7

Justo antes de las nueve de la mañana del miércoles, un Jaguar verde oscuro se metió en el aparcamiento del departamento de medicina forense de Medicinarberget y aparcó en diagonal, ocupando dos plazas. Descendió Siri von Langer, vestida con pantalones negros, una americana rosa pálido y zapatos a juego de Channel. Karin salió a su encuentro, sorprendida de que Waldemar no la acompañara.

—Suelo usar el Volvo, pero esta mañana Waldemar ya lo había cogido —le explicó Siri, como si Karin hubiera comentado la elección del coche.

—¿Quiere que llame a alguien para que la acompañe? —preguntó ella.

—Waldemar está mal de los nervios. Ya está bien así.

Karin metió un permiso de aparcamiento en el Jaguar. Siri cerró el coche y echó a andar al lado de ella con la espalda bien erguida y aferrada a su bolso de mano. Tenía un aspecto resuelto. Karin se preguntó si habría llegado a contarle a Waldemar su cometido. Seguramente no. La acompañó a la sala de reconocimientos y se mantuvo en un segundo plano. La luz estaba encendida y había dos sillas para las visitas. Siri se quedó de pie, mirando al hombre que yacía allí.

—Arvid, Arvid —dijo—. Qué mal aspecto tienes… ¿Quién hubiera dicho que acabarías así? —Titubeó levemente antes de acercarse al cadáver y sentarse en una silla.

—¿Dónde está su alianza? —preguntó de pronto.

Karin pensó que no volvería a tener una oportunidad mejor para hablarle del anillo que habían encontrado.

—Luego nos sentaremos en otro lugar para repasarlo todo. Tómese el tiempo que necesite.

—Sí, gracias. Espero que no te lo tomes a mal si te pido que me dejes sola.

—No, en absoluto. Esperaré fuera. —Karin abandonó la habitación.

Diez minutos más tarde salió Siri.

Karin había elegido una estancia donde pudieran sentarse, pero desprendía tal tufo a recortes presupuestarios e indolencia generalizada que no se vio con fuerzas para quedarse allí.

—Disculpe, pero el ambiente aquí está muy cargado. ¿Nos sentamos fuera, en un banco?

En cuanto se abrieron las puertas automáticas, el aire les pareció más liviano. Siri parecía más relajada cuando se sentaron bajo un cerezo japonés de flor rosada. Las hojas de las hinchadas campanillas de invierno se marchitaban en los arriates del lado sur del hospital. Entre las campanillas había grupos de narcisos que cualquier día soleado acabarían por abrirse. Siri miró en derredor, como si esperase encontrarse con alguien en particular. Entonces sacó un espejo de bolsillo de un estuche dorado y se retocó el pintalabios.

—¿Dónde está el anillo? La alianza de Arvid —volvió a preguntar.

Karin pensó en la manera de explicarle que Arvid no llevaba el anillo puesto. Lo mejor sería decírselo tal cual.

—El anillo se encontró después de que apareciera el cadáver.

—¿Puedo recuperarlo?

—Por supuesto. En cuanto los técnicos hayan terminado con él. —Karin respiró hondo—. Habrá que hacerle una autopsia.

Siri la miró a los ojos.

—¿Realmente es necesario?

—Ya nos hemos desviado de las normas permitiéndole ver a Arvid antes del examen forense.

—¿No crees que ya me habéis obligado a pasar por suficientes contratiempos? —Siri se enderezó.

—Necesitamos averiguar cuándo falleció. Lo siento, pero así es el procedimiento.

—¿El procedimiento? ¿Eres consciente de que conozco al jefe de policía?

—No, no lo sabía, pero todo esto obedece al fin de que la familia y las autoridades obtengan respuestas a sus preguntas. Para que tú, para que usted, pueda seguir adelante con su vida.

—Yo ya he seguido adelante. No quiero continuar hurgando en el asunto —contestó Siri—. Esta tarde hablaré con la funeraria. ¿Cuándo pueden recoger el cuerpo? —Sus preguntas eran frías y precisas. Se examinó la mano y giró su anillo, de manera que un enorme pedrusco ocupara el lugar central entre otras tres piedras menores.

—La llamaré en cuanto lo sepa —dijo Karin.

Siri se puso en pie y ella la acompañó hasta el coche.

Un hombre con un teleobjetivo las miraba desde la distancia.

