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Karin había pensado llamar para excusarse de la cena de chicas, pero en el último momento cambió de opinión y confirmó su asistencia.

¿Por qué no? Echó un vistazo por el barco en busca de algo que le sirviera de regalo. Una botella le parecía un poco triste. La elección recayó, como tantas otras veces, en un disco de Evert Taube. Karin repasó los discos para decidir de cuál podría prescindir. En realidad sólo sería por un día, pues tenía la firme intención de volver a comprarlo el lunes. A falta de papel de regalo, envolvió el disco en papel de aluminio y le puso un lazo de cuerda alquitranada, cuyo aroma colmó el interior del barco, transportándola de vuelta a los veranos de su infancia: muelles caldeados por el sol donde jugaba y pescaba cangrejos, mientras disfrutaba del olor a alquitrán.

Unos minutos antes de las siete alguien golpeó el casco con los nudillos.

—Hola. Soy Sara. Tu cicerone para la cena.

—¡Qué servicio! —exclamó Karin, y se apresuró a cerrar las escotillas con llave. Aquel día mucha gente había iniciado la temporada, y su barco, Andante, ya no estaba tan solo.

Luego subió al muelle de una zancada y le estrechó la mano a la recién llegada.

—¿Te has criado por aquí? —preguntó Karin mientras avanzaban por el largo muelle flotante hacia la playa de Blekebukten.

Sara negó con la cabeza.

—Tomas, mi marido, es de aquí. Yo soy una forastera. Como ya debes de saber, no eres una verdadera ciudadana de Marstrand hasta que tu familia no lleva tres generaciones aquí. —Sara sonrió—. Me he enterado de que Hanna te ha llevado a Goteburgo esta mañana.

Karin asintió. Estaba esperando el autobús cuando de pronto un Saab 95 había frenado y una joven de su edad le había preguntado si quería subir. En sitios pequeños como aquel la gente se echaba una mano. Hanna, que era como se llamaba la chica, le había hablado de la cena y luego la había invitado, a pesar de que no era ella quien la organizaba.

Sara y Karin cruzaron el aparcamiento al final del muelle y luego doblaron a la izquierda para subir la pequeña cuesta. Unas preciosas casas de madera típicas del archipiélago miraban a la ensenada con Marstrandsön al fondo.

Hello, Sarah —dijo un hombre joven que se encontraron de camino. Llevaba una mochila roja a la espalda y una bolsa también roja en la mano que parecía pesar mucho.

Hello, Markus. Is everything all right?

Yes, thank you —dijo él, que tenía problemas con la pronunciación inglesa. Pero lo que perdía por ese lado lo ganaba con su sonrisa, una sonrisa que parecía especialmente dedicada a Sara.

Karin le preguntó si iba a bucear. Markus no contestó. Sara señaló la bolsa con el dedo.

Heavy —contestó él, refiriéndose al peso de la bolsa, antes de decir «you take care now» (cuídate) a Sara y «bye» a Karin.

Siguió su camino en dirección al puerto.

—Un periodista alemán. Le alquilamos el piso que tenemos en el sótano. Es muy simpático —explicó Sara.

—Y guapo. ¿Bucea? ¿No te parece que hace mucho frío? Además, no creo que se vea nada a estas horas de la tarde —dijo Karin.

—No tengo ni idea. Nunca he buceado. Ahora tenemos que torcer a la izquierda —contestó Sara, señalando con el dedo.

La mayoría de las casas de la zona habían sido construidas entre 1930 y 1950, aunque a lo lejos se vislumbraba alguna casa desperdigada más reciente. Sara se metió por Fyrmästargången entre Rosenbergsgatan y Malepertsgatan. Un letrero de esmalte azul en la casa de la esquina anunciaba que pertenecía al «Barrio de Blekebacken».

—Yo vivo ahí. —Señaló una casa de madera azul al tiempo que subían por el acceso de vehículos de la casa de al lado.

—Pero ¿sois vecinas? —dijo Karin sorprendida.

—Pues sí.

—O sea, ¿qué has bajado al puerto sólo para recogerme a mí?

—Karin se sintió halagada por el detalle.

—Oh, no es nada. De todos modos, necesitaba dar una vuelta. No había salido en todo el día. Ven.

Era una casa de madera amarilla de dos niveles, con unos preciosos cimientos de piedra. El jardín era del tamaño de un sello de correos, pero tenía un viejo y nudoso manzano con farolillos de colores colgando de sus ramas. Las llamas de las velas se mecían al compás del suave movimiento de los farolillos. Al pie del manzano, un gato contemplaba hipnotizado la oscilación de las luces.

