El rápido cambio de temperatura por la noche había creado una niebla compacta que bañó toda la costa oeste durante las primeras horas de la mañana. Solía pasar en primavera, antes de que se calentara el agua. Todos los sonidos y toda la luz eran absorbidos por una bruma blanca y húmeda. Las casitas de madera, rodeadas por un manto de niebla, parecían frágiles objetos de cristal empaquetados en papel de seda para una mudanza. A pesar de que el estrecho entre Koön y Marstrandsön era angosto, no se veía nada de una isla a la otra.
Siri miró sorprendida al joven que les sostuvo la puerta principal de Putte y Anita. El capataz con ropa de trabajo azul había sido sustituido por un hombre recién afeitado, de rostro bronceado y una camisa Boss azul. Desprendía un fresco aroma a jabón. Roland cogió su abrigo y lo colgó en una percha en el armario marrón del vestíbulo. Putte y Waldemar ya estaban sentados a la mesa del comedor cuando Siri y Roland entraron. Este le retiró una silla y se la acomodó cuando ella tomó asiento. Luego se le sentó delante y retiró la goma que sujetaba el rollo con los planos.
—Bienvenidos, me alegro de que todos hayáis podido venir —dijo Putte—. Bueno, Roland, supongo que será mejor que te encargues tú.
Las manos de Roland se movieron por el plano que representaba las viviendas y el anexo de Pater Noster.
Debían decidir cómo seguirían adelante. El macabro hallazgo en la despensa de Pater Noster y la presencia de la policía habían supuesto unas dos semanas de retraso en la construcción. Roland había repasado el proyecto y la planificación para comprobar cuánto trabajo quedaba aún por hacer. Extendió una hoja sobre la mesa, encima del plano. Era un organigrama con las actividades pendientes y el orden en que debían realizarse. Seguramente podría convencer a los chicos para que recuperaran el tiempo perdido si le daban permiso para trabajar los fines de semana, así como contratar a un par de suecos para que sustituyeran a los dos polacos que habían vuelto a casa. Putte asintió con la cabeza, era una buena idea.
La reunión se alargaba, pero no importaba. A Siri le gustaba Roland, tuvo que admitir finalmente para sus adentros. Parecía fuerte. Sus ojos se encontraron por un breve instante, aunque tal vez demasiado largo, pues él bajó la mirada.
Anita no participó en la reunión. Hacía tiempo que se había formado una idea de Siri y Waldemar y no quería tener trato con ellos más allá de lo imprescindible. Siri le había contado con orgullo que había costeado la operación de pecho de su hija, puesto que ella misma había tenido tres hijos y sabía los estragos que eso causaba al cuerpo. Ahora había podido darle a su hija lo que ella no había tenido. Cuando Siri hablaba de su hija, siempre se refería a Diane, pese a que tenía dos. Annelie no contaba para ella de la misma manera. Anita pensaba que era del todo incomprensible, pues Annelie era la que tenía la cabeza mejor amueblada. Había obtenido una licenciatura y se había abierto camino en la vida por su cuenta. En el caso de que Diane tuviera alguna cosa amueblada, desde luego nadie pensaba que fuera la cabeza. Anita oyó un grito y, acto seguido, Siri apareció en la cocina.
—¡Mis Armani! —chilló. Se frotaba los vaqueros con una servilleta—. Me los he manchado con café. No me habría importado si no fueran los Armani. No porque no pueda permitirme comprar unos nuevos, pero este modelo es muy difícil de encontrar. Ojalá no les quede ninguna mancha.
—Mucho me temo que tendrás que quitártelos. Espera, voy a ver si encuentro algún par que pueda prestarte —ofreció Anita. La otra pareció asustarse ante la posibilidad de ponerse unos pantalones suyos.
Anita echó las perchas a un lado y encontró unos que sin duda le irían pequeños. Se le escapó una sonrisa al descolgarlos. Si Siri empezaba a tener problemas para respirar, la reunión no tardaría en acabar. Siri los miró indecisa, pero le dio las gracias.
