Putte miró el sobre escrito a mano. Luego le dio la vuelta y echó un vistazo al remitente. Rolf Larsson. El nombre no le sonaba. No ocurría demasiado a menudo que recibiera una carta como las de antes. Ahora se utilizaban más los e-mails, que, al fin y al cabo, no eran lo mismo. Una carta era como más auténtica, parecía escrita con mayor esmero y consideración. No era sólo el gesto de darle al enviar.
Sus zapatos dejaron unas pisadas sucias en el suelo de gres. Abrió el sobre de camino a la cocina. Contenía una breve carta y otro sobre. Leyó las escasas líneas manuscritas de pie en el umbral de la cocina: «Estimado Per-Uno». Sin duda, el remitente no lo conocía. Nadie lo llamaba nunca Per-Uno. «En 2004, mi padre compró los bienes de la herencia tras la muerte del capitán de barco Karl-Axel Strömmer. Cuando mi padre murió recientemente, revisé sus cosas y encontré una carta dirigida a usted. La adjunto. Si tiene alguna pregunta que hacerme, me encontrará en este número…».
Putte se quitó los zapatos y no le prestó atención al número de teléfono. En vez de eso, dirigió la mirada al otro sobre. Su nombre estaba escrito con esmero en una caligrafía anticuada y sinuosa. Per-Uno Lindblom. Qué solemne. No quería romper el sobre y fue a la biblioteca a por el abridor de cartas que guardaba en el escritorio de estilo inglés. La maqueta de barco que Karl-Axel le había regalado cuando obtuvo su título de capitán de buque mercante colgaba del techo en dos ganchos de latón. Lo habían colgado juntos, Karl-Axel y él, después de largas discusiones sobre la dirección que debería señalar la proa. ¿El barco iba al norte, hacia Lysekil o algún otro puerto de Bohuslän, o hacia el oeste, quizá a Dinamarca o Inglaterra? ¿O tal vez rumbo sur, hacia Alemania? Habían tardado medio día en determinar la carga, el destino y los supuestos vientos estacionales que se encontraría en su ruta. Al mismo tiempo, siguieron reformando la habitación, que antes había sido la de uno de los niños, para convertirla en biblioteca. Karl-Axel y él habían montado los revestimientos de madera oscura. El trabajo los tuvo ocupados mucho tiempo y a Anita le había parecido innecesario malgastar medio día en discutir la ruta del barco en miniatura, en lugar de terminar la habitación. Desde entonces, Putte no había cambiado nada, lo único que había hecho era instalar un faro con regulador de voltaje, también siguiendo las instrucciones de Karl-Axel, solamente para que iluminase la embarcación.
Putte lo recordaba como si fuera ayer. A los quince años había abandonado a su madre llorando y se había hecho a la mar. Su primer viaje fue a Río. El enorme buque blanco hacía escala en Goteburgo cuando él se enroló. Svenska Amerika Liniens M/S Ryholm. Mientras subía por la pasarela, un hombre sonriente le dio la bienvenida a bordo. Primer oficial de puente Karl-Axel Strömmer. Estaba bronceado y era musculoso, aparte del marinero más competente que Putte había conocido. Lo acompañaba en las guardias cuando a Karl-Axel le tocaba gobernar el buque. Putte se había criado sin padre y Karl-Axel nunca tuvo hijos. Los dos se entendieron inmediatamente y Karl-Axel le enseñó al chico todo lo que sabía. Desde aquel día, habían hecho el camino juntos, y cuando Putte finalmente consiguió el título de primer oficial, acompañó a Karl-Axel, que por entonces ya era capitán, en sus viajes.
Karl-Axel nunca fundó una familia. Algunas navidades las celebraba en casa de Anita y Putte, pero era como si el desasosiego se apoderase de él en cuanto bajo los pies tenía algo que no fuera una embarcación balanceándose o dormía en algún lugar que no fuera un barco. Con los años, su barba se había tornado blanca y los niños empezaron a llamarlo abuelo. Eso lo había conmovido tanto que a veces tenía que «salir a limpiar la pipa», como decía entonces. A Putte le costaba creer que por las venas del anciano corriera otra cosa que no fuera agua salada.
Siempre había pensado que Karl-Axel fijaría su residencia en algún lugar cálido, con vistas al mar y acceso a un pequeño barco. Un corte seco dejó al descubierto la parte interior forrada del sobre verde claro. Sacó la carta y empezó a leer. Luego la releyó. Karl-Axel, qué viejo zorro eres, pensó al dirigirse a la vieja maqueta de barco. Fue muy fácil desmontar el puente de mando. Putte lo dejó sobre el escritorio y encendió el foco para ver mejor. En el lugar del puente había una tachuela de latón de la cual colgaba un cordel fino y embreado que desaparecía en el interior de la embarcación. Tiro de él con mucho cuidado. Cada vez que tiraba, se oía una rozadura que provenía del casco. Al final del cordel, apareció un papel amarillento pulcramente doblado. Logró sacarlo ayudándose con el abrecartas. Lo desdobló despacio y leyó.
Entre los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón, sus cimas a veces nevadas y siempre mudando de color.
A través de la nebulosa de aguanieve y lluvia te damos la bienvenida al hogar de tu infancia de blancos destellos.
La belleza de la novia es manifiesta. El novio está a su lado, orgulloso, mas nunca se le ve llegar.
Una herramienta de tiempos pretéritos cerca del lugar donde tantos descansan en paz.
Le dio la vuelta al papel amarillento. Nada. Al principio se sintió desconcertado, pero luego la expectación creció en su interior. Un mapa del tesoro. Típico de Karl-Axel, pensó. Le encantaba buscar tesoros y a menudo le había hablado de piratas y riquezas escondidas. Había sido un narrador de historias maravilloso, con sus gestos aparatosos y su talento para imitar diferentes acentos y dialectos. Entonces, Putte volvió a leer el poema, o lo que fuera aquello. La montaña del Monzón, eso le sonaba. Sin embargo, el monzón era un viento. ¿A lo mejor había una montaña con ese nombre? Lo que sí existía era un modelo de barco que se llamaba Monzón o, mejor dicho, Monsun, pero no encajaba… Sonó el móvil y Putte dejó el papel a un lado.