—Qué típico de Lycke —dijo Sara, y señaló en dirección al árbol antes de llamar a la puerta del porche acristalado. La abrió sin esperar a que le contestaran y dijo en voz alta—: ¡Hola! Ya estamos aquí. Somos los boys.

El porche estaba a medio enyesar y el suelo era a todas luces provisional. El techo era de madera todavía sin pintar y, aunque los huecos de las ventanas estaban hechos, faltaban los marcos. Al entrar había una superficie libre de alrededor de un metro cuadrado, pues el resto del vestíbulo estaba ocupado por unas placas de aislamiento que había que salvar para seguir adelante.

—Están haciendo reformas —dijo Sara. Apareció una mujer rubia de la edad de Karin.

—¡Bienvenida! ¡Me alegra que hayas podido venir! Soy Lycke.

Se secó la mano en una toalla que llevaba colgada del hombro antes de tendérsela.

—Estamos modificando algunas cosas en la casa, tendrás que disculpar el desorden.

Detrás de Lycke apareció un hombre joven de cabello oscuro, con una chaqueta de abrigo gris; a juzgar por su indumentaria, estaba a punto de salir.

—Hola, soy Martin. Me acaban de echar.

—Mi encantador esposo estaba a punto de irse.

—Karin.

—Pasadlo bien, chicas. Si en algún momento os aburrís, siempre podéis empezar con el aislamiento del desván.

—¿Y si no? —dijo Lycke, y le dio un beso a su marido. Le tendió una pequeña mochila verde que parecía una tortuga—. Pañales, pijama y papilla.

—¿Acaso creías que me la había olvidado?

—Pues sí, aunque, claro, puedo haberme equivocado —contestó Lycke.

—Muy bien —dijo Martin cogiendo la bolsa, y se marchó.

—Voy un poco retrasada en el programa, o sea que tendréis que echarme una mano y pelar las gambas para la sopa —explicó Lycke.

Seis chicas se sentaron alrededor de la mesa de la cocina y empezaron a pelar gambas y charlar. Una de ellas, Therese, se hizo notar inmediatamente, pues no paraba de hablar.

—Tessan, a lo mejor podrías tomarte con un poco de calma todas tus historias, ahora que tenemos aquí a Karin, que no te conoce —dijo Lycke.

—¿Cómo os va con la casa? —preguntó Sara—. Nosotros también estamos considerando hacer algo para aprovechar mejor la segunda planta. ¿Fue difícil conseguir el permiso de obras para elevar el techo?

Lycke abrió la boca para contestar, pero Therese se le adelantó. De pronto, se había convertido en una experta en reformas de casas.

—Lo que podéis hacer o no depende de lo que estipule el plan de desarrollo local. Pero como vuestra casa no está incluida en el plan de conservación, podéis reformarla como si fuera una casa de dos plantas normal, lo único a tener en cuenta es la distancia entre vuestro terreno y la parte superior, ¿o era la parte inferior?, de la viguería. De todos modos, el Departamento de Obras Públicas es bastante arbitrario a la hora de homologar, porque cuando Krille y yo quisimos hacer reformas…

A pesar de que Karin acababa de llegar, ya estaba harta de Therese y su Krille. Le resultaba extraño que alguien a quien conocía desde hacía apenas cinco minutos le contara toda su vida. Las licencias de obra y las cubiertas de tejado estaban muy alejadas de su realidad, ella vivía en un barco. Soy como un caracol, pensó, llevo la casa a cuestas. A la vez que le gustaba la idea, también sabía que comportaba cierta inestabilidad y desarraigo. Podía levar anclas en cualquier momento y seguir navegando, no había nada que la atara a ningún lugar, salvo los cabos que la unían a los amarres del muelle.

Ya eran las ocho y media cuando Lycke removió la olla por última vez, picó eneldo, lo echó sobre el guiso y se lo llevó al comedor.

—Al ataque. —Sonrió y le pasó el cucharón a Annelie.

Olía al pan recién hecho que estaba en una cesta cubierta con un trapo de cocina a cuadros. Karin empezaba a sentirse mareada por el vino. Además, no había comido desde la parada en el McDonald’s de Lidköping, después de la visita al palacio de Läckö, y de eso hacía mucho tiempo.

—No entiendo cómo te quedan fuerzas, Lycke —dijo Annelie—. ¡Y también has hecho pan, qué lujo!

