Karin había cogido la nota cuando ya salía de la comisaría, pero no se había molestado en leerla, puesto que Marita le había dicho lo que ponía. Tenía que llamar a la esposa de Arvid Stiernkvist, pues al parecer ya recordaba el nombre del dentista de su marido. No obstante, ahora que ya habían identificado el cadáver de Arvid, no necesitaban el historial clínico ni las radiografías del dentista.
Karin se metió la nota en un bolsillo y buscó el número en el móvil. Solía guardar en la memoria todos los teléfonos de interés cuando trabajaba en un caso. Le ahorraba tiempo, sobre todo si iba conduciendo y necesitaba llamar a alguien. Más tarde se preguntaría si algo habría cambiado de haberse molestado en leer la nota. Siri parecía jadeante cuando contestó. Quizá estaba en el jardín, o tal vez haciendo cosas en la intimidad con Waldemar. Intentó borrar con un parpadeo la imagen de Siri diciéndole a su marido que tuviese cuidado y no la despeinara. Karin la oyó disculparse en inglés con alguien que seguramente estaba de visita.
—Pues yo no he llamado —dijo luego. Era evidente que intentaba ocultar su irritación.
—Pero es que tengo una nota que dice que la viuda de Arvid Stiernkvist ha llamado preguntando por mí y…
Se hizo un extraño silencio en el auricular, hasta que se volvió a oír la voz nasal de Siri.
—Sí, claro. Pero no era nada importante. Tendrás que disculparme, pero estoy en medio de una entrevista. Con una revista extranjera.
Karin tuvo ganas de mencionarle la fotografía manipulada; sin duda, eso la habría hecho tomarse su tiempo para hablar con ella.
Era obvio que Siri había aprovechado la ocasión para relegar a una antigua rival al olvido. A Karin la maravillaba ver lo que la gente estaba dispuesta a hacer por aparecer en los medios.
Era viernes por la tarde, así que Karin intentó desconectar de todo cuando se puso la chaqueta y les deseó un buen fin de semana a los compañeros que aún quedaban en la comisaría.
Cuando, tras pasar por el supermercado, llegó al piso de Gamla Varvsgatan e introdujo la llave, tuvo la sensación de estar entrando en la casa de otra persona. Había temido sentirse sola al llegar, y por eso entró sin preocuparse por quitarse los zapatos y la chaqueta, encendió todas las lámparas y metió un CD en el equipo de música. De esta manera, el piso vacío le parecería menos solitario.
Acababa de empezar a guardar la comida en la nevera cuando sonó el timbre de la puerta. Sorprendida, miró por la mirilla, pero alguien la estaba tapando con la mano. Alguien había burlado la cerradura del portal y estaba delante de su puerta. Karin miró el reloj. La siete de una tarde de viernes. No pensaba abrir sin saber quién era. El timbre volvió a sonar. Podría ser Göran. Entonces decidió marcar el número de Robban y lo tuvo en la línea mientras abría la puerta.
—¡Tachán! —dijo alguien desde el rellano, alegremente.
Karin dio un respingo y, patidifusa, sólo atinó a echarle los brazos al cuello a su amiga de siempre, Kia.
—Oye, Robban, todo está bien —logró decir al móvil cuando se repuso—. ¡Que tengas un buen fin de semana!
—Discúlpame, Karin, ha sido una insensatez por mi parte. ¿Creíste que era uno de tus delincuentes? —preguntó Kia, y soltó una risita.
—Pasa, pasa —la urgió Karin—. La señora Svedberg se enfadará sin nos quedamos aquí hablando. ¡Ay de aquel que se divierta!
El comentario hizo reír a su amiga.
—¿Qué más da, si de todos modos piensas irte? —contestó en voz alta, antes de que Karin la cogiera del brazo para meterla en el recibidor.
Cerró la puerta y la miró. Kia se había presentado un día antes de lo acordado. La maravillosa Kia, siempre al pie del cañón cuando la necesitabas, para lo bueno y para lo malo, había cogido el coche, dejando a dos niños y un marido en Uddevalla, para acudir en su rescate sin hacer demasiadas preguntas. Karin rompió a llorar desconsoladamente. Había estado muy ocupada desde la ruptura con Göran, apartando todo pensamiento acerca de la separación. Sin embargo, a lo largo de los últimos cinco años ya le había dado, de alguna manera, muchas vueltas a su relación durante los solitarios períodos de seis semanas y, a esas alturas, ya debería haber dejado atrás los llantos. Kia le dio un abrazo.
—Dios mío, ¿qué música deprimente es esa?
—Enya.
—Sí, ya lo oigo, pero no es precisamente reconfortante.
Kia se acercó al equipo de música y sacó el CD para sustituirlo por uno de los primeros de Gyllene Tider. Karin apagó el fluorescente poco romántico del techo de la cocina y, en su lugar, encendió velas. Kia descorchó la botella de vino que había traído y lo sirvió en dos copas.
—Olla criolla —anunció Karin, y señaló con la cabeza los ingredientes que había sobre la encimera de la cocina.
