Fue Waldemar quien los dejó entrar. Siri estaba echada en una tumbona en la habitación de la torre del chalet, leyendo una revista femenina.
—Mira, Carolina Belinder. —Señaló una fotografía.
Waldemar hizo un gesto en dirección a dos sillas de mimbre con cojines blancos. Parecía no haber oído el comentario de su esposa y Siri decidió trasladar la atención a Karin y Folke.
—Nuestra hija Diane la conoce muy bien. Unos padres majísimos. Desgraciadamente, sólo viven aquí en verano, el resto del año en Liechtenstein. Son millonarios, pero gente muy sencilla.
Folke miró fascinado en derredor. Las vistas desde aquella pequeña estancia eran magníficas, pero ese no era el objeto de su interés, sino las plantas. Las había por doquier, la mayoría en flor.
—Fantástico —dijo Folke—. Absolutamente fantástico. —Señaló una flor pequeña y fea y, para sorpresa de Karin, soltó un largo nombre en latín.
Waldemar asintió entusiasmado con la cabeza mientras Siri suspiraba con fastidio. En parte porque nadie se había molestado en comentar o admirar que ella conociera a una persona que aparecía en una revista femenina, en parte porque había aparecido un nuevo friki de la botánica en su casa.
Karin había rumiado una y otra vez las palabras que debería pronunciar, para concluir que lo mejor era ir al grano y acabar cuanto antes, justo cuando tomaba aire para empezar, sonó su móvil, como para salvarla de aquella enojosa situación. Siri la miró con desaprobación, y sus ojos se abrieron de par en par cuando Karin decidió que aquella llamada era más importante que lo que ella podía contarle.
—Disculpe, tengo que cogerlo. —Se fue a la cocina y cerró la puerta antes de contestar.
—Sí, hola, soy Inger, de la parroquia de Torsby. Hablamos hace unas semanas acerca de una boda que se celebró en Marstrand en los años sesenta.
—Sí, claro.
—Hay una cosa a la que no he dejado de darle vueltas. Como ya sabes, guardamos los registros parroquiales en el sótano. Pero todavía tenía el libro de registro de casamientos sobre mi escritorio…
Había dejado un papel a modo de marcador en el libro, y cuando lo saqué me di cuenta.
—¿Te diste cuenta de qué? —Karin empezaba a impacientarse. Oyó que Waldemar y Folke estaban hablando. Esperaba que a su compañero no se le ocurriera decir nada por iniciativa propia.
—De la fecha de la comprobación de capacidad matrimonial.
—Me temo que no acabo de entenderlo. Ahora estoy un poco ocupada… —Empezaba a desear no haber contestado la llamada.
Inger no prestó atención a la observación de Karin.
—Cuando decides casarte, debes solicitar la comprobación de que no existen impedimentos para la boda.
—¿Y bien?
—Pues esa fecha se anota en el libro de registro junto con la fecha de la boda, los nombres de los contrayentes y el del sacerdote celebrante.
—Ya veo, pero…
—Pues falta —se apresuró a decir la mujer de la parroquia de Torsby, excitada.
—¿Qué es lo que falta?
—La fecha de la comprobación.
Karin pensó que podía tratarse de un fallo administrativo, pero, por otro lado, también había aprendido que, de vez en cuando, era precisamente ese tipo de pequeños fallos lo que posibilitaba un avance en la investigación.
—¿Es habitual que falte la fecha de la comprobación?
—No, nunca había visto algo así, y llevo veintiséis años trabajando aquí. Por eso he llamado.
—¿Y qué significa?
—No lo sé. A lo mejor que tenían prisa y no pidieron la comprobación antes de la boda. ¿Sabes si fue así?
—No, pero puedo investigarlo —dijo Karin.
—Si no, es posible que lo sepa Simón Nevelius.
—¿Quién?
—El sacerdote que los casó.
Karin sacó un papelito de su bolsillo, garabateó el nombre del sacerdote y luego la palabra «comprobación» seguida de un signo de interrogación. Le dio las gracias a la mujer y colgó.
Se paró a pensar un poco el orden que debería seguir a partir de entonces. Le pareció fuera de lugar preguntar por qué faltaba aquella fecha a la vez que exponía conclusiones de la forense. Sin embargo, era posible que se viera obligada a hacerlo. Abrió la puerta de la cocina. Folke estaba de pie, sosteniendo un tiesto con una planta a diez centímetros de su cara. Waldemar, a su lado, señalaba algo con el dedo. Siri les había dado la espalda.
—Era algo importante, por lo que veo —dijo en tono cáustico y sin perder de vista sus uñas. Las limaba meticulosamente.
Karin procuró elegir una buena entrada y decidió tutearla.
—Pues sí, así es. Han llamado de la parroquia de Torsby. Cuando te casas, has de solicitar una comprobación previa de posibles impedimentos matrimoniales, pero en el caso de Arvid y tuyo falta esta anotación en el registro. ¿Tienes idea de por qué?
