—¿Hola? ¿Sigue ahí? —preguntó Inger, de la secretaría de la parroquia de Torsby.
—Sí, sí, claro, sigo aquí. —Karin no podía ocultar su excitación.
—Veamos. Siri y Arvid contrajeron matrimonio en la iglesia de Marstrand el tres de agosto de 1963.
—¿También tiene sus números de identificación? —preguntó Karin.
—Sí, por supuesto.
—Un segundo, por favor. —Dejó el móvil sobre el ancho muro que cercaba la iglesia y sacó su libreta. La abrió por una hoja en blanco, se colocó el teléfono entre la oreja y el hombro y empezó a tomar nota.
Folke no hizo ademán alguno de ayudarla. Karin rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, ¿qué había hecho de su manos libres? Anotó el número. Tras colgar, se volvió hacia su colega.
—Tenemos el número de identificación de Siri. ¿Llamas tú o llamo yo a comisaría para pedirles que la busquen en el registro civil?
Él carraspeó y contestó:
—Llama tú. —Se paseaba con los brazos a la espalda, mirando las palomas que rondaban con movimientos entrecortados delante de la iglesia.
Se comporta como un jubilado, pensó Karin, y se preguntó cuántos años de servicio le quedarían todavía. Marcó el número y Marita contestó a la primera.
—¡Hola, Karin! ¿Cómo va todo?
—Bueno —dijo Karin con un leve gruñido.
—Me han dicho que has sacado a pasear a Folke.
Miró de soslayo a su compañero.
—Se podría decir así, Marita; ya hablaremos. Necesitamos ayuda con un número de identificación.
—Querrás decir que tú necesitas ayuda… Me imagino que Folke no se estará matando a trabajar.
—Así es.
Karin oyó los ágiles dedos de Marita en el teclado del ordenador.
—Siri von Langer —dijo Marita—. ¿Todavía estáis en Marstrand? O, mejor dicho, ¿en la isla de Marstrand, en Marstrandsön? Supongo que para vivir ahí necesitas tener un von o un van en el nombre. ¿Comprobarás que es correcto?
—Claro —prometió Karin, y pensó en Elise, tan dura de oído, y en sus fantásticos bollos. Ella no se llamaba ni von ni van.
Marita le proporcionó una dirección y un número de teléfono en Marstrandsön. Von Langer. Debió de volver a casarse, pensó Karin. Folke seguía observando los pájaros y ella, irritada, consideró la posibilidad de dejarlo al cuidado de las palomas mientras se iba a ver a Siri von Langer.
—Fiskaregatan —anunció, una vez hubo colgado—. De hecho, Siri vive aquí, en Marstrand. ¿Cómo planteamos esto? —añadió.
—No sé, ¿tú qué opinas? —contestó Folke. Al ver que no era precisamente la respuesta que esperaba Karin, rectificó—: Deberíamos informarle del cadáver que hemos encontrado y preguntarle si puede venir a Goteburgo para identificarlo.
Aquello parecía sacado de un manual, pero no era lo más adecuado cuando se trataba de hablar con personas que habían perdido a un familiar.
—Entenderás que eso no podemos hacerlo. Ni siquiera estamos seguros de que sea él, y no creo que sea conveniente que un familiar lo vea, ¿o tú qué piensas?
Karin ni siquiera se molestó en mostrarse considerada cuando le explicó que ella dirigiría la entrevista. ¿Cómo podía ser que Folke se hubiera hecho policía? Ojalá Robban hubiera estado con ella en su lugar. Este tenía la capacidad de elegir las palabras adecuadas, aunque en ese momento no hubiera podido, puesto que se había quedado afónico y estaba en casa con unas anginas que habían mutado en sinusitis.
Al otro lado de la calle, enfrente de la iglesia, había una peluquería, y Karin prácticamente ordenó a Folke que entrase y preguntase cómo se llegaba a Fiskaregatan. Mientras tanto, aprovechó para llamar por teléfono.
—Hola, Robban, soy Karin. ¿Cómo estás?
