8

Anita no sabía qué la había despertado. Se quedó en la cama un rato pensando, hasta que recordó los versos de la noche anterior. Con cuidado, retiró el brazo de Putte. Él gruñó y se volvió hacia el otro lado. Ella se puso el albornoz, bajó la escalera con sus zapatillas de piel de cordero y encendió la luz de la estancia que Putte llamaba «la biblioteca». A ella le parecía demasiado pretencioso. Era una habitación muy agradable con libros, nada más. Los estantes eran de un marrón oscuro con vetas rojizas. Los libros ocupaban las paredes del suelo al techo y habrían oscurecido la estancia de no haber sido por la iluminación empotrada.

Se dirigió con paso decidido hacia una de las estanterías. Primero pasó la mirada por los lomos de los libros y luego el dedo índice. En cierto modo, los libros resultaban tranquilizadores. Tanto su olor como la expectación por lo que contenían.

—Aquí no está —se dijo en voz alta. Dio un paso hasta el estante de al lado, leyó los títulos a través del cristal y posó la mirada en uno en especial—. Tal vez aquí.

La cerradura chasqueó cuando giró la llave. Abrió las altas puertas de cristal con cuidado y sacó el volumen, luego echó un vistazo al que había al lado y también lo cogió. Dejó las puertas abiertas y colocó los libros sobre la mesita lacada antes de sentarse en la butaca de orejas que había al lado. Habría estado bien una taza de té, pero Anita estaba demasiado inquieta. El té tendría que esperar.

Hojeó el primer libro y echó un vistazo impaciente al índice con la esperanza de que la ayudaría a encontrar lo que buscaba. Al final, lo dejó sobre sus rodillas y abrió el segundo. Fue al índice directa mente.

—Hmmm —dijo—. Página ochenta y siete. —Pasó las páginas con fotografías en blanco y negro y notas, pero se atascó en la página treinta y dos, donde había una foto en blanco y negro con un texto al pie. Anita lo leyó.

—¡Maldita sea! Podría ser esto…

Cogió los libros y subió presurosa los escalones, de dos en dos. La estrecha alfombra roja de la escalera sujetada con filetes de latón a ambos lados amortiguó sus pasos. Putte seguía durmiendo. Anita se sentó en el borde de la cama con los libros en el regazo.

—¡Putte, despierta! Creo que ya lo tengo.

Al constatar que había pasado la noche en el dormitorio de su esposa, él se mostró confuso.

—¿Qué pasa? —dijo, pero sonrió y añadió—: Buenos días. Y gracias, una vez más.

Anita llevaba el albornoz de color melocotón y el pelo favorecedoramente alborotado.

—Gracias a ti —contestó ella—. Verás, esos versos de ayer, creo que los he encontrado. Escucha. —Y leyó—:

Entre los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón

sus cimas a veces nevadas

y siempre mudando de color.

Alzó la mirada.

—Creo que podría ser la descripción del mar, tal como dijimos ayer. Neptuno es el dios del mar y el monzón es ciertamente un viento, pero Evert Taube, que me da que tiene algo que ver con todo esto, tenía un barco con ese nombre.

—¡Vaya por Dios! —Putte se frotó los ojos y extendió el brazo para alcanzar las gafas sobre la mesilla. Se pasó una mano por el pelo ralo y se incorporó apoyando la espalda en el cabecero—. ¡Qué guapa estás!

—¿Qué? —dijo Anita—. Espera, que aún tengo más. —Continuó con las dos líneas siguientes de la hoja de papel amarillenta:

A través de la nebulosa de aguanieve y lluvia

te damos la bienvenida al hogar de tu infancia de blancos destellos.

—El faro de Vinga tiene destellos blancos y fue el hogar de infancia de Evert Taube. Hoy en día, la casa del farero es un museo.

—Es verdad —asintió Putte—. Vinga es un faro de atraque y, por tanto, no tiene secciones de color en el cristal. Y a Karl Axel le encantaba Evert Taube.

—Deja que siga. Sí, porque luego está lo de la pareja de novios.

La belleza de la novia es manifiesta

El novio está a su lado, orgulloso,

mas nunca se le ve llegar.