Aunque sólo fue un instante, Karin detectó un cambio en el semblante de Siri. Tan rápido que, más tarde, dudaría de si realmente había tenido lugar.
—No, no tengo ni la menor idea. Fue Arvid quien se encargó del papeleo. ¿No podría ser un fallo por parte de la iglesia? —añadió. Se sopló las uñas cuidadosamente y siguió limándoselas.
—¿Teníais prisa por casaros? —preguntó Karin. Le pareció advertir un cambio en el movimiento de la lima. Ahora era más mecánico y Siri parecía alerta. La pregunta era por qué.
—No, yo diría que no.
Karin decidió contenerse, a pesar de que sabía que había empezado a tirar de un hilo muy interesante.
—Hemos venido porque la forense ya ha terminado su examen. Esas palabras hicieron que Folke devolviera a regañadientes el tiesto a su sitio en el alféizar de la ventana. Tanto él como Waldemar se volvieron hacia Karin.
—¿Podríamos sentarnos? Sintiéndolo mucho, tenemos que comunicaros que Arvid fue envenenado. —Las palabras sonaron rígidas y afectadas, pero a Karin no se le ocurrió otra manera de decirlo.
El semblante de Waldemar parecía indicar que no lo había entendido bien.
—Pero yo creía que se había ahogado. —Miró a Siri, que había palidecido. Su colorete parecían dos rayas pintadas, una en cada mejilla.
—¿No se ahogó? —preguntó Waldemar—. ¿Siri?
—¿Cómo envenenado? —preguntó esta—. Pero si estábamos navegando cuando desapareció. —Había dejado la lima y la revista femenina sobre la mesita supletoria. Se incorporó en la tumbona y posó los pies en el suelo. Se sentó en el borde del reposapiés de la tumbona y repitió la pregunta. Su mirada fue de Karin a Folke y de nuevo a Karin.
—Sabemos muy poco de los acontecimientos. ¿Recordáis si comisteis algo durante la travesía? —preguntó Karin.
Waldemar asintió con la cabeza, pero era Siri quien contestaba a las preguntas.
—Sí, llevábamos una cesta de picnic en el barco. Primero nos dirigimos rumbo al sur y nos detuvimos en una isla para almorzar.
Siri prosiguió su relato y les habló del contenido de aquella cesta. Karin escuchaba al tiempo que pensaba en cómo decirles que abandonaban la investigación. Pero antes de hacerlo todavía le quedaba un asunto que plantear. El tatuaje.
—Con relación al tatuaje que encontramos en el cuerpo de Arvid, ¿recuerdas si alguna vez comentó algo al respecto? —preguntó.
—Pues no, no recuerdo que comentara nada… ¿Es importante?
—No lo sé. Pensamos que tal vez podríais aclararnos algo.
—Anoté los números que me diste, pero no sé dónde dejé el papel —repuso Siri—. ¿Podrías repetírmelos?
—Cinco, siete, cinco, cuatro —enumeró Waldemar de memoria, y se calló, como si hubiera desvelado algo indebido. Había cogido un tiesto y metió un dedo en la tierra para comprobar si estaba seca. La planta tenía una hoja marchita que retiró con cuidado. Se quedó con la hoja en la mano con expresión confusa, hasta que la dejó sobre el alféizar y devolvió el tiesto a su sitio.
Karin abrió la libreta y leyó los números en voz alta.
—Cinco, siete, cinco, cuatro, y uno, uno, dos, nueve. ¿Os dicen algo? —preguntó.
—No, la verdad es que no —respondió Siri sin mirar a Waldemar.
—Cinco, siete, cinco, cuatro, uno, uno, dos, nueve —repitió este casi en un susurro.
Karin arrancó una hoja de su libreta con los números anotados y la dejó sobre la mesa.
—Tenemos que irnos ya —dijo—. Bueno… todo esto ocurrió hace mucho tiempo… —Buscaba las palabras adecuadas para seguir adelante. Podría aducir falta de recursos, sonaría bien. Miró significativamente a Folke, que carraspeó y tomó la palabra. Para algo tenía que servirle, aunque sólo fuera un poco.
—Puesto que ha pasado tanto tiempo y tenemos pendientes muchos casos actuales, nos vemos obligados a abandonar la investigación. Pero hay varios indicios que señalan que la muerte de Arvid no fue accidental.
—¿Queréis decir que alguien quiso matarlo? ¿Es eso lo que decís?
¿O que comió algo en mal estado y que enfermó? —dijo Siri—. Pero ¡si se ahogó! —De repente su voz se hizo más débil—. Pero si se ahogó. Yo estaba allí, se ahogó. No entiendo…
—Sí, sólo estabais vosotros. Pero según la forense fue envenenado, o sea, asesinado. —Folke los miró.
Karin se quedó tan perpleja que sólo atinó a llevarse a Folke de allí cuanto antes. Siri prorrumpió en sonoros sollozos. Waldemar le acarició la espalda e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Karin y Folke. Se fueron.
