13

Era el sexto barco naufragado que tenía que examinar y ya no tenía esperanza de encontrar nada cuando se puso el traje de neopreno. Echó el cuerpo atrás y dejó que el peso de las botellas lo arrastrara al agua. En cuanto estuvo bajo la superficie le sobrevino la calma. Miró hacia arriba y vio a los demás que colgaban de la borda, mirando hacia las profundidades del mar. Detrás de ellos vio el cielo nocturno. Entonces volvió la mirada hacia abajo y se sumergió. Las plantas acuáticas se mecían hipnóticas. El barco no estaba muy lejos, tan sólo a cinco metros de profundidad. Si querían subir algo, la distancia sería salvable, siempre que no hubiera marejada fuerte.

Parecía que había otro pesquero, pensó, y dio unas brazadas ayudándose con las aletas para acercarse. Le encantaba la sensación de ingravidez cuando buceaba y notar cómo el cuerpo avanzaba con rapidez al utilizarlas. El barco estaba sorprendentemente intacto, comparado con los demás que había visto.

Se metió en el puente de mando. Una vieja radio verde estaba amarrada al mamparo, cubierta de percebes que ondeaban con sus brazos plumíferos en busca de comida. La escotilla de la bodega se había atascado y era imposible moverla. Seguramente el óxido la había soldado a la cubierta. Nadó alrededor del barco un rato sin encontrar nada de interés y tomó impulso para volver a la superficie. Las aletas levantaron limo de la embarcación y, por alguna razón, echó la vista atrás. Entonces vio algo. Se detuvo sorprendido y volvió a acercarse. No era frecuente encontrar ángulos rectos en la naturaleza. Parecía una especie de caja. ¡Un arca! ¡Era una maldita arca!

Al sonreír, notó lo fría que estaba el agua en el resquicio entre las gafas de bucear y el traje de neopreno. Se puso a temblar, en parte por el frío, en parte por la emoción. ¡Había encontrado el tesoro! Sacó la cámara e hizo una foto. De pronto, se le aceleró la respiración, y golpeó el indicador para ver cuánto oxígeno le quedaba. Sabía que consumía mucho más cuando estaba agotado o excitado, como en ese momento, pero según el indicador no había motivo de alarma.

Se puso a cavar con las manos alrededor del arca y consiguió dejarla al descubierto como para ver que se trataba de un cofre de metal ladeado. Siguió cavando un poco en busca de algún mecanismo de apertura. Los símbolos en la tapa del arca no dejaban lugar a dudas. Había dos, uno encima del otro. En la parte superior, una calavera, y otro más preocupante: una cruz gamada.

Marstrand, 1 de agosto de 1963

Siri no se había tomado bien la noticia del compromiso de Arvid y Elin. De hecho, se lo había tomado tan mal que él ni siquiera se había atrevido a contarle que también se habían casado. Tal vez las cosas habrían sido distintas de habérselo contado entonces, pero no lo hizo.

Siri le había propuesto con voz temblorosa de desesperación que salieran a navegar y Arvid había accedido por compasión. El barco con los cuatro pasajeros abandonó Marstrand en dirección sur con viento de popa. El sol brillaba sobre los muchos invitados a la fiesta que tenía lugar en la villa del médico en Klöverön. La casa tenía vistas sobre el canal de Albrektsund y la zona del otro lado, llamada Halsen, la Garganta.

Se oyeron risas alegres cuando el velero pasó por delante y una música armoniosa se extendió sobre las aguas desde el cenador amarillo donde tocaba un cuarteto de cuerda. En la orilla del canal, un fotógrafo retrataba a todos los invitados por parejas.

El viento, cálido y suave, a duras penas los llevó hasta Sälö. Elin estaba mareada y agradeció desembarcar en cuanto pudo. Sin embargo, todavía no se notaba su embarazo. Arvid había reducido su jornada laboral para cuidar a su esposa, que se sentía terriblemente mal los primeros meses. Parecía muy delgada y frágil sentada en la roca y envuelta en una manta cuando Siri le sirvió un café. A Arvid no le caía bien el hombre que acompañaba a Siri; no porque se mostrara desagradable, sino por el hecho de que estaba casado.

—Dime una cosa, Arvid —le había susurrado Elin al oído—. ¿Realmente ella tiene que llamarlo cariño todo el rato?

—A lo mejor es su segundo apellido, Blixten Cariño. —Arvid sonrió. Blixten, que era como lo llamaba todo el mundo, ocupaba una posición importante en la pequeña sociedad.