—¡Oh, hace mucho tiempo que no la pruebo! ¡Qué bien! ¿Qué hago?
Karin le dio instrucciones. Su amiga añadió las olivas negras, las salchichas a la cerveza, las cebollitas en vinagre y la nata.
—Oye, y tú ¿qué tal estás? —preguntó Karin.
—Oh. A veces estoy muy cansada. Me levanto a las seis, desayuno, dejo a los niños en la guardería, voy a trabajar y después recojo a los niños en la guardería. Preparo la cena y a las seis vemos el programa infantil Bolibompas. Luego, hora de acostarse de los niños. Y entonces nos quedamos sentados en el sofá como zombis. Jens va y se sienta un rato delante del ordenador. Le encantan sus juegos de golf. Porque el sexo, ¿qué es eso? No te quedan fuerzas para nada, la verdad.
Karin rio y le recordó cómo era antes, cuando Kia dormía fácilmente hasta las once de la mañana.
—Sí, es verdad. Pero eso fue en otra época. Sin embargo, no cambiaría a los niños por nada en el mundo. A Jensan quiero cambiarlo de vez en cuando, pero se me suele pasar.
Karin se acostó en el sofá y dejó que Kia ocupara la cama. Habían estado charlando hasta pasadas las dos.
Después del desayuno del sábado, hicieron una lista con todas las tareas pendientes. Había que revisar el piso y el desván. Kia se encargó de la ropa del armario.
—Ahora en serio, Karin. Este jersey, ¿cuándo lo usaste por última vez? —Sostuvo en el aire una prenda de lana gris que Karin apenas reconoció.
—Hace mucho tiempo, pero es muy bonito.
—En otras palabras, una donación para el Ejército de Salvación —dictaminó Kia, y dejó el jersey en el montón creciente de ropa para donar.
Pasó todo el sábado y la mitad del domingo. Habían hablado, holgazaneado, clasificado y empacado. Al fin y al cabo, el espacio de un barco de diez metros era limitado.
Al final, incluso quedaron cosas para las que no encontró sitio a bordo. Llevaron cinco cajas de mudanza enteras al trastero del aparcamiento de bicicletas de la abuela. A las ocho y media de la tarde del domingo, Kia, la abuela y Karin estaban sentadas en el barco, cenando. Quedaban tres bolsas llenas de trastos debajo de la mesa de navegación. Todo lo demás había sido desempacado, tirado o donado. Karin había echado las llaves de la casa por el buzón de la puerta, tal como habían acordado. Se quedó un instante con las llaves en la mano, recordando el día en que ella y Göran habían conseguido aquel piso. Y a continuación empujó la aleta del buzón y las soltó.
Se montó en la bicicleta inmediatamente después de que ella lo llamara. De todos los estudiantes que había conocido a lo largo de los años, ella había sido la más despierta. Por aquel entonces se llamaba señorita Rylander. Pensaba por sí misma y lo obligaba, incluso a él, a esforzarse al máximo como profesor. Lo había alegrado que ella, al igual que él en su día, eligiera ser médico forense. En cierto modo, era como si siguiera sus pasos. Años más tarde, ella acabó trabajando en su centro de medicina forense de Goteburgo, lo que los acercó aún más. Él quería enseñarle todo lo que sabía, transmitirle toda la experiencia adquirida a lo largo de su vida, mientras ella aprendía las nuevas técnicas, al tanto de todas las innovaciones, y luego se las presentaba a él de una manera concisa y comprensible. Había sido un toma y daca valioso para ambos.
Cuando él se retiró, Margareta se hizo cargo del servicio. Ella solía llamarlo un par de veces al año para pedirle que la ayudara en algún caso especialmente interesante. Lo hacía porque le interesaba conocer su punto de vista, pero sobre todo para que él sintiera que lo necesitaba, que era útil, importante. En realidad, ella ya no necesitaba sus opiniones. Ahora ella era la maestra y él, el alumno.
Margareta abrió la puerta y le dio un abrazo.
—Casi había olvidado lo rápido que eres.
—Una vieja costumbre. Además, he estado en Córcega durante dos semanas, paseando en bicicleta, o sea que estoy en forma.
—Sonrió y la siguió escaleras arriba. El bastón en una mano, el casco de bicicleta en la otra. La puerta se cerró a sus espaldas con un zumbido.
—Acabas de cruzarte con Jerker, el técnico forense. Te habría caído bien —dijo Margareta, al tiempo que se adelantaba por el pasillo para meter un papel en su taquilla y optaba por el ascensor en lugar de las escaleras—. Conque Córcega, ¿eh? Me extrañó que no me llamaras cuando la noticia salió en los periódicos, pero eso lo explica todo, claro.
Y pasó a contarle lo relativo al cadáver encontrado en Pater Noster. Él se detuvo cuando salieron del ascensor.
—¿Hamneskär? —preguntó. ¿Era eso posible?, pensó. ¿Después de tantos años?
—¿Conoces la isla? Sí, claro, tú y tu viejo barco de madera. Casi lo había olvidado.
—¿Mi viejo barco de madera? Es un Drake de caoba africana, construido en 1930 —replicó él, ofendido.