—Si hubiera sido mi suegra, habría necesitado una semana entera. Eso de invitar a la gente de improviso no ocurre nunca —dijo Sara.

—Piensa que estás hablando de mi madre —terció Annelie, aunque añadió—: No obstante, tengo que darte la razón.

Sara se volvió hacia Karin:

—¿Nos sigues? Annelie es la hija de Siri y Waldemar. Ya los conoces. Sí, no te preocupes, estamos todas al tanto —dijo Sara a modo de respuesta ante la sorpresa de Karin—. Diane es la hermana mayor de Annelie, y Annelie y yo somos cuñadas. Yo estoy casada con su hermano Tomas.

Karin asintió con la cabeza y se secó una gota de sudor ficticia de la frente.

—Si seguís así voy a necesitar papel y boli —bromeó.

—Ya que estamos en ello, añado que Lycke está casada con Martin, al que ya conociste. Sus padres se llaman Putte y Anita y viven al otro lado del pueblo. Como ya sabrás, Marstrand es pequeño y la gente lo sabe casi todo de los demás —dijo Hanna. Parecía simpática y tenía chispa.

—Espera a que empiecen a contarte quién es prima de quién —ironizó Sara.

Karin volvió a asentir con la cabeza. De vez en cuando se veía en situaciones comprometidas como aquella, asistiendo a la misma cena que la hija y la nuera de unas personas a las que había interrogado. Máxime teniendo en cuenta que sabía que Siri nunca había estado casada con Arvid Stiernkvist.

—Olvídalo ya. —Lycke le dio un leve codazo en el costado como si le hubiera leído el pensamiento.

—Una cena riquísima y un pan fabuloso —dijo Karin, a falta de una respuesta mejor.

—¡Me alegro! Sírvete más, por favor. —Lycke sonrió y alzó la copa de vino en un brindis.

La cafetera rugió al moler los granos de café y luego hizo un café delicioso. Lycke se esmeró en decorar la espuma de la leche de cada tazón con canela en forma de estrella. El aroma a café se propagó de la cocina al comedor. Tras la breve interrupción de dos maridos que llamaron para preguntar dónde estaban la papilla y los pijamas, pasaron a los postres.

Annelie se volvió hacia Karin.

—¿Puedo preguntarte cómo va la investigación policial?

—Puedes, pero desgraciadamente no puedo decirte gran cosa.

—Ah, ya, es secreto.

—No, no es eso, sino que no hay mucho que contar. No puede decirse que sea un secreto para nadie que se trata de Arvid Stiernkvist.

—La legendaria familia Stiernkvist. Todas las miradas se dirigieron a Lycke.

—El tío Bruno, ya sabéis —añadió, lo que provocó más de una risa.

—Sí, lo sabemos, pero Karin no —dijo Hanna—. ¿Conoces a Bruno Maimer? Oh, disculpa, me refiero al profesor Bruno Maimer.

—No. —Karin negó con la cabeza—. ¿Debería?

—¡Bueno! —exclamó Lycke.

—Sí, venga, Lycke, no te cortes. ¿Qué hay de nuevo? ¿Ha pasado algo que deberíamos saber? El tío Bruno suele aportar unas anécdotas buenísimas.

—Vale, de acuerdo —dijo Lycke, y se volvió hacia Karin—. Le llamamos tío porque es el tío paterno de mi marido. Tomad nota de esto. No podréis echarme en cara que sea familiar mío. Sea como fuere, Bruno siempre ha estado muy interesado en la historia y la arqueología. Después de estudiar historia en la Universidad de Uppsala, le ofrecieron dar clases en Edimburgo, en Escocia. Allí conoció a un arqueólogo marino escocés. Juntos empezaron a investigar embarcaciones de la Compañía Sueca de las Indias Orientales naufragadas en aguas escocesas. Hay varias de estas embarcaciones; de hecho, tengo algunas balas de cañón del Drottningen af Sverige que el tío Bruno me regaló.

—¿Realmente puedes llevarte cosas de un barco naufragado? ¿A quién pertenecen los hallazgos? —preguntó Hanna.

—No lo sé. Pregúntaselo al tío Bruno. Aunque creo que alguna vez habrá sido un poco flexible con el cumplimiento de las leyes —contestó Lycke.

—Imagino que sí —dijo Annelie, y se llevó una cucharada de helado a la boca.

Karin vislumbró una oportunidad.

—La legendaria familia de los Stiernkvist —les recordó.

