que te sea sincero, hemos tenido suerte: el sacerdote se llamaba Simón Nevelius —dijo, y cerró la carpeta.
Vaya con el sacerdote, pensó Karin. Robban y ella deberían haberle preguntado si tenía alguna conexión con Marstrand.
Oslo, 1963
Elin se puso el delantal blanco sobre el vestido negro y se recogió el pelo. Antes de salir se miró en el espejo. Estaba bien, constató, pero no duraría mucho. La señora Hovdan se acercó a ella por detrás.
—No seas injusta contigo misma —le dijo, y le acarició la mejilla.
Elin le sonrió. No sabía qué habría hecho sin la ayuda de aquella anciana.
El frío le heló las piernas cuando atravesó la nieve fangosa. La falda corta no le brindaba calor ni ninguna protección contra el viento cortante. El agua penetraba las botas de piel, pero iba tan ensimismada en sus pensamientos que apenas se daba cuenta. Sus piernas se movían como por impulso propio y finalmente llegó a la puerta de siempre.
Había vendido el inmueble que Arvid les había comprado e invertido una parte importante del dinero en el restaurante. Apenas dos meses después, los rumores del nuevo restaurante se habían extendido y empezaba a tener una buena recaudación y un personal excelente. Siempre había clientes esperando en la barra, confiados en que alguien que había reservado mesa no se presentara, pero eso casi nunca ocurría.
Elin metió papel de periódico en las botas y las dejó en la cocina, al tiempo que saludaba a los cocineros. Esperaba que estuvieran secas a la hora de volver a casa.
Había mucha gente para ser martes por la noche. Elin tomó los pedidos y fue por las bebidas. Nadie sospechaba siquiera que ella pudiera ser la propietaria y eso era precisamente lo que quería. La señora Hovdan era quien aparentaba estar al frente del establecimiento: una persona estricta que se ocupaba de las entrevistas de trabajo y de pagar los sueldos al personal.
Elin, por su lado, oía lo que se decía y sabía quién se metía las propinas en el bolsillo en lugar de echarlas en el bote que luego repartían fraternalmente entre el personal de cocina y el de sala. Los que no se comportaban correctamente desaparecían de la noche a la mañana, sin que nadie llegara a entender cómo los propietarios podían enterarse de todo si nunca estaban allí. Acabaron formando un equipo muy unido, con tres en la cocina, un maître y siete camareros, incluida ella, que servían las mesas. Elin era muy apreciada entre sus compañeros, pero a medida que fue creciendo su vientre también empezaron las habladurías.
***
Eran cerca de las diez y media del domingo cuando Karin abandonó la casa de Lycke. La niebla había cedido y Karin miró al cielo estrellado en un intento de recordar el nombre de las diferentes constelaciones. Hubo un tiempo en que las conocía todas, algo que resultaba muy ventajoso cuando navegaba. Göran y ella habían planeado hacer un largo viaje por mar, de un año o dos. Habían hablado de las Antillas, o de seguir la costa rumbo norte hasta Canadá. Luego continuarían hasta Islandia, las islas Feroe, las Shetland y finalmente de vuelta a casa.
Ya no haría nunca ese viaje, al menos no con Göran. La Osa Mayor la miró desde el cielo. El Cinturón de Orion. La Osa Menor… Podía quedarse horas echada en el camarote de proa mirando el cielo estrellado a través de la escotilla de cubierta.
Casi había llegado al barco cuando divisó una figura que se paseaba alrededor del Andante. Cuando estuvo más cerca, vio que era un hombre. Tenía la espalda encorvada, como si hubiese levantado algo demasiado pesado y ya no consiguiera erguirse. Renqueaba de un lado a otro, batiendo los brazos para mantenerse en calor. De vez en cuando miraba alrededor con gesto intranquilo.
Karin se arrepintió de haber rehusado el ofrecimiento de Johan de acompañarla hasta el barco. Redujo el paso brevemente, mientras consideraba dar media vuelta para pedirle a alguien que fuese con ella, pero al final se animó y decidió seguir adelante. No era fácil colarse por las buenas en el Andante. Los ojos de buey apenas medían quince centímetros de diámetro y la escotilla de entrada estaba provista de un buen candado y una ingeniosa barra de acero inoxidable que cerraría el paso a cualquiera. En cambio, no sería tan difícil romper las escotillas de cubierta y entrar, pero no sin hacer mucho ruido. Karin tosió exageradamente para no sorprender al hombre, que se sobresaltó y se volvió hacia ella.