—En este libro, el poeta describe el faro y la almenara roja como una bella pareja de novios. —Anita le acercó el libro y señaló la página—. Ahora sólo me queda el final, que no acabo de entender, lo de la herramienta y lo de descansar en paz, pero tiene que ser Vinga. ¿Tú qué opinas?

—¿Hay un cementerio en Vinga? —preguntó Putte—. Me parece que nunca he oído hablar de él. —Miró el libro. Todo encajaba a la perfección. Tenía que ser Anita quien diera con la solución. Siempre había sido la más culta de los dos. La miró impresionado—. Genial. ¿Podemos llamar a alguien y preguntar si han encontrado alguna vieja herramienta en Vinga? ¿Decías que ahora la casa es un museo? Allí debe de haber viejas herramientas.

Putte bajó de la cama y se anudó el cinturón del albornoz por debajo de la barriga. Estaba a punto de salir del dormitorio cuando se volvió, se acercó a su esposa, que seguía sentada en el mismo sitio, y la besó en la frente.

—Putte —dijo ella, y lo miró con semblante serio—. Dime qué está pasando.

Él había pensado decirle que no pasaba nada, pero en cambio se sentó a su lado, le cogió la mano y le explicó cómo estaban las cosas realmente. El médico le había dicho que era cáncer, pero Putte no creía que fuera demasiado serio, puesto que hasta entonces nada le había dolido especialmente, y tampoco se había encontrado demasiado mal. En realidad, no sabía mucho más, sólo que habría que hacer más pruebas.

La primera llamada al astillero de Ringen aquella mañana la hizo Putte, que quería botar su Targa 37 inmediatamente. El personal del astillero se apresuró a modificar su programa y a la hora del almuerzo la lancha a motor ya tenía el depósito lleno y estaba lista para zarpar. Al principio, Anita había intentado disuadirlo, pero tras una breve discusión había preparado una cesta de comida y anulado su clase de francés. El sol brillaba, pero soplaba un viento primaveral frío y cortante cuando pusieron rumbo sur. Anita miró de soslayo a su marido, con ganas de preguntarle dónde había estado tanto tiempo.

En su ruta sólo se encontraron con un solitario velero verde con bandera holandesa. Una pareja de unos setenta años iba sentada en cubierta, cada uno sosteniendo una taza humeante. Ambos saludaron alegremente a Putte y Anita agitando la mano. Anita no dijo nada, pero se preguntó si Putte viviría para celebrar su setenta cumpleaños. Se preguntó si él también estaría pensando lo mismo, si barajaba esa posibilidad, en caso de que las cosas se precipitaran.

El puerto de Vinga estaba desierto. La corriente a través del angosto estrecho era fuerte, a juzgar por las algas que pasaban a toda velocidad en el agua transparente, pero el motor rugió y la lancha se abrió paso hasta el muelle. Putte había accionado los propulsores de roda, aunque en realidad no hiciera falta. Anita meneó la cabeza. Los hombres nunca dejaban de ser niños, sólo cambiaban de juguetes.

Normalmente, el pequeño puerto estaba atestado de embarcaciones, pero aquel día pudieron pegarse al muelle, coger tranquilamente un cabo para el amarre y echar el rezón. El quiosco que la asociación Amigos de Vinga llevaba en verano estaba cerrado, asegurado con grandes contraventanas de madera.

—¡Ven! —Anita estaba impaciente.

Tras haber amarrado el cabo de popa, subió veloz la escalerilla del muelle hasta el paseo que conducía a la casa del faro y, luego, hasta el faro mismo y la almenara. La gran baliza pintada de rojo parecía una pirámide con una esfera en lo alto de la aguja, al lado del poderoso faro. La almenara era la novia de Evert Taube y la preciosa torre de piedra de Vinga era el novio. Ni Putte ni Anita vieron nada mientras se dirigían a paso ligero hacia la casa roja que otrora fuera el hogar de infancia de Evert Taube.

—Mierda, está cerrado —dijo Putte después de probar a abrir.

Anita intentó mirar a través de las ventanas, pero estaban demasiado altas. Encontró un cubo esmaltado y le dio la vuelta. Se subió encima y se colocó las manos como anteojeras para mirar dentro. Examinó meticulosamente los objetos que había en las distintas estancias. Hasta que hubo rodeado toda la casa y volvió a la entrada no llamó a su marido.