La voz de Robban sonó como un graznido. Karin le explicó la situación y mencionó las penosas clases de lengua de Folke. Robban se rio con ganas, hasta que la risa se transformó en un ataque de tos y tuvieron que colgar. Sin duda, tardaría un día más en volver al trabajo, pensó Karin decepcionada. Lo que significaría que tendría que seguir al lado de Folke el Emprendedor.
Por lo visto, Folke no había entendido bien las indicaciones del peluquero, porque tras media hora de paseo por las calles adoquinadas todavía no habían encontrado Fiskaregatan. Al final, un hombre en una motocicleta, que llevaba impreso «El-Otto» en su chaqueta de trabajo azul los ayudó.
La casa era un suntuoso chalet de principios del siglo pasado de madera pintada de blanco y grandes ventanales con marcos bellamente ornamentados. Cada uno de los peldaños que llevaban a la entrada estaba hecho de un bloque entero de granito de Bohus[5], flanqueados por una barandilla de hierro forjado. En la puerta de doble hoja había un elegante letrero de latón que ponía «Von Langer».
Karin no sabía lo que había esperado, pero Siri resultó ser una mujer elegante, de cabello moreno cortado estilo paje y discreto maquillaje. Sus zapatos de tacón resonaron contra el suelo de gres del vestíbulo. Su porte era erguido y llevaba un exquisito vestido gris que le iba un poco ceñido. En el cuello asomaba un pañuelo de Armani. Se presentaron y Karin le preguntó si podía dedicarles unos minutos. A juzgar por el vestido, estaba a punto de salir de casa, pero Karin se equivocó, porque Siri von Langer los invitó a entrar. La casa parecía sacada de una revista de interiorismo, con empapelado de Laura Ashley y tapicerías a juego. Bella y elegante, aunque sin personalidad, salvo por algunas fotografías de los nietos que colgaban en la pared sobre el sofá. Unas alfombras persas auténticas cubrían el parquet en espiga y una chimenea francesa dominaba el salón desde una esquina.
—Preciosa —dijo Karin, y señaló la chimenea.
—Italiana, si no me equivoco —aventuró Folke, para gran sorpresa de Karin.
—¡Bravo! —Siri aplaudió encantada—. Es verdad. La encontramos en la Toscana, cuando estuvimos allí. Es ciertamente fantástica. Me enamoré de ella al instante, y la compramos. —La mujer miró admirada su chimenea.
—Tiene una plátina maravillosa —observó.
¿Plátina?, pensó Karin, a punto de echarse a reír. Debió de querer decir pátina. No hay nada como dárselas de culto con palabras que no conoces. Karin lanzó una mirada suplicante a Folke, que acababa de abrir la boca, pero que, sorprendentemente, consiguió cerrarla sin soltar una temible lección de lengua. Siri siguió hablando de la chimenea. Su voz sonaba constreñida, probablemente porque metía barriga todo el rato. Al final, Karin apenas si podía concentrarse en sus palabras, más preocupada por la respiración forzada y por la manera en que la mujer se volvía para coger aire cuando creía que no la miraban.
—El problema fue que cuando finalmente conseguimos traerla, nadie era capaz de instalarla. Es obvio que en Italia construyen usando otra técnica. Tuvimos que traer a un hombre de allá para que la instalara. Dos semanas tardó en hacerla encajar.
Y sin duda, no fue barato, pensó Karin, al tiempo que intentaba encontrar una manera educada de plantearle el motivo de su visita. Durante todo el camino había cavilado cómo formularlo. Puesto que el hombre llevaba muerto tanto tiempo, debería resultar más fácil que comunicar una muerte reciente, pero para ella la situación era poco habitual y le costaba encontrar las palabras adecuadas. ¿Qué le dices a alguien cuyo marido desapareció hace más de cuarenta años y, de pronto, quizás ha aparecido emparedado en una despensa?
—Como ya le hemos dicho, somos de la policía. ¿Tal vez podríamos sentarnos?
—¿Quieren tomar algo? —ofreció Siri.