A Anita no le apetecía esperar sentada a que terminase la reunión mientras el día tocaba a su fin. Eran las once cuando le hizo una llamada a su nuera Lycke. Ese nombre, que significaba «felicidad», se correspondía a las mil maravillas con aquella joven mujer. Martin no podría haber encontrado a nadie mejor, y pronto se convirtió en la hija que Putte y ella nunca tuvieron. Creía que Lycke sentía lo mismo por ellos, al menos eso esperaba. Anita sabía que, ahora mismo, estaba pasando por un mal momento, porque tenía la casa patas arriba por las obras y además un niño al que cuidar, a la vez que trabajaba a jornada completa. Martin dedicaba el tiempo que le quedaba a las obras y Anita intentaba ayudar a Lycke en todo, haciendo la compra, cocinando y cuidando a Walter. No le suponía ningún sacrificio y, además, su nuera era muy agradecida.
Diez minutos más tarde, Anita subió a bordo del ferry, que se deslizó a través de una neblina blanca como la leche para cruzar a Koön. Lycke la esperaba enfrente del Konsumbutikken. Walter, que caminaba al lado de cochecito, salió corriendo al verla y Anita se puso en cuclillas para recibir su cálido abrazo.
—¡Abuela! ¡Hola, abuela!
—¡Hola, Walter! ¿Has echado de menos a la abuela? ¿Damos un paseo? Hola, niña. ¿Cómo va todo? —le preguntó a Lycke, y le dio un abrazo.
—Más o menos, si quieres que te sea sincera. Las placas de aislamiento llevan un mes aparcadas en el vestíbulo. Empiezo a estar harta de tener que escurrirme entre las pilas con el niño en un brazo y las bolsas de la compra en la otra mano. Disculpa, no quería ser quejica.
—Qué va, no importa. Al fin y al cabo, yo te lo he preguntado y de vez en cuando hay que quejarse.
—Ayer organicé una cena de amigas y estuvo muy bien. Hacía tiempo que no nos reuníamos todas.
—Me alegro. ¿Quiénes asistieron?
Lycke le contó los detalles y que habían acabado hablando del tío Bruno.
—Hace tiempo que no lo veo —dijo Anita—. Y mucho me temo que tampoco Putte lo ha visitado últimamente. ¿Qué te parece si nos acercamos a ver si está en casa?
—Walter acaba de comer y seguramente se duerma pronto en el cochecito, o sea que sí, te acompañamos. Por cierto, Martin me habló de la búsqueda de un tesoro. Suena muy emocionante. ¿Cómo va?
—Me siento como si fuéramos novios otra vez —le confió su suegra.
—Se te nota. Pero ¿existe ese tesoro en realidad? Quiero decir, ¿qué clase de tesoro es?
—Ni idea, pero es lo que menos me importa —respondió Anita y sonrió—. Buenos días, Marta. ¿Cómo va todo? —saludó por encima de la valla blanca del jardín de Slottsgatan 8B.
—Bien, gracias. Las malas hierbas siguen creciendo —contestó Marta, que se había metido en el arriate con un pañuelo en la cabeza, unas botas de agua en los pies y un rastrillo en la mano. Se llevó la mano a la espalda—. Aunque he de reconocer que es maravilloso que, por fin, la primavera esté en camino. Es curioso, pero algunos inviernos parecen más largos que otros.
—Sí, esperemos que ya se haya acabado el frío.
—Mis narcisos ya han salido, mirad. —Marta señaló el arriate recién desherbado. Arkimedes se frotó contra su pierna antes de tumbarse sobre una placa de pizarra para lamerse las patas, pero en todo momento pendiente de su ama.
—La neblina suele ser una señal fiable de que la primavera está a punto de llegar. Putte se va a Londres esta noche y allí hace dieciocho grados. Esperemos que el calor llegue aquí —dijo Anita antes de despedirse y seguir su camino.
—Mamá, ¿cuántos rayos tiene el sol? —preguntó Walter.
—Uf —se adelantó Anita—. Muchos.
—Abuela, ¿cuánto pesa una gaviota? Lycke se rio.
—Con todos los estudios universitarios que tenemos y ni siquiera somos capaces de contestar preguntas tan importantes como estas.
En la esquina de Slottsgatan con la calle Fredrik Bagges doblaron a la izquierda. El adoquinado se fundió con un pavimento liso en la larga recta, donde alguien había tomado la decisión de cubrir los viejos adoquines en lugar de volverlos a colocar. El agua de Mus keviken reverberaba tímidamente, pero la niebla impedía que el sol penetrara. Era imposible ver los muelles desde el paseo de la bahía, a pesar de que estaban a sólo treinta metros.
Walter se había cansado de caminar y bostezaba abiertamente. Anita lo metió en el cochecito y bajó el respaldo para que pudiera echarse. Lo envolvió cariñosamente en la mantita de lana azul claro.