—Exacto —dijo Lycke, y señaló con la cuchara—. El tío Bruno nos contó que cuando la mayoría no se atrevía a decir nada negativo sobre los nazis, la familia Stiernkvist ayudó a los judíos, tanto durante como después de la guerra. Creo que por entonces vivían en Londres, al menos antes del estallido. Seguramente también ganaron mucho dinero haciéndolo, pero en líneas generales creo que eran gente extraordinariamente bondadosa y, además, adinerada.

—¿Os lo podéis imaginar? Confiscaron las propiedades de los judíos. Oro, porcelanas, arte y dinero en metálico. Aquí, frente a nuestras costas, pasaban transportes con judíos noruegos de camino a los campos de exterminio, pero también embarcaciones cargadas con las pertenencias de los judíos. Los llamaban «los barcos del oro».

Se hizo el silencio alrededor de la mesa. Las llamas de las velas oscilaban agitadas, sobre todo por el aire que espiraba Lycke, que era quien estaba sentada más cerca. De pronto, bajó la voz y paseó la mirada por todas las mujeres sentadas a la mesa.

—Dicen que no todos los barcos del oro llegaron a su destino, que algunos se hundieron por el camino con sus tesoros. Y otros fueron secuestrados. Es todo lo que sé. Lo siento, me temo que mi aportación a la velada no ha sido precisamente reconfortante. Si queréis saber más, tendréis que hablar con el tío Bruno.

—¿Vive por aquí? —preguntó Karin, cautivada por el relato.

—Vive arriba, en Myren —dijo Hanna, y bebió un sorbo de coca-cola de su copa de vino.

—Escuchadme, todavía queda algo de postre —intervino Lycke—. Acabémoslo, o me pasaré toda la semana comiéndolo a escondidas.

—¿Myren? —repitió Karin.

—Un barrio de casas adosadas de aquí, de Koön —explicó Lycke—. En su centro hay una antigua granja de color rojo del siglo dieciocho. Allí vive el tío Bruno. Estoy convencida de que se alegrará mucho si consigue que alguien escuche sus historias.

Hanna se levantó y golpeó la copa solemnemente con la cucharilla.

—Además de agradecerte la maravillosa cena que has preparado, Lycke, yo también tengo una buena historia que contaros. Los Tégner, ya sabéis, la finííísima familia Tégner para la que hice de canguro hará ya cien años. Pues Lars, el padre de familia, se casó con Sanna que tiene diecinueve años menos que él. En todo caso, cuando Sanna cumplió los treinta el año pasado, nos invitaron a la fiesta. Sólo para que no se me olvide luego, os cuento que le regalaron una salsera de Gullholmen. Envuelta en celofán y con un enorme lazo rojo. Es obvio que está fuera de lugar regalar unos pendientes… Bueno, pero a lo que iba. Nuestra pequeña familia consiguió llegar con la ropa limpia y bien planchada a su elegante y espléndida villa recién reformada en Marstrandsön.

—Bueno, pero ¡qué velada tan maravillosa! —exclamó Annelie, e hizo un gesto distinguido con la mano y fingió dar besos en la mejilla a alguien invisible.

—Pues sí. Pero ahora os cuento. Estaba yo sentada a la mesa pasando un rato agradable cuando apareció Ida, me tiró de la manga del vestido y me dijo: «Mamá, ha pasado algo». La seguí hasta la cocina, que, por cierto, está hecha a medida por un ebanista de Orust. Ni una sola cosa estándar a la vista. Y allí estaba mi hijo, con una cara de culpa tremenda. Detrás de él vi el extintor y, un metro más allá, el vestíbulo que parecía lleno de nieve…

Las risas parecían no tener fin cuando Hanna reveló cómo su hijo había llenado el vestíbulo de los anfitriones de espuma del extintor.

—Todos los zapatos y abrigos de los invitados… Sí, ya me entendéis. Encima, estábamos en enero, o sea que incluso había algún que otro abrigo de pieles… Tuve que contarle al anfitrión lo que había ocurrido y el pobre se alteró tanto que llamó a su nueva esposa Agneta, lo que decididamente fue una pifia mayúscula, pues es el nombre de su primera mujer…

Hacía mucho tiempo que Karin no lo pasaba tan bien. Cuando ya estaba de regreso en el barco, cepillándose los dientes, no pudo evitar volver a reírse al pensar en todas las historias que le habían contado aquella noche. Lycke daba una imagen de familia estable y bien avenida. Sintió una punzada en el pecho. Karin era la única soltera, todas las demás estaban casadas y tenían hijos. Por un breve instante, allí de pie en el Andante, se sintió triste y abandonada, pero pronto llegó a la conclusión de que la rutina diaria de Sara no era especialmente envidiable. Un día fantástico, pensó. Y mejor sola que… ¿Cómo era lo que cantaba Susanne Alfvengren? Se detuvo en medio del cepillado y de pronto lo recordó. «Es preferible la soledad a solas que la soledad de dos».