Karin se lo agradeció pero rehusó, y se sentaron en el sofá gris con cuidado. La anfitriona se sentó en una silla Emma.
Karin cogió aire y empezó:
—¿Usted no será, por casualidad, la Siri que se casó con Arvid Stiernkvist?
—Sí —dijo ella con voz queda. Juntó las manos sobre las rodillas.
Karin miró a Folke que, por una vez, parecía dispuesto a comportarse.
—Su esposo Arvid desapareció hace muchos años, ¿no es así? —preguntó en un tono inusualmente suave.
Siri asintió con la cabeza. En ese momento, se oyeron pasos en la escalera de madera lacada blanca que conducía al piso superior. Un hombre alto hizo su aparición. Parecía haber estado durmiendo. Se pasó una mano por el pelo ralo y miró extrañado a las visitas.
—Mi esposo, Waldemar —dijo Siri, y presentó a Karin y Folke como agentes de policía.
—¿La policía? ¿Ha ocurrido algo? —Waldemar pareció inquietarse.
—No, claro que no. Tú ve a descansar un poco más —dijo Siri.
Él se colocó al lado de su esposa y posó una mano sobre su hombro. Karin no sabía si continuar, ni cómo, con el marido delante. Tenía la sensación de que Siri hablaría con ellos si se quedaban a solas, pero Waldemar no parecía tener intención de marcharse. Folke se volvió hacia Siri y dijo:
—Hemos encontrado un cadáver en Hamneskär que creemos que podría ser de su exmarido.-Y explicó brevemente los detalles del hallazgo.
Para gran sorpresa de Karin, fue Waldemar y no Siri quien pareció más impresionado. Se tambaleó y se agarró al respaldo de la silla Emma en que estaba sentada su esposa. Palideció como si hubiera visto un fantasma. Karin se apresuró a socorrerlo y el hombre se dejó conducir lentamente hasta el sofá, donde se hundió en el asiento.
—Creo que prepararé un poco de té. —Siri se levantó, cruzó el salón y desapareció tras unas decorativas puertas acristaladas. Los cristales eran emplomados y de colores vivos, con un dibujo de la jungla en que aparecía un papagayo sentado en una rama.
Karin buscó la mirada de Folke e hizo un gesto con la cabeza hacia Waldemar antes de seguir a Siri a la cocina. La anfitriona llenó el hervidor de agua y sacó unas tazas de té antiguas, blancas y con preciosos dibujos azules, que colocó sobre una bandeja. Karin le preguntó si podía ayudarla en algo. La mujer negó con la cabeza.
—Siento que les hayamos traído esta noticia… —se disculpó Karin, vacilante.
La cháchara no era su fuerte. Le hubiera gustado ser más hábil en esa clase de situaciones delicadas, pero, en general, solía despreciar a la gente que sólo hablaba por hablar.
—Qué bonita es su casa. Tiene mucho estilo —dijo al final.
—Sí, desde que los niños se fueron disponemos de más tiempo, para nosotros y para la casa. Aunque desde entonces han ido llegando los nietos.
—¿Cuántos hijos tiene?
—Tres. Un hijo y dos hijas. Nuestro yerno trabaja de agente inmobiliario y está muy solicitado. Él…
Las puertas de los armarios de la cocina estaban pintadas de un color fuerte que Karin llamaba «rojo inglés». Se dijo que aquel tono intenso contrastaba mucho con la mujer que acababa de enterarse de que habían encontrado el cadáver de su primer marido. Karin sabía por experiencia que las personas a quienes acaban de comunicar la muerte de un pariente reaccionan de maneras muy diferentes. No obstante, en este caso la conmoción no incluía la muerte en sí. Sólo el hecho de que lo hubieran encontrado después de tanto tiempo y, además, en la despensa de Pater Noster. Los pensamientos de Karin volvieron a la cocina cuando Siri sirvió el té, cogió la bandeja y se dirigió al salón. En mitad de la alfombra se detuvo. Folke y Waldemar la miraron.