—Todavía no nos hemos dado nuestro chapuzón de marzo —reconoció Lycke—. Debería aprovechar para hacerlo hoy, ahora que no sopla el viento. Sólo que es un poco lúgubre bañarse entre la niebla. Prefiero el viento frío y cortante, pero con un sol radiante.
Sara y Lycke solían bañarse en el mar al menos una vez al mes durante todo el año. Un paseo y un chapuzón rápido. Los baños invernales eran más breves que los estivales y Lycke solía llevar el biquini debajo de la ropa de invierno. Bañarse con biquini y gorra de lana podía considerarse extravagante. Los transeúntes que las veían solían detenerse y se echaban a temblar a pesar de sus ropas gruesas, antes de soltar algún grito alentador o de comentar lo locas que estaban.
—Ahórrate el chapuzón y guárdatelo para cuando estés con Sara —dijo Anita, y le metió el chupete en la boca a Walter, que ya había cerrado los ojos. Acarició la mejilla de su nieto—. El niñito adorable de la abuela.
Karin apareció entre la niebla. Lycke se llevó un dedo a los labios y señaló en dirección al cochecito.
Ella asintió con la cabeza.
—Hola. Gracias por la velada, fue muy divertido —susurró.
—Querías conocer a Bruno Malmer, ¿no? —dijo Lycke—. Pues ahora mismo íbamos a su casa. Acompáñanos.
La casa del siglo XVIII del tío Bruno estaba en medio de unas casas adosadas, casi nuevas, al lado de un parque infantil. Era una suerte que Walter se hubiera dormido, de lo contrario, no podrían haber seguido sin encallarse en el tobogán y los columpios. El tío Bruno se alegró mucho de la visita y se apresuró a preparar café.
—Pasad, pasad —dijo, para luego volverse hacia Karin—. Me temo que no nos conocemos.
Ella agradeció que Lycke la presentara primero como su amiga y luego como agente de policía. El hombre llevaba barba y un bigote impresionante de puntas retorcidas con cera. Vestía unos pantalones marrones ajados, con bolsas en las rodillas, un polo y una americana de tweed a cuadros. Un explorador recién llegado de una expedición podría ser una descripción muy acertada del tío Bruno, o tal vez un científico de principios del siglo XX.
Olía a tiempos pretéritos y un poco a cerrado, y no hacía precisamente calor en aquella casa. El tío Bruno abrió la puerta de una estancia un poco caldeada. Un fuego que ardía en una antigua estufa blanca intentaba no desentonar con el viejo e irregular suelo de preciosos tablones en el que cada generación de la familia había dejado su huella. Bruno rechazó amablemente la ayuda ofrecida y despejó una mesa donde había un montón de libros, cartas marinas y libretas con anotaciones. Las invitó a sentarse en un sofá de estilo Biedermeier. Se quedó con los documentos y libros entre las manos mientras buscaba un sitio adecuado para dejarlo todo. Finalmente se decidió por una mesita al lado de la ventana. Las cartas marinas se enrollaron en cuanto las soltó y cayeron al suelo, cuya inclinación era tan pronunciada que salieron rodando impulsadas por un golpe de aire hasta que el borde de la alfombra las detuvo.
Karin echó una mirada fascinada a toda la estancia. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, casi todos marinas. Entre los marcos asomaba un papel pintado irregular y descolorido que dejaba entrever que los cuadros no siempre habían estado colgados en el mismo orden. Una estantería baja de color blanco recorría la pared enfrente de la estufa. Estaba repleta de libros y las puertas que antes protegían los estantes estaban apoyadas contra la pared detrás del sofá. La estantería no hacía juego con el sofá, ni con ninguna de las mesas.
Cada uno de los muebles era bonito por separado, pero en conjunto daban una impresión curiosísima. Karin estaba acostumbrada a visitar casas de la más distinta índole, pero la del tío Bruno era, a su entender, algo único.
Bruno no tenía leche en casa y, por tanto, tuvieron que tomar café solo. A Karin casi le sorprendió que aquel brebaje negro y espeso no dejara marcas en la taza blanca y, por una vez, se alegró de que le hubieran dado una taza y no un tazón. Si bien había crema de leche, un vistazo furtivo a la fecha de caducidad, sobradamente sobrepasada, y el olor sospechoso la hicieron desistir. Anita negó con la cabeza discretamente al ver que Karin cogía un bollo, y cuando esta lo mordió entendió por qué. Consiguió reblandecer el bollo reseco con un sorbo de café y así al menos pudo masticarlo.