—¡Ven! ¡Date prisa! Creo que he visto algo.

Putte se había alejado un poco y hablaba por el móvil. Agitó la mano en dirección a Anita y señaló el teléfono. Qué estúpida. ¿Realmente creía que él había cambiado sólo porque habían salido juntos a la aventura? Sin duda era algo relacionado con los negocios lo que lo había llevado, una vez más, a dejarlo todo y abandonar la mesa, el cuidado de los niños o, en este caso, abandonarla a ella.

Volvió a mirar por la ventana. De una pared colgaba un objeto vetusto, el único que se amoldaba al concepto «tiempos pretéritos». Su respiración había empañado el cristal. En un bolsillo de la chaqueta llevaba un viejo pañuelo que, aunque usado, sirvió para limpiar el cristal. Apretó la nariz contra la ventana y aguantó la respiración. Debajo del objeto había un rótulo explicativo, pero de letra tan pequeña que era imposible leerlo, aunque el objeto colgado se distinguía perfectamente. ¿Tal vez debía ir al barco por los prismáticos, para así leer el rótulo?

—Ahí hay un martillo —dijo inquieta y señaló el interior cuando Putte se acercó.

—Un hacha —la corrigió él—. Precisamente acabo de hablar con el presidente de Amigos de Vinga. La encontró el ayudante del farero en la isla en los años cuarenta. Se llamaba Westerberg.

—¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Anita, y miró alrededor. Las casas rojas estaban bien conservadas; los pequeños jardines, cuidados; y los muebles de jardín, apoyados contra el muro con una lona protectora encima. Las señalizaciones blancas en la ladera de la montaña que indicaban los cambios de tramo de la carretera parecían recién pintadas, pero no había nada que llevara a pensar en un hacha, ni un solo indicio a la vista.

Volvieron al barco y comieron el pastel de pollo de Anita acompañándolo con cerveza. Los eideres[6] macho de plumaje blanco y negro parpaban[7] alrededor del barco. A Anita le encantaba ese sonido, a pesar de que, en realidad, se trataba de una lucha por las hembras.

La escasez de hembras de eider era un problema constante para los machos, pero a Anita los graznidos de aquellos patos marinos del Ártico le resultaban plácidos.

—Bien, ahora sabemos que la herramienta es un hacha, pero ¿qué hacemos con este dato? —dijo Putte, al tiempo que sacaba el papel con los versos.

—Karl Axel, tan ingenioso él —suspiró Anita, meditabunda.

—Desde luego. —Putte se encogió de hombros—. Pero la última estrofa, la que no hemos resuelto, ¿qué puede significar?

Ella volvió a leer los versos una vez más, lentamente y con gran meticulosidad:

Una herramienta de tiempos pretéritos

cerca del lugar donde tantos descansan en paz.

Las islas yacían sigilosas y en reposo, a la espera de una estación más calurosa, cuando Anita y Putte abandonaron Vinga en dirección norte, hacia Marstrand. Durante el viaje de vuelta, la conversación giró sobre todo en torno a la enfermedad de él, no tanto respecto al tesoro de Karl Axel. Putte no sabía muy bien qué decir. Los médicos necesitaban hacerle más pruebas y tendría que volver, eso era lo único seguro por el momento. Anita no quedó ni mucho menos satisfecha con la respuesta, pero eso era todo lo que su marido sabía.

Anita encendió el foco que iluminaba el barco en miniatura. Los dos se quedaron contemplándolo hasta que ella se fue a ver el último episodio de un serial policiaco. Él se quedó en la biblioteca.

—Vinga —musitó para sí—. El hogar de la infancia, un hacha.

Se sirvió un whisky y lo olisqueó un instante antes de volver a dejarlo sobre la mesa. El médico le había dicho que no podía beber alcohol. Fue entonces cuando vio el objeto en que nunca había pensado antes: colgaba del cinturón de uno de los diminutos marineros en cubierta. Putte giró el foco y se inclinó hacia delante. ¡Un hacha!

¿Por qué llevaba un marinero de una maqueta un hacha? Estaba totalmente fuera de lugar.