—Las cucharillas —dijo Siri confusa—. Me he dejado las cucharillas.
—Ya voy yo.
Karin volvió a la cocina y vio las cucharillas sobre la encimera. Esta era de madera maciza y tenía una cocina empotrada. Algunas botellas se alineaban sobre una fuente de cerámica cuadrada con gatos pintados. Aceite de oliva Grappolini extra virgen, vinagre balsámico curado extra y aceite a la trufa. Karin cogió las cucharillas, pero una se le escapó y cayó al suelo. Se arrodilló para recogerla y vio el bidón de cinco litros de aceite de oliva del supermercado Hemköp que había debajo de la encimera. En ese momento, le resultó más bien cómico que hubieran encontrado al difunto marido de Siri en una despensa. De todos los lugares, era el más inadecuado para encontrar un cadáver. Volvió al salón con las cucharillas.
—¿Cree que podrá soportar un par de preguntas más? —le preguntó a Siri, que daba sorbitos a su té.
—Es que hace tanto tiempo de aquello… —contestó, y dejó la taza sobre la bandeja con cuidado.
—¿Recuerda la fecha en que se casaron?
—No… sí, el tres de agosto de 1963… —contestó algo confusa. Karin se inclinó y le acarició el brazo.
—Tranquila. Es fácil olvidar algo después de tanto tiempo.
—¡Yo no he olvidado nada! Sé que el pastor se llamaba Simón Nevelius. ¿Cuánta gente hay capaz de recordar algo así? —bufó Siri, ofendida, y apartó el brazo con gesto rápido.
—Disculpe, pero tenemos que preguntárselo para intentar averiguar qué pasó. Sabemos que se llevó a cabo una investigación cuando acababa de ocurrir todo, pero, si no le importa, nos gustaría que nos lo contara usted.
Siri les habló sin titubear del accidente de navegación. Las palabras salieron de su boca con premura y precisión. Que iban cuatro a bordo, pero que dos se habían caído al mar en el fiordo de Marstrand y habían desaparecido.
—Como ya le he dicho antes, encontramos el cadáver en Pater Noster. ¿Tiene alguna idea de cómo pudo acabar allí?
Siri negó con la cabeza y dijo:
—A lo mejor consiguió llegar a tierra firme, o tal vez se ahogó y el mar arrastró su cuerpo hasta las rocas. No lo sé. Pero ¿qué hacía su cuerpo en la despensa?
Karin decidió ignorar la pregunta y, en su lugar, considerar las posibilidades que tenían de identificar al hombre sin que Siri fuera a reconocer el cadáver.
—Si bien es cierto que tenemos la alianza, nos gustaría saber si recuerda a qué dentista iba su marido.
—Pues la verdad es que no lo sé. —Sostenía la taza entre ambas manos sin beber; las manos le temblaban ligeramente.
Waldemar se inclinó y, con delicadeza, le quitó la taza y la dejó en la bandeja.
—¿Tiene alguna fotografía de Arvid, una foto de la boda, por ejemplo?
Siri parecía ausente y simuló que seguía cavilando para sus adentros cuando contestó:
—¿Dónde puede haber alguna foto? ¿En el desván, tal vez? Bueno, podría echar un vistazo allí, a ver qué encuentro. Pero ¿no cree que podría identificarlo yo misma?
Karin pensó en el aspecto que tenía el cadáver y escogió sus palabras con tacto.
—Un cuerpo cambia bastante después del fallecimiento. No es seguro que pueda identificarlo y tal vez sea preferible poder recordarlo tal como era en vida.
Siri asintió quedamente con la cabeza y de pronto pareció recordar que también era la anfitriona.
—¡Bueno, pero si no se han tomado el té! —Echó un vistazo a su reloj y dio un respingo—. ¡Dios mío! Vamos a una fiesta de aniversario, sesenta años, en casa de los Waldrin a las siete, y necesitamos tiempo para arreglarnos.
Karin miró el reloj. Eran las tres. ¿Realmente necesitaban cuatro horas para emperifollarse?