Siri se había esforzado con sus deliciosos bocadillos y pasteles. Elin mordisqueaba los trocitos de manzana que se había traído cuando nadie la miraba. Había bajado de peso, pero el médico le había dicho que pronto desaparecería el malestar. Arvid se había inquietado, y esperaba que le pasara cuanto antes. Elin se volvió asqueada cuando percibió el aroma del café y Arvid se acabó discretamente su taza. Siri se desabrochó la blusa innecesariamente y se echó sobre una roca para tomar el sol. Elin y Arvid dieron un paseo, pero él alcanzó a ver cómo Siri y su acompañante masculino subían a bordo cuando creyeron que Elin y él ya no podían verlos.

El viento había cambiado a suroeste en el tiempo que habían estado en la isla y zarparon, al principio rumbo oeste, luego rumbo norte, pasando por todas las islas hasta llegar al islote de Klädesholmen, donde viraron. Arvid no se sentía demasiado bien; no era sólo la preocupación por su mujer, sino que se notaba el cuerpo pesado y torpe y le costaba moverse, incluso respirar.

No dijo nada por miedo a inquietar a Elin, pero Siri lo miró preocupada. Unas nubes negras azuladas se habían acumulado en el horizonte y la fuerza del viento había aumentado cuando se disponían a cruzar el fiordo de Marstrand. Las olas eran amenazadoramente oscuras y el viento amainó por un instante, como si se detuviera para recuperar el resuello.

Entonces ocurrió. Él se había dado la vuelta y no llegó a ver cómo pasó, pero de pronto Elin había caído al agua. Oyó sus gritos y sin dudarlo un segundo se lanzó detrás de ella.

—¡Arvid, no! —le había gritado Siri, pero su acompañante la retuvo con firmeza.

Arvid notó náuseas al tiempo que Elin desaparecía engullida por una ola. Se obligó a nadar e intentó no perderla de vista.

—El barco —jadeó ella cuando él finalmente llegó a su lado.

Arvid miró alrededor, pero los ojos no le obedecían. Le pareció ver un barco, ¿o era una isla? Miró en todas direcciones. La boca se le llenó de agua, pero cuando la escupió vio que no era agua, sino vómito. Se le contrajo el estómago y, aunque ordenó a sus brazos y piernas que nadaran, los sentía pesados y no conseguía moverlos, no querían obedecerle. Sin embargo, Elin estaba a su lado, con la cabeza fuera del agua, y eso era lo único que importaba.

***

Las manos de Markus volaban sobre el teclado. Las verdades repiqueteaban como salidas de una metralleta y se ponían firmes línea tras línea en el documento. Revisó el resultado brutal y adjuntó la fotografía.

Dios mío, pensó. No sabía qué esperaba encontrar en su viaje a Suecia, pero desde luego no era eso. Sus manos temblaban cuando sacó el teléfono móvil y se conectó para mandarle el artículo a Heidi. Tenía que salir de allí cuanto antes, el día siguiente a más tardar. Era demasiado peligroso quedarse.

Releyó lo que había escrito una última vez y apretó enviar. Ninguna señal. Acercó el móvil a la ventana un poco más y consiguió que aparecieran tres rayitas en la pantalla: aunque débil, con esa cobertura podía funcionar.

—¿Hola? ¿Markus? —La familiar voz lo hizo sonreír. Sara. Interrumpió la conexión y escondió el ordenador bajo la cama.

No había conseguido enviar el correo electrónico, tendría que intentarlo más tarde, tal vez desde el ordenador de Sara.

Karin despertó temprano. Los rayos de sol intentaban penetrar los pequeños y sucios ojos de buey del barco. La ventaja de las ventanas medio enteladas por la suciedad era que nadie podía fisgar por ellas, pero el inconveniente era que tampoco podías mirar afuera. Después del desayuno, Karin puso manos a la obra y empezó con la limpieza general. Echó el jabón de siempre en un cubo con agua caliente y se puso los guantes de goma. El olor se propagó por todo el barco. Sacó todos los colchones y edredones a cubierta y levantó todos los bancos y pañoles. Fregó todo y luego lo secó.