Margareta le ofreció ropa protectora y abrió la puerta de la sala de autopsias. Él miró alrededor.
—Vaya, qué bien estáis aquí.
La sala, situada en la planta baja, tenía buena iluminación natural gracias a unos grandes ventanales de cristal transparente hacia fuera y opacos desde la calle, para que nadie pudiera ver nada. Los abedules empezaban a mostrar brotes, como si la primavera todavía dudase.
El cadáver yacía sobre la mesa más alejada de las dos que había en la sala. Él cruzó el suelo de gres cojeando y se detuvo bruscamente. Miró sorprendido el cuerpo. La piel parecía cuero curtido tensado sobre el esqueleto. La grasa y el agua del cuerpo se habían convertido en cera hasta transformar al hombre en una momia.
Los recuerdos lo transportaron de vuelta a un día sofocante de agosto de hacía más de cuarenta años. Había sido el verano más caluroso desde tiempos inmemoriales y aquel día no lo olvidaría jamás. Había llegado a un punto de inflexión en su vida y abandonado una prometedora carrera de cirujano para hacerse médico forense, una elección que sus allegados nunca habían entendido y que él, por su parte, tampoco había sabido explicar. Tan sólo Karl-Axel lo había comprendido. Y Elin.
—Como verás, el cadáver está muy bien conservado. Por suerte para nosotros, ha estado encerrado en un sótano de piedra bien ventilado, de otro modo no quedaría nada de él. El sótano de piedra se halla por encima del nivel del suelo, y como ha estado emparedado, los insectos no han podido acabar con él. Además, estando en una pequeña isla, lejos de tierra firme, es más fácil evitar estos contratiempos. —Margareta lo miró. Se mostraba extrañamente callado.
—¿Cómo? —dijo, un poco forzado.
—Insectos —repitió Margareta.
Él asintió con la cabeza, incapaz de decir nada, absorto en los pensamientos que rondaban su cabeza.
—El medio ambiente influye constantemente, ¿no era eso lo que solías decir siempre? —Ella sonrió al ver su rostro ausente y le mostró la mano izquierda del cadáver—. Mira, llevaba un anillo hasta hace muy poco. —Margareta le enseñó la marca en el dedo anular.
—¿Quieres decir que alguien se lo quitó cuando encontraron el cuerpo? —se indignó él—. Eso se llama profanación.
—Además, tenía el puño cerrado, por lo que sufrió daños cuando se lo abrieron para quitarle el anillo. —Margareta le mostró la mano huesuda.
—¿Has llegado a alguna conclusión en cuanto a la causa de la muerte? —Él sabía lo complejo que podía ser determinar lo que había provocado un fallecimiento.
—Teniendo en cuenta el estado del cuerpo es difícil decir de qué murió. No hay ningún trauma en el esqueleto. Ni signos de violencia externa. —Se recolocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—El tronco está increíblemente bien conservado, pero no debe de quedar nada de las partes blandas ahí dentro. —Hizo un gesto con la mano.
—Lo mismo he pensado yo. En general, está sorprendentemente bien conservado. Aunque no podemos descartar que le hayan clavado un cuchillo en el corazón, por ejemplo. —Y le mostró el torso, donde sobresalía el esternón.
—Sí, es cierto. ¿Has dicho que estaba emparedado?
—En un sótano de piedra. Se requieren al menos dos o tres semanas con calor de verdad para que el cuerpo empiece a secarse, pero una vez lo ha hecho, el proceso de descomposición se detiene… Era un sótano de piedra bien ventilado. Todo apunta a que falleció y fue emparedado en verano. Además, los técnicos encontraron flores, clavelinas. Ya sabes, esas flores de playa rosadas. Resulta que florecen principalmente en mayo, junio, aunque de hecho también pueden hacerlo incluso entrado el otoño.
—Un verano caluroso y luego un invierno frío. —Apoyó el bastón en el suelo y se desplazó de lado.
Observó al cadáver detenidamente. Su corazón dio un latido de más. Aquel año no hubo otoño. El calor estival se había prolongado hasta bien entrado octubre con temperaturas récord, y después había empezado el invierno sin preludios. Seco y frío. Intentó recordar si había llovido, pero le parecía que no. La época invernal había llegado de golpe, como si a alguien sencillamente se le hubiera olvidado el otoño.
—¿Has considerado la posibilidad de envenenamiento? —Se mordió la lengua—. Si el estómago y el intestino se vaciaron antes de su fallecimiento, la cantidad de bacterias debió de disminuir notablemente. Eso explicaría la excelente conservación del tronco.
—Me parece que es una conclusión un tanto apresurada, sobre todo viniendo de ti. Además, todo depende de con qué lo envenenasen. ¿O tú qué dices? —preguntó Margareta, sorprendida. Miró cavilosa a su antiguo maestro.
No podré engañarla, pensó él. Tal vez podría hacerlo con cualquier otro, pero no con ella.