Markus realizó su ritual de siempre antes de una inmersión. Se sentaba en un lugar apartado, en este caso el baño de la embarcación, y escuchaba música. El MP3 era pequeño y rojo, el color del amor. Eso le hizo pensar en Sara. En otro momento, en otro lugar, podrían haber sido pareja. Los momentos robados que habían compartido eran de gran valor para él y, a pesar de que hacía poco que se conocían, ella sabía más de él que nadie. Lo sabía todo, y cuando se sentaron a contemplar las piezas del puzle de sus vidas, comprobaron que varias de ellas encajaban entre sí.

Movieron y giraron las piezas, leyeron los viejos documentos que Sara había encontrado en una de las cajas del sótano de Siri y Waldemar y los cotejaron con lo que Markus ya sabía hasta que, al final, tuvieron la verdad ante sus ojos.

Con la ayuda de Sara, también consiguió esclarecer el pasado de su madre y cómo ocurrió el accidente de navegación. Sara se había acordado de pronto de la alianza que había caído del bolso de Siri aquel día, hacía ya varias semanas. Se dieron cuenta de que tendrían que encontrarla y Sara creía saber cómo hacerlo.

La sensación de desasosiego en el estómago se negaba a desaparecer. No le había dado tiempo a enviar el correo electrónico y sabía demasiado sobre el grupo del barco para que se sintieran cómodos con él volviendo a Alemania. La ventaja era que no sabían todo lo que él sabía. En cuanto llegaran a puerto, haría las maletas y se iría sin decirle nada a nadie, salvo a Sara. Ella siempre tendría un lugar en su corazón. Se preguntó si Tomas sabía lo afortunado que era. Si algún día Markus llegaba a casarse, sería con alguien de su categoría. Ojalá la hubiera conocido antes de que ella y Tomas fueran pareja.

En la cabina del barco, Blixten encendió un cigarrillo y descubrió la cámara que Markus se había dejado en la bolsa roja impermeable sobre el pañol. El alemán solía llevarla encima allá adonde fuera, aunque aquella noche estaba muy callado y distraído.

—¿Qué creéis que ha fotografiado? —preguntó Blixten.

—¿Chicas guapas? ¿A nosotros? —Se oyeron risas aisladas procedentes de los hombres de a bordo. Aquella noche, el fiordo de Marstrand estaba agitado y hacían falta las risas para liberar la tensión que se respiraba en el barco. Las olas rompientes rugían a su alrededor.

—¡Mirad, si soy yo! —exclamó uno de los hombres cuando los píxels se ordenaron y crearon una imagen en la pantalla LCD de la cámara.

—Barcos, la isla, casitas rojas. Es muy propio de los alemanes sacar esta clase de fotos. Les encantan las casitas de madera roja.

Siguió avanzando las imágenes y, tras la séptima casita roja, iba a devolver la cámara a la bolsa cuando de pronto se detuvo.

—Pero ¿qué coño es esto? —dijo, y tocó el hombro del capitán del barco para llamar su atención—. Echa un vistazo a esto.

La fotografía había sido tomada bajo el agua y mostraba un baúl que descansaba de lado en el fondo del mar. Dos símbolos adornaban la tapa del baúl, además de los muchos percebes.

—¡Maldita sea, entonces era cierto! Han estado allí todo el tiempo, y encima los hemos encontrado. Sólo que a nuestro amigo alemán se le ha olvidado contárnoslo. Me preguntó por qué.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Dejaremos que se sumerja. Que baje mucho y se quede allí un rato. Un buen rato. Los accidentes ocurren con mucha facilidad.

—Apagó la cámara y la devolvió a la bolsa sobre el pañol. Parecía un capitán corsario arengando a su tripulación. Tener un traidor en casa era fatal en su situación. Era importante dejar claro qué les pasaba a los traidores. Entonces sacó el cortador de pernos que utilizaban para cortar cadenas. Se lo dio a Mollstedt, se inclinó y le dijo algo al oído. Mollstedt asintió con la cabeza.