A lo largo del día, leyó los versos varias veces, sin acercarse a la solución de la adivinanza. Tal vez debería hacer una búsqueda en internet. Los chicos le habían mostrado en varias ocasiones cómo se hacía, pero él no acababa de entender aquellos buscadores o como se llamaran. Él prefería buscar en las enciclopedias de toda la vida, internet le parecía poco fiable y, además, la conexión no siempre funcionaba. En el mundo de Putte, los ordenadores no eran más que objetos caprichosos. Los chavales solían reírse de él e intercambiar miradas cuando decía cosas así. En cambio, Putte sabía quién era infalible cuando se trataba de cultura general y concursos de preguntas: su esposa Anita. Las horas transcurrieron hasta que ella finalmente llegó a casa. Le planteó el acertijo como «una curiosidad», sin contarle lo que era, aunque él tampoco lo sabía.
—Vuelve a leerlo, esta vez despacio —pidió Anita, cuando se lo hubo leído una vez.
Putte lo hizo. Su esposa fijó la mirada en la esquina del estucado del comedor, al tiempo que hacía girar la copa de vino tinto.
—Los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón —repitió para sí. Se quitó las zapatillas de una patada y posó los pies en la silla de comedor que tenía al lado.
—El monzón es un viento, como ya sabrás —dijo Putte—. Neptuno es el dios del mar. Pero y todo lo demás, ¿qué significa?
—Los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón, debe de referirse al mar.
—El mar —repitió él—, sí, podría ser, desde luego.
—¿De qué se trata? —preguntó Anita mientras retiraba la mesa. Putte se quedó pensando qué contestarle. Cuando ella volvió de la cocina con café y unos trozos de chocolate en una fuente, él ya se había decidido.
—Creo que es una especie de mapa del tesoro que Karl-Axel preparó.
Su mujer se rio, pero se contuvo al ver el semblante de Putte.
—¿Lo dices en serio?
Él asintió con la cabeza y le pasó la carta. Tuvo la sensación de que, en aquel preciso instante, estaba ocurriendo algo, como si se abriera una puerta o se vieran por primera vez. Tal vez era así, quizá no se habían visto hasta entonces, y realmente llevaban mucho tiempo sin verse, puede que el día a día se hubiese precipitado en una espiral y, de pronto, descubrieran que los años habían pasado y los chicos se habían hecho mayores. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche y Putte tuvo que ir a por nuevas velas para el candelabro de plata de cinco brazos. Ni ella ni él recordaban el tiempo transcurrido desde la última vez que habían hablado así. Cuando las primeras luces del alba alcanzaron el muelle de piedra de Marstrandsön, Putte y Anita se fueron a dormir juntos.
Sara se despertó con el cuerpo revolucionado, como si hubiera estado corriendo y no lograse desacelerar. Echó un vistazo a los números rojos de la radio despertador: 3.38. Algo la había despertado. Entonces oyó que Markus, el periodista alemán que había alquilado el apartamento del sótano, cerraba la puerta principal. ¿Llegaba a casa a esas horas de la noche? La vida nocturna durante marzo en Marstrand no era para tirar cohetes, sobre todo en un día laborable.
Todavía le quedaban unas maravillosas horas de sueño, un sueño que realmente necesitaba. Pero si se había tomado una pastilla para dormir antes de acostarse, ¿por qué se había despertado? ¿Debería haberse tomado dos? Tomas dormía profundamente y su respiración era regular. A su lado dormía su hijo, boca arriba, con los brazos extendidos a ambos lados. El chupete se le había caído de la boca. Sara levantó el edredón, pero no lo encontró. Cerró los ojos y volvió a posar la cabeza sobre la almohada. Intentó imitar la respiración profunda de Tomas, suponiendo que eso la ayudaría a relajarse y así podría dormirse. Vuelve a mí ahora mismo, sueño. Con un poco de suerte, debería poder dormir dos horas más, hasta que Linus y Linnéa le reclamaran la papilla.
Volvió a mirar el reloj: 4:14. Retiró el edredón y bajó los pies al frío parquet. Luego buscó las zapatillas y se las puso. Linnéa dormía apaciblemente en la cuna. Los pensamientos se confundían en la cabeza de Sara. Se puso el albornoz y salió del dormitorio. La lluvia repicaba contra el pasillo acristalado. Se oyó un coche con la radio puesta a un volumen impropio. El repartidor de periódicos solía aparcar en mitad de la calle y luego corría en medio de la oscuridad y la lluvia hasta los tres buzones de las casas más cercanas. Eficiente, pensó Sara cuando oyó que el buzón se cerraba de golpe. Así ahorra tiempo y, además, sigue escuchando la radio.
Eficiente era precisamente lo que ella había sido en el trabajo, hasta que su cuerpo dijo no, basta ya, y se paró. Tan increíblemente eficiente que la habían tenido que sustituir por tres asesores. Desde entonces, intentaba volver lenta, muy lentamente, a la vida. La sensación de prisa constante no la abandonaba, a pesar de que llevaba en casa más de once meses y no tenía ningún horario que cumplir. Tenía que acompañar a los niños a la guardería a las nueve y luego recogerlos a las tres, pero, por lo demás, no tenía nada programado. ¿Qué podía costarle eso?, se preguntó, aunque ya conocía la respuesta: muchísimo.
Vestida con un pijama de franela, se había quedado de pie en medio del pasillo acristalado, incapaz de encontrar el sosiego necesario para sentarse. Se sentía atrapada. La presión en el pecho, ya tan conocida, llegó con tal fuerza que la postró de rodillas y la obligó a tomar aire a jadeos. Le dolía. Se sentía insignificante y sola en el mundo. La ansiedad cayó sobre ella sin piedad, alojándose en cada una de sus células. ¿Y el sentido?, le preguntaba. ¿Qué sentido tiene tu vida? Carece de sentido, ¿verdad? Vas a morir, todos moriremos, ¿no es así? Los pensamientos se arremolinaban, y visualizó a Linus, Linnéa y Tomas con los ojos cerrados y los rostros pálidos y flácidos. Ellos también morirían, sus seres queridos, lo que más amaba.