Tres horas más tarde, el barco estaba limpio, por dentro y por fuera. Karin se había sentado al sol sobre la cabina, con una taza de café. No eran más de las diez. El tiempo había cambiado y hacía más calor, y eso le permitía desabrocharse el jersey para que el sol bañara su pálida piel invernal. El sol entraba por los ojos de buey recién lavados y una armónica que había sobre el banco de la cocinita lanzaba reflejos en el techo. Era de Göran, y cuando la echó a la basura fue como desprenderse de sus últimos restos. Había llamado cuatro veces durante la noche y Karin había contestado la última, aunque no le contó dónde estaba. Si no la hubiera despertado con sus llamadas, tal vez le habría devuelto su armónica.

El puerto estaba lleno de vida y movimiento; y el aire, colmado de aroma a pintura, gasolina y gasóleo. Había gente corriendo por los muelles y los vecinos se prestaban herramientas. Las defensas, deshinchadas durante el invierno, y los cabos abandonaron su guarida después del largo letargo.

Una larga caravana de pequeñas embarcaciones cargadas en remolques se dirigía a la rampa desde donde serían botadas, una tras otra. Las de mayor envergadura las seguirían, ayudadas por la grúa azul del astillero de Ringen. Sus ilusionados propietarios subían a bordo y ponían en marcha los motores. Las señoras llegaban cargadas con los niños y la cesta de la comida. Karin sabía que también había mujeres propietarias de barcos, pero por mucho que revisara las estadísticas, la gran mayoría pertenecía a hombres.

Los viejos, principalmente hombres mayores residentes en el pueblo, estaban sentados en el mentidero[8], amenizando el espectáculo con sus comentarios acerbos. La primavera pasada habían sido nueve vejetes, ahora sólo quedaban siete. Láddan, el Cajas, y Bom-Pelle, Pelle el Botavara, observaban las botaduras desde arriba. O al menos eso esperaba el resto de los ancianos. En el pasado, Láddan había estado metido en negocios dudosos, y la pregunta era cuán escrupuloso se mostraría san Pedro. Láddan había sido pescador y debía su apodo a que, en los años cuarenta, había sacado una caja del mar mientras pescaba. Todavía hoy se especulaba con el contenido de aquella famosa caja. A Bom-Pelle le habían puesto su apodo un día que había salido a navegar. Su mujer, Britta, había llevado el timón del barco y, en cierto momento, le había avisado que iba a virar, pero Pelle no la oyó. Su esposa giró la caña del timón y la botavara le dio a Pelle en toda la cabeza. Recibió siete puntos tendido sobre la vela que su mujer colocó sobre la cubierta de proa. La cicatriz que corría por su frente era un recordatorio permanente.

Karin miró, pero sobre todo oyó, a un hombre cuya lancha motora se negaba a ponerse en marcha. Su mujer se llamaba Eva, hecho que no escapó a nadie que estuviera en el puerto en aquel momento. Eva había intentado sin éxito convencerle de que sacara las fijaciones. El marido se había negado, alegando que le había costado sus buenos miles de coronas tener el barco en dique seco durante el invierno. Por tanto, el motor tenía que arrancar, sí o sí. Sin embargo, el motor no lo hizo y el hombre empezó a expresarse con epítetos que llevaron a una madre con dos hijos a recoger la cesta de la comida y alejarse de allí. Karin sonrió. Los viejos señalaron con sus bastones y comentaron.

—¿Creéis que es de Tjörn, o qué? —dijo uno, lo que hizo que los demás estallaran en risas.

Todavía hay esperanza de que llegue el verano este año también, pensó Karin.

Había pasado una noche intranquila, no sólo por culpa de la llamada de Göran. Era algo que había soñado. Sentada sobre la cabina, intentaba recordar qué era. Poco a poco, el hilo conductor fue asomando desde su inconsciente, hasta que por fin salió a la superficie. Karin cerró los ojos y visualizó al hombre del alzacuellos que había visto en sueños. Un sacerdote.

La noche anterior había introducido el nombre de Simon Nevelius en el registro, sólo para ver dónde se hallaba ahora mismo. Si bien la investigación había quedado cerrada en el momento que informaron a Siri, Karin todavía no había redactado el informe. Y los pormenores del caso seguían dando vueltas obstinadamente en su cabeza. Si hubiera vivido cerca, podría haberse pasado por allí para charlar un rato con él, pero no era así. Bien mirado, Lidköping no estaba precisamente en la zona, aunque, claro está, nada ni nadie le impedía acercarse hasta allí con el coche en su tiempo libre.

Habían tardado más de dos horas en llegar a Lidköping desde Goteburgo, un tiempo que Karin aprovechó para poner al día a Robban. Al verlo sentado en el asiento del copiloto, con su bolsa de Fisherman’s Friend, le pareció que había adelgazado, pero no podía permitirse prescindir de su entusiasmo y su risueña visión del mundo.