El trayecto entre Medicinarberget y la comisaría era corto, pero las obras y las numerosas clases escolares que hacían turismo tuvieron la culpa de que aquella mañana el desplazamiento fuera cualquier cosa menos breve.

Karin le estaba ofreciendo un resumen de los acontecimientos de la mañana a Carsten, cuando alguien llamó a la puerta y los interrumpió. Jerker, un técnico forense, acababa de volver de su luna de miel y parecía encontrarse insultantemente bien. Sostenía un pequeño objeto entre el pulgar y el índice. Karin reconoció la alianza que Roland, el capataz de Hamneskär, les había llevado.

—Luego os daré el informe, pero pensé que os gustaría volver a verlo una vez más. O, mejor dicho, que os gustaría saber algo más sobre él. —Jerker había adoptado una expresión misteriosa.

—¿Lo habéis pasado bien en la luna de miel? —preguntó Karin.

—Fantástico, gracias. Sol y playa.

Estaba claro que Jerker se moría por contarles algo que no guardaba relación con el viaje de novios. No sabía sobre qué pie apoyarse y, al final, se sentó en la punta de una butaca, como si fuera a marcharse en cualquier momento y no tuviera la calma suficiente para sentarse correctamente, esto es, con el cuerpo apoyado en el respaldo.

—Después de haber buscado una alianza en demasiadas joyerías, no pude evitar pensar en el asunto del tío de Pater Noster.

—Arvid —precisó Karin.

—Sí, lo sé. He estado leyendo el informe a escondidas. Echadle un vistazo a mi anillo. —Jerker se quitó la alianza. Una franja blanca atravesaba su dedo anular izquierdo, allí donde no le daba el sol—. Nunca llegamos a prometernos, sino que nos casamos directamente, lo que significa que sólo hace dos semanas que llevo este anillo. No obstante, mirad todos los rasguños que ya tiene, y fijaos en la inscripción grabada en el interior.

Karin miró. Carsten se inclinó para ver mejor.

—¿Y bien? —lo animó a proseguir.

—Pues que Arvid tampoco parece haberse prometido antes de casarse, a juzgar por la inscripción del anillo. Sólo aparece una única fecha. Si echamos un vistazo al exterior del anillo, veremos que, si bien aparecen algunos rasguños en la superficie, estos son muy peculiares. —Jerker parecía excitado y, a la vez, sorprendido por el tibio interés que despertaban sus hallazgos—. Ahora volvemos a coger mi anillo. Quitaos los vuestros también y así entenderéis lo que quiero decir.

Karin se removió un poco en la silla, viendo cómo Carsten intentaba en vano atajar a Jerker, al tiempo que dejaba su alianza sobre el escritorio.

—El tuyo también, Karin —pidió Jerker.

—Ya no lo tengo —contestó, y vio con el rabillo del ojo cómo Carsten negaba con la cabeza levemente.

Jerker no entendía nada.

—¿Lo has perdido?

—Ya no tengo anillo ni pareja —aclaró y, ante la estupefacción del otro, añadió—: Tranquilo, Jerker, no tenías por qué saberlo.

Continúa, que nos tienes en ascuas.

El técnico forense le dio unas torpes palmaditas en el brazo antes de proseguir:

—Bien, echemos un vistazo al anillo de Carsten. ¿Veis la cantidad de suciedad acumulada en la inscripción? Lo mismo ocurre con mi anillo, a pesar de que sólo hace dos semanas que lo llevo. —Miró a Carsten y a Karin antes de coger de la mesa el anillo de Arvid.

—Ahora fijaos en su inscripción. Está totalmente limpia. En cuanto a los rasguños, veréis que son absolutamente regulares. Yo diría que han sido hechos con algún tipo de papel de lija. —Los ojos de Jerker se iluminaron.

Karin arqueó las cejas.

—Vaya, ¿es eso cierto? —dijo—. A veces pienso que, al fin y al cabo, hay alguna razón para que tú seas el técnico forense y no yo.

—¿Quieres decir que el anillo es nuevo? —Carsten parecía anonadado, allí sentado detrás del escritorio.

—Yo diría que sí —contestó Jerker, y se levantó de la butaca—. Bien, os dejo algo en que pensar —añadió, y se escurrió por la puerta con una sonrisa maliciosa.

Karin no pudo resistirse y llamó a Robban para ponerlo al día de la investigación. Le contó cómo había ido la identificación de Siri. Cuando llegó a la alianza, Robban emitió un pequeño silbido.