—¿Supongo que habrán oído hablar de la familia Waldrin? —Y sin esperar respuesta, añadió—: Gente maravillosa. Multimillonarios, sí, pero increíblemente naturales y sencillos. Los conocemos muy bien. Todo Marstrand estará ahí.
Karin dudó que todo Marstrand fuera a asistir al festejo. Sin embargo, no pudo resistirse y preguntó:
—O sea que ofrecen una fiesta de puertas abiertas para todo Marstrand. Qué amables.
—No, por Dios, no, por supuesto que no. Pero toda la gente que conocemos está invitada —contestó Siri y, sin siquiera coger aire, preguntó—: ¿Hace mucho frío fuera?
—Hace un tiempo típico de primavera. Variable. Frío al viento, pero calor al sol —contestó Karin.
—Entonces será mejor que lleve mis pieles, no me conviene enfriarme.
Karin no creía que el frío tuviera nada que ver con la elección de vestuario.
—Mira que no acordarse ipso facto de la fecha de su boda —dijo Folke cuando volvieron al coche para regresar a Goteburgo. Era un hombre con sentido para los detalles, pero, lamentablemente, no para manejarse en contextos más amplios. O al menos así lo veía Karin.
—Aunque al final la recordó. Y no olvides que se acordaba del nombre del pastor oficiante. ¿Tú te acuerdas de eso, Folke?
Él lo pensó antes de admitir:
—No, la verdad es que no.
Contra todo pronóstico, Karin encontró un aparcamiento enfrente del piso de Gamla Varvsgatan. Era lunes por la tarde y semana par, por lo que tocaba barrer Karl Johansgatan, que atravesaba todo el barrio de Majoma. De vez en cuando, se saltaban la limpieza, pero, en cambio, lo que muy pocas veces fallaba eran las multas de aparcamiento si se dejaba el coche donde se suponía que había que barrer. Dos minutos después de que Karin aparcara, tres coches con sus conductores estresados doblaron la esquina, buscando sitio en vano.
¡Qué suerte había tenido al salir del trabajo antes que de costumbre!
Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. No se molestó en encender la luz del recibidor, recogió el correo del suelo, se dirigió a la cocina y lo dejó sobre la encimera, al lado de la cafetera. El aparato no era suyo, sino de Göran. Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla y abrió uno de los armarios. Los platos eran de él y los vasos de ella, o sea que estaba claro. Pero ¿qué haría con lo que les habían regalado o habían comprado juntos? Cerró el armario y se sentó. No, era demasiado deprimente quedarse en el piso.
Podía darse una vuelta hasta el velero amarrado en el viejo puerto de Långedrag. Aunque si cogía el coche hasta allí, sería imposible encontrar sitio para aparcar a la vuelta. Da igual, pensó. ¿Qué gracia tiene tener coche si no lo puedes usar?
Media hora más tarde, aparcó en el puerto viejo de Långedrag y subió al velero. En cuanto estaba a bordo, se le pasaba todo.
—Hola, barco —dijo quedamente, y dio una palmadita en la fría cubierta metálica. Aquel velero era suyo, y eso era una suerte. Nunca había podido separarse de él—. Hoy sólo seremos tú y yo —añadió, sentada en cuclillas con la mano apoyada en la cubierta—. Göran ya no saldrá a navegar con nosotros. —Miró alrededor para asegurarse de que nadie la oía. Sin duda, podía ganarse fácilmente fama de chiflada si alguien la veía hablando con su barco.
Abrió las escotillas y bajó las dos escalas de madera. Olía ligeramente a gasóleo y queroseno. Los olores relajaron su cuerpo.
Empapó en alcohol una bolita de algodón que luego metió en la estufa redonda de acero inoxidable. El modelo, de la marca Reflex, era bueno y daba un calor muy agradable. Además, estaba colocada en un lugar muy ingenioso, en medio del barco, y tenía un fuego protegido por una pequeña rejilla que le permitía cocinar. La rejilla iba especialmente bien cuando hacía mal tiempo, porque impedía que la olla volcara con los vaivenes del casco. Ya había abierto el gasóleo y cuando metió el encendedor, aquel empezó a arder alegremente. Llenó el hervidor de agua y lo colocó sobre el fuego. Luego se echó en uno de los sofás y disfrutó del sedante balanceo.