Tardó dos horas en encontrar la lupa de la madre de Anita entre los trastos del desván. Al final de su vida, la anciana se había quedado ciega, pero antes había podido hacer crucigramas y leer gracias a aquella lupa. Una vez que la pequeña hacha estuvo bajo la gran lente, pudieron ver que llevaba una inscripción.

—¡Qué interesante! ¿Puedes leer qué pone? —El serial televisivo de Anita había terminado y volvía a estar absorta en la búsqueda del tesoro.

—Tendremos que pedirles a los chicos que vengan a hacer limpieza en el desván. Al fin y al cabo, casi todo lo que guardamos ahí es de ellos. —A pesar de ese subterfugio, la voz de Putte delató que el desván le importaba muy poco y que en realidad tenía miedo a la decepción. ¿Y si luego resultaba que el hacha no era la pista que conduciría a la solución?

—Déjate de historias, Putte, y léeme la inscripción.

—¡Mira! —susurró excitado, pero antes de que Anita pudiese echar un vistazo a través de la lupa exclamó—: ¡Maldita sea, «sidan ciento trece»!

—¿Maldita sea? ¿Sólo pone eso?

—Sí, únicamente «sidan ciento trece», o sea página ciento trece.

—¿Qué? ¿De qué libro? —Anita lo miró extrañada.

—Ni idea. Karl Axel me regaló un montón de libros, supongo que se referiría a uno de ellos.

—¿Tenía algún favorito? ¿Alguno del que hablaseis en especial?

La temperatura en la casa había descendido a niveles nocturnos y Anita se había puesto un jersey verde. Putte se lo había comprado durante un viaje a Irlanda. Según él, ese color la favorecía.

—¿Putte? —Anita esperaba una respuesta.

—¿Sí? Disculpa.

—Un libro favorito. ¿Tenía Karl Axel un libro favorito, un relato, un cuento, un mito, lo que sea?

—No que yo recuerde.

—Entonces ¿algún escritor? ¿Algún autor que le gustara especialmente?

—Sí, Evert Taube, claro, pero supongo que este era más poeta que escritor… —Intentó recordar las conversaciones mantenidas con Karl Axel en el puente de mando o sentados a alguna mesa pegajosa en oscuros bares, en compañía de marineros borrachos que se tambaleaban por los rincones del local—. Tendremos que sacar todos los libros que me regaló y echar un vistazo a la página ciento trece de cada uno —concluyó.

Johan estaba en la puerta de la biblioteca, mirando boquiabierto a sus padres. Libros apilados desordenadamente cubrían todo el suelo y las lámparas estaban encendidas en todos los armarios de libros, a pesar de que fuera el sol brillaba y el reloj de pared marcaba las once. Su madre estaba sentada al escritorio, discutiendo algo con su padre, que a su vez estaba inclinado sobre un libro y señalaba algo con el dedo. Estaban tan absortos que ni siquiera se dieron cuenta de su presencia.

—¡Vaya desorden tenéis aquí! ¿Qué estáis haciendo?

—Hola, guapo. Estamos buscando una cosa.

—¿Qué cosa?

—¿Te acuerdas de Karl Axel Strömmer?

—Sí, claro. ¿Qué pasa con él?

—¿Recuerdas si alguna vez te regaló algún libro?

—Supongo que sí. Pero ahora no tengo ni idea.

—Ya. —Putte parecía distraído—. Escucha, en el desván hay muchas cosas tuyas y de Martin. Estaría bien que os pasarais un día y os las llevarais… —sugirió sin mucha convicción.

—Ahora en serio, papá, ¿qué estáis buscando?

Anita se levantó del escritorio. Le dolía la espalda. Se sorprendió al ver lo tarde que era. Llevaba sentada allí más de tres horas.

—¿Tienes hambre? Ahora mismo iba a preparar un poco de comida para tu padre y para mí.

Johan la siguió hasta la cocina. Su madre lo puso al corriente de la carta, el mensaje en el barco en miniatura y el hacha en Vinga.

—¿Botasteis el barco y os fuisteis a Vinga? —Johan soltó una risotada—. Anda ya, mamá…

—Pues sí. Y después papá encontró un hacha diminuta que lleva uno de los marineritos de la maqueta. Y leímos la inscripción del hacha gracias a la lupa de la abuela.