Notó que su estómago empezaba a reaccionar. Se puso en pie, pero tuvo que apoyarse en la pared cuando se le nubló la vista. Era un efecto secundario de las pastillas que tomaba. Por muy despacio que se incorporase, siempre se le nublaba la vista. Aferrada a la blanca barandilla de madera, bajó la escalera lo más rápido que pudo. Apenas le dio tiempo a sentarse en el váter y agarrar el cubo metálico. Parecía pipí y, sin embargo, lo que salió eran heces. Fue como abrir dos grifos, pues pronto empezó a vomitar. Le brillaba la frente por el sudor frío. Al rato, se le calmó el estómago y dejó el cubo en el suelo de gres azul con cuidado de no hacer ruido. Cogió un trozo de papel higiénico y se secó la frente y la boca.
Permaneció sentada un buen rato, con la espalda encorvada y el rostro apoyado en las manos. Al final, el asiento del váter se le hincó en los muslos, que empezaron a dolerle. Se incorporó, abrió el grifo y dejó que el agua corriera un rato para que saliera muy fría. Se humedeció la cara y luego bebió metiendo la cabeza bajo el grifo. Enjuagó el cubo, se domeñó un mechón de pelo con las manos húmedas y se miró en el espejo. Un par de ojos inyectados en sangre y bordeados de círculos morados la miraban vacilantes. ¡Dios mío, qué mal aspecto!
Notó algo suave contra sus piernas desnudas. El gato. No ronroneó, como solía hacer, sino que se frotó mansamente y la miró meditabundo. Subió la escalera hasta el piso superior con la mano apoyada en la barandilla. Con movimientos rápidos y diestros encendió el calentador de agua y, mientras esta se calentaba, sacó un tazón grande, una bolsita de té, miel y leche. Tomas se levantaría pronto para ir a trabajar, de modo que aprovechó para prepararle el desayuno, ya que estaba despierta. Así, él podría irse rápidamente y ahorraría tiempo. El banco de la cocina con sus mullidos cojines invitaba a sentarse, pero Sara se dejó caer en una silla con una taza de té en las manos. El reloj del horno marcaba las 5.36. Se quedó mirando la lluvia mientras el té se enfriaba y las gotas repiqueteaban contra el tejado metálico del porche. El coche estaba aparcado en el sendero de entrada, con el morro hacia la casa, constató. Se calzó unas botas de agua en los pies descalzos y salió corriendo bajo la lluvia para sacar el coche y aparcarlo en la calle, así Tomas no tendría que maniobrar marcha atrás y se ahorraría unos minutos. Él estaba en el vano de la puerta del dormitorio cuando Sara volvió a entrar. Tenía el pelo revuelto y llevaba a Linus en brazos.
—Pero Sara, cariño, ¿qué haces? —le preguntó con preocupación.
—Hola, mi niño, ¿ya estás despierto? —Sara acarició la cabeza de su hijo, sorteando así la pregunta.
—¿Qué hacías fuera?
Ella alzó el periódico que había recogido en el buzón, pero no le dijo que había sacado el coche. Su hijo extendió las manos hacia ella.
—¿Quieres papilla, Linus?
Él sorbió el chupete con fuerza y asintió con la cabeza.
—¿Qué hace el coche aparcado en la calle?
—He aprovechado para sacarlo cuando he salido a por el diario.
—¿También me has preparado el desayuno? Pero, Sara, deberías descansar. Es por eso que estás en casa. Para cuidarte y dormir. Podía haberme preparado el desayuno yo mismo, aunque has sido muy amable.
—No puedo dormir. Me he despertado porque estaba demasiado acelerada. —De repente empezó a sollozar—. Y encima no paró de llorar. ¿Cuándo se acabará esto?
—Ahora mismo, las cosas son como son. Por eso estás en casa. ¿Quieres que no vaya a trabajar y me quede contigo?
—No, no hace falta.
—¿Mamá?
Sara se secó las lágrimas y miró a su hijo.
—¿Sí, cariño?
—Caricia para Linus.
Ella acarició la mejilla de su hijo, que le correspondió. Las cálidas manos del niño rozaron sus mejillas. Primero una, luego la otra. Las lágrimas volvieron a sus ojos. Cogió una caja del armario y sacó el paquete de papilla. Encendió un fuego de la cocina y vertió agua en una cacerola. Añadió el polvo y sacó la batidora del cajón. Su hijo le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza contra la suya.
Se echaron en la cama con el plato de papilla. Sacó a Linnéa de la cuna y la metió también en la cama. La niña se acabó la papilla, todavía medio dormida. Linus volvió a dormirse tras acurrucarse a su lado. Sara intentó disfrutar del calor de sus pequeños cuerpos. Echó un vistazo a la radio despertador y oyó que Tomas ponía el coche en marcha. Sara debería estar sentada a su lado, de camino al trabajo. Se preguntó qué pensarían de ella sus compañeros.
—¿Dónde están tus zapatos, Linus? —Eran las ocho y media, y todavía les quedaba tiempo para hablar con los pájaros y estudiar los caracoles de camino a la guardería.
—Aquí. —Sus alegres ojos azules brillaron bajo la gorra a rayas.
—Sí, es verdad. Qué bien. ¿Nos vamos? —Sara abrió la puerta.
—Adiós. Miau. —Linus se volvió al llegar a la puerta y agitó la mano.
El gato atigrado de pelaje rojo se hundió aún más entre los cojines del sofá. Ahora podía relajarse, pues sabía que durante un rato largo nadie iría a golpearle la cabeza con un coche de juguete.