Markus escuchaba una pieza de música clásica en su reproductor MP3. Solía hacerlo para calmar los nervios, pero por alguna razón no funcionaba como de costumbre. Apagó la música y enrolló el cable de los auriculares. Luego lo metió todo en el bolsillo superior de la camiseta, se subió la cremallera del traje de neopreno hasta la barbilla y salió del baño.

—Bueno, ya hemos llegado. Ahí está el barco naufragado —dijo el hombre que llevaba el timón y señaló la pantalla iluminada—. Me temo que será la última inmersión de la noche. —Echó un vistazo a su reloj.

Los dos buzos se prepararon. A Markus le costaba ponerse las aletas y al final lo ayudó Mollstedt. Markus escupió en sus gafas de buceo, se las colocó y luego se puso los guantes. Por último, desapareció en las oscuras aguas. Los hombres de a bordo asintieron discretamente con la cabeza en un acuerdo tácito. El agua se movió bajo sus pies como protestando por su plan. Ya habían terminado sus días suficientes almas inocentes alrededor del islote rocoso de Pater Noster. Mollstedt se sumergió tras Markus con el cortador de pernos bien agarrado.

Pater Noster, 1963

Le sonrió antes de que su cuerpo se encogiera con un gemido y vomitara. Arvid estaba tan enfermo que se vieron obligados a hacer un alto en casa del padre de ella con la esperanza de que se recuperara.

Desde que se cayó al agua, todo había ocurrido como en una nebulosa. Sabía que había nadado hasta que creyó quedarse sin fuerzas, recordaba el sabor a agua salada y sangre en la boca y entonces, justo entonces, unos brazos fuertes la habían agarrado y subido a bordo. El borde de la regala era duro y se golpeó el codo. Abrió los ojos cuando la depositaron sobre el fondo, junto a Arvid. Su hermano, Karl-Axel, manipulaba los remos y gobernaba el bote con gesto de concentración.

Había pasado un día entero desde la travesía en el velero. La respiración de Arvid sonaba distinta, más débil, como si el aire ya no le llegara a los pulmones y el aire viejo no pudiese ser espirado.

—¡Respira! ¡Arvid, tienes que respirar! —Elin susurraba con la esperanza de que su desesperación no se oyera.

Se acurrucó contra Arvid y le levantó la cabeza para que descansara sobre su brazo. Luego se aclaró la garganta y empezó a tararear suavemente Nocturne, el pasaje que Arvid solía cantarle a su hijo aún por nacer. Sólo un rato después pudo sobreponerse lo suficiente como para ponerle palabras.

¡Duerme, mi tesoro! La noche avanza.

El amor te velará dulce y secretamente.

Ella le besó la frente y le pasó la mano por el pelo. Luego le cogió la mano y se la posó sobre su vientre. Le pareció distinguir una leve sonrisa en los labios de él y acarició el bello contorno de su labio superior. Entonces Arvid boqueó y espiró por última vez, suave y silenciosamente. Ella recordó lo que él le había dicho aquella primera vez, en la confitería Bräutigams, que estando a su lado podía espirar sin necesidad de volver a inspirar. Sintió una patadita en su vientre, como si el que estaba allí dentro también quisiera despedirse.

El doctor Erling no pudo hacer nada, sólo prevenirlos. Prevenirlos de las fuerzas oscuras, esas de las que muchos sabían pero muy pocos se atrevían a hablar. Si esas fuerzas ocultas eran capaces de alcanzar a una persona tan respetada como Arvid, qué no podrían hacerle a ella. De momento, los dos serían declarados desaparecidos. Erling, que era un buen amigo de su hermano, opinaba que eso protegería a Elin. Muy pocos sabían que era más que la acompañante de Arvid, que era su alma gemela y su esposa y que su hijo común crecía en su vientre.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas y sintió un dolor desgarrador cuando le anudó el pañuelo alrededor del cuello y le subió la manta para que no tuviera frío. Erling cogió su mano y le prometió guardar el secreto de lo que había pasado aquel día. Tampoco comentó a ninguno de los presentes las pruebas que se llevó para analizar. Aunque no sirviera de nada, quería determinar las causas de la muerte. Poco sospechaba entonces que, mucho más tarde, sus análisis tendrían utilidad.

El doctor la esperaba en la puerta. Había llegado la hora de marcharse. Elin se volvió hacia Arvid por última vez y se despidió agitando la mano. Incapaz de decirle adiós, susurró:

—Nos volveremos a ver pronto, y contaré cada minuto hasta que llegue ese momento.