—¿Nuevo? ¿Eso qué significa? —preguntó.

Karin sostenía el móvil en una mano mientras hacía juegos malabares con una taza de café llena en la otra, y estaba a punto de contestar cuando apareció Folke por el pasillo. Se acercó a grandes zancadas y antes de llegar a su lado empezó a vocear, sin importarle que todo el mundo se volviera para mirarlo:

—¿A qué te refieres exactamente cuando dices que tengo problemas para trabajar en equipo?

—Oye, Robban, he de dejarte. ¡Cuídate! —Karin se apresuró a colgar el teléfono—. Folke, ¿podemos sentarnos a hablar? —Se preguntó de dónde habría sacado la información. No podía subestimarlo sólo porque fuera un gilipollas. Bien mirado, sólo una persona podía habérselo dicho. Karin procuraba no hablar a espaldas de sus colegas, aunque no siempre lo lograba.

—¿Tú le has dicho a Carsten que es difícil trabajar conmigo?

—Folke mantuvo la mirada fija en ella.

¡Mierda!, pensó Karin e intentó mantener la calma, pero el corazón le palpitó por el malestar que sentía y, sin querer, tiró un poco de café al suelo. Una cosa era que Göran la abroncara en casa, pero otra muy distinta que un compañero de trabajo le gritara.

—Le dije que a veces pierdes la perspectiva de las cosas —respondió.

—¿Qué pierdo la perspectiva? Mira, guapa, ¿sabes cuánto tiempo llevo trabajando aquí? —Folke estaba hecho un basilisco.

Karin nunca lo había visto tan enfadado, y a Marita, que había salido al pasillo a por papel para la impresora, se le cayeron dos de los cuatro paquetes de folios que llevaba. Miró a sus colegas con una mezcla de pavor y sorpresa mientras recogía los paquetes.

—No se trata de eso, Folke. Cuando estuvimos en Marstrand… ¿Podemos sentarnos y hablarlo? —Karin no sabía qué decirle. Al fin y al cabo, ya había intentado explicárselo el lunes, en Marstrand. Habría sido preferible que hubiera reaccionado entonces, pues así podrían haberlo arreglado cara a cara.

La conducta irritante de Folke no era nada nuevo. Carsten ya la conocía, el problema estribaba en que todo el mundo en la comisaría evitaba trabajar con él.

—Ven —dijo Karin, y abrió la puerta de una sala de reuniones. Folke estaba soliviantado y no hizo ningún ademán de moverse, sino que abrió la boca para soltarle una nueva retahíla de insultos. Karin entró en la sala y él la siguió, aunque se quedó de pie. Ella dejó la taza de café en la mesa y clavó la mirada en su compañero.

—No creas que puedes venir aquí y… —bufó él, amenazante.

—¡Haz el favor de calmarte! —Karin descargó un violento manotazo sobre la mesa que resonó en la pequeña sala. ¡Maldita sea, cómo escocía! El dolor le hizo saltar las lágrimas y ella parpadeó para contenerlas. Se mordió el labio para guardar la compostura. La taza se había volcado y el café derramado ya goteaba por el borde de la mesa.

—Formalmente es Carsten, pero en la práctica soy yo la responsable de tirar adelante la investigación. Quiero poder trabajar contigo, pero no tengo fuerzas para soportar más clases de sueco ni tanta cháchara. Sobre todo, no funcionará si insistes en tus lecciones magistrales cada vez que intentamos obtener información de alguien. Debemos mantener los mismos objetivos y la misma perspectiva.

Se paró y reflexionó un momento: debía alternar el palo con la zanahoria.

—Por supuesto, tienes mucha experiencia y tu ayuda me resulta muy valiosa —prosiguió—. Ahora que hemos conseguido nuevos datos, me gustaría que pudiéramos cotejarlos juntos, ¿de acuerdo?

—Lo miró y se preguntó qué estaría pensando. Los segundos se arrastraban. ¿No debería Folke decir algo?

Sin pronunciar palabra, él se levantó y salió de la habitación. Al poco rato, volvió a pasar por delante de la puerta, ahora con la chaqueta puesta, a paso ligero hacia la salida. Maldita sea, pensó Karin. No solía dejar las cosas sin resolver. Los conflictos le absorbían mucha energía y no le gustaba que se prolongaran en el tiempo.