—Ahora vamos a… —empezó Sara, y su hijo terminó la frase:
—¡A la guardería! —gritó alegremente. Por suerte, al niño le encantaba la guardería—. Con los amigos —añadió, lo que hizo sonreír a su madre. Hablaba muy bien, teniendo en cuenta que sólo tenía dos años. De los dos, Linnéa era la más taciturna, a pesar de ser la mayor.
—Hoy es martes. Os toca salir a pasear. ¡Qué emocionante! —Sara se volvió hacia la niña, que asintió con la cabeza.
—¡Hola, Linus! ¡Hola, Linnéa! —Se oyeron unos gritos alegres. Eran Ida y Emil, que se unían al grupo desde la calle perpendicular.
—Hola, ¿qué tal todo? —Hanna, la madre de los niños, le dio un abrazo.
—Ahora no. —Sara hizo un esfuerzo para que su voz no se quebrase.
—Pero ¿qué pasa…? —Hanna se sorprendió—. ¿Puedo hacer algo por ti?
No llores, no llores, pensó Sara, mientras avanzaban por la acera adoquinada en dirección al centro de educación preescolar de Marstrand. Puedes hacerlo, se ordenó. Siempre podrás llorar cuando llegues a casa.
—Hablar de otra cosa. —Parpadeó para ahuyentar las lágrimas.
—De acuerdo. Disculpa. Por cierto, ¿cuándo piensan arreglar esta porquería? —Hanna retiró la pesada barrera de la guardería—. Vale, ya sé de qué podemos hablar. Si tuvieras que mantener un encuentro sexual con uno de estos tres hombres, ¿a quién elegirías? ¿A tu suegro Waldemar, al estupendo y exitoso marido de Diane, Alexander, o al tío Ernst de la residencia de ancianos, ya sabes, el que tiene muchos lunares?
Las opciones de su amiga la hicieron reír.
—Estás enferma, ¿lo sabes? —le dijo.
—Vaya, pues yo creía que la enferma eras tú —contestó Hanna.
Los niños cruzaron la verja de la guardería dando botes, salvo el pequeño Emil, que siguió sentado en su carrito. Cumpliría un año en diez días y todavía se quedaba en casa con su madre.
Las aulas de la guardería tenían nombres infantiles, como Gaviota, Mejillón y Golondrina.
Sara colgó la chaqueta de Linus en la Estrella de Mar y dejó los zapatos en su casilla. Le puso las zapatillas azules, mientras él le acariciaba la mejilla. A Linnéa la ayudó Amanda, la ayudante de la clase de cinco años.
—Mamá —dijo Linus un momento antes de que las lágrimas volvieran a los ojos de Sara. El niño tenía una extraña capacidad para presentir cuando su madre no estaba bien.
—¿Sí, cariño? Ahora mamá se tiene que ir, y Linnéa y tú os quedaréis aquí jugando con vuestros amiguitos.
La maestra había cogido a Linnéa de la mano y ahora cogió a Linus en brazos.
—Vamos a desearle un feliz día a mamá —dijo—. Nos despediremos de ella desde la ventana, ¿de acuerdo?
Sara agitó la mano y les lanzó besos antes de volverse y emprender a paso ligero el camino de vuelta a casa.
Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a hojear el diario sin ver nada. Las lágrimas caían sobre las páginas.
—¡Ya basta! —se ordenó en voz alta—. ¡Ponte las pilas! No puedes quedarte aquí sentada lloriqueando. De acuerdo, pensémoslo bien. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Me duele algo? No.
Sí, pensó luego. El alma. Siento que está hecha trizas y que tardará mucho tiempo en remendarse. Tiempo del que no creo disponer.
Llamaron a la puerta. Sara se secó las lágrimas rápidamente y se sonó la nariz. Era Markus, su inquilino alemán.
—Hello —dijo él—. Sorry to disturb. Can I borrow your computer?
Sara lo dejó entrar y encendió el ordenador del estudio. Markus tenía problemas con su cuenta de correo electrónico y solía usar el ordenador de Sara para enviar sus e-mails. Espero que no encuentre las claves de la banca electrónica, pensó cuando lo dejó a solas. Cinco minutos más tarde, Markus le dio las gracias y se fue.
Sara se puso los pantalones del chándal, una camiseta y una sudadera. Se ató las zapatillas deportivas y salió a correr. Cuesta arriba, lejos de todas las casas, lejos de la gente. La ansiedad la perseguía. Incrementó el ritmo y poco después el asfalto bajo sus pies fue sustituido por la grava. Sus pulsaciones aumentaron, pero ahora podía culpar al esfuerzo de la carrera y no al ataque de ansiedad. El sendero estaba embarrado y resbaladizo. Sara corría sin hacer caso de los charcos que se habían formado. La humedad caló las zapatillas, que acabaron tan mojadas que con cada paso el agua se le metía entre los dedos de los pies. Al principio estaba fría, pero sus pies la fueron calentando poco a poco. El único ser vivo que se encontró en el camino fue un enorme sapo inmóvil en medio del sendero.
Tenía sabor a sangre en la boca cuando llegó a Engelsmannen, el cabo con vistas al fiordo de Marstrand. A lo lejos se vislumbraban Åstol y Klädesholmen. El paisaje era precioso, pero ella no tenía la calma suficiente para sentarse y disfrutarlo.
El viento traía consigo aroma a sal y tierra. Inspiró el aire fresco e intentó respirar con bocanadas pausadas y profundas. Un aire curativo que ha sobrevolado el mar, pensó.
—Tómatelo con calma. Con calma y con sensatez —se dijo en voz alta, al tiempo que pensaba que una persona que habla consigo misma no puede estar en sus cabales.
Las rocas, con sus líquenes verde pálido, parecían recién lavadas tras la lluvia nocturna. De todas las grietas brotaban pequeñas hojas verdes. La naturaleza volvía a despertar a la vida gracias al sol, a pesar de que las noches seguían siendo frías. Apoyó las manos y la frente contra la piedra, como si quisiera transferir su desasosiego y su miedo a la roca gris y, a cambio, imbuirse de la calma de la montaña. Se arrodilló, y parecía estar rezando; en cierto modo eso es lo que hacía. ¿Debería llamar al médico para que le aumentara la dosis diaria de pastillas?