—Vaya. ¿Y qué pone?

—«Página ciento trece». Y ahora estamos intentando encontrar el libro de Karl Axel en el que, tal vez, haya un mensaje en la página ciento trece.

—Suena todo de lo más normal, claro. —Johan había sacado una cerveza de la nevera y estaba con la espalda apoyada contra la encimera y los brazos cruzados. Bebió un trago.

Putte entró en la cocina.

—¿Querías algo, o simplemente pasabas por aquí para acabarte mi cerveza? —preguntó a su hijo.

—La segunda opción es la buena. —Johan sonrió.

—Anita, ¿crees posible que nos hayamos saltado algo?

Ella estaba cortando cebolla para la carne picada. Detuvo la cuchilla y pensó.

—No lo creo. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Estás triste? —se preocupó Putte, y posó una mano sobre su hombro.

—Es por la cebolla, estoy cortando cebolla.

—Bebe un poco de agua, pero no te la tragues. Así no te llorarán los ojos —le aconsejó él.

—¿Qué? —se sorprendió ella.

—Bernhard, el cocinero de un barco, me lo enseñó. Me pregunto si también funcionará con cerveza. —Miró de soslayo hacia la lata de su hijo antes de servirse un vaso de agua. Bebió la mitad, pero se dejó el resto en la boca y se puso a cortar la cebolla que quedaba sin verter ni una lágrima.

—Vaya. Llevamos treinta y siete años casados. Creo que podrías habérmelo dicho antes —refunfuñó Anita.

Putte se tragó el agua y acarició la mejilla de su esposa antes de echar la cebolla a la sartén.

—¿Cuánto tiempo lleváis buscando en los libros?

—Desde ayer por la noche, cuando conseguimos descifrar lo que pone en el hacha. Estuvimos buscando hasta las dos de la madrugada y seguimos esta mañana, desde las siete. Resulta que tenemos un montón de libros que pertenecieron a Karl Axel. Más de los que creíamos.

Johan se acabó la cerveza y dejó la lata sobre la encimera antes de abandonar la cocina. Avanzó con cautela entre las pilas de libros hasta la maqueta del barco.

—¿Página ciento trece? —dijo para sí al leer la inscripción.

—Es lo mejor que he comido nunca —dijo Putte después del almuerzo.

Anita le dedicó una sonrisa.

—Me alegro.

Johan había permanecido callado mientras escuchaba los detalles de la caza del tesoro, pero de pronto empezó a hablar. Sus palabras surgieron de forma pausada, como si siguiera pensando y no hubiera llegado al final de sus elucubraciones.

—«Página», dices, pero sidan no tiene por qué significar la página de un libro. También podría ser el costado de un barco. «Costado ciento trece» podría indicar una parte de la maqueta del barco.

Sus padres se levantaron de la mesa y corrieron hacia la biblioteca. Johan negó con la cabeza, pero no pudo evitar reírse.

—¿Café, mamá?

El artículo ocupaba varias páginas y estaba ilustrado con antiguas fotos de archivo. Cogieron cada uno su diario y se sentaron en la cocina de la comisaría. La primera foto era de Siri llorando, sentada en la cocina y estrujando un pañuelo con encajes y bordados. Miraba tímidamente a la cámara. Su maquillaje era perfecto, o sea que el llanto era un poco dudoso. Karin observó que Siri había cambiado las cortinas y el mantel desde que estuvieron allí. Y las típicas vasijas suecas habían sido trasladadas del salón para que lucieran visibles en el alféizar de la ventana de la cocina. Era poco probable que fuera una casualidad.

«La familia Stiernkvist», rezaba el siguiente titular. Karin lo leyó lentamente.

—¡No, joder! —exclamó Folke.

Ella nunca lo había oído hablar así, pero la alegró que Folke hubiera vuelto, que la claridad con que se había expresado antes pareciera haberle sentado bien.

Folke iba una doble página por delante y le dio la vuelta a su ejemplar para que Karin le echara un vistazo. Se sobresaltó al ver una de las fotografías. Era una instantánea de ella y Siri sentadas en el banco de Medicinarberget, hablando. Sin embargo, esa no era la foto que señalaba Folke, sino una de Arvid en la sala de reconocimientos, con Siri sentada en una silla y cabizbaja. Karin sintió náuseas. ¿Era posible? ¿Aquella mujer le había pedido que saliera de la habitación a fin de hacerse una foto con su esposo fallecido para la prensa?