—Fantástico —dijo él cuando se dirigían hacia el ferry, esperando que Karin le preguntara qué era tan fantástico.
Cansada, ella se preguntó por qué no proseguía sin más, pero siguió el guión y preguntó:
—¿Qué es tan fantástico?
—Pensar que ella, después de tantos años, todavía recuerde con toda exactitud lo que comieron aquel día. Realmente impresionante.
De hecho, la investigación todavía no había terminado, pensó Karin tras echar un vistazo al reloj y constatar que sólo eran las tres y cuarto.
—Folke, ¿vamos a ver si Marta Striedbeck está en casa? —propuso—. Ya sabes, la señora de la que nos habló la mujer del policía jubilado.
—Creo que Carsten fue muy claro. Tenemos que dejar el caso de Arvid Stiernkvist y centrarnos en…
Tras escuchar la monserga con que intentó explicarle que les habían encargado otras tareas, Karin se arrepintió de haberle hecho la pregunta y cambió de táctica.
—Folke, tú que conoces todas las normas y reglas, ¿no dirías que una investigación prosigue hasta que se redacta el informe? —dijo Karin, buscando tocar su tecla reglamentarista. Sin embargo, él no picó.
Subieron al ferry a Koön y se sentaron en el interior de la embarcación, en un oscuro banco lacado. Un calefactor-ventilador zumbaba irradiando calor a los pasajeros que se disponían a cruzar el estrecho. Unos escolares con las mochilas a la espalda y los teléfonos móviles con la música puesta a todo volumen llegaron con el autobús de Ytterby.
—Bueno, pues que tengas un buen fin de semana —dijo Karin, y le dio las llaves del coche a Folke. Ella no tenía la menor intención de cruzar. Después tomaría un autobús de vuelta a Goteburgo. Sorprendido, él la observó encaminarse hacia la casa de Marta Striedbeck en Slottsgatan.
La casa era blanca con los marcos de las ventanas de una tonalidad cobriza. El techado del pequeño porche que daba a la calle adoquinada de Slottsgatan era del mismo color. Era difícil determinar si realmente se trataba de cobre o si eran placas metálicas pintadas. Más tarde, Karin describiría la casa como pequeña e idílica. Una casa antigua, típica del archipiélago rocoso. Desde la verja, unas grandes placas de pizarra formaban un sendero que se bifurcaba en dos más estrechos, cada uno de los cuales conducía a un extremo de la casa. Karin levantó el pestillo de acero inoxidable de la verja y atravesó el jardín hacia la entrada.
Sin duda, a juzgar por los gruesos tallos de los rosales y las lilas, aquel hermoso jardín, al que le faltaba poco para ser silvestre, estaba necesitado de un buen repaso. Las placas de pizarra eran resbaladizas y Karin avanzaba con cautela. La temperatura había superado los cero grados durante el día, pero conforme se iban alargando las sombras y se acercaba la noche, el frío se acrecentaba. Pensó en los vecinos de Marta, que seguramente estarían observándola desde detrás de las cortinas, preguntándose quién sería. Probablemente les parecería que se acercaba a la casa a hurtadillas debido a sus pasos precavidos.
Marta era una mujer pequeña y vivaz, no muy distinta de la señora Elise, la esposa del policía jubilado. Llevaba una falda de tweed, un jersey y una rebeca echada sobre los hombros. Piernas delgadas enfundadas en medias de nailon y los pies calzados en un par de zapatillas gruesas.
—Pasa, pasa —dijo cuando Karin se presentó—. Debería ir al cobertizo por leña, pero no será hoy —añadió a modo de explicación por la ropa que llevaba y el ambiente frío dentro de la casa.
Marta acabó rindiéndose y dejó que Karin fuese al cobertizo contiguo a llenar la cesta de la leña. La pila de leños se había derrumbado y no sería fácil recogerla para una mujer mayor. Karin se apresuró a ordenarla un poco, llevó una cesta llena y luego fue por otra antes de que Marta pudiese protestar. Quiso creer que la mujer había estado ocupada con otras cosas y no había tenido tiempo de ir por leña. Se preguntó qué habría estado haciendo. Un enorme gato gris con las patas delanteras blancas estaba repantigado en un sofá rinconera de tono claro. El mueble era de un diseño inusitadamente moderno.
—Deja sitio, Arkimedes —dijo Marta. El gato abrió los ojos y la miró con expresión de estás-de-broma ¿no?, antes de cerrar los ojos y volverse panza arriba con las patas levantadas. Era evidente quién mandaba en aquella casa.