—Hola —dijo Karin. No sacó las llaves. Estaban solos en el muelle y no se había encontrado con nadie en el camino. Era domingo por la noche y hacía frío. Lo más probable era que la gente estuviera en casa viendo una película o ya se hubiera acostado para reponerse con vistas al lunes por la mañana.
Había helado y se habían formado algunas placas de hielo traicioneras aquí y allá. Karin miró hacia el borde del muelle, donde estaba el hombre. Si intentaba algo, seguramente podría empujarlo al agua. Aunque, en realidad, ese era su plan B.
—¿Tú eres la agente de policía?
El hombre tenía un acento muy pronunciado. Llevaba un gorro de lana calado hasta la frente. Sus cejas pobladas asomaban por el borde, pero sus ojos eran amables. Tenía la nariz roja por el frío. Llevaba levantado el cuello de su anticuada cazadora marrón. No parecía abrigar demasiado. Un grueso e informe jersey de lana asomaba por debajo de la chaqueta. Los vaqueros claros estaban lavados a la piedra y eran tan cortos que dejaban entrever unos calcetines blancos de algodón y un par de delgadas zapatillas deportivas. Karin asintió con la cabeza.
—Me gustaría hablar contigo —añadió él.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, y dudó si debía invitarlo a subir al barco o no.
—Mirko. Fue mi amigo Mirko quien encontró el cadáver en Pater Noster.
En efecto, el que había llamado para denunciar la aparición del cadáver se llamaba Mirko. El capataz Roland lo había dicho y, por lo que sabía Karin, ese detalle no se había filtrado a la prensa.
—Sí, nos habría gustado hablar con él —dijo Karin.
—Le gustaría hablar con vosotros, pero tiene miedo.
—¿Miedo de qué?
El hombre, que se presentó como Pavel, no respondió. Karin no sabía si era su nombre de pila o su apellido, pero tampoco era demasiado importante. No dejaba de echar miradas furtivas alrededor.
Se sentaron sobre la cabina, debajo del toldo que Karin había extendido después de la limpieza general. Encendió un quinqué y le ofreció un cojín helado.
Después, aún titubeante, le dio su teléfono móvil y se preguntó que diría Carsten sobre las llamadas de móvil a Polonia. El hombre marcó el número y lo borró al finalizar la llamada, tal como le había prometido a Mirko. Karin pensó en su factura telefónica especificada, en la que aparecían todas las llamadas con número, fecha, hora y duración. Primero habló Pavel. Hablaba en voz alta y Karin comprendió que había algún problema, pero eso fue todo. Luego le pasó el teléfono.
—Es Mirko —le dijo.
Cuando Pavel se hubo marchado, a Karin le quedaron dos cosas bastante claras. En primer lugar, que Arvid llevaba puesta la alianza cuando los polacos lo encontraron. Eso significaba que alguien se la había quitado para sustituirla por otra. En segundo lugar, que había gente buceando alrededor del islote de Pater Noster por la noche.
A pesar de que era tarde, Anita no se había acostado todavía. Quería seguir la nueva pista que habían encontrado. Comprobar si existía algo que se llamara «Brecia» o «Breccia» sería un buen comienzo. Según la enciclopedia que consultó, Breccia con dos ees era un tipo de roca. El segundo libro que había bajado de la estantería era una antología de poesía. Anita la hojeó antes de dejarla a un lado.
No había nada que se asemejara ni por asomo al poema que tenía delante. Los demás libros que había seleccionado versaban sobre la costa oeste. Buscó Hamneskär y Pater Noster en La costa de la provincia de Bohus y luego en otro libro, antes de abandonarlos todos. Acababa de ver las noticias cuando abrió la Guía de faros y empezó a leer sobre Pater Noster y la señal luminosa que habían instalado en la isla en 1869. «El primer faro con señal luminosa de Pater Noster se levantó en 1869 y constaba de un campanil accionado por un molino de viento. En el reloj aparecía la siguiente inscripción…». Anita se detuvo al ver el texto.
No como las amables campanas de la parroquia,
invito a los hijos del esfuerzo a que descansen y respiren.
No como las del templo, los invito a la paz.
Marino, escúchame, perdido entre la niebla
hacia peligrosos escollos,
escucha mi advertencia: ¡da media vuelta!
¡Lucha y vela y reza!
