4

A Karin le habría gustado otro compañero, pero ahora iba irremediablemente sentada en el coche con Folke al volante. No sólo estaba irritada por la compañía, sino también porque Folke se había negado a desviarse para comprar un café en el McDonald’s de Kungälv. Su compañero había visto un documental en el que explicaban lo que te pasaba si consumías comida basura, y ahora se lo estaba explicando a Karin con todo detalle y en un tono aleccionador. Además de ser un ávido lector de la revista Råd & Ron (Consejos y Hallazgos), algo que no pasaba inadvertido a nadie que estuviera cerca de él, también era un suscriptor fervoroso de Kropp & Sjal (Cuerpo y Alma). Karin pensó que sería un día muy largo si empezaban enemistándose de buena mañana, e incluso se preocupó por explicarle que lo único que pretendía era una dosis de cafeína. Se moría de ganas de tomarse un café cuando aparcaron en Koön y hubieron de esperar el ferry que los llevaría a Marstrandsön. El ferry de la línea azul, que avanzaba a lo largo de un cable, parecía salir a horas de lo más extrañas.

—Siete minutos después de cada cuarto —le había dicho el chaval moreno del quiosco cuando compraron el billete. Y, al ver que Karin no se quedaba muy convencida, sacó un horario, buscó la página que correspondía a su ferry y se lo tendió—. De Koön a Marstrandsön: doce y siete, doce y veintidós, doce y treinta y siete y doce y cincuenta y dos.

Karin le dio las gracias y se metió el horario en el bolsillo.

El ferry iba lleno de albañiles y obreros que probablemente habían estado almorzando y ahora volvían a la isla. Tanto polacos como suecos. Karin miró a un hombre que tenía enfrente. Llevaba pantalones azules y un jersey blanco de punto con un pequeño emblema en el lado izquierdo del pecho. Escondía la calva bajo una gorra con visera, también esta de la marca adecuada. Una voz aguda a espaldas de Karin le hizo dar un respingo.

—¡Hola, Putte! —Un hombre con una mujer joven del brazo se abría camino entre los trabajadores de peto. Saludó como si se dirigiera a una persona con problemas auditivos.

—¡Vaya! ¡Hola! ¿Qué haces tú por aquí? —El hombre bien ataviado tenía una voz afectadamente nasal. Todos quieren jugar a ser P. G. Gyllenhammar, pensó Karin.

—Quería dar una vuelta por Marstrand para enseñárselo a mi mujer. —El hombre animó a esta a que diese un paso adelante.

A Karin le pareció la clase de tipo que piensa en su mujer como tal y nada más.

—Irina —se presentó ella, y tendió la mano.

Llevaba un vestido corto y zapatos de tacón alto y fino. Un calzado muy adecuado para pasear por las calles adoquinadas; Karin se sonrió. Sus labios de color carmín eran anormalmente gruesos, al igual que sus pechos, y el cabello rubio platino se oscurecía en las raíces. El marido, que la tenía cogida de la mano, parecía muy orgulloso de ella.

—Putte —saludó el hombre de la gorra, tocándose la visera—. Enchanté —añadió en su mejor francés de colegio, y besó la mano de la mujer.

—¡Uyuyuy! Me temo que tendré que separaros —bromeó el marido de Irina.

Karin suspiró y negó con la cabeza. ¡Dios mío! El hombre prosiguió con la conversación, ignorando por completo la presencia de la mujer.

—Como verás, me he casado.

—Sí, eso me han contado. ¡Felicidades! Ha sido buena idea hacer una excursión por aquí.

—Desde luego. ¿Cómo te van los negocios?

—Pues bien. La verdad es que jodidamente bien —contestó el llamado Putte.

—¿Cuántas embarcaciones tenéis ahora?

—Oh, me parece que son once, y luego tenemos unas cuantas en copropiedad —explicó Putte, subiendo la voz para que el mayor número de personas oyera cuán bueno era como hombre de negocios.

¡Dios mío!, pensó Karin. Folke se había quedado mirando el agua y los pájaros, aparentemente indiferente a la conversación que tenía lugar a unos pasos.

—Bueno, pues nosotros hemos expandido nuestro mercado a Polonia. Como ya sabes, contratamos mucha mano de obra allí.

—Sí, es verdad. Qué interesante —comentó Putte, aunque no parecía decirlo en serio.

—¿A lo mejor podríamos pasar a saludar a Anita?

—Sí, claro, no estaría nada mal, pero justo hoy va a ser un poco complicado. —Y carraspeó.

Karin no pudo evitar sonreír. Putte no tenía ningunas ganas de que lo visitaran aquel hombre y su nueva esposa.

—Tengo una propuesta de negocios que hacerte que a lo mejor podría interesarte.

—Veré si puedo arreglarlo para hablar de nuestros proyectos. ¿Tienes una tarjeta para que pueda llamarte al móvil?

El hombre rebuscó en sus bolsillos, pero no encontró ninguna y tuvo que contentarse con recibir la tarjeta con estampación azul en forma de ancla que le tendió Putte. El ferry atracó en Marstrandsön y se levantaron las barreras para que los pasajeros desembarcaran.