Como si se conocieran de toda la vida, Marta pidió a Karin que encendiera la estufa. Arkimedes vigilaba sus movimientos, pero pareció satisfecho cuando el fuego prendió en la madera de abedul. Karin cerró una de las portezuelas de cristal de la estufa, pero dejó la otra abierta un rato más. El gato había saltado del sofá para estirarse concienzudamente. Luego se arrastró hacia la visitante para olisquearla. Karin intentó acariciarlo, pero el animal se escurrió para evitar el contacto. Se echó cerca del fuego, que ya había prendido, pero fuera del alcance de Karin. Oyó cómo ronroneaba cuando cerró la segunda portezuela de la estufa.
La casa se hallaba en el lado sur de Muskeviken, con vistas a los barcos de la bahía y parte de la bocana norte.
—Bonitas vistas —comentó Karin.
—Sí, preciosas. Casi siempre hay algo que ver en el puerto.
Un espejo colgaba sobre la mesita del vestíbulo, donde había un modelo antiguo del teléfono Kobran. Debajo había una ordenada pila de revistas que parecían extranjeras. Hacía muchos años que no se hacían reformas en aquella casa, y se percibía el olor característico de una vivienda habitada por una persona mayor. La mujer olía como alguien que tiene la costumbre de airear la ropa, no tanto de lavarla. No es que oliera mal, sencillamente olía a persona mayor. Un olor reconfortante, especialmente perceptible en la diminuta cocina, donde el aroma a café recién hecho y servido miles de veces se había incrustado como una pátina de barniz en las paredes. La cocina era de los años cincuenta y estaba equipada con armarios de pared inclinados hacia fuera por la parte superior y más estrechos por la parte inferior. Los mismos que en la cocina de mi abuela, pensó Karin.
—Podríamos tomar un poco de café —propuso la mujer, y abrió un armario sin esperar respuesta.
El agua se desbordó alegremente cuando llenó la cafetera Don Pedron y la colocó sobre el fogón de la cocina de gas. Karin alabó aquella genial cafetera de cristal, que apenas se encontraba ya.
—Es muy fácil hacer café con ella —dijo Marta, y fue a buscar una bolsa de plástico con una fecha escrita con letras negras.
—Pastas húngaras; las congelo cuando no nos las acabamos.
—¿Eres de Hungría?
—Mi madre lo era. Judía húngara, y a mucha honra. Nací en Hungría, pero llevo tantos años en Suecia que me considero sueca.
—Hablé con Elise y Sten Widstrand. Elise me dijo que hablara contigo si quería saber algo de Arvid Stiernkvist. Tal vez hayas oído algo sobre un cadáver encontrado en Pater Noster. Lo han identificado y parece tratarse de Arvid. —Karin se había sentado en una de las dos sillas de la mesa de la cocina.
—¿Cómo lo identificaron? —preguntó Marta.
—Con la ayuda de una alianza y de su viuda.
—¿De quién has dicho? —La mujer se volvió bruscamente y se le cayó el medidor de café al suelo. Se quedó mirando fijamente a Karin.
—Siri von Langer.
Marta resopló cuando recogió el medidor.
—Siri —masculló, como si fuera un insulto.
—¿De qué conocías a Arvid?
—Arvid —repitió Marta—. Sin duda, una de las personas más maravillosas que he conocido en mi vida.
El calor de la chimenea se había extendido por la casa y Arkimedes incluso había empezado a frotarse contra la pierna de Karin, que se sentía a gusto y conversaba con naturalidad, casi de la misma manera que solía hacerlo con su abuela. Al otro lado de la ventana caía la noche. El café era bueno y las pastas húngaras, exquisitas. Seguramente no fueran del todo saludables, pero por suerte era viernes, se justificó Karin y tomó una más. Marta fue en busca de una fotografía, pero al cabo de un momento llamó a Karin.
—¿Puedes ayudarme?
Karin fue hasta el dormitorio. Tenía buena iluminación y era espacioso, con dos camas individuales pegadas, cubiertas por una colcha de ganchillo. Había una pequeña cómoda con encimera de mármol en una esquina de la habitación. El empapelado de las paredes era blanco con dibujo de enredaderas verdes y flores rosa. Encima de la cómoda colgaban varias fotografías, la mayoría en blanco y negro.
—Parece haberse enganchado. —Marta estaba subida a un taburete bajo, haciendo equilibrios.
Karin se estiró para alcanzar la fotografía y derribó la de al lado. Consiguió atraparla justo antes de que aterrizara sobre la encimera de mármol.
«Las hermanas Ellove», ponía en el dorso. Parecía tomada un día de verano y mostraba a dos mujeres de unos treinta años en un muelle. Una de ellas estaba en cuclillas, amarrando una barca aún con la vela arriada.
—¿Eres tú? —preguntó Karin, y Marta asintió con la cabeza.
—¿Puedes descolgar esa otra?
Karin lo hizo y se la dio. Volvieron a la cocina.
—Arvid y yo —dijo Marta.
Karin reconoció a la mujer que sonreía en la foto. El hombre vestía ropa deportiva y sostenía una pala en una mano, mientras su brazo derecho arropaba a Marta cogiéndola de los hombros. Parecía que alguien acababa de decir algo gracioso porque ambos reían. No cabía duda de que reinaba la armonía entre ellos.