—Ha sido una suerte que me llamaras. Estaba a punto de morirme de tristeza. Además, creo que estando en casa todo el tiempo desquicio a Sofía. Ella piensa que debería echarle una mano, pero la verdad es que estoy enfermo.

Karin sonrió y puso la quinta.

—Sí, vosotros los tíos os ponéis enfermísimos, mientras que nosotras sólo estamos indispuestas… —Y le lanzó una mirada ceñuda.

—Ahora empiezas a sonar como Sofía. Ya sabes, me ha estado dando clases magistrales sobre las bacterias y el sistema imunológico del cuerpo.

Karin se rio. Muy propio de Sofía. La mujer de Robban era profesora de Ciencias Naturales en un instituto.

—Te digo que esos bacilos que los niños traen de la guardería a casa no son para niños —dijo Robban, buscando dar lástima.

—Desde luego —contestó Karin, distraída.

—¿Me estás escuchando?

—Sí, claro, sólo estaba echándoles un vistazo a las indicaciones. —Y señaló con el dedo los carteles que tenían delante—. Debemos girar por aquí.

—Lo peor fueron los días que estuvimos en casa los niños y yo juntos. Teníamos todos treinta y nueve y medio de fiebre. Yo me encontraba molido, pero los niños estaban igual, insufribles, jugando con su Lego y queriendo ver una película tras otra.

—Pobrecito —dijo Karin.

Robban había creído que encontrarían al anciano sacerdote en un geriátrico, pero estaba equivocado. Su esposa los envió a la capilla del palacio de Läckö, donde Simón Nevelius iba a oficiar nada más y nada menos que dos bodas ese mismo día. El bello palacio blanco estaba situado en el punto más alto de la isla de Kållandsö, rodeado por las aguas azules del lago de Vänern por tres lados. Las banderas amarillas y azules ondeaban alegres al viento. Karin disfrutaba del paisaje, aunque echaba de menos la fragancia de la sal y las algas. La entrada al palacio estaba enramada con abedul, pero seguía cerrada al público por estar fuera de temporada.

—Para ir a la capilla tendréis que entrar por el soportal del castillo —les informó la señora bien vestida que solía estar en la puerta cobrando las entradas. La primera pareja de novios era de la comarca y la señora era la tía de la novia. Robban se metió la placa en el bolsillo.

El doble portón de la iglesia era verde. Karin abrió una hoja, grande y pesada, pero los viejos goznes, bien engrasados, giraron con facilidad y sin rechinar. Sintió frío al contacto del pomo de hierro forjado cuando empujó la puerta, que se cerró con un leve sonido.

Dentro reinaba el silencio; el silbido del viento no traspasaba los gruesos muros. La luz filtrada a través de los altos ventanales emplomados acariciaba los viejos bancos de madera pintados de verde.

Una alfombra roja amortiguaba sus pasos, del mismo modo que las ventanas apagaban los rayos del sol primaveral. Unas placas de piedra caliza de Kinnekulle rojas y grises conformaban el suelo desgastado por el que avanzaron con recogimiento. Robban y Karin entraron juntos, uno al lado de la otra, pero de pronto Karin se detuvo abrumada por los sentimientos. Se volvió, clavó la mirada en el coro y tragó saliva. ¿Cómo sería entrar de esta manera con alguien a tu lado?, pensó.

—Disculpad si molestamos, pero somos de la policía de Goteburgo. —La voz de Robban la devolvió al presente.

El hombre que estaba de pie ante el altar se detuvo en mitad de un movimiento. Sostenía una biblia gastada y tenía un aspecto demacrado, manos huesudas y ojos hundidos. Como alguien que soportara un parásito o una carga demasiado pesada que poco a poco lo va consumiendo.

—¿La policía? —dijo inquieto.

—Simón Nevelius. ¿Es usted?

—Sí, soy yo.

—Servía de pastor en Marstrand en los años sesenta. Quisiéramos hacerle una pregunta acerca de una boda que ofició por aquel entonces.

—Marstrand. Uf, de eso hace mucho tiempo, y sólo fue una sustitución. Pero los ayudaré en todo lo que pueda.

—Arvid Stiernkvist y Siri Hammar. El tres de agosto de 1963.

—Sí, creo recordarlo.

—¿Podría describir a la novia? —preguntó Robban, y se disculpó por el acceso de tos que le sobrevino.

El hombre lo hizo.

—¿Y al novio? —preguntó Karin.