Furioso, Folke cruzó Heden para coger el tranvía que lo llevaría a su casa adosada en Mölndal. Nunca antes había tenido que soportar semejante insolencia. Al llegar al local de prensa Pressbyrån de Korsvägen, se detuvo y echó un vistazo a los titulares: «Encontrado el cadáver de hombre desaparecido hace 45 años - Entrevista exclusiva con su esposa en las páginas interiores». Entró y compró un par de ejemplares. Salió y se dirigió a paso ligero hacia la comisaría.

Sara se había sentado en la parte de atrás del autobús y se había encogido en el asiento para pasar inadvertida. Ojalá a nadie se le ocurriera sentarse a su lado para darle charla. No se atrevía a coger el coche, no confiaba en sí misma. La última vez que había llegado a un semáforo, dudó de si la luz roja significaba que debía avanzar o detenerse. Esa experiencia había sido aterradora y, desde entonces, no había vuelto a ponerse al volante. El autobús, por su parte, implicaba estar rodeada de extraños y su pulso se aceleró. Cerró los ojos y respiró hondo, toqueteó los auriculares que llevaba puestos e intentó concentrarse en la música tranquilizadora. Sin embargo, no pudo evitar pensar en Tomas y en la conversación que habían mantenido la noche anterior respecto a una cena familiar a la que estaban invitados.

—Como entenderás, no podemos rechazar la invitación cuando, de hecho, podemos ir. —Tomas había señalado la fecha en la tarjeta en que dos copas de champán doradas entrechocaban en un brindis.

—No soportaré una cena familiar más —había replicado Sara—. Estoy de baja porque no me encuentro bien para ir a trabajar. Y una cena familiar no forma parte precisamente de mi recuperación.

—Tenemos que ir. Diane y Alexander no podrán asistir, lo que hace especialmente importante nuestra presencia. Para mamá será toda una alegría.

Estoy segura, pensó Sara. Habrá comprado algún regalo carísimo al que quiere que contribuyamos. Sólo espero que esta vez se acuerde de poner nuestros nombres en la tarjeta.

—¿Por qué no pueden ir Diane y Alexander? —preguntó, y fue consciente de lo forzada que sonaba su voz. Estoy irritada incluso antes de oír la respuesta, pensó.

—Me parece que él tenía una presentación muy importante.

—Todavía faltan seis semanas para la cena. ¿Me estás diciendo que es habitual pedir una presentación con un mes y medio de antelación? Eso sí que es anticiparse.

—¿Qué te pasa? A mí me parece fantástico que nos reunamos con toda la familia.

Sara suspiró. Sin duda, acabaría cediendo y tendría que ir a esa maldita cena familiar. ¿Acaso Tomas no podía decir que no, que no tenía fuerzas para ello? Y Diane, como de costumbre, se había librado.

Sonó un móvil. Un sonido irritante y molesto. Sara tardó en darse cuenta de que era el suyo. Últimamente no sonaba muy a menudo. Todo el mundo sabía que estaba en casa, de baja.

—Hola, soy Tomas. ¿Va todo bien?

—Sí, claro.

—Suenas rara. ¿Dónde estás?

—De camino a Goteburgo. Ya sabes, tengo esa cita.

—¿Qué cita?

Sara miro alrededor y bajó la voz.

—Con el psicólogo.

—¡Mierda, lo había olvidado! Se me ha liado todo y pensaba pedirte que fueras a recoger a los niños.

—Pero ¿no quedamos en que iría Siri?

Por una vez, la abuela se había comprometido a recoger a Linnéa y Linus en la guardería. Después de pensárselo dos días, había llamado a Tomas para decirle que les haría un hueco. Espero que no se confunda y se lleve a los críos equivocados, había pensado Sara.

—¿Sara? ¿Estás ahí?

—¿Dónde, sino?

—Verás, las cosas se le han liado a Diane y mamá ha tenido que ir a Goteburgo para ayudarla.

Claro que las cosas se le habían liado a Diane, pensó Sara. Seguro que tenía que cocer unos huevos a la vez que mascaba chicle. ¡Qué agobio!

—¿Qué le ha pasado esta vez? —preguntó, reprimiendo el impulso de bajarse del autobús cuando se detuvo en la parada desierta de Nordön—. ¿Se ha quedado enganchada en las escaleras mecánicas de alguna tienda? —añadió, y sonrió al decirlo.