Lycke le contó al tío Bruno que Karin había navegado mucho, pero el anciano no pareció oírle. Sólo mostró verdadero interés cuando Karin le explicó que no sólo había estado en Noruega y Dinamarca con el barco, sino también en Escocia, las islas Shetland, las Oreadas, las Hébridas, tanto las exteriores como las interiores, Irlanda del Norte y las islas de Santa Kilda, frente a la costa oeste de Escocia.
—Escocia… —repitió, y su mirada se tornó soñadora. Karin le entendía.
El tío Bruno se preparó una pipa con cuidado y empezó a contarles de sus propios hallazgos alrededor de las islas Shetland y las embarcaciones de la Compañía Sueca de las Indias Orientales que había encontrado allí.
—Llevaba buscando uno de esos buques naufragados desde hacía dieciocho años. ¿Qué os parece? Casi dos décadas.
Karin asintió con la cabeza e intentó beber un sorbo más de café.
—¿A lo mejor el café te sienta mal? —Bruno encendió la pipa con una cerilla. Unas pequeñas bocanadas de humo dulzón se elevaron y se propagaron por la estancia, para desaparecer gracias a la buena ventilación—. Pues sí, tengo un pequeño cottage en las islas Shetland. —El tío agitó la mano en dirección al globo terrestre que tenían delante, en el suelo, y que curiosamente no mostraba las islas referidas—. Al norte de Escocia y más cerca de la costa noruega de lo que cabe esperar —añadió, y dio una chupada a la pipa hermosamente tallada—. En realidad, ya había recogido mis cosas y había cerrado la casa por la temporada. Las tormentas de otoño no son precisamente benignas en las Out Skerries. Se encuentran en el punto más oriental de las islas Sheüand, muy cerca de Noruega.
Karin fue la única que asintió con la cabeza.
—De hecho he estado allí. Es un lugar increíble.
Bruno asintió con aprobación.
—Outstanding, remarkable —dijo con el acento escocés más cerrado que pudo, y le salió humo por la boca al pronunciar esas alabanzas—. Sea como fuere, un amigo mío había perdido una cesta de langostas nueva. Le prometí que me sumergiría para buscarla y fue entonces cuando, por azar, di con el barco naufragado. La última inmersión de la temporada.
—¿Y la cesta de langostas? ¿La encontraste? —preguntó Lycke tras cubrir disimuladamente su bollo con la servilleta.
Bruno la miró incrédulo, como si se hubiese vuelto loca. ¿A quién demonios le importa una cesta de langostas si acabas de encontrar una nave, un velero de la Compañía Sueca de las Indias Orientales que llevas buscando desde hace casi dos décadas? Entonces se volvió hacia Karin, que se había dejado hechizar por el relato. Y es que el ambiente no podía ser más idóneo. Unos grandes tiestos grises y otros azules y pequeños ocupaban el alféizar de la ventana con sus nudosos pero sorprendentemente vivos pelargonios. A Karin le pareció que aquellos recipientes habían contenido té importado de China en el siglo XVIII, pero no estaba segura.
El tío Bruno seguía en las islas Shetland.
—Varios residentes me habían contado que, tras una tormenta, a veces podías encontrar monedas de plata por la playa. Resultó que en el barco había un baúl con monedas de plata cuya tapa había desaparecido. Cada vez que las corrientes removían las aguas con fuerza, algunas monedas eran arrastradas a la costa. Actualmente, el tesoro se encuentra en el museo de Lerwick. —Bruno sacó un recorte en blanco y negro del Shetland Times y se lo dio a Karin.
Al final, Lycke lo interrumpió.
—Karin está interesada en los barcos del oro y en la familia Stiernkvist.
El tío Bruno soltó unas bocanadas de humo antes de preguntar:
—¿La investigación de Pater Noster, quiero decir, Hamneskär?
¿Estás trabajando en ella?
Karin asintió con la cabeza.
—Se dice que es Arvid Stiernkvist el que habéis encontrado allí. ¿Es así?
Ella lo confirmó, parecía que sí podía tratarse de él.
—¿Cómo demonios acabó en ese lugar? —preguntó Bruno.
—Es una buena pregunta. Si tiene alguna idea, bienvenida sea.
—Sí, muy bien. Emparedado, me han comentado.