En lugar de volver corriendo a casa, se desvió a la izquierda al llegar al pie de las rocas del lado norte de Koön. Era casi imposible ver el sendero; incluso los que sabían de su existencia, a veces tenían problemas para encontrarlo. Hacía un año, habían enterrado el cableado eléctrico en esa zona, pero la naturaleza se había encargado de cubrir rápidamente las huellas dejadas por las excavadoras. La sal y el viento habían desgastado la escalera de hierro forjado, que bajaba traicioneramente resbaladiza. No había barandilla, tan sólo un fino cable de acero que oscilaba sospechosamente cuando te agarrabas a él. Las antiguas fortificaciones militares estaban diseminadas por doquier, imposibles de descubrir desde el mar.
A mitad de la escalera, Sara pasó por delante de un bunker con una puerta de acero oxidada. Siguió hasta el pie de la escalera, y estaba a punto de volver a subir cuando vio a una pareja cerca de la cabaña. Era la primera vez que veía a alguien allí. Las cabañas eran propiedad del Club de Pesca de Goteburgo, pero aquellos dos desde luego no eran pescadores. Se detuvo sorprendida. ¿Qué sucedía? Estaban discutiendo, la mujer gesticulaba con los brazos. Sara estaba demasiado lejos para oír lo que decían y ellos estaban demasiado ensimismados para verla. Instintivamente, dio unos pasos atrás y se escondió detrás de un bloque de piedra. ¿Por qué habían ido hasta allí para discutir? La mujer rebuscó en su bolso y le ofreció un pequeño objeto al hombre, el cual, tras cierta insistencia, acabó aceptando. Desde su posición, Sara no podía ver qué era. El hombre miró el objeto, se lo metió en el bolsillo, se volvió y se alejó. La mujer corrió tras él y lo agarró del hombro, pero él se limitó a negar con la cabeza. Luego, Sara vio cómo el hombre se subía a un bote de aluminio y se alejaba rápidamente.
El corazón le latía con tanta fuerza que, por un segundo, llegó a temer que se oiría. Sumida en sus pensamientos, volvió a subir la escalera. Cuando llegó arriba, se detuvo y respiró hondo, dio la espalda a Åstol y el horizonte azul y volvió corriendo al bosque. No aminoró la marcha hasta los alrededores de su casa. Mantuvo la mirada fija al frente para que nadie que hubiera salido al jardín pretendiese entablar una conversación con ella.
El chorro de la ducha caía sobre su cara, los ojos cerrados. Sara subió la temperatura del agua y se hizo un tratamiento capilar de treinta segundos, aunque en realidad le hacía falta aplicarse una mascarilla de verdad. Sólo eran las diez y media y la reunión en Kungälv no era hasta las dos. El secador de pelo zumbaba cuando descubrió la vela que ardía sobre la mesa de la cocina. Sólo quedaba un cabo muy pequeño, luego empezaría a arder el diario. Sara la había encendido mientras desayunaba con los niños y llevaba encendida desde entonces. Tenía un problema con la memoria, era incapaz de acordarse de nada y mezclaba las cosas. Fue así como empezó todo, cuando, un buen día, en la oficina, no logró recordar los nombres de sus compañeros de trabajo más cercanos. En aquel momento había comprendido que algo iba mal.
Tomas la llamó y se ofreció para acompañarla a la entrevista en la Seguridad Social, pero Sara le dijo que no. No tenía por qué dejar el trabajo por algo así. ¿Cómo no iba a poder hacerse cargo ella sola? A las dos y un minuto en punto se abrió la puerta con cierre codificado de la oficina de Kungälv.
—Sara von Langer. —Una mujer la llamó en voz muy alta, a pesar de que sólo había dos personas más esperando en la sala.
La mujer, que se presentó como María, llevaba un jersey a rayas con mangas demasiado largas y una falda marrón descolorida, con dos grandes bolsillos delanteros. A Sara le recordó una falda que había donado con motivo de una recolecta de ropa cuando estudiaba en la universidad, y de eso hacía ya muchos años.
La mujer tenía el pelo corto en punta y teñido de un rabioso rojo, semejante a un cepillo de cerda basta. Se sentaron en una sala anónima con unas cortinas tristes y un viejo retroproyector en una esquina. Las paredes tenían un color «champiñón mustio» o algo parecido. Una moqueta de linóleo, práctica y sin duda resistente, cubría el suelo, y a lo largo de las paredes habían colocado unas librerías, seguramente sobrantes de algún otro lugar, ahora tristemente vacías. La mujer había apretado el botón que encendía una lamparita roja encima de la puerta, del lado de la recepción, que indicaba que la sala estaba ocupada. Sara tuvo la sensación de que la habían convocado para interrogarla.
—Bueno… Vamos a ver, Sara. Tengo que rellenar estos impresos para que podamos hacernos una idea de tu situación. —María señaló unos papeles con casillas impresas y ella notó que el aliento le olía a tabaco—. Así que adelante, cuéntame.
Poco a poco, empezó a explicarse con la mayor objetividad posible. Intentaba expresarse de manera especialmente clara, pero la mujer, al otro lado de la mesa, no paraba de interrumpirla.
—¿En qué trabajas?
Sara deletreó el nombre de la empresa y luego explicó a qué se dedicaba y los proyectos interesantes en que trabajaba. Viviendas para plataformas de petróleo y de gas natural. Proyectos de gran envergadura cuyo coste iba de los cincuenta a los mil millones de coronas.
—¿Ah, sí? —dijo María sin mayor interés. No parecía escucharla—. ¿Y tú sola has llevado proyectos así?
—¿Sola? No, la verdad es que hay bastante gente implicada. Hasta seiscientas personas. Yo me ocupo de la parte económica y del sistema de gestión de proyectos.