¡Exactamente el mismo texto! Entonces se trataba realmente de Pater Noster. Un poco más abajo, el autor hablaba del particular tipo de roca que había en aquella isla. Breccia. Marcó el número de Putte. Era tarde y apagó la luz de la biblioteca. Si el avión a Londres seguía el horario previsto, debería haber llegado al piso de Mayfair, pero no contestó. A lo mejor se había encontrado con algún conocido en el avión. Llamó al móvil, pero tampoco contestó.
Fue a buscar una copa de Drambuie a la que añadió hielo y se sentó en la butaca inglesa de la biblioteca, con el foco del barco miniatura como única iluminación. Algo en la embarcación reflejaba la luz de la lámpara y arrojaba un rayo de sol artificial sobre el panel de madera oscura de la pared. Anita removió el licor en la copa. Los cubitos de hielo resonaron contra el cristal, como piezas de un rompecabezas en una caja.
Bebió un sorbo más. Luego miró el barco, la rosa náutica en el suelo y el reflejo en la pared. La página 113 seguía persiguiéndola, sobre todo porque alguien había arrancado precisamente aquella hoja del cuaderno de bitácora del M/S Stornoway. Se había sorprendido a sí misma varias veces durante el día cavilando sobre el significado del mensaje. Aunque también podría ser como había dicho Johan: que no se tratara de la página de un libro. Dejó la copa sobre la mesita auxiliar y se levantó. A lo mejor había alguna razón por la que Karl-Axel se había mostrado tan meticuloso a la hora de determinar el rumbo y el emplazamiento de aquella maqueta cuando dieron los últimos retoques a la biblioteca. Se colocó al lado e intentó calcular el ángulo desde la proa hasta el reflejo sobre la pared. Superaba los noventa grados, pero ¿era de 113?
Con la ayuda de una silla de la cocina alcanzó el panel de madera que señalaba el reflejo. Al apoyar la mano en él se oyó un chasquido. Se disparó el resorte de lo que resultó una trampilla y en la parte interior apareció una posición de longitud y latitud.
57 grados 54,4 minutos Norte
11 grados 29,5 minutos Este
Putte abrió los ojos. Todo le daba vueltas y el suelo parecía moverse bajo sus pies. Tenía las manos atadas y un trozo de cinta adhesiva le amordazaba la boca. Intentó recordar lo que había pasado. Iba sentado en el ferry, incluso había hablado con una menuda señora que vivía en Slottsgatan. Había tosido y ella le había ofrecido unos caramelos de miel, al parecer, una especialidad húngara. Luego había abandonado el ferry para dirigirse al aparcamiento que alquilaban en Koön y había abierto el coche para dejar el equipaje en el maletero.
Hasta ahí recordaba, después todo se había fundido en negro y así seguía. La única luz que veía provenía del resquicio debajo de una puerta y del ojo de la cerradura. Aquello parecía una especie de trastero. Lo único que tenía claro era que estaba en una casa. Oyó voces al otro lado de la puerta, pero no pudo discernir lo que decían.
La noche había sido muy fría y el termómetro del Andante indicaba nueve grados bajo cero. La primavera había recibido un severo golpe. Karin agradecía el sprayhood, el pequeño toldo que colgaba sobre la entrada del barco. Protegía y evitaba que le cayera encima la nieve al abrir la escotilla. El frío la golpeó en la cara y el aire gélido la hizo toser.
Parecía que alguien hubiese espolvoreado generosamente azúcar glasé por todo Marstrand. Las rocas de Bohus vestidas de invierno eran aturdidoramente bellas. En todas las grietas había una fina capa de nieve, pero allá donde el viento había soplado con más fuerza, la piedra gris había quedado al descubierto. El cielo era azul celeste y el manto blanco ocultaba toda la suciedad y los defectos. Los colores parecían más claros y los contornos más agudos. Los cristales de nieve reflejaban el sol y la superficie del muelle —que Karin intuía traicioneramente resbaladiza— brillaba. Pensó que su hogar flotante estaría todo helado cuando volviera. La estufa Reflex era sin duda fiable, pero no se atrevía a dejarla encendida.
Aparcó delante de la comisaría del centro de Goteburgo a las ocho menos cuarto de aquella fría mañana de lunes. La remodelación del edificio para convertirlo en Centro de Justicia estaba muy avanzada. El grupo de reconocimiento al que pertenecía Karin y el grupo de investigación policial eran los únicos que aún seguían allí.