Karin no vio ninguna razón para intentar mantener en secreto algo que, a todas luces, ya conocía todo el pueblo, así que lo confirmó: habían encontrado a Arvid Stiernkvist emparedado en la despensa del sótano de Hamneskär.
—Pobre diablo.
—Pero tampoco es seguro que estuviera vivo cuando lo emparedaron —precisó Karin.
—¿Quieres decir que ya estaba muerto entonces?
—No lo sabemos con certeza. Lycke me habló de los barcos del oro y me dijo que usted era la persona indicada con quien hablar.
—Karin intentaba conseguir información, en lugar de ser quien la proporcionara.
—Los barcos del oro, sí, y la familia Stiernkvist. ¿Cuánto sabes y cuánto quieres saber?
—Todo. Me gustaría que me contara todo lo que sabe. —Karin advirtió que su voz sonaba tensa y expectante, pero el tío Bruno sonrió.
—La familia Stiernkvist tenía una empresa de transportes. La fundó en Inglaterra el padre, Gilbert, y luego los hijos se hicieron cargo, después de que la familia se mudara a Suecia. La madre era sueca, de Lysekil, creo recordar. Gilbert también era de ascendencia sueca, por eso el apellido Stiernkvist. Pero entonces llegó la guerra y el Banco Nacional de Suecia trasladó sus lingotes de oro. Si el país acababa en manos del enemigo, al menos querían que la reserva de oro estuviera fuera de su alcance.
—¿Adónde la trasladaron? —preguntó Karin.
—Esa es una buena historia, porque los lingotes de oro fueron trasladados en coche desde Estocolmo hasta Bergen, en Noruega. Una vez allí, los cargaron en barcos suecos y fueron llevados a Nueva York. ¿Te lo imaginas? No podían ser muchos los que lo sabían.
Karin asintió con la cabeza.
—¿Son esos los llamados barcos del oro?
—Sí y no. Había dos tipos de barcos del oro. La empresa de Stiernkvist era responsable del transporte de la reserva de oro sueca. A los barcos que trasladaron aquel oro los llamaban así, es cierto. Pero también había otros barcos del oro, y son estos en los que más pienso. Muchas familias judías eran adineradas y cuando se los llevaron a los campos de exterminio, los nazis se quedaron con sus propiedades. Todas, desde la porcelana, las obras de arte y los muebles, hasta las joyas y las cuentas bancarias. Fundieron alianzas y dientes de oro y los convirtieron en lingotes anónimos con sellos legales. Este oro judío robado también fue trasladado, entre otros medios, por mar. Y esos son los otros barcos del oro.
»Por más que lo niegue el gobierno sueco, nosotros también comerciamos con los alemanes, que nos pagaban con oro. Dicen que una buena parte de aquellos barcos desapareció. No recuerdo que encontraran ninguno. Aunque, sin duda, se silenciaron muchas cosas. ¿Has oído hablar del tren de Melmer y el oro nazi?
A Karin apenas le dio tiempo a negar con la cabeza, y el tío Bruno prosiguió con su intenso y vivido relato.
Habían pasado tres horas en la casa. Walter se despertó en su cochecito y Lycke salió a ocuparse del niño. Todos se dispusieron a marcharse, Karin con la sensación de haberse enriquecido, y salieron al porche.
—¡Anita! —exclamó el tío Bruno—. Ahora que me acuerdo. Espera un momento. —La vieja y gruesa puerta de madera chirrió cuando volvió a entrar en la casa.
Pareció que algo caía al suelo y lo oyeron maldecir antes de volver con un libro en la mano.
—Aquí tienes. Me lo prestasteis hará ya… bueno, creo que unos cinco años. Lo lamento, pero lo había olvidado por completo.
—¿De veras? —dijo Anita sorprendida, pero su expresión cambió al ver el libro de tapas de piel. Pasó la mano por la cubierta antes de abrirlo por la primera página.
Anita Per-Uno May the hills rise to meet you,
and may you always have the wind in your back.
¡Muchísimas felicidades en el día de vuestra boda!
Afectuosamente, Karl-Axel
—¿Qué es esto? —preguntó Lycke.
—Un cuaderno de bitácora —contestó Anita tras un momento—. Nos lo dio Karl-Axel Strömmer como regalo de bodas. Lo había olvidado.