—Das por sentado que fue envenenado con algo que le provocó vómitos y diarrea. ¿Qué ha sido de tus análisis imparciales que siempre defendías? ¿Lo de estar abierto a cualquier posibilidad y no sacar conclusiones en una fase temprana de la investigación?
Él había prometido no decir nunca nada. Jamás revelar nada.
Pero hacía tanto tiempo de todo aquello… A lo mejor podría encaminarla, apuntar en la dirección correcta. ¿Acaso no había sido una señal lo que lo había llevado hasta allí aquella tarde? ¿Acaso no lo había sido que ella lo hubiera llamado? Le brindaba la oportunidad de cerrar el círculo. Pensó en el juramento que había prestado como médico hacía ya tantos años. Sobre todo el pasaje final: «Respetaré la voluntad de mi paciente. Mantendré en secreto aquello que me sea confiado en la asistencia debida a mis pacientes». A lo largo de los años había pensado en ello a menudo, intentando interpretarlo de otra forma. No traicionar al paciente, esa era la esencia. ¿O no?
—A ver —dijo Margareta—, ¿qué sabes tú que yo no sepa?
—Su mirada seguía fija en él.
Ella sabría mantener la boca cerrada, él lo sabía. Si en alguien podía confiar era en aquella mujer.
Dudó.
—A lo mejor te interesa un tatuaje que encontré en su cuerpo —añadió ella.
—¿Un tatuaje? —De pronto se puso alerta.
—Está en un sitio difícil de encontrar, pero es muy interesante. Los investigadores darán un bote de alegría cuando se enteren.
—¿Qué?
Margareta bajó la potente lámpara regulable del techo para enfocarla, pero se arrepintió. En vez de mostrárselo, se cruzó de brazos.
—Quizá podría enseñártelo si tú antes me cuentas lo que sabes —dijo.
—Eso es chantaje.
—Llámalo mejor intercambio de información. Si no, siempre puedes llamar a la policía. —Margareta sonrió levemente.
Él suspiró hondo.
—Envenenamiento por arsénico —dijo—. Sé que murió de intoxicación por arsénico.
—¿Sabías que todo el trabajo que supone una casa con dos niños equivale a un empleo de jornada completa de cuarenta horas semanales? —comentó Tomas, que estaba sentado a la mesa del desayuno leyendo el periódico el sábado por la mañana—. Es una barbaridad. ¿Realmente puede ser cierto?
—Sin duda lo es —dijo Sara—. Cuarenta horas. Fácilmente.
—Piensa en cuando las mujeres se quedaban en casa y el hombre era quien tenía que traer el dinero. Eso demuestra que no había igualdad. —Tomas negó con la cabeza.
—Hoy en día, la diferencia está en que se espera que las mujeres se hagan cargo de la casa a la vez que tienen un trabajo a jornada completa —dijo Sara, cansada.
—Pero ¿cuarenta horas? Eso es mucho. ¿En qué las emplean?
—Tomas parecía meditarlo seriamente.
—Pues verás, se encargan de la comida y de la ropa, y también de los regalos cuando hay algún cumpleaños. De comprar lo que se necesita, cocinar, pasar el aspirador, hacer la limpieza, las camas, la colada, la ropa blanca, las toallas. Dejar a los niños en la guardería, si se lo pueden permitir. Doblar la ropa, ponerla en su sitio, clasificar y tirar la ropa que se ha quedado pequeña o se ha roto; piensan que ya la zurcirán más tarde, pero saben que no les dará tiempo de hacerlo. Vaciar el lavaplatos y volverlo a cargar con la vajilla que alguien ha metido creyendo que los platos con restos resecos de papilla y las ollas con puré en el fondo quedarán limpios. Por no hablar de los cuencos de comida del gato.
—Parece que pienses que yo no te ayudo —comentó Tomas, irritado.
—¿Qué me ayudas? ¿Te refieres a que el hogar es mi responsabilidad y que tú eres tan justo que «me echas una mano» de vez en cuando? ¿Es eso lo que crees?
Linus levantó los ojos de su plato de yogur. Señaló a Tomas con la cuchara.
—Papá, háblale bien a mamá.
La reprimenda del niño hizo sonreír a Tomas, que bajó la voz.
—Quiero decir… ahora que estás de baja laboral es aún más importante que tengamos ingresos fijos. —Dobló el diario y lo dejó a un lado—. Estoy a punto de conseguir una mejor posición en la empresa, y eso me parece que es bueno. Sé que ahora mismo haces más que yo en casa.
—Entiendo perfectamente que quieras ascender en el trabajo, pero me gustaría que pudieras recoger a los niños. Al menos una vez a la semana.
—Muy bien, pero entonces tendré que acordar con mi jefe una reducción de jornada para que pueda marcharme antes un día a la semana.
—Perfecto, pues hazlo. ¿Cuál es el problema? ¿Y qué pasa si te vas antes? Con lo mucho que ya trabajas.
—Verás, como ya he dicho, es importante que contemos con unos ingresos fijos, ahora que tú estás mal.