Karin le había dado vueltas a la nueva información recabada, según la cual el sacerdote que no había casado a Siri y Arvid podía ser el hermano de ella, y que alguien salía en barco en medio de la noche para sumergirse en las frías aguas alrededor de Pater Noster. La sola idea de meterse en aquel mar le provocó escalofríos. Folke acababa de echar agua en la cafetera cuando Karin entró en la cocina. Parecía de mal humor.
—Hola, Folke. ¿Qué tal el fin de semana?
—¿Soy el único que hace café en esta casa? —fue su huraña respuesta.
—No, no lo eres, pero sí el que mejor lo hace —respondió Karin, esperando que eso lo ablandara.
—¿Encontraste a esa Marta Striedbeck el viernes? —preguntó sin apartar la vista del café que empezaba a gotear en la jarra.
—Sí, pero la revelación más interesante del fin de semana proviene del sacerdote que nunca casó a Siri y Arvid.
Folke, que no se apartaba de la cafetera para poder llenar su taza con la parte más cargada de aquella infusión negra como el alquitrán, miró a Karin con expresión de sorpresa.
—¿Dices que no los casó?
—Eso es. —Y pasó a contárselo todo.
Cuando terminó de hacerse el dichoso café, Karin estaba concluyendo el relato sobre la entrevista que ella y Robban habían mantenido con el sacerdote Simón Nevelius en Läckö. En el mejor de los casos, el semblante de Folke denotaba incredulidad cuando vertió el brebaje humeante en la taza de Karin.
—¡Dejadme un poco, chavales! —La voz seguía ronca, pero era inconfundible: Robban.
De pronto, la mañana de lunes pareció aclararse.
Dio un abrazo a Karin. Folke sacó la taza de Robban del armario y le sirvió café.
—Ya no contagio. O eso creo. Sofía afirma que ya estoy bien. No me atrevo a contradecirla en algo tan logístico, como diría Tigle.
Karin y Folke no parecieron entenderlo.
—Winny de Puh, ya sabéis. He visto todos nuestros DVD y luego me pasé a los de los chicos.
—Creía que ya era hora de que volvieras —dijo Karin.
Dio la impresión de que Folke se la dejaría pasar, pero no pudo resistirse.
—Creo —la corrigió—. Creo. Debes usar el presente si te refieres a algo que tiene lugar ahora.
—Qué bien que no haya cambiado nada en mi ausencia —dijo Robban—. Se puede decir «haya cambiado», ¿no?
El móvil de Karin sonó. Miró la pantalla: era Carsten.
—¿Dónde estás?
—¿Cuándo aprenderás a decir buenos días, Carsten? Estoy en la cocina. ¿Quieres que te lleve un café?
—Sí, pero te dejaré quitarte la chaqueta antes.
—«Sí, gracias», se dice. Aunque en danés lo pronunciáis «Sí, grésies». Te he sorprendido, ¿verdad? Sí, hablo danés. Folke y Robban están aquí conmigo. ¿Quieres que me los lleve?
Tomaron asiento en el despacho de Carsten, que se levantó de la silla para coger la taza de manos de Karin y se molestó en darle las gracias. Luego se sentó en el borde del escritorio. Empezó dándole la bienvenida a Robert.
—Parece que vais a tener ocasión de volver a Marstrand. Han encontrado un cadáver en el puerto… Veamos… —Echó un vistazo a sus papeles—. Ayer por la noche. La vigilancia costera recibió la alerta y acordaron recogerlo y llevarlo a Tångudden, donde nos lo entregaron. Margareta ya está ocupándose de la autopsia. Al parecer, hay varios puntos oscuros y por eso ha acabado en nuestras manos. El hombre tenía los pies atados y las manos le habían sido amputadas. Un horror.
—¿No se suponía que Marstrand era un idílico lugar rocoso? —ironizó Robban.
—¿Edad? ¿Sabemos quién es? —preguntó Karin.
—Ahora mismo no sé nada más, pero Margareta quiere que alguno de nosotros se acerque para hablar con ella a eso de las tres.
—Iré yo —se ofreció ella—. Quién sabe, a lo mejor guarda relación con Arvid Stiernkvist.
—Lo dudo mucho —refunfuñó Folke.
—¿Has tenido un mal fin de semana? —preguntó Robban molesto. No se le había escapado que Folke estaba de un humor de perros.