—Me pidió que la dejara sola… —se justificó.

—A esta mujer le pasa algo muy serio —dijo Folke, y siguió leyendo en voz alta—. «Arvid y yo éramos el eje alrededor del cual todo giraba. Nos invitaban a todas las fiestas y pertenecíamos al círculo íntimo de la alta sociedad. En aquellos tiempos todavía se podía hablar de una verdadera alta sociedad, formada por un reducido y selecto grupo de gente, no como hoy en día, en que cualquiera puede entrar en ella». —El texto aparecía debajo de una fotografía de un grupo de personas distinguidas y sonrientes que se acercaban andando. Las damas llevaban vestidos de gala y los caballeros, esmoquin. Había un círculo alrededor de las cabezas de Siri y Arvid. Al fondo se vislumbraba Societetshuset de Marstrand, o Såsen, lo más de lo más, era como solían llamar popularmente a aquel restaurante balneario.

—Desde luego no da una imagen de sí demasiado simpática —ironizó Karin—. Mi abuela suele decir que cada uno cargue con sus vergüenzas, y eso sin duda es aplicable en este caso. —Y recordó que todavía no le había contado a Folke lo que Jerker les había dicho acerca de la alianza, así que lo hizo.

—¿Nuevo? —dijo Folke con tono escéptico—. ¿No podría ser que sencillamente no llevara el anillo muy a menudo?

—Sí, pero si lo llevaba puesto, al menos la inscripción debería estar un poco sucia. Y no lo estaba.

—A lo mejor alguien limpió el anillo. Por cierto, ¿crees que se lo quitaron los polacos?

—No lo sé, pero parece poco probable, si pensamos que dijeron no sé qué de enterrarlo en tierra consagrada. Siempre y cuando, claro, lo que nos contó Roland Lindstrøm sea verdad. —Karin se reclinó en la silla y se balanceó sobre las dos patas traseras.

—¿Quién?

—El capataz de Pater Noster, Roland Lindstrøm.

—Ah, sí, pero estaba pensando en otro asunto.

—¿La fecha de la boda?

—Bueno, sí, pero siempre cabe la posibilidad de que se le olvide a tu cónyuge. —Folke nunca había olvidado la del día de su boda, en cambio su esposa sí—. No, no era eso, sino lo del pastor.

—¿Qué quieres decir?

—Su nombre. Siri se acordaba de su nombre. Yo, por ejemplo, no tengo ni idea de cómo se llamaba el pastor que nos casó, y eso que suelo acordarme de esa clase de cosas.

—Pero no podemos decir que eso sea ningún crimen. A lo mejor colaboraba con la iglesia. O tal vez habló con el pastor cuando Arvid desapareció.

—Seguramente. Desde luego parece la típica persona religiosa consagrada a la Iglesia —observó Folke con sequedad.

Karin sonrió. O sea que también era capaz de hacer bromas de vez en cuando. Siguieron hablando del caso en el coche, de camino a Mölndal. Ella rechazó amablemente la invitación a cenar. Él se despidió agitando la mano cuando Karin volvió a meter el coche en la carretera. En cierto modo, ha sido un buen día, pensó.

El móvil sonó y Karin no pudo evitar soltar una risita al oír la conocida frase:

—Pues sí, es la vieja bruja pesada quien te llama. Soy la abuela —añadió, como si Karin no la hubiese reconocido.

Se preguntó si podía ser telepatía, porque precisamente estaba de camino a la casa de la abuela. Subió la cuesta de Gårda y aparcó en la calle Danska. La anciana abrió la puerta y le dio un abrazo. Luego miró a su nieta mayor con escepticismo.

—¿Cómo has podido llegar tan rápido? Espero que no hayas pisado demasiado el acelerador.

—He puesto la sirena y las luces de emergencia.

—¡Oh, Dios mío! Supongo que no lo has hecho, dime la verdad.

—¡Por supuesto que sí! Una madre con un cochecito tuvo que echarse a un lado… Pero bueno, abuela, sabes perfectamente que no lo he hecho —añadió rápidamente, pero la anciana ya había iniciado su sermón.