—¿Es necesario que seas tan sarcástica? Mi problema es que tengo una reunión muy importante…

Tu problema es que no eres capaz de decirle que no a tu madre, pensó Sara.

—¿Y esa reunión es más importante que tus hijos?

—No, por supuesto que no, pero me va a costar…

—¿Se lo dijiste a tu madre cuando llamó para desentenderse del asunto? ¿Qué tenías una reunión importante?

—No; no podía negarse a echarle una mano a Diane. No quise ponerle las cosas difíciles. No pensé que tú también estarías ocupada.

Como si eso fuera a cambiar algo, pensó Sara.

—¿Crees que debería bajarme aquí, en la parada de Nordön, y dar media vuelta? —preguntó de mala gana—. Puedo llamar al psicólogo y decirle que no iré… —Tuvo que reconocer que sería maravilloso librarse de la sesión.

—No, sólo estoy pensando en cómo solucionarlo.

Sara miró el indicador de batería del móvil: apenas una rayita.

—Mira, Tomas, me estoy quedando sin batería. Me temo que tendrás que anular tu reunión y recoger a los niños, porque me será difícil… —El teléfono se apagó.

Su primer impulso fue pedirle el móvil a algún pasajero, pero logró serenarse. Deja que lo resuelva él. De hecho, nunca recoge a los niños. Desde que ella estaba de baja, no había ido a recogerlos ni una sola vez. Podía entender que no pudiera llevarlos por la mañana, pero alguna vez podría recogerlos. ¿Era pedir demasiado?

Goteburgo, octubre de 1962

Fue como si se hubiera abierto una puerta de par en par y, una vez que Arvid la hubo cruzado, entendió de repente todos los poemas que su madre les leía por la noche, antes de dormir. Su padre siempre había escuchado y asentido con la cabeza mientras los dos hermanos se miraban a los ojos como si compartieran un secreto, y en cierto modo así era.

El amor había golpeado a Arvid con tal fuerza que no podía ni comer ni dormir, y se sorprendía una y otra vez con una sonrisa perenne en los labios. La sensación era indescriptible, como si estuviera viviendo en las tinieblas. Ella era la luz en su camino. De pronto, los negocios le parecían menos importantes.

El aire de Goteburgo era húmedo y fresco, pero el frío de octubre no pudo con él. Aquella noche, cuando volvía a casa del despacho, pasó por una joyería. Revisó las medidas de los dos anillos y pagó. La dependienta sonrió y le dijo que esperaba volver a verle pronto. Él también. La joven inclinó la cabeza a modo de despedida y le abrió la puerta.

Aunque el paquete era pequeño, le pesaba en el bolsillo del abrigo. Se detuvo varias veces en el camino para tocarlo. Contenía su futuro, o al menos eso esperaba.

Subió por Avenyn y dobló a la derecha al llegar a Vasagatan, al tiempo que pensaba en cómo empezar. Una vez en el piso, se sentó en el estudio con papel y pluma y empezó a redactar la carta. Arrugó el tercer folio y lo lanzó a la papelera. Delante tenía una nueva hoja en blanco.

«Sé que hemos o, mejor dicho, que tú has dudado porque aparentemente somos muy distintos…». Otro folio a la papelera. De vez en cuando tenía la sensación de que las palabras que necesitaba para expresar lo que sentía simplemente no existían, que el idioma era demasiado pobre. Strauss, Mozart y Beethoven lo sabían decir mucho mejor. ¡Ahí estaba! ¡Evert Taube, claro! Sacó la antología de canciones del poeta de la estantería y finalmente encontró «Pierina».

Las anémonas azules y

las flores de almendro

se extienden como una nube sobre las colinas.

Los gallos cantan más allá de las fronteras.

El monte de vino nos aguarda

allá donde crecen las vides,

sobre la tierra rojiza,

pero en el valle sólo floreces tú.

Oh, Pierina, ¿cuándo te decidirás?

¡Pronto tendrás diecinueve años!

¿Oyes en el valle mi madrigal de primavera?

¿Serás mía este año?

Tal vez debería dejarlo ahí, con la pregunta de si quería ser suya. Dejó la hoja sobre el escritorio, se levantó y salió del estudio, atravesó el comedor y entró en el vestíbulo, donde estaba el perchero. Sus largos dedos rebuscaron en el bolsillo del abrigo y cogieron la cajita. Los anillos brillaron ante sus ojos. Que sea lo que Dios quiera, pensó. Sería ella o nadie.