—Joder, no creo que me ponga mejor porque se espere de mí que me encargue de todo, sólo porque da la casualidad de que estoy en casa. Es el pez que se muerde la cola. Yo estoy en casa y, por tanto, mi marido puede trabajar hasta tarde, puesto que tiene una mujer que recoge a los niños, lo que le lleva a hacer aún más horas extra en el trabajo y llegar aún más tarde a casa. Por no hablar de cuando los niños están enfermos. No debería quedarme en casa con los niños enfermos, porque, mira por dónde, yo también estoy enferma. Sin embargo, siempre soy yo la que se queda con ellos. ¿Cuántas veces te has quedado tú en casa con alguno de ellos?
—Pero ¿por qué tendría yo que quedarme en casa con los niños si tú ya estás aquí? Ya sabes que tengo la agenda llena de reuniones y demás obligaciones. Tú no tienes ningún compromiso. ¿Estás segura de que no deberías quedarte en casa con los niños enfermos? ¿Te lo han dicho?
—Desde luego. Además, creo que tenemos que repartirnos las tareas.
—O sea, que como tú estás de baja, yo tengo que faltar al trabajo un día para cuidar de los niños, aunque tú estés en casa. ¿Supongo que sabrás que perderíamos un montón de dinero, que no me pagarían el sueldo íntegro y que, además, tendría que recuperar las horas por otro lado?
A veces Sara creía que su marido la entendía, pero en ese caso resultaba evidente que no. Era como si se hubiera abierto un abismo entre ellos. Al principio apenas fue visible, pero últimamente costaba cada vez más superarlo. Y, en cierto modo, Tomas hacía que pareciese que todo era su culpa.
—Mamá, ¿qué es esto? —preguntó Linnéa y agitó la invitación a la cena familiar que Sara casi había conseguido olvidar—. ¿Puedo dibujar en ella?
Sara le pasó un bolígrafo y vio que Tomas ponía mala cara.
—¿Qué hacemos con esa cena? —preguntó—. A mí me parece que sería divertido ir.
—Pues hazlo. Puedes ir si quieres. Llévate a los niños.
—Pero entonces no tendré tiempo para hablar con nadie, tendré que estar pendiente de ellos todo el rato.
—Pues entonces pídele a tu madre que se cuide de ellos.
—Sabes muy bien que eso no es posible. No puedo pedirle que cuide de nuestros hijos durante una cena familiar. Supongo que lo comprenderás.
—Entonces tendrás que decir que no a la cena.
—Pero mamá ya ha dicho que nosotros también asistiremos… Sara notó cómo la sangre le subía a la cabeza.
—¿Qué estás diciendo? Yo no pienso ir a esa maldita cena. Supongo que Diane irá para exhibirse ella y a sus hijos. Y que Alexander, como de costumbre, estará ocupado.
Tomas levantó la mirada.
—De hecho, creo que Diane no podrá ir ese día.
—Ya, supongo que habrá rebajas en algún sitio. ¿Y quién no le daría prioridad a eso, antes que asistir a una cena familiar con unos padres que te dicen que deberías haber planchado la blusa mejor?
—¡Ya basta, joder! ¿Por qué siempre tienes que hablar mal de mis padres? Francamente, no entiendo de dónde sacas todo esto. ¿Tan mal piensas de ellos? —Tomas parecía a punto de decir algo, pero se arrepintió, se puso en pie y se largó.
La verdad era que le costaba mucho negarse, pero las pocas veces que lo hacía, él parecía no oírla. O, si lo hacía, le daba la vuelta a la discusión. A sus ojos, Siri y Waldemar no tenían fallos y siempre acudía en su ayuda. Por no hablar de Diane.
En el ambulatorio pediátrico le habían preguntado cómo se encontraba. Apenas se había atrevido a responder por miedo a que lo hicieran constar en algún informe, que la considerasen inepta como madre. En vez de eso, había mantenido la compostura y contestado con la mayor diplomacia que fue capaz de exhibir. Si Tomas y ella se separaban, una anotación como aquella quizá le daría la guarda y custodia de los niños a él. Dios mío, pensó más tarde. ¿Tan lejos habían llegado? Divorcio. Tal vez las cosas habrían ido mejor si Tomas hubiera estado allí para apoyarla, o si sus padres lo hubieran hecho. Si hubieran pasado por allí con la cena hecha cuando ellos trabajaban hasta tarde, si se hubieran hecho cargo de los niños para que ella y Tomas pudieran descansar un fin de semana o hacer un viaje juntos. No, no sólo era culpa de él.
No fue hasta la mañana del martes siguiente cuando las cosas empezaron a moverse en serio en la investigación. Al menos, eso creyó Karin al principio. Cuando contestó al teléfono, oyó la voz enérgica de la forense Margareta Rylander-Lilja.
—¡Buenos días! Tres cosas, Karin, que considero claves. Lo primero es que tu amigo de la isla al norte de Marstrand fue envenenado. Lo segundo es algo que falta: el hombre llevaba un anillo en el dedo anular. Jerker estuvo presente durante la autopsia y nos contó que habíais encontrado un anillo.
Karin le explicó que Roland les había entregado un anillo.