—Como agente de policía, tienes que dar buen ejemplo. Si alguien ve que conduces demasiado rápido y…

—Sí, pero ya te he dicho que estaba bromeando, abuela.

—Porque el otro día leí en el periódico que una agente de policía había…

Karin se arrepintió de haberle tomado el pelo. Decidió cambiar de táctica.

—¡Uyuyuv, qué hambre tengo! —dijo, apostando a carta ganadora.

—¿De veras? Pues he preparado bocadillos de huevo y he descongelado unas tortitas. El café estará listo en un periquete. —La abuela hizo un gesto en dirección a la cafetera, que ya gorgoteaba.

Karin miró a la menuda mujer cuando fue a apagar el fogón. Parece que haya encogido desde la última vez, pensó. Como si cada día se fuera haciendo más y más pequeña. Retiró una silla y se sentó. La mesa de la cocina ya estaba puesta, con un tazón en el lado de Karin y una taza en el de la abuela. Esta sirvió café y luego se sentó en su silla. Puesto que Siri había decidido dirigirse a los diarios con su historia, ya no podía decirse que fuera información confidencial. Karin se lo contó todo a la abuela.

—Lo recuerdo —dijo la anciana—. Hubo mucho revuelo en los diarios entonces. Un montón de hipótesis contradictorias acerca de lo ocurrido.

—¿Como por ejemplo? —preguntó Karin, y dio un mordisco al bocadillo de huevo.

—Nunca salió en la prensa que Arvid y Siri estuvieran casados hasta que él desapareció, y a todo el mundo le sorprendió, la verdad sea dicha. Arvid era un hombre muy apreciado y respetado, de buena familia, mientras que a Siri se la consideraba… bueno, mantenía relaciones un tanto dudosas con varios hombres casados. Era una promiscua. Siempre se la veía de paseo por ahí y dio a luz un bebé poco después de la desaparición de Arvid. Recuerdo que un reportero que le tenía tirria calculó que el bebé, creo que una niña, había sido concebido antes de que Arvid y ella se casaran. Además, para dar a luz se fue al extranjero, creo que a Noruega o Dinamarca. A muchos, entre ellos el reportero, les pareció bastante sospechoso, mientras que otros pensaron que quería recuperar la figura antes de volver a Goteburgo.

—No parece que la gente la aprecie especialmente.

—Es posible que todavía quede algún periódico en el trastero. Tu abuelo siempre le daba la lata a Helia para que recogiera sus cosas, pero creo que la mayor parte sigue allí. Si quieres, podemos echar un vistazo.

Helia era la tía de Karin que siempre había sido una adelantada a su tiempo. El abuelo de Karin y ella habían andado a la greña continuamente, tal vez porque se parecían mucho.

—Pero ¡si ya no te queda café! —La abuela se apresuró a coger la cafetera.

Había pasado mucho tiempo desde la última reforma del piso, lo que significaba, entre otras cosas, que no había extractor de humos en la cocina. El acogedor aroma a café recién hecho y a las tortitas de la abuela se había extendido por la pequeña estancia. Karin vaciló un instante antes de ir al vestíbulo por el diario vespertino con el reportaje sobre Siri.

—Vaya por Dios. —La abuela negó con la cabeza—. ¿O sea que volvió a casarse? Por cierto, ¿qué has hecho con Göran? Supongo que está en casa, ¿no?

Karin debería haber estado preparada para la pregunta. Lo mejor sería decírselo tal como era. Y así lo hizo.

—No me parece especialmente elegante romper un compromiso después de cinco años —opinó la anciana—. Deberías haberlo pensado antes. ¿Qué dirán sus padres?

—¿Qué crees que tenía que haber hecho? ¿Seguir con él, aunque no me sienta bien a su lado? —bufó Karin.

—Podríais haber hablado —dijo la mujer con aire de sabihonda—. Creo que, hoy en día, la gente se rinde con demasiada facilidad. Cuando el abuelo y yo nos casamos…

Karin no conocía a nadie capaz de sacarla tanto de quicio como su querida abuelita.

—Pues muy bien —la interrumpió—. Entonces, si te parece, a lo mejor debería llamarlo y proponerle una fecha para la boda. Así resolveremos todos nuestros problemas.