—La foto fue tomada aquí fuera, estábamos plantando aquel rosal de allá. —Señaló por la ventana.
Karin reparó en que el cristal de la ventana ondulaba levemente. Aquí y allí tenía burbujas de aire y lo que parecían granos de arena.
—Solía llamarme Pea, ya sabes, guisante en inglés. Por entonces estaba muy interesada en las matemáticas, así que me iba como anillo al dedo que me llamasen Pi.
Karin echó un vistazo a una revista abierta por la página del sudoku. También había una pluma. Una pluma estilográfica, constató.
Karin solía usar lápiz y, además, prefería los crucigramas.
—¿Erais pareja? —preguntó. Marta rio.
—Se convirtió en mi hermano —dijo, y empezó a contarle un episodio nefasto de aquellos tiempos.
Sonó vacía de sentimientos cuando describió la paz y el sosiego que aquel día se respiraba en la espaciosa casa de la calle Mester, 21, en Debrecen. El piano de cola negro que su madre solía tocar, el armario grande y amplio de roble donde escondían los regalos de cumpleaños, y Tish, su querido perro lanudo. Los primos Ismael y Gertrud, que aquel día estaban de visita, y el hermano pequeño que jugaba con su trenecito sobre la mullida alfombra del vestíbulo. Luego los fuertes golpes en la puerta y las botas que resonaron en las escaleras de barandilla tallada. La voz de Marta iba tornándose fría y afilada como la hoja de un sable mientras avanzaba en su relato.
—Era un día oscuro y lluvioso. Negro como la noche de la desesperanza, poblado de los gritos de la gente. Los disparos de las armas alemanas, balas que segaban vidas judías. Ni siquiera entonces comprendimos la envergadura de lo que estaba pasando. Escritores, pianistas, artistas, vecinos, madres, hermanas, hijos y padres, asesinados sin distinción. Todos los judíos de la ciudad fueron trasladados al gueto y todas las propiedades de los judíos, confiscadas.
Marta todavía recordaba lo que su madre le había dicho a su hermano pequeño mientras lo vestía: «¿Quieres que te ponga pantalones largos o cortos? Si te pongo los cortos parecerás un niño pequeño y dejarán que te quedes conmigo y tu hermana, pero si te pongo los largos parecerás mayor y te verán como mano de obra». Al final le puso los pantalones largos.
Cuando llegaron al campo, se llevaron al padre y el hermano para que trabajasen, mientras que ella y su madre permanecieron allí. A los primos, los pequeños primos, se los llevaron a las duchas. Marta los vio marcharse cogidos de la mano. Recordaba que a su madre le preocupaba que fueran a separarlas de ellos y había preguntado si podía acompañarlos y esperar a que estuvieran aseados. Hasta más tarde, cuando Marta encontró el abrigo y los zapatos rojos de Gertrud entre la ropa que ella y su madre clasificaban, no lo comprendió todo.
Marta se interrumpió y Karin vio que sus manos se movían como si recogieran algo y se lo llevaran al pecho tiernamente. Su mirada era sombría e impenetrable. Luego se perdió en los terribles recuerdos de un oficial alemán que había abusado de ella una noche. Se había acercado furtivamente por detrás y le había tapado la boca con la mano para que no gritase. Él tenía un trozo de pan en la mano y ella tenía un hambre espantosa. Comió y dejó que él le hiciera lo que quisiera. Más tarde descubriría que le había robado la gorra. Un prisionero que se presentaba al recuento sin la gorra era ajusticiado, el alemán lo sabía. De este modo, Marta no podría denunciar el abuso.
Recordó el frío que hacía aquella mañana cuando la llevaron descalza a la plaza de ejecuciones junto con un grupo de mujeres mayores. Recordó su cabeza rasurada, el hambre, los pensamientos, la indiferencia y el asombro al preguntarse qué habría sido de Dios. Sin embargo, milagrosamente las balas no la habían alcanzado. Por la noche salió de la tumba a gatas, apartando los cuerpos caídos sobre ella, y se puso ropa de las muertas. En más de una ocasión se había preguntado si no era peor haber sobrevivido con aquellos recuerdos que haber muerto, para así encontrar la paz.
Gracias a su aguda visión había conseguido escapar entre las sombras, avanzando por la noche y escondiéndose de día. Varias décadas después, aquel oficial alemán había aparecido en Marstrand con un nombre ficticio y sin reconocer a su víctima. Marta lo había vigilado de cerca desde entonces, aunque nunca se lo reveló a nadie.