—A él no lo recuerdo tan bien. —La respuesta del pastor fue un poco indecisa.

—¿Rubio, moreno?

El sacerdote negó con la cabeza, haciendo memoria.

—¿De qué se trata? —dijo entonces.

—¿Había prisa con la boda? —preguntó Robban tras aclararse la garganta.

—No que yo recuerde. Si me dicen de qué se trata tal vez pueda ayudarles. —Llevó la mirada de Robban a Karin.

—Nos sorprende que falte la fecha de la comprobación —dijo ella.

—Pero queridos míos, ¿han venido desde Goteburgo sólo para preguntarme esto? Pues así, a bote pronto, no puedo contestarles. Además, hace mucho tiempo de aquello.

—¿Cuántas bodas ha oficiado usted en las que falte la fecha de la comprobación? —preguntó Robban.

El hombre desvió la mirada y la fijó en un querubín. Colgado de la pared, el angelito dorado los observaba desde lo alto. ¿Se atrevería el sacerdote a mentirles en un lugar como aquel?

—Tengo que casar a una pareja a la una. —Karin consultó su reloj: las doce y poco.

—¿Y ya tiene la comprobación y todo lo demás para casarlos? —preguntó Karin.

—Sííí —dijo el hombre con voz entrecortada y se estiró el alzacuello, como si le apretara demasiado.

Karin siguió su intuición.

—Simón, creo que lo recuerda todo muy bien. Incluso creo que hay algo en lo que lleva pensando desde hace mucho tiempo. Estamos investigando un asesinato y sería de gran ayuda si nos contara lo que sabe. —Karin era consciente de que estaba exagerando un poco. Todavía no podían demostrar que Arvid hubiese sido asesinado, tan sólo que había fallecido por envenenamiento. Sin embargo, la reacción de Simón Nevelius no se hizo esperar.

—¿Asesinato? —se inquietó.

Fue a sentarse en el primer banco de la iglesia y miró a Jesucristo en la cruz. Entonces empezó a hablar, al principio vacilante. Las palabras descendieron pesadas sobre el viejo suelo de piedra caliza.

—Sí lo recuerdo —admitió—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Vino a mí, la pobre muchacha.

—Siri —precisó Robban.

El sacerdote asintió con la cabeza y echó la mirada atrás en el tiempo.

—Me explicó que el padre del hijo que esperaba se había ahogado y que se había quedado sola en el mundo. Me preguntó cómo había permitido Dios que llegara la muerte cuando Arvid y ella estaban prometidos. Lloraba y estaba totalmente fuera de sí. Me mostró el anillo y me preguntó qué iba a hacer con el vestido de novia.

Porque la muchacha venía de una familia decente. El padre era un hombre de negocios y la madre estaba muy pendiente de los hijos. Era una mujer muy hermosa (me refiero a la madre), de rasgos finos y voz dulce. Se mudaron de Uddevalla a Goteburgo y pasaban los veranos en Marstrand. Tenían tres hijos, dos niñas y un niño. Siri era la más pequeña. Entonces el padre murió en un accidente. A la madre la cortejó un hombre de negocios italiano, y acabaron casándose. Tuvieron tres hijos, pero el italiano no sentía demasiado aprecio por los hijos mayores del primer matrimonio. Tuvieron que marcharse de casa siendo muy jóvenes, demasiado jóvenes, si me permiten. Era una muchacha pequeña y delgada. Aquel día, en la iglesia de Marstrand, aparentaba incluso ser más pequeña y parecía tener frío envuelta en un abrigo fino.

Karin asintió con la cabeza y él prosiguió.

—Tenía que ayudarla de alguna manera. «Ojalá nos hubiéramos casado ayer», me dijo. «De todos modos, me hubiera quedado sola en el mundo, claro, pero al menos habría sido una mujer decente y el niño habría tenido un padre». Entonces caí en la cuenta de que Dios tal vez me había puesto en su camino para que pudiera ayudarla. Al fin y al cabo, estaba en mis manos hacerlo.

Karin y Robban cruzaron el patio central del castillo y la bóveda en dirección a la salida. Los muros del castillo ya no los resguardaban y el frío viento procedente del lago hizo temblar a Karin.

Salieron del aparcamiento, aceleraron al pasar por Läckö Kungsgård y dejaron atrás el precioso palacio blanco junto al lago. Karin se sentía cansada y emocionada, pensando en lo que implicaría la información que acababan de obtener. Siri y Arvid nunca habían estado casados.