—Strömmer, sí —dijo Bruno—. Ahí tienes, Karin, otra familia fascinante. Axel Strömmer era el farero de Pater Noster. Corre una vieja historia según la cual sus hijos, Karl-Axel y Elin, se hicieron con dos barcos alemanes mediante engaños. Vaya, que se los birlaron. Se comenta que Arvid también estuvo implicado.
Sonó el teléfono en el interior de la casa.
—Bueno, nunca encontraron el oro y, al mismo tiempo, Elin y Arvid desaparecieron. Aunque no lo sé. Corren tantas historias fantásticas por ahí… —añadió, y alzó la mano a modo de despedida antes de entrar para contestar el teléfono.
Oslo, diciembre de 1963
Era una noche fría y ella volvía del trabajo. Le pesaban las piernas y las botas apretaban sus pies hinchados. Notaba cómo la sangre le latía y los pies, que habían caminado toda la noche sobre el suelo del restaurante, pedían a gritos un descanso y salir de su prisión de cuero. El camino a través del parque del palacio era un atajo. Miró alrededor antes de apretar el paso entre las farolas pesadamente ornamentadas. No era el mejor camino para una mujer sola en medio de la noche.
Un poco más allá había alguien echado en el suelo. Al acercarse, Elin vio que se trataba de una mujer. Le preguntó si se encontraba mal, pero ella apenas abrió los ojos. Elin posó una mano sobre su pálida frente y la mujer gimió. Estaba muy fría y medio inconsciente. Una de sus piernas había adoptado un ángulo poco natural. Elin echó un vistazo a los senderos del parque. Intentó calmarla y le dijo que iría en busca de ayuda. Se quitó el abrigo y lo extendió sobre su cuerpo, al tiempo que le prometía que volvería muy pronto. Luego salió corriendo en dirección a la calle ancha.
Tres horas más tarde estaban sentadas en el hospital, esperando a que se secara el yeso de la pierna de la señora Hovdan. Sus ojos gris claro se posaron en Elin.
—¿Cuándo saldrás de cuentas? —preguntó.
—¿Perdón? —dijo Elin.
—El niño. ¿Cuándo darás a luz?
Entonces llegaron las lágrimas. Elin lloró hasta temblar, incapaz de parar.
—Tranquila, tranquila, tan malo no puede ser —la consoló la mujer.
Elin se lo contó todo. Cuando más tarde, aquella misma noche, fue a buscar sus pocas pertenencias a la habitación que había alquilado y las llevó al piso de la señora Hovdan, ya se sentía mejor. El piso era grande y estaba justo detrás del palacio, en la esquina de Ridder voldsgate con Oscarsgate. La señora Hovdan era viuda y no tenía hijos. Fue como si una bondadosa mano invisible las hubiera reunido.
Elin leyó el recorte de periódico en que se mencionaba la desaparición de la pareja que, se temía, había tenido un accidente de barco. Un oficial de policía de nombre Sten Widstrand hacía un llamamiento a la población para que facilitara cualquier información al respecto. Elin se preguntó cómo manejaría la verdad, qué diría si de pronto ella volvía y contaba lo ocurrido y quiénes iban a bordo del barco. Leyó el artículo una y otra vez. Un día precioso, pensó. Un día precioso.
***
—¡Hola, Putte! —llamó Anita cuando entró por la puerta.
Se oían dos voces de hombre, pero los abrigos y los zapatos de las visitas no estaban.
—En la cocina.
La presencia de Putte en la cocina no era muy frecuente. Anita se quitó las botas de una patada, pero no se molestó en quitarse los calcetines gruesos ni en ponerse las zapatillas. Dejó la chaqueta sobre el respaldo de la butaca de la entrada.
Putte estaba removiendo una enorme olla con un cucharón de madera. El famoso estofado de pollo. Sabía hacer dos platos y ese era uno de ellos. Lo preparaba más o menos una vez al año y Putte solía explicarle lo complicado que era. Sin embargo, aquel día se mostraba inusitadamente callado mientras removía la olla. Las voces de hombres provenían de la radio. Cuando apareció Anita en la puerta, Putte cambió de emisora y bajó el volumen. En lugar de las voces masculinas, se oyó una débil música clásica.
—¿No quieres saber cómo ha ido la reunión? —preguntó.