—Conseguí huir y al final llegué a Londres, donde mi padre tenía contactos de negocios —retomó la cronología del relato—. Gilbert Stiernkvist y su esposa sueca, la señora Alice, me ayudaron y me acogieron como a una hija. Me crie junto a Arvid y su hermano Rune. —Señaló la fotografía—. Cuando la familia de Arvid volvió a Suecia, yo los seguí. Primero a Lysekil (la madre de Arvid, Alice, era de allá) y luego a Goteburgo. Tenían una casa de veraneo aquí, en Marstrand. La voluntad de ayudar a los demás estaba muy arraigada en la familia e intentaron apoyar a los judíos durante el largo proceso de recuperación del dinero en los bancos y las propiedades confiscadas durante la guerra. Cuando los padres de Arvid se hicieron mayores, a Arvid y a mí nos resultó natural hacernos cargo de todo y continuar adelante con el trabajo. El hermano de Arvid había seguido los pasos de su padre y se había formado como jurista, mientras que Arvid optó por la economía pensando en la empresa.
—¿La empresa?
—Tenían una empresa familiar, una compañía de transportes. En un principio, la ayuda a los judíos no fue más que un gesto bondadoso, una obra de caridad, si quieres, pero fue creciendo a medida que hubo más gente a la que socorrer. Cuando dejamos Londres había una oficina independiente abierta a jornada completa dedicada a ayudar a los judíos que huían. Luego, cuando llegamos aquí, el padre de Arvid, Gilbert, abrió una oficina en Goteburgo, desde donde lo dirigía todo. Los hermanos empezaron a colaborar con su padre y, poco a poco, se hicieron cargo de la compañía de transportes.
Karin escuchó atentamente, y al final se vio obligada a hacer una pregunta.
—¿Y Siri? ¿Cuándo entró a formar parte ella?
—Siri. —Marta negó con la cabeza—. Por lo que sé, nunca llegó a formar parte de nada.
Estaba claro que la mujer ocultaba algo. Tal vez no era tan extraño que se mostrara cautelosa ante la curiosidad ajena, teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Sin saber nunca en quien confiar, siempre alerta. Karin era incapaz de figurarse cuan terrible debía de ser una vida así.
—Me cuesta imaginarme a Arvid y Siri juntos, tal como lo describes tú como persona —dijo—. Por eso lo pregunto.
—No me gustaba. Arvid nunca debería haberse casado con ella —respondió Marta secamente.
Karin se contuvo de decirle que la entendía, a pesar de las ganas que tuvo.
—¿Dónde se conocieron ella y Arvid? —preguntó en cambio.
—La contrataron como secretaria en la oficina del abogado de la empresa. Labios pintados de rojo y tacones altos. No valía gran cosa como estenógrafa y ni siquiera escribía bien a máquina, pero siempre estaba ocupada y participaba en largas reuniones a solas con los socios masculinos. No me pronunciaré sobre lo que hacían durante esas reuniones, pero algún beneficio debieron de reportarle, puesto que acabó casándose con uno de los socios. Waldemar von Langer.
A Karin le sonó rara la manera en que pronunció el nombre.
—Siri tenía la mira puesta en los hermanos Stiernkvist. En uno de ellos. El dinero y los títulos era lo único que le interesaba. Ayudar a los judíos a recuperar sus propiedades y una existencia llevadera era, a sus ojos, absolutamente ridículo. No era la única que pensaba así, por cierto. Había mucha gente que simpatizaba con los nazis y muy pocos sabían lo que pasaba en los campos de exterminio.
Marta negó con la cabeza. Los ojos deberían habérsele humedecido, pero ya no le quedaban lágrimas. Se le habían acabado hacía mucho, mucho tiempo. Karin intentó retomar la conversación, pero ya no volvió a ser tan fluida. Ya no era Marta la que hablaba, sino Karin quien hacía las preguntas y la otra quien daba respuestas, cuanto más breves mejor. Karin miró el reloj y temió que ya no hubiera autobuses a Goteburgo.
—Doris —contestó Marta, cuando Karin le preguntó si tenía los horarios de los autobuses.
—¿Perdón?
—Mi vecina, Doris Grenlund. El servicio de transportes municipal la recoge cada viernes y la lleva a casa de su hija que vive en Goteburgo. Seguramente puedas ir con ella si quieres. Porque supongo que querrás ir a Goteburgo, ¿no?
Karin asintió con la cabeza y Marta salió al rellano de la escalera. Tras una breve conversación con su vecina, volvió al salón.
—La recogen en veinte minutos. Puedes esperar aquí, si quieres.
Karin aprovechó para echar un vistazo a los cuadros, la mayoría paisajes.
—Roland Svensson —leyó Karin. El cuadro, en blanco y negro, representaba un modesto puerto donde algunas embarcaciones habían sido arrastradas hasta la arena de la playa, cerca de una casa de piedra.
Marta se acercó y se puso a su lado.
—Islas en el Atlántico, ¿verdad? —dijo Karin, e hizo un gesto hacia el cuadro.
—Qué curioso que lo conozcas. Ha escrito varios libros, pero la mayoría de la gente sólo conoce sus cuadros. Descuélgalo y te enseñaré una cosa.