—La economía del proyecto —resumió María. Sara le miró las uñas amarillentas por la nicotina mientras garabateaba en el papel—. Y tú que tienes tan buena preparación, ¿cómo es que no puedes trabajar? —Se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y le lanzó una mirada crítica.
—Ahora mismo no me siento bien. —Sara se mordió la mejilla por dentro. Vaya eufemismo.
—Todo el mundo puede trabajar. Al menos media jornada, ¿no te parece?
¡No!, deseó gritarle Sara. Realmente no lo creía. No te enfades, contesta con calma y no ye vayas por las ramas. Se aclaró la garganta y respondió:
—Ahora mismo estoy en baja forma, deprimida, y necesito un poco de ayuda. Es difícil cuando no paras de llorar en el trabajo. No parece muy profesional. —Recordó la reunión en que había fingido que se le había metido algo en el ojo y fue al servicio. Una vez allí, no pudo reprimir las lágrimas, aunque al final se armó de valor, se retocó el maquillaje y volvió sonriente a la reunión.
—Llorar es normal. ¿Procedes de un hogar donde no estaba permitido llorar? —preguntó María.
—No, no creo, pero…
—Podrías tomarte una pastilla y luego ir a trabajar.
La mujer prosiguió con su discurso y, al final, clavó el cuchillo donde más dolía:
—Veo que tienes hijos pequeños. Ellos necesitan a su madre. Ahora no puedes ponerte enferma. —Sonrió y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
Ya no hubo manera de detener las lágrimas que empezaban a resbalar por sus mejillas. ¿Realmente tenían que decirle esa clase de cosas? Porque no era que ella no quisiera trabajar, sino que ahora mismo no podía. Debería haber ido acompañada por alguien capaz de refutar esos argumentos. Sara sencillamente no tenía fuerzas para hacerlo y ahora aquella bruja, con aquel pelo horroroso, la estaba humillando.
—Recupérate, ¿de acuerdo?
María le dio un abrazo enérgico y la condujo hasta la puerta, que al cerrarse a sus espaldas accionó el cierre codificado.
Sara se abotonó la chaqueta y se anudó la bufanda, pero no sirvió de nada, porque el frío acabó colándose en su cuerpo. Se sentía tremendamente inútil. Se hundió en un asiento del autobús 312 con destino a Marstrand. A medio camino, recordó que había olvidado el coche en Kungälv.
Roland Lindstrøm había metido el hallazgo en una bolsa de plástico. Sin duda se trataba de la misma en que había guardado sus bocadillos, porque olía a salchicha y dentro todavía quedaban migas. Había tomado la barca del trabajo de Pater Noster a Marstrand, y ahora estaba amarrada con el motor funcionando y la marcha puesta, golpeando la proa contra el muelle de piedra una y otra vez.
—Lleva grabados dos nombres y una fecha —dijo Roland, y le pasó la bolsa con el anillo de oro a Karin.
—¿Dónde lo encontró? —preguntó Folke.
—No fui yo, fue uno de los compañeros. Tendré que consultársele y volver. —Roland miró a Karin.
—Lo —corrigió Folke—. No se dice consultársele, se dice consultárselo.
—Vaya. No es sólo policía, sino también policía de la lengua —replicó Roland, pero a Folke no pareció hacerle ninguna gracia.
En cambio, ella no pudo evitar sonreír, aunque evitó que Folke lo advirtiera.
—Aquí tiene el número de mi móvil. —Karin le dio su tarjeta de visita, al tiempo que se metía la bolsa de plástico con la alianza en el bolsillo.
—Le doy el mío también —dijo Folke, y lo anotó en una hoja que arrancó de su agenda. Karin lo miró sorprendida, no era propio de él hacer algo así.
Roland echó un vistazo al papel.
—Semana nueve —dijo—. Pues tendrá que apañársela sin ella. Porque se dice «ella» y no «él», ¿verdad?
—Sí, y los ciudadanos de Marstrand pronto tendrán que apañárselas sin el muelle si su barca sigue golpeándolo mucho más tiempo —contestó Folke, y miró reprobador hacia la barca de aluminio que no paraba de dar topetazos.
—Gracias, Roland —interrumpió Karin, y agarró a su compañero del brazo antes de que pudiese decir nada más—. ¿Nos largamos, Folke?
Roland los siguió con la mirada mientras se alejaban. Luego subió a su bote y salió marcha atrás. Puso proa a la bocana norte a bastante más velocidad que los cinco nudos permitidos en el puerto.
—Cuando dices «nos largamos», ¿a qué te refieres exactamente? —preguntó Folke.
Una pareja de ancianos que se acercaban por el muelle cogidos del brazo los miró. El hombre saludó con la cabeza y se tocó la visera de su gorra marinera. Un viejo perro labrador los seguía con paso cansino.
Karin sonrió y le devolvió el saludo, antes de bajar la voz y replicarle a Folke:
—¿Hablas en serio? ¿A qué te dedicas tú, Folke? —Notó cómo se le encendían las mejillas, al parecer ofendido.
—No sé de qué me estás hablando.
—Estamos realizando una investigación, ¿no? —dijo Karin en tono cortante.
—Es cierto, pero yo creo que es importante que la gente se exprese de manera correcta.
—En eso coincidimos, pero para mí la corrección implica mostrarse amable y cortés. No puedes dedicarte a corregir a las personas todo el tiempo. Es de mala educación y la gente se molesta, lo que, a su vez, conlleva que no tenga ganas de hablar con nosotros ni de ayudarnos.
—Alguien tiene que explicarles cómo hay que hablar. Si no, todo el mundo acabará diciendo cosas como «de puta madre». Porque «de puta madre» es algo negativo y, por lo tanto, no puede ser bueno, ni molar. Por cierto, ¿qué significa «molar»? ¿Te has dado cuenta de cómo hablan los niños hoy en día? Recuerdo cuando…
Karin decidió interrumpirlo antes de que volviera a contarle lo difícil que era tener que andar siete kilómetros para llegar al colegio y, además, por la nieve, puesto que nadie la quitaba.