El silbido del hervidor la despertó. Deshizo la mochila y se preparó unos bocadillos con el pan que había llevado. El té y los bocadillos siempre sabían mejor en el barco. Fuera había oscurecido y el quinqué de queroseno sobre la mesa esparcía una luz agradable.
Puso un CD. Evert Taube en versión de Sven-Bertil. Alargó la mano para coger la carta náutica que había en la mesa de navegación. Göran solía decirle que era una desordenada y que las cartas náuticas no se dejaban sobre la mesa estando amarrados en puerto, pero a Karin siempre le había parecido un detalle entrañable. Pasó el dedo por la carta desde Lysekil, pasando por el interior, hacia Malo, y luego, de nuevo mar adentro, en dirección a Käringön y Gullholmen. Luego siguió rumbo sur, pasando por Klädesholmen, el faro de Idegran, que era como decían «pino» en Bohus, y por el fiordo de Marstrand. Cerró los ojos y se imaginó los lugares. Leyó los nombres de los fiordos, las islas y los islotes, mientras Sven-Bertil cantaba las fantásticas canciones de su padre.
¿Quién viene remando hacia aquí en medio de la tormenta?
Una señorita, señor Flinck, llega sola en la barca.
Sopla el viento, el viento del noroeste ruge.
Karin había oído esas canciones desde que era niña. En su infancia había pasado los veranos en el velero de la familia y por las noches solía meterse en la cabina junto con sus padres para planificar la ruta del día siguiente. Ya pasaba de su hora de dormir, pero como mostraba tanto interés, sus padres la dejaban quedarse despierta.
Su padre conocía muy bien la historia de la provincia de Bohus, y las islas cobraban vida en la carta náutica cuando le hablaba de ellas. La provincia de Bohus era una cámara del tesoro para la que su padre le había dado la llave. El barco de sus padres parecía más bien un pesquero que un velero y, de hecho, había sido un barco de arrastre. Los viejos pescadores alzaban los puños, amenazantes, en los puertos al ver pasar a los veraneantes en sus botes de plástico, mientras que dejaban pasar de buen grado aquel barco de arrastre azul que, aunque de plástico, también tenía dos velas rojas y ajadas y el aspecto tradicional adecuado. Su padre solía hablar con los pescadores, y Karin escuchaba e intentaba entender aquel dialecto, mientras recogía caracolas y piedras. Solía encontrar las caracolas más bonitas precisamente donde los viejos limpiaban sus redes.
Sonrió al recordar aquellos tiempos. El tío Åke de Lilla Kornö, que cada solsticio de verano tocaba el acordeón y había guardado durante todo un invierno el jersey que ella se había olvidado para devolvérselo al verano siguiente. Fritz, el capitán de puerto de Ramsö, al sur de Kosteröarna, que nunca hacía ascos a un buen whisky antes de caerse redondo a bordo del siguiente barco visitante. La tía Gerda de Kalvö, que hacía pan en su horno de piedra e invitaba a Karin y su hermano cuando iban a comprarle cangrejos a su marido Sture. Aquellos viejos pescadores y sus esposas habían sido los últimos de su género, y con la mayoría de ellos en la tumba desapareció toda una época. Ya ninguno de los pocos supervivientes salía a pescar.
Habían encontrado el barco del tío Sture a la deriva un precioso día de octubre. A sus ochenta y siete años, había querido vaciar la mitad de sus cestas de bogavantes y debió de caerse al agua en el intento. Nunca encontraron el cuerpo del pescador. El padre de Karin había dicho entonces que seguramente el tío Sture había querido que sucediera así. Al verano siguiente, Karin se negó a bañarse, porque no paraba de pensar en el tío, que estaría en algún sitio bajo el agua. Cuando pensaba en Arvid Stiernkvist y Pater Noster, volvía a experimentar esa misma extraña sensación.