Tras la experiencia con las fotografías, Karin miró con cuidado el dorso para ver cómo estaba colgado el cuadro antes de bajarlo. Marta lo cogió y le dio la vuelta. Escrito con caligrafía antigua y cuidada, en el dorso se leía: «Marta, mi más sincero agradecimiento».
Karin señaló los números «12/56» que aparecían más abajo y preguntó qué significaban.
—Los cuadros deben colgarse siguiendo un orden determinado si quieres hacerles justicia. En cierta época los tuve colgados cronológicamente. —Señaló el primer lienzo—. El más antiguo solía estar aquí y, luego, por su orden, desde el más antiguo al más reciente. —Hablaba de los cuadros como si fueran seres vivos—. Pero entonces adquirí unos de datación indeterminada y todo el sistema se derrumbó. Así que tuve que buscar otro orden.
—Y ahora, ¿cómo los has clasificado? —preguntó Karin.
—Según la luz del sol. El más oscuro recibe más luz cuando brilla el sol, y, al contrario, el más luminoso es el que menos luz solar tiene.
Karin solía decidir la disposición de los cuadros de otra manera, pero le gustó la idea de la distribución según la luz. Una estantería ocupaba la mayor parte de la pared derecha del salón. Los libros estaban bien ordenados y compartían el espacio con jarrones y otras figuras de adorno sobre los estantes. Estaban representadas todas las materias imaginables, desde Fundamentos de las matemáticas griegas hasta Aprende a hablar con tu gatos.
La conversación decayó, y no fue hasta que Karin se disponía a marcharse cuando decidió contarle a Marta la causa de la muerte de Arvid.
—Por cierto, si te interesa saberlo, Arvid murió envenenado. Lo siento. —Karin no sabía cómo reaccionaría la mujer, pero esta no pareció sorprendida.
—Nunca me creí lo del accidente —se limitó a decir.
—Su cadáver fue hallado en una despensa en la isla de Hamneskär, la del faro Pater Noster. ¿Tienes idea de que podía estar haciendo allí?
—Aunque hoy nadie quiera reconocerlo, entonces había mucha gente que apoyaba a los nazis.
Esa respuesta no servía de gran cosa.
—Sí, lo sé, y es lamentable, pero Arvid murió entre 1963 y 1965, casi veinte años después del final de la guerra.
—Es cierto que la guerra había terminado formalmente, pero hubo quienes la continuaron. La madre de Arvid, Alice, dijo una vez algo sobre la gente que vive en Lysekil. A ver si me acuerdo bien. —Y con voz solemne y vigorosa, la mujer recitó de memoria—:
«En esta ciudad nadie acostumbra a rechistar. Aquí la gente vive en estado de alerta. ¿Dónde viven suecos más dignamente callados que los de Lysekil?».
Karin se sintió incómoda y no supo qué decir.
—Disculpa, pero me temo que no acabo de entenderlo —dijo.
—No. ¿Cómo ibas a entenderlo? ¿Quién podría entenderlo? —repuso Marta, y se centró en colocar la alfombrilla en su sitio con el pie.
—¿Sabes algo de un tatuaje que tenía Arvid? —Marta parecía distante, perdida en sus propios pensamientos, y negó con la cabeza lentamente—. Parece un código cifrado, sólo que no sabemos qué significa —añadió Karin, buscando despertar su interés por el tatuaje.
Tal vez fueron imaginaciones suyas, pero le pareció detectar un leve cambio en su expresión. Sin embargo, la anciana guardó silencio. Karin abrió la libreta y anotó los números del tatuaje en el dorso de su tarjeta de visita. Se la tendió a Marta, que la cogió distraída y se la metió en el bolsillo. Llamaron a la puerta. Era un taxista de uniforme azul y una anciana menuda en silla de ruedas, cuyo rostro debajo del sombrero semejaba una uva pasa, pero se resquebrajó en una sonrisa al ver a Marta. Karin le tendió la mano y le dio las gracias por el café y la charla.
Cuando el taxi se hubo puesto en marcha, Marta levantó el auricular y marcó el número tantas veces marcado. Se metió la mano en el bolsillo y echó un vistazo a lo que había anotado Karin en la tarjeta.
—No sé cuánto saben —dijo. Escuchó a su interlocutor y preguntó—: ¿Cuándo la enviaste? —La respuesta pareció satisfacerla—. Lo único es que tendremos un problema cuando le devuelvan a Siri la ropa de Arvid. Aunque han encontrado el tatuaje, no lo tienen entero —añadió. Su interlocutor dijo algo tranquilizador—. Sí, en eso tienes razón. —Marta asintió con la cabeza y miró por la ventana—. Envenenamiento, según los forenses… —contestó, y su mirada se perdió a través del cristal hasta posarse en el rosal—. Sí, ya sé que lo es, pero creo que ha llegado la hora. Bienvenido.