—Sí, claro, pero, a fin de cuentas, la lengua es un ente vivo y se desarrolla constantemente. De lo contrario, todos hablaríamos en sueco antiguo. ¿Es así como te gustaría que fuera? —preguntó Karin.
—Suelo escuchar un programa de radio muy interesante en la cadena Pl. Se llama La lengua. Un profesor que participa siempre dice que…
Karin desconectó y respiró hondo un par de veces. Cuenta hasta diez, pensó. Robban, ponte bien cuanto antes.
Robert Sjölin, Robban para los amigos, era el compañero de Karin y quien la había convencido, después de tres años en el servicio de guardia, para que se pasase a la brigada de reconocimiento. En realidad, no fue un paso tan grande. En el servicio de guardia, su cometido como responsable de la sección había sido aclarar qué había sucedido en el lugar de los hechos. Si no se conocía el autor material del crimen, la brigada de reconocimiento se hacía cargo del caso o, si no, terminaba en la mesa de la brigada de investigación criminal. Karin había colaborado a menudo con Robban y sus colegas de la brigada y, finalmente, él consiguió convencerla de lo cómoda que estaría y lo bien que encajaría allí. De eso hacía más de un año. El trabajo discurría ágil y sin problemas; la verdad, hasta ese mismo día no había comprendido hasta qué punto sin problemas. Ahora, Robban estaba enfermo en casa y ella estaba allí con Folke. Lo mejor sería sacarle el mayor provecho posible a la situación.
—¿Tú qué dices, Folke? ¿Volvemos al ferry a ver si encontramos un sitio donde almorzar y decidir nuestros próximos pasos?
Folke masculló algo a modo de respuesta, pero apretó el paso. Karin se lo tomó como un sí. El viejo y conocido café Berg, con mesas y sillas montadas en el muelle, estaba al abrigo del viento y recibía el sol primaveral. Folke tomó asiento en una de las sillas que se habían secado. Karin se sentó enfrente. Cerró los ojos y disfrutó del cálido sol unos momentos, antes de levantarse de un brinco: la humedad ya le había traspasado los pantalones.
—Mierda —masculló, y al punto se arrepintió del improperio, temiendo una reprimenda de Folke, que sin embargo no dijo nada.
La cosa no mejoró cuando constataron que, lamentablemente, en aquella época del año el café sólo abría los fines de semana. Al final acabaron en el café Matilda, también en el muelle. Unas sillas mojadas aguardaban a los clientes alrededor de una mesa inestable sobre los adoquines. El camarero pasó un trapo por las sillas y la mesa y les puso cojines.
—Un café —pidió Folke, y cuando el camarero se alejó preguntó—: ¿Es que no vamos a poder pedir comida de verdad?
—Pero querido Folke, el otro sitio también era un café. Podrías haberme dicho que no querías comer en un café —respondió Karin, que había pedido café con leche, y no pudo reprimirse—: Tengo que preguntártelo. Cuando dices «comida de verdad», ¿a qué te refieres exactamente? ¿Existe la comida de mentira? —Se preguntó si habría ido demasiado lejos y señaló un cartel que ponía «Menú del día, 99 coronas», absteniéndose, eso sí, de comentar lo desvergonzadamente caro que le parecía.
En cambio, Folke no se calló nada.
—Noventa y nueve coronas, bebida no incluida, por un almuerzo. Sería caro en condiciones habituales, pero sin bebida… Tengo una fiambrera en la comisaría.
—¿Ah, sí? ¿Te parece que volvamos a recogerla? Finalmente pidieron el menú del día.
A pesar de que eran muy diferentes, tenían que poder trabajar juntos como policías. Al fin y al cabo, tenían un mismo objetivo, o al menos deberían tenerlo. ¿Por qué Folke se lo ponía tan difícil? ¿La consideraría él igual de pesada? En tal caso, ¿era porque era chica y más joven que él? ¿O porque había asumido el mando? Decidió dejar que Folke tomara alguna iniciativa. Se sacó el anillo del bolsillo sin retirar la bolsa de plástico y se lo dio.
Él lo giró para leer la inscripción grabada en el interior.
—Siri y Arvid, tres de agosto de 1963. Es posible que se trate del mismo Arvid que aparecía en la lista de desaparecidos de Sten. —Y razonó—: Si la pareja se casó en la iglesia de Marstrand, debería aparecer en los antiguos registros parroquiales. —Miró a Karin, que asintió con la cabeza. El registro civil sueco era conocido por su minuciosidad y se remontaba a tiempos inmemoriales.
—Nos acercaremos a la iglesia después de comer —dijo ella, y tomó un sorbo de su café con leche. Contempló el pequeño estrecho entre Koön y Marstrandsön. El ferry iba y volvía con regularidad, ilustrando a la perfección el ritmo lento de aquella diminuta sociedad. Era como si el tiempo avanzara más despacio que en Goteburgo, como si tuviera más valor. A pesar del sol hacía frío si se estaba quieto, y la humedad en el trasero no mejoraba la cosa. Karin estaba tiritando.
El camarero se acercó con dos platos de salmón escabechado y patatas en salsa de eneldo que despedían un aroma delicioso y estaban muy bien presentados.
—Podría ser peor. —Karin miró a Folke, que asintió con la cabeza.
—No está mal —dijo Folke, y tomó un bocado más de su plato.
Era lo más positivo que había dicho en todo el día.
Un grupo de mamás con carritos que paseaba por el muelle se instaló en la mesa de al lado. Una de ellas se subió el jersey y empezó a darle el pecho a su hatillo, un niño, a juzgar por las ropas azules. Karin rogó que Folke no soltara ningún comentario y se puso nerviosa al ver que se levantaba, pero para su alivio se dirigió al interior del café. Volvió enseguida con un gran vaso de agua que, para sorpresa de Karin, dejó delante de la madre lactante.
—Vaya, ¡qué servicio! Muchas gracias. —La madre le ofreció una sonrisa de oreja a oreja.