Entonces fue cuando cayó en la cuenta. Aquel podría ser su hogar: el velero. Allí viviría. De hecho, conocía a varias personas que vivían a bordo de sus barcos. Miró alrededor. Era un Knocker-Imram, un barco francés de acero poco común, de 32 pies de eslora. En realidad, aquella embarcación de apenas diez metros de largo y tres de ancho contenía todo lo que necesitaba, salvo una ducha y una lavadora. Debajo de la cubierta, bajando la escalera, había una mesa de navegación a la izquierda y un lavabo a la derecha. A continuación, había una pequeña cocina a la izquierda y una estufa a la derecha. En medio, había una mesa con bancos a ambos lados, suficientemente largos para dormir sobre ellos. En la parte delantera, en el camarote de proa, había una especie de cama triangular y en la popa, además, dos literas. Disponía de espacio suficiente de almacenamiento y de una pequeña nevera de buena capacidad si la llenaba con orden y criterio.
Abrió el mueble bar de la cocina y escogió con exigencia entre las botellas de whisky de malta. Al final, se decantó por un Ardbeg de diecisiete años. En su día lo había comprado en la destilería de la isla de Islay, en la costa oeste de Escocia. Con este barco, pensó. Y con Göran. Se sirvió una copa y añadió una pizca de agua. Decidió brindar por su nuevo hogar y roció unas gotas en la cabina. Luego se puso unos zapatos y salió a cubierta, donde volvió a rociar unas gotas, esta vez en el agua del muelle. Soy ridícula, pensó, aunque el ritual le sentó bien.
Se quedó sentada un instante sobre la cabina, mirando el cielo estrellado antes de bajar, moderar la estufa y lavarse los dientes en la pequeña cocina. Puso el despertador del móvil a una hora más temprana de lo habitual, para que le diera tiempo de pasar por el piso y darse una ducha antes de ir a trabajar. La oscuridad que se hizo cuando apagó el quinqué le resultó acogedora y agradable. Avanzó a tientas hasta el camarote de proa y se deslizó debajo del techo. Las sábanas estaban frías y húmedas y Karin se acurrucó en posición fetal. Unos minutos más tarde, cuando ya había entrado en calor, se durmió con el sonido de la lluvia que repiqueteaba contra la cubierta.
Faro de Pater Noster, septiembre de 1962
Su madre siempre le había dicho que nada llegaba gratis. La esposa de un farero, como lo era su madre, sabía cuidar de sí misma. Los padres confiaban en su Elin, a pesar de que también habían notado el cambio operado en ella.
Desde luego, no pensaba dejarse llevar así como así, pero sin embargo, cada vez que veía a Arvid sentía un extraño calor interior. No podía evitar sonreír al pensar en él.
Elin había puesto unas reglas muy claras desde el principio, pensando que eso lo haría desistir. Pero él no se había hartado, simplemente había respetado sus deseos.
Habían salido a pasear, aunque nunca por Marstrand. Habían pasado largas veladas hablando, habían salido a navegar y leído juntos. A ella le encantaba echarse con la cabeza sobre sus rodillas y escuchar mientras él le leía en voz alta. Las palabras sonaban diferentes cuando salían de su boca, los personajes cobraban vida, de pronto eran de carne y hueso. Él era el héroe, el caballero, y ella la princesa. Arvid sentía la misma fascinación que ella por la música de Evert Taube, y habían bailado y cantado sus canciones.
Un día, él la acompañó a casa para conocer a sus padres. El farero lo estudió con ojo crítico, pero no vio nada más que un hombre serio que lo ayudaba a lanzar cohetes en medio de la niebla y que escuchaba interesado los detalles sobre el funcionamiento del faro. Su madre puso la mesa con la vajilla para las ocasiones especiales y sirvió café y siete clases de pasteles.
Poco a poco, él empezó a creer que lo que veía era la Elin persona, no sólo el cuerpo.