—La verdad es que no. En cambio, tengo que preguntarte si sabes qué es esto. —Anita sacó el cuaderno de bitácora y disfrutó al ver la sorpresa de Putte. Era demasiado impaciente para esperar una respuesta, así que se contestó ella misma—: Pues sí, es el cuaderno de bitácora que nos regaló Karl-Axel para nuestra boda. El tío Bruno lo tenía y olvidó devolvérnoslo en su día. ¿Sabes a qué barco perteneció?
Putte, sosteniendo el cucharón con mano inmóvil, negó con la cabeza. La salsa corría por el mango del cucharón y por sus nudillos y goteaba en la placa de vitrocerámica con un silbido.
—M/S Stornoway —dijo Anita—. ¿Qué me dices? ¿Echamos un vistazo a la página ciento trece?
Putte dejó el cucharón en la olla y se secó la mano en el delantal, que apenas daba para rodearle la creciente barriga. En ese momento se oyó la cisterna del lavabo de invitados y Anita se sorprendió al ver aparecer a Waldemar con los zapatos y la chaqueta puestos.
—La necesidad no tiene leyes —comentó, y le sonrió antes de mirar el libro que había sobre la mesa—. ¿Quién está escribiendo un diario? ¿O no es un diario?
—Es un cuaderno de bitácora. Un amigo muy querido nos lo regaló cuando nos casamos. Se lo habíamos prestado a alguien y lo habíamos olvidado. —Anita cerró el libro.
—Interesante. ¿Un barco de paseo o un buque mercante?
—Algo intermedio, todavía no hemos tenido tiempo de echarle un vistazo. Creo que se llamaba M/S Stornoway —dijo Anita evasivamente.
—Me suena vagamente conocido —dijo Waldemar.
—También hay una ciudad que se llama así.
—Ah, claro, eso es. ¿Puedo tomar un vaso de agua? Mis pastillas para la presión hacen que se me seque la boca.
Sonó el teléfono y Anita fue en busca del inalámbrico mientras Putte abría una botella de agua con gas Ramlösa[9].
—Oye, ¿podría ser sin sabor cítrico? —pidió Waldemar cuando Putte dejó la botella y un vaso sobre la querida y desgastada mesa abatible que había pertenecido a la abuela de Anita.
—Por supuesto, pero no creo que nos quede ninguna aquí. Tendré que mirar en la despensa. Un momento. —Putte tapó la olla, bajó el fuego y se fue.
Un par de minutos después volvió con dos botellas de Ramlösa. Le dio una a Waldemar.
—Aquí tienes. Sin sabor cítrico.
Waldemar bebió de la botella y se levantó de la silla.
—Bueno, pues muchas gracias. Veremos si encuentro el camino de vuelta a casa entre la niebla.
—Tendrías que haberte traído el GPS —dijo Putte mientras lo acompañaba hasta la puerta.
—Ja, sí, o incluso el radar. —Waldemar se puso su gorra de visera y desapareció entre la neblina.
Anita había terminado la conversación telefónica y se sentó a la mesa de la cocina con el cuaderno de bitácora delante. Las páginas estaban sobadas y numeradas a mano. En la parte superior de cada hoja había una casilla impresa con las anotaciones de fecha, hora, posición del barco, distancia recorrida durante el día, condiciones meteorológicas y mareas. El resto de las páginas estaba cubierto por una caligrafía anticuada con muchas florituras, perfectamente horizontal a pesar de que el papel no era pautado. Anita reconoció la letra. No sólo era la de Karl-Axel, sino que era exactamente la misma que aparecía en la pequeña hacha del barco en miniatura de la biblioteca. Pasó la mano por el papel. En la página cuatro descubrió algo.
—¡Putte! —dijo—. Mira lo que pone.
Él se colocó las gafas progresivas y giró el cuaderno hacia sí. Las migas de pan del desayuno emitieron un ruidito desagradable al rozar entre la mesa y el libro.
—¡Demonios! —exclamó—. ¿Crees que es cierto? —Se quitó las gafas y miró a Anita.
El M/S Stornoway y su embarcación hermana, cuyo nombre no aparecía, habían zarpado de Peterhead en la costa este escocesa después de permanecer en el astillero para una revisión del timón. Luego habían cargado ocho arcas enormes.
—No pone nada del contenido de las arcas, ni de cómo se distribuyó la carga entre ambos barcos. Extraño. El nueve de octubre de 1951 abandonan el puerto de Peterhead en Escocia y cruzan el mar del Norte hasta Suecia. No se cruza el mar del Norte en balde, sobre todo en octubre —dijo Putte, pensativo.