Folke se sentó y siguió comiendo su salmón escabechado como si nada.
—Mi hija acaba de tener un hijo —explicó al notar la mirada inquisitiva de Karin—. Siempre le entra mucha sed cuando da de mamar.
—No lo sabía. Que habías sido abuelo, me refiero. ¡Felicidades!
Era un tema de conversación neutral, pensó Karin, y se esforzó por hacer unas preguntas más, antes de que volviera a hacerse el silencio. Era sorprendente lo poco que se le ocurría preguntarle a un abuelo reciente. Sin duda, a una abuela le hubiera preguntado más cosas, sobre el alumbramiento y sobre la madre, pero ¿a un abuelo? Bueno, tampoco tenía por qué ser ella la que siempre sacara adelante el trabajo y los temas de conversación. ¿O sí?
La iglesia de Marstrand estaba, muy oportunamente, en Kyrkogatan, la calle de la Iglesia. El bello y blanco edificio de piedra era de la Edad Media y a través de sus gruesos muros se oía débilmente Ya llega la primavera. Mientras esperaban, Karin leyó la tabla conmemorativa dedicada al pastor de la iglesia Fredrik Bagge que colgaba en la pared. La música de órgano se apagó y del recinto salió a paso lento una procesión de gente vestida de negro, la mayoría pertrechada con bastones o andadores. Su vestimenta contrastaba abiertamente con los muros blancos del edificio y los hinchados brotes de los árboles.
Karin seguía oyendo el cántico en su cabeza. La letra le parecía preciosa. Sobre todo la estrofa «Los rayos de sol se acercan, y todo vuelve a nacer». ¿O era «todo revive»? No lo recordaba. Fuera como fuese, era bonito. El cortejo fúnebre se dirigió lentamente hacia una vieja casa de madera roja, más abajo en la misma calle.
—¿Crees que es la casa rectoral, la casa de cultura, o algo así?
—Karin miró a Folke.
—Algo así.
Un chaval joven con unos zapatos bastos y una camisa por fuera de los vaqueros resultó ser, contra todo pronóstico, el director del coro. Les contó que la iglesia pertenecía a la parroquia de Torsby y les dio el número de teléfono de la secretaría.
—De todos modos, lo podéis encontrar en el tablón de anuncios. —Señaló un tablón cubierto por un cristal en la esquina de Kyrkogatan y Drottninggatan—. Ahí aparecen todos los números y las personas de contacto.
Karin le dio las gracias y se sintió estúpida por no haber visto el tablón antes. Pidió a Folke que llamara a la parroquia de Torsby. Un contestador automático le indicó el horario de atención, de hecho, era en ese momento, pero al parecer se les había olvidado quitar el contestador. Karin llamó al siguiente número de la lista del tablón de anuncios. Tras unos minutos de música de órgano, la transfirieron a una mujer que contestó con cautela a la mitad de sus preguntas.
—¿Dices que eres policía? Creo que será mejor que hables con la parroquia de Torsby directamente. Un momento.
Lo primero que hizo la persona que contestó fue preguntarle con aspereza cómo había conseguido el número directo, aunque luego, en cuanto supo que era policía, su tono se moderó considerablemente. Karin le explicó que tenían una alianza con dos nombres y una fecha grabados.
—Todos los que se casan son inscritos en el registro de matrimonios, siempre y cuando la boda se celebre en la iglesia de Marstrand o dentro de nuestra circunscripción parroquial. Puesto que hace tanto tiempo de ese enlace, tendré que bajar al archivo y buscar el libro de registro de aquel año. ¿Puedo volver a llamarla? —le preguntó la mujer, que se llamaba Inger.
Lo hizo media hora más tarde.
—Ya he encontrado el libro de registro de 1963, lo tengo aquí. Veamos. ¿Me ha dicho el tres de agosto?
—Sí, y los nombres que tengo son Siri y Arvid. —Karin tapó el auricular y le dijo a Folke—: Cruza los dedos.
Oyó cómo la funcionaría hojeaba el libro.
—No, lo siento, aquí no hay nada. Karin no pudo reprimir su decepción.
—Qué pena. De todos modos, gracias. —Negó con la cabeza en dirección a Folke, a punto de colgar el teléfono.
—¡Un momento! Aquí hay algo. Sí, es correcto. Qué raro, no aparece en orden cronológico, sino después del cinco de agosto, pero la boda se celebró el tres. Bien, aquí tengo a una Siri y un Arvid casados en la iglesia de Marstrand.
—¿De verdad? ¿Qué más pone? —Karin notó cómo se le aceleraba el pulso.
Braütigams, Goteburgo, 1962
La música de piano se propagaba a través del local, acompañada por un leve murmullo y el tintineo de cubiertos contra platos y de tazas contra platillos. Casi había abandonado toda esperanza cuando se abrió la puerta. No supo si era fruto de su imaginación, pero le pareció que el murmullo cesaba y el pianista se detenía un instante entre un acorde y el siguiente. Entonces ella vio su brazo levantado. Él miró a los hombres sentados en el local y constató que la miraban admirados. Tal vez ellos también comprendieron entonces que las mujeres que lucían perlas auténticas y vestidos caros no podían medirse con ella. Aquellas mujeres nunca podrían comprar lo que ella tenía.
Se puso en pie y retiró la silla de la mesa para que ella se sentase. Allí estaba, por fin, frente a él. Era todavía más hermosa de lo que recordaba. Llevaba el pelo rubio recogido y un vestido azul sin mangas con un cinturón debajo del pecho. Ella le sonrió y todo a su alrededor desapareció. Miró sus ojos verdes con destellos ámbar.
—Yo, yo… —No se le ocurría nada apropiado que decir. Él, que en su vida cotidiana hablaba con todos los clientes de la empresa y era conocido como un hombre elocuente y de mucho mundo—. Es como si el tiempo se hubiera detenido —dijo por fin—. Quiero decir… siento como si hubiera espirado y ya nunca más tuviera que volver a inspirar.