—Pero querida Karin, sólo pretendía decirte que deberíais hablarlo.

—No hemos hecho más que hablar y hablar. No tienes ni idea de cómo hemos estado, ni de lo mucho que hemos hablado. —Las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas, pero no se molestó en secarlas.

—Seguro que todo se arreglará. Ven, vamos a ver si encontramos algún periódico. —Abrazó a su nieta y le dio una llave con un llavero de lo más decorativo.

El abuelo se había hecho con dos trasteros en el edificio de la calle Danska, 72 A. Uno de ellos estaba en el sótano, donde guardaban las bicicletas. Hacía calor y olía ligeramente a petróleo. Karin recordó el olor de su infancia, cuando para llegar al piso de los abuelos atajaba por el aparcamiento de bicicletas. Se sentó en la banqueta de madera y se colocó la caja de herramientas del abuelo sobre las rodillas. Preguntaría a la abuela si podía llevársela al barco. Una a una, fue sacando las herramientas viejas y gastadas pero bien conservadas. Había sido la primera nieta y el abuelo siempre le había dejado participar en todo. El anciano había tenido una paciencia infinita, pero era sobre todo su testarudez lo que Karin había heredado de él.

Casi había olvidado que lo que estaba buscando eran semanarios cuando apareció la abuela con la otra llave para recordárselo. Los periódicos estaban apilados a lo largo de la pared derecha del trastero. La abuela cogió el segundo de una pila, pues no estaría tan polvoriento como el primero. Resultó un número de la Hemmets Journal, de 1965. Karin empezó a hojearla y leyó en voz alta de la página de consejos para el ama de casa. La abuela rio con ganas. Tardarían mucho en repasar todo aquello.

—¿Con qué periodicidad salían estas revistas? —preguntó Karin.

—Creo que una vez a la semana.

—Cincuenta y dos números al año… Estaría bien si pudiéramos encontrar todas las de 1963. Ese fue el año en que se casaron Siri y Arvid.

Les tomó una hora reunirías, y ya eran más de las diez cuando volvieron al piso. La abuela preparó más bocadillos mientras Karin se duchaba para quitarse el polvo del trastero.

—Si quieres, puedes quedarte a dormir. Así podríamos empezar a revisar las revistas ahora mismo.

Era una de las cosas que le encantaban de su abuela. A pesar de sus ochenta y siete años, conservaba el espíritu aventurero.

A medida que las repasaban una por una, iban dejándolas en un montón.

—¡He encontrado algo! —La anciana se ajustó las gafas y leyó con su voz clara—. «Arvid Stiernkvist y acompañante amenizaron la velada con su presencia». Karin se sorprendió al ver a la mujer que aparecía en la foto. No era Siri, sino una bella rubia que recordaba a Grace Kelly. Repasó el texto con la esperanza de encontrar su nombre, en vano. No obstante, dejó la revista aparte, ya que era lo único que habían encontrado hasta entonces. Una hora más tarde, cuando ya habían repasado gran parte de la pila, la abuela volvió a encontrar algo.

—¡Karin! ¡Escucha! «“El sector del transporte va viento en popa y la empresa prospera”, explicó el señor Arvid Stiernkvist, que estaba invitado a…».

La fotografía era mala, pero Karin la reconoció. Era la misma foto que acababa de ver en el diario vespertino con Folke. Aunque no del todo. Algo era distinto. Karin sacó el diario de la noche y lo abrió por las páginas centrales, donde predominaban las imágenes de Siri. No tuvo que esforzarse demasiado para ver lo que la hacía diferente. En el diario vespertino, Siri y Arvid aparecían juntos, pero en la misma foto, la de la revista de 1963, era otra mujer la que estaba junto a Arvid. Una vez más, aquella rubia. Alguien había manipulado la foto. Todo lo demás era igual, la ropa que llevaba la acompañante era la misma, pero alguien se había molestado en sustituir el rostro de la rubia por el de Siri. Arvid la miró a través del tiempo, como si Karin se hallara al otro lado de la cámara. No parecía encantado con la presencia del fotógrafo. Al fondo se veía el mar. ¿Quién podía ser aquella mujer rubia?