—¿Adivinas quiénes aparecen como capitanes? Arvid Stiernkvist y Karl-Axel Strömmer.
—¿Me dejas ver? Unos chavales nada malos para ese puesto. Pero ahora creo que deberíamos mirar la página ciento trece.
Ambos se inclinaron sobre el libro y contuvieron la respiración cuando Anita volvió ceremoniosamente la página 111 para, por fin, ver lo que ponía en la 113. El problema era que faltaba. Alguien había arrancado la hoja entera.
—¡Joder! —exclamó Putte.
—¡Qué extraño! —dijo Anita—. Y en la página ciento quince volvemos a tener el verso de Karl-Axel.
—¿Qué es lo que te parece tan extraño?
—El principio es el mismo, pero al final hay unas líneas adicionales. Escucha.
—No —dijo Putte—. Ahora mismo llamamos a Bruno y le preguntamos si él arrancó alguna hoja.
Putte llamó y un Bruno ofendido le contestó que él no había tocado nada del libro. Entonces Anita se centró en leer los viejos versos y los añadidos.
Entre los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón,
sus cimas a veces nevadas
y siempre mudando de color.
A través de la nebulosa de aguanieve y lluvia
te damos la bienvenida al hogar de tu infancia de blancos destellos.
La belleza de la novia es manifiesta.
El novio está a su lado, orgulloso,
mas nunca se lo ve llegar.
Una herramienta de tiempos pretéritos
cerca del lugar donde tantos descansan en paz
—Hasta aquí es igual a la hoja de la miniatura del barco, pero luego siguen versos adicionales. Suenan como una advertencia. ¿Me escuchas, Putte?
—Sí, sí —murmuró él.
—Algunas letras están resaltadas, ¿lo ves? —dijo Anita, y empezó a leer.
No como las amables campanas de la parroquia,
invito a los hijos del esfuerzo a que descansen y respiren.
No como las del templo, los invito a la paz.
Marino, escúchame, perdido entre la niebla
hacia peligrosos escollos, escucha mi advertencia: ¡da media vuelta!
¡Lucha y vela y reza!
Anita cogió una hoja y apuntó las letras resaltadas siguiendo el orden. «Breccia», si ponía las dos ees marcadas, o «Brecia».
—Supón que no se trate de Vinga. El texto también encaja muy bien con otro lugar.
—¿Con cuál?
—El mar y el hogar de la infancia con destellos blancos se refieren a Karl-Axel Strömmer. Y ¿dónde se crio Karl-Axel?
—En Pater Noster. Su padre era el farero… —contestó Putte dubitativo.
—Exactamente, hogar de la infancia con destellos blancos. La luz del faro de Pater Noster es blanca y es un faro de atraque, exactamente como el de Vinga.
—Pero ¿y eso de «La belleza de la novia es manifiesta y el novio está a su lado, orgulloso, mas nunca se lo ve llegar»?
—¿Recuerdas lo que Karl-Axel nos contó sobre su hermana Elin, que se casó con Arvid Stiernkvist, que apenas se los veía juntos y el accidente que tuvieron? ¿Te acuerdas que nos lo contó?
—Sí, claro. Una historia muy triste. No acabo de entender lo que llevó a Arvid a casarse con Siri.
—¿Crees que fue casualidad que recibieras la carta en cuanto encontraron el cuerpo de Arvid Stiernkvist? Fue así como empezó todo —dijo Anita.
Putte se rascó la cabeza, pensativo.
—No lo sé. Bien, tendrás que seguir dándole vueltas sin mí, te saldrá al menos igual de bien que conmigo. El deber me llama.
Putte tenía que tomar el avión de la noche a Londres para cerrar un negocio, pero estaría de vuelta para el almuerzo del día siguiente. Anita asintió con la cabeza.
—Si quieres, puedo llevarte a Landvetter —se ofreció mientras comían el estofado de pollo.
—No hace falta, quédate aquí. Lee el cuaderno de bitácora y veamos si encuentras algo. —Y la besó cariñosamente.
Dos horas más tarde, cogió la pequeña maleta con ruedas y se fue andando hasta el ferry. Ya eran las seis y media de la tarde y la luz de las farolas apenas llegaba al suelo por culpa de la niebla. Putte se colocó bajo la farola de delante de su casa, agitó la mano para despedirse y desapareció de la vista de Anita. En ese momento, ninguno de los dos sabía que nunca llegaría a coger aquel vuelo a Londres.