—Jerker y yo estamos de acuerdo en que ese no era el anillo que llevaba en el dedo —dijo Margareta.
—No tenemos otro —respondió Karin.
—Ya, eso tengo entendido. Lo único que digo es que el anillo que tenéis no es el que llevaba el hombre, pero creo que eso Jerker ya te lo explicó.
—¿Y cuál es la tercera cosa? —preguntó Karin.
—Es la mejor. Te va a encantar: un tatuaje.
—¿Y qué representa?
—Nada. Se trata de cifras.
—¿Cifras? —repitió Karin.
—Cinco siete cinco cuatro, y luego un espacio, y después uno uno dos nueve.
Margareta repitió los números y Karin los anotó en su libreta: 5754 y 1129. Detrás del 54 y el 29 ponía algo, indescifrable por lo borroso que estaba.
—Este hombre es un verdadero misterio. Nada de tonterías, sino todo a lo grande, con estilo —dijo Margareta antes de colgar.
Karin no pudo más que darle la razón cuando repasó el informe de la forense. El hombre había fallecido entre 1955 y 1965, pero puesto que se casó en 1963, lógicamente tenía que haber sido entre 1963 y 1965.
Karin llamó a una puerta cuyo letrero anunciaba que correspondía al comisario de la brigada criminal Carsten Heed. Este abrió con el móvil pegado a la oreja y señaló una de las butacas que había en el despacho. Karin tomó asiento, pero al momento se levantó, como si hubiera olvidado algo. Le hizo señas a Carsten, que seguía hablando por el móvil. Cinco minutos más tarde volvió en compañía de Folke y tres tazas de café.
—¿Envenenado? ¡Caramba! —dijo Carsten cuando Karin lo puso al día. Dejó la taza sobre el escritorio.
—Aunque, desde un punto de vista jurídico, al tratarse de un asesinato cometido hace más de veinte años, el delito ya ha prescrito. Si es que se trata de un asesinato, claro —añadió Folke. Desde luego, conocía las reglas del juego.
Karin se arrepintió de haber ido a buscarlo. ¿En qué estaría pensando al creer que Folke sería una ayuda, y no un estorbo? Ahora ya no podía pedirle que se fuera.
—Así es —dijo Carsten, y un Folke satisfecho asintió con la cabeza—. En realidad, ¿qué tenemos? —Carsten se volvió hacia Karin.
—Hay varios detalles que no concuerdan. He hecho una lista. —Abrió la libreta por una página marcada con una solapa roja y le presentó los puntos dudosos—. Falta la alianza y hemos encontrado una que resulta ser nueva. Siri no se acordó inmediatamente de la fecha en que se casaron; debería haberse acordado, sobre todo si pensamos que no sólo era el día de su boda, sino también el cumpleaños de Arvid. En cambio, sí recordaba el nombre del sacerdote que los casó. Tampoco tenía ninguna foto de la boda.
—Pero eso no puede decirse que sea ningún delito —dijo Carsten.
—Exacto —terció Folke—. Me inclino por decir que no podría estar más de acuerdo.
Karin lo miró irritada. ¿Me inclino? De vez en cuando, la asombraba pensar que estuviera tan «inclinado». Allí estaba, sentado en la butaca, con su pantalón de raya marcada, camisa recién planchada y una corbata pasada de moda anudada de manera que sobresalía por abajo. Si hubiera sido un detective habilidoso, alguien en quien apoyarse, sin duda le habría perdonado su infame estilo de vestir, pero tal como estaban las cosas, casi todo en él la sacaba de quicio.
—Hay más —prosiguió—. El informe sobre la desaparición y el accidente de Arvid fue escrito por Sten Widstrand, y es el único informe que él llegó a redactar en todos sus años como agente de policía. Precisamente acabo de hablar con Margareta, que me ha contado que, además de que fue envenenado, tiene un tatuaje con los números cinco mil setecientos cincuenta y cuatro y mil ciento veintinueve. —Ella misma se dio cuenta de cómo sonaba todo aquello y supo hacia dónde tendía la cosa.
—Pero eso puede ser cualquier cosa —dijo Folke.
Carsten se removió en la silla, como si se le hubiera dormido el trasero.
—¿Podría ser un número de un campo de concentración, o algo parecido? —preguntó.
—Por lo que tengo entendido, solían tatuar este tipo de números en el brazo. Arvid tiene el tatuaje en la parte inferior de la espalda y, por lo tanto, no era visible, ni siquiera en bañador —dijo Karin.
—Suena interesante, pero si sólo tenemos eso, necesito vuestra asistencia en asuntos más candentes. —Carsten señaló con la cabeza una gruesa carpeta que tenía abierta sobre la mesa.
—Por supuesto —dijo Folke.
—Pero supongo que tendremos que informar a Siri de que su marido fue envenenado —insistió Karin.
—De acuerdo. Hazlo, escribe el informe y luego lo archivamos —decidió Carsten.
—Evidentemente —dijo Folke.
Karin lo miró furiosa. Folke no era de ninguna ayuda.
—Pero… —empezó.