Folke lo miró airado. Karin se preguntó qué podía haber pasado para que estuviera tan irascible. Tal vez se sentía menoscabado, ahora que Robban había vuelto, pero ya estaba de mal humor antes de eso. Aprovechó para contarles a Folke y Carsten que se había mudado al barco, que estaba muy oportunamente amarrado en Marstrand. Le pareció que Folke se preguntaba cuánto tiempo llevaría viviendo allí. Ya está bien de contemplaciones, pensó. Si quería saber algo, que lo preguntara.
Luego dio cuenta de los acontecimientos del fin de semana y dejó que Robban relatara lo que les había contado el sacerdote Nevelius en el palacio de Läckö. Carsten suspiró y volvió a sentarse tras su escritorio cuando supo de la excursión de Robban y Karin, aunque pareció sorprenderse y se puso de pie al oír que Arvid y Siri nunca se habían casado.
—¿Que no se casaron? —dijo, pasmado.
—¡Exactamente! —confirmó Karin.
—Pero ¿por qué mentir en un asunto así?
—Buena pregunta. Nosotros también nos la hicimos. ¿Tal vez porque tiene algo que ganar haciéndolo? Según el pastor, Arvid ya estaba muerto cuando arregló lo del certificado de matrimonio.
—Pero ¿cómo sabía Siri que Arvid había muerto? —preguntó Folke.
—No sé si lo sabía, pero creo que sí. Claro, cabe preguntarse cómo podía estar segura de que realmente había muerto, visto que el cuerpo no se ha encontrado hasta cuarenta años después…
—¿Quizá la señora está implicada en la muerte de su marido? —aventuró Carsten.
—No es su mujer, lo que resulta aún más interesante. Pongamos que, por alguna razón que desconocemos, quería convertirse en su esposa. Por ejemplo, era bastante rico.
—Entonces, Arvid ya estaba muerto cuando el sacerdote inscribió sus nombres en el registro de matrimonios, y eso lo sabe él y también Siri. Vaya, vaya —suspiró Carsten.
Entonces Karin contó la visita que había recibido la noche anterior en el barco, incluida la conversación telefónica con Mirko en Polonia.
—¿Hablaron mucho rato? —preguntó Carsten, apoyado en el borde del escritorio con los brazos cruzados.
—Un par de minutos.
—En polaco, claro. Habría sido interesante saber lo que se dijeron —dijo Folke.
Así pues, a pesar de todo era capaz de sentir un poco de curiosidad, pensó Karin satisfecha.
—Sí, desde luego habría sido interesante —convino, y empezó a buscar algo en el menú de su móvil. A continuación lo dejó sobre la carpeta verde del escritorio de Carsten y se oyeron las voces de dos hombres discutiendo en polaco—. Los grabé —explicó Karin, para sorpresa de sus compañeros—. Pero desgraciadamente no sé polaco.
—¡Demonios, qué lista eres! —exclamó Robban.
—Sabes muy bien que no puedes grabar una conversación sin el consentimiento de los implicados —le recordó Folke, y se acabó su café.
—Vaya, no tenía ni idea —replicó Robban, provocador—. Tendremos que borrar la grabación, es la única solución.
Folke resopló.
—Como ya os mencioné, tenemos que dejar de lado al pobre Arvid, a pesar de que queden muchas preguntas en el tintero. Ahora debemos centrarnos en este nuevo caso —intervino Carsten—. Bien, Karin y Robert, iréis a Marstrand para hablar con Yngve… —Se puso las gafas de lectura y consultó el informe que tenía en la mano—. Yngve lansson. Fue él quien encontró el cadáver… Veamos. Estaba probando el motor de su barco el domingo por la noche cuando… Bueno, leedlo vosotros mismos. Creo que era pescador. —Le dio el informe a Karin.
—¿Era o es pescador? ¿Antes era pescador y ahora está jubilado? —terció Folke.
—Folke, vamos a tener que repasar el registro de personas desaparecidas para ver si alguna coincide con este nuevo cadáver —dijo Carsten, sin responder a la pregunta.
Folke salió del despacho arrastrando los pies. Robban y Karin estaban a punto de irse también cuando Carsten añadió:
—Por cierto, Karin, ve a ver a Jerker para que haga una transcripción de esa conversación. A lo mejor encontramos algo en ella. Le pediré a Marita que busque un traductor. Ella iba a replicar algo, pero Carsten alzó las manos para cortarla. —Sí, sí, ya lo sé.
El castillo de Läckö, se dijo, y negó con la cabeza cuando cerraron la puerta. No pudo evitar reírse.