Goteburgo, 1963
Los negocios iban bien, incluso muy bien, pero no eran precisamente los negocios lo que más ocupaba su mente, sino Elin. Arvid estaba contento de que su hermano Ruñe hubiera asumido mayores responsabilidades. Lo único que le preocupaba era que, de vez en cuando, parecía desaparecer dinero. Tal vez «desaparecer» no fuera la palabra correcta, pero a menudo daban dinero por razones un tanto vagas. Se trataba de cantidades importantes, pero, por otro lado, también había de dónde coger. Sin embargo, resultaba difícil justificarlo cuando toda la gente cercana y querida había muerto. Arvid había tenido que enfrentarse con muchos destinos trágicos. A veces, los supervivientes de los campos de concentración llegaban a parecerle más desgraciados que las víctimas. Seguían cargando con los recuerdos como un castigo sin purgar debido a que sus corazones habían dejado de latir. La culpa estaba allí y el alarido continuaba presente, a pesar de que las voces habían enmudecido mucho tiempo atrás.
Pensó en su padre y se preguntó cómo había podido soportarlo durante tantos años. Y en su madre, que había cedido varias habitaciones de la gran casa a gente que realmente lo necesitaba. Fue un sábado cuando decidió discutirlo con Ruñe. Su hermano estaba sentado en el antiguo despacho del padre. Arvid cerró la puerta, a pesar de que el resto del personal ya se había ido a casa. Ruñe se volvió en la silla y abrió uno de los armarios de madera oscura. Sin mirar las etiquetas de las carpetas sacó una al azar. Encendió la lámpara de latón que había sobre el escritorio y pasó un par de páginas antes de girar la carpeta para enseñársela a Arvid.
—Mira esto. —Fue señalando columnas en las que aparecían consignadas sumas exorbitantes. Arvid siguió su dedo con la mirada—. Es mucho dinero —dijo Ruñe en tono ligeramente inquisitivo.
Arvid asintió con la cabeza.
—Cuentas bancarias suizas —dijo—. También inglesas.
—Dinero sin dueño —prosiguió Ruñe, y alzó la mirada para ver la reacción de su hermano.
—En eso te equivocas, me temo. Naturalmente, el dinero tiene dueño, sólo que no lo han reclamado.
—Pero ¡maldita sea, Arvid, llevan sin tocarlo más de veinte años! ¿Entiendes lo que eso significa? —La silla del padre crujió como protestando contra la exclamación del hijo.
—No maldigas sentado en la silla de papá. Ya sabes lo que diría él. El negocio era de papá y hay que administrarlo siguiendo su espíritu.
Ruñe se inclinó sobre el escritorio inglés y eligió sus palabras con cuidado.
—Deberíamos hacer algo con el dinero, Arvid. Colocarlo en algún lugar.
—Repito: el dinero no es nuestro. —Arvid hablaba en tono pausado y claro, con la mirada fija en Ruñe.
—Pero deberíamos…
—No tenemos ningún derecho a tocarlo sin hablar antes con sus propietarios. —Arvid negó con la cabeza para indicar que la conversación había terminado. Y sin más abandonó la habitación.
No muy lejos de allí, en el piso que compartía con su amiga, Siri estaba sentada, cavilando. Su agenda estaba abierta sobre la mesa a su lado. Tenía un problema que no cesaba de crecer y que en unos meses ya no podría ocultar. Apagó la lámpara con pantalla de cristal verde.
Permaneció sentada en la oscuridad, pensativa. Se masajeó las sienes con los dedos y contempló el retrato de sus padres que colgaba de la pared. El padre parecía preocupado. Se levantó de la silla, descolgó el retrato del clavo y lo colocó de cara hacia la pared. Luego salió al balcón. Llevaba la pitillera de oro que le había regalado Blixten y encendió un cigarrillo lentamente. Dio un par de caladas profundas y la nicotina se propagó por su cuerpo; enseguida notó sus efectos calmantes. Arrojó la colilla a la calle sin mirar y cerró la puerta del balcón. Sus dedos dejaron marcas en el sucio cristal. Corrió las tupidas cortinas verde oscuro y se dirigió con paso decidido a la butaca. La pequeña lámpara de latón iluminaba la mesa donde tenía la agenda, dejando el resto de la estancia a oscuras.
Necesitaba un hombre de verdad, y cuanto antes. Arvid habría sido el candidato ideal, de no haber sido por esa bobalicona que lo tenía encandilado, pero ya lo arreglaría. Tan noble y digna que daban ganas de vomitar. Siri había sido descuidada y ahora tendría que asumir las consecuencias. Tener un hijo como madre soltera quedaba descartado de antemano.
No fue ella, sino Blixten, quien encontró la solución que no sólo le procuraría un apellido decente, sino también dinero. Así él, por su lado, quedaría libre de toda responsabilidad. Siri no quería mostrar su vulnerabilidad diciéndole lo mucho que deseaba el apellido de Blixten y poder decir que era su hijo. La gente debía concluir que se iba lejos para superar el dolor tras la muerte repentina de su digno y casto esposo. Sí, así lo haría.