—Muy bien, Karin, ya sé lo que vas a decirme —la cortó Carsten—. Y la respuesta es sí, si te sobra tiempo en algún momento, podéis seguir investigando.
—Puedes dirigirte a mí directamente, no hace falta que hables en plural —dijo Karin, y sonrió en dirección a Folke.
—Es muy posible que tengas razón al sospechar que se trata de un crimen, y sin duda la familia agradecerá tus desvelos. Pero la verdad es que tenemos muchos casos actuales en los que no avanzamos. —Hizo un gesto en dirección a otras tres carpetas que había sobre el estante de laminado de roble.
Karin suspiró, cogió la libreta y el bolígrafo y se fue. No estaba tan segura como Carsten de que la familia apreciara su dedicación al caso. Había llamado a Siri para preguntarle si podían pasarse para hablar con ella, pero la señora Von Langer le había dicho que de ninguna manera podría hacerle un hueco en su agenda del día. Karin se preguntó qué podría ser más importante que aclarar lo que le había pasado a su marido.
No tenía ningunas ganas de archivar el caso de Arvid Stiernkvist, teniendo en cuenta que todavía quedaban tantas imprecisiones y dudas por aclarar. No era sólo que Siri no recordara la fecha de su boda, sencillamente había algo que olía mal. La carpeta azul con los documentos relativos a Arvid Stiernkvist parecía compartir la misma opinión, porque se encabritó y, cuando al final cedió, el índice y todos los papeles cayeron al suelo. Karin los recogió y los dejó desordenados en una pila. Luego abrió la carpeta que le había dado Carsten. La novia de un periodista extranjero freelance había denunciado su desaparición. Estaba de viaje en Suecia y solía enviar los artículos regularmente a su chica. Sin embargo, hacía tres semanas que ella no recibía nada, algo a todas luces inhabitual en él.
Karin intentó concentrarse en el contenido de la carpeta y los e-mails correspondientes que Carsten había adjuntado. Volvió a leer una y otra vez el mismo párrafo sin conseguir asimilarlo. Al final se levantó y fue por un café. En la cocina se encontró a Folke.
—Hoy la señora Siri von Langer no tiene tiempo para recibirnos —le dijo, e hizo un amago de reverencia solemne.
—¡No me digas! —murmuró él, y sirvió café en ambas tazas.
—¿Tienes un momento, Folke? —preguntó Karin, y señaló unas sillas desocupadas.
—Dispara —dijo este, y devolvió la cafetera a su sitio. Desde luego, una expresión impropia de él.
—No sé si soy yo la que se lo inventa, pero hay algo que no con cuerda, ¿estás de acuerdo? —empezó Karin.
—Carsten nos dijo que nos olvidáramos del asunto.
—Sí, lo sé. —Bebió un sorbo de café. Ella se había sentado en una silla, pero Folke seguía de pie al lado de la máquina.
—Además, ha prescrito —añadió él.
Karin se levantó de la silla, cogió su taza y se acercó.
—Sí, es cierto, pero, de todos modos, la señora Von Langer nos ha concedido audiencia mañana a las dos. ¿Te apetece acompañarme?
Folke pareció sorprendido por la pregunta, y Karin también por habérsela planteado.
—Sí, claro que sí —respondió.
—Sólo para que lo sepas: es posible que quiera parar en el McDonald’s de Kungälv a por un café. Así pues, piénsate si lograrás sobrevivir o si prefieres que cojamos cada uno su coche —añadió Karin con una sonrisa.
—Te haré una fotocopia del artículo sobre los riesgos para la salud que corremos en estos tiempos, y tú misma decides —replicó Folke en tono serio.
—Haz más de una copia, por si la pierdo —contestó ella, y volvió a su escritorio. Esperaba que Folke fuera capaz de ver la gracia de su comentario.
El teléfono ya había sonado cuatro veces.
—¡Waldemar! Waldemar, ¿puedes contestar tú? —Por Dios, ¿dónde andaba aquel hombre?—. Von Langer —contestó ella. Esperaba que el esmalte de uñas se hubiera secado lo suficiente, por si tocaba el auricular con las uñas sin querer—. Sí, soy yo —dijo en tono reservado. Era aquella agente de policía, que volvía a llamar. Waldemar apareció arrastrando los pies desde el piso de arriba. ¿Qué hacía allí metido todo el día?
—¿Me llamabas? —preguntó, antes de ver que tenía el inalámbrico pegado a la oreja.
Siri le indicó con la mano que se alejara.
—¿Un tatuaje? —Siri hizo memoria—. No que yo recuerde, pero ya que lo preguntas, debe de haberlo tenido. ¿De qué es el tatuaje?… ¿Números? —exclamó sorprendida. Le hizo señas a Waldemar, que no entendió—. Papel y lápiz —tuvo que mascullar, irritada. ¿Habría alguien más torpe que su marido?
Waldemar abrió el estuche de plata y sacó una hoja y una pluma.
—¡No quiero papel bueno! —bufó Siri—. ¡Papel normal!
—Pero ¿dónde lo guardas?
—En el cajón superior de la cocina. Creo que tú también vives en esta casa, ¿no?
Él agachó la cabeza y se alejó.
—¡No lo encuentro! —gritó desde la cocina.
—Discúlpame un momento —dijo Siri, y dejó el teléfono a un lado, a pesar de que era inalámbrico, y se fue a la cocina con paso decidido.
Tiró de uno de los cajones con tanta fuerza que se quedó con él en la mano, mientras el contenido se derramaba estrepitosamente en el suelo. Sin decir palabra, dejó el cajón sobre la mesa y se agachó para recoger un bloc de notas y un bolígrafo.
—Sí, ya estoy de vuelta —dijo al cabo de un momento, y empezó a escribir lo que Karin le decía. Oyó cómo Waldemar recogía las cosas desperdigadas por el suelo de la cocina.
—Qué extraño. Cinco siete cinco cuatro —anotó, antes de que el bolígrafo dejara de escribir. Bueno, ¡qué más daba! Cuando colgó, Waldemar apareció en la puerta con semblante extrañado.
—¿De qué iba todo eso?
—Un tatuaje que tenía Arvid.
—¡Vaya! ¿Y te han llamado para decirte eso? Eso indica que la policía no tiene mucho que hacer.
—Me han preguntado si yo sabía lo que significaba, puesto que el tatuaje son números. —Le mostró el bloc—. Falta alguno más, pero el bolígrafo ha dejado de escribir y no he podido acabar de anotarlo.
—¿Qué significa? ¿Te han dicho qué quiere decir?
—No, y yo no tengo ni idea —contestó Siri, y dejó el bloc sobre la mesita y se fue.
Waldemar recogió el bloc y miró los números. 5754. Entonces asintió con la cabeza, arrancó la hoja y subió a la primera planta.
Sara apagó la lámpara de la mesa de la cocina y comprobó la puerta principal. Estaba cerrada con llave. Todo parecía más sencillo por la noche. Tal vez sencillo no fuera la palabra adecuada, pero al menos parecía menos difícil. Por la noche solía hacer planes para el día siguiente, pensaba que tal vez debería hacer una visita a la oficina, o a lo mejor tomar el autobús hasta Goteburgo. Sin embargo, cuando llegaba la mañana con su luz despiadada, se daba cuenta de que el viaje tendría que esperar. Llevar a Linus y Linnéa a la guardería ya era una tarea suficientemente dura.
—¿Cuándo volverás al trabajo, Sara? —le había preguntado una de las pedagogas.
Sí, pensó Sara, ¿cuándo empezaré a trabajar de nuevo? Cuando me encuentre mejor, cuando sea capaz de ir al trabajo y comprar leche sin derrumbarme.
—No lo sé —contestó.
Las arrugas en la frente de la pedagoga se tornaron más profundas.
—Los niños tienen un día muy largo aquí, en la guardería. Tal vez podrían pasar más tiempo en casa, ahora que no trabajas. Andamos cortos de personal y, como sabes, tenemos muchos niños.
Para padres que trabajan, pensó Sara. Que aportan su granito de arena. También los demás la despreciaban, no sólo a ella le costaba tomarse en serio su depresión por agotamiento, considerarla una enfermedad.
—Yo tomo zumo de aloe vera cada mañana, sienta muy bien. Deberías probarlo.
Sara había recibido un sinfín de consejos relacionados con las vitaminas y los zumos, pero ella estaba convencida de que lo que necesitaba era tiempo. Tiempo para aterrizar, para volver a ser ella misma. Era como si se hubiera convertido en otra persona, como si se hubiera extraviado.
Y ahora ella, siempre tan obsesionada con ahorrar tiempo, de pronto disponía de todo el tiempo del mundo, de un montón aterrador de tiempo que no sabía cómo manejar; no podía hacer otra cosa que matarlo.
La pedagoga la miró, esperando una respuesta a una pregunta que Sara ya no recordaba.
—Disculpa —dijo esta, y notó que las lágrimas volvían a empañarle los ojos.
—¡Hola, mamá! ¿Nos vamos a casa? —preguntó Linnéa, que apareció por la puerta con la manta en la mano.
—No, cariño. Mamá sólo está hablando un poco con tu señorita.
—Preferimos que nos llaméis maestras de preescolar. ¿Qué me dices? ¿Crees que podrás recogerlos hacia las dos en lugar de a las tres? —La señorita había cogido con un gesto ostensivo el calendario donde aparecía la hora de entrega y recogida de los niños. Empezó a borrar las casillas en las que había anotado la hora de recogida tanto de Linnéa como de Linus para cambiarla de las 15 a las 14 y así quitarse de encima a dos niños un poco antes.
No, pensó Sara. No puede ser. No lo soportaré. Necesito esas horas para recuperarme, para sobrevivir a las noches. Para ser una madre que no llora, al menos no constantemente.
—Lo intentaré —dijo, y se quitó los protectores azules de los zapatos y los dejó en el cubo de plástico de la entrada.
Apenas había cerrado la puerta de la guardería cuando las lágrimas brotaron de sus ojos.
Tengo que aprender a decir que no, tengo que saber negarme, pensó.