Había llegado el momento. Lo comprendió con una mezcla de tristeza y alegría. Se quedó un rato mirando el sobre que sostenía en la mano arrugada, hasta que finalmente se puso el abrigo, salió y cerró la puerta con llave. Al llegar al buzón se detuvo y miró alrededor. Por la calle, la gente caminaba a paso ligero. Algunos se apresuraban más, sobre todo los que se dirigían a la parada del autobús y el tranvía. Todo el mundo parecía tener prisa en estos tiempos, porque el que tiene prisa es importante y necesario para la sociedad: hay alguien esperándolo precisamente a él. Un niño en la guardería, un posible jefe para una entrevista de trabajo, una reunión, la consulta de un médico. La gente que camina a paso lento es o bien mayor, o bien está desempleada o enferma.

La mujer sacó el sobre con veneración y lo dejó caer en el buzón de correos, después de asegurarse de que el sello estaba bien pegado. Hizo una leve reverencia, como si el buzón fuera el ataúd en un entierro; en cierto modo, el símil se ajustaba peligrosamente a la realidad. Luego se dio la vuelta para regresar a casa. Ahora les tocaba a otros tomar el relevo.

La casa era una de las que todavía tenían placas de amianto en la parte exterior. «Widstrand», ponía en el blanco buzón metálico. «No se admite correo comercial», advertía una pegatina enganchada justo encima del dibujo de una barca roja en el mar; esta era demasiado pequeña en relación con el anciano que aparecía de pie en cubierta. Folke abrió la puerta de la cerca de madera sin esperar a Karin, que iba detrás de él. Al cerrarse, la puerta le golpeó la espinilla.

—¿Es demasiado complicado para ti sostenerme la puerta, Folke? —le espetó con acidez.

—¿Qué? Oh, disculpa.

Dos gatos de porcelana de ojos azules y un lazo rosa alrededor del cuello estaban sentados vueltos el uno hacia el otro entre las cortinas de encaje. En el sendero de grava había un viejo ciclomotor cubierto con una funda.

Las piedrecillas crujían bajo sus pies. Tenían el tamaño exacto para meterse entre el dibujo de la gruesa suela de sus botas y más tarde Karin tendría que sacarlas con un palito. Llamó con los nudillos a la puerta de madera lacada. El cristal de la ventanilla vibró, pero no se oyeron pasos en el interior. Un débil aroma a bollos recién hechos se filtró por los resquicios. Karin volvió a llamar.

—¡Ya voy, un momento! —exclamó un hombre, y acto seguido elevó la voz—: ¡Elise, llaman a la puerta!

Una señora menuda de cabello corto y cano y ojos vivaces abrió con el codo. Llevaba puesto un delantal a rayas manchado de harina que casi daba dos vueltas alrededor de su delgado cuerpo.

—Entrad, entrad. ¿Podríais cerrar la puerta, por favor? —Hablaba en voz muy alta y usaba las manos harinosas para explicarse.

Karin dio un paso adelante sobre el suelo de madera y se preguntó si la alfombrilla estaba puesta allí para que la pisasen o sólo para decorar. El empapelado del vestíbulo era de los años setenta y en la pared de la derecha había un estante con colgadores para los abrigos y una pequeña banqueta con mullidos cojines rosa. Karin esquivó la alfombrilla y empezó a desatarse las botas con cuidado de no rayar el suelo de madera con las piedrecillas incrustadas en sus suelas. Folke empujó la puerta, pero esta no se cerró, sino que volvió a abrirse.

—Tiene que levantar el tirador a la vez que la cierra —le explicó la señora del delantal. Se oyó un timbre proveniente de la cocina, pero ella no pareció oírlo.

—El timbre de la cocina —la avisó Karin, y señaló con el dedo en la dirección del sonido.

La anciana la miró y sonrió sin entender.

—¡Elise! ¡Qué ha sonado! —berreó el hombre cuyo rostro todavía no habían visto.

Eso hizo que la menuda mujer abandonara el vestíbulo a paso rápido. Oyeron cerrarse la puerta del horno y una bandeja de metal que resonaba contra la placa de la cocina antes de que la mujer volviera a aparecer, envuelta en aroma a bollos. Karin aspiró hondo.

—Sten está en la sala de estar, entrad, por favor. —Señaló una puerta con la manopla amarilla de ganchillo que sostenía en la mano.

Un hombre de cabello ralo, camisa blanca y chaleco beige de punto, estaba sentado en una butaca de brazos de madera. A su lado había un par de muletas. Calzaba unos calcetines de rombos metidos en unas sandalias horribles; las correas luchaban por contener sus pies hinchados. Karin se adelantó y le tendió la mano. El hombre llevaba un reloj de pulsera sorprendentemente moderno.

—Sentaos, por favor —dijo.

Folke y Karin tomaron asiento en un tresillo de felpa burdeos; parecía nuevo. Sten y Elise pertenecían a la generación que no utilizaba el salón salvo cuando recibía visitas, lo que evitaba que el suelo se desluciera. Karin pensó en su propia generación, la de los setenta, que derribaba las paredes entre la cocina, el comedor y la sala para unificarlo todo en un único espacio.

La mesa de madera pulida entre el sofá y la butaca de Sten estaba puesta con una preciosa vajilla de porcelana blanca con motivos dorados.

—Elise traerá bollos y café en un periquete. ¿Supongo que tomaréis café?

—Sí, gracias —dijo Karin, y advirtió que el cutis del hombre estaba surcado de cicatrices. Sus ojos gris claro se posaron en ella. Era un color de ojos bonito, aunque les faltaba calidez y su mirada era escrutadora. La nariz parecía cubierta de pequeños granitos o verrugas. Karin intentó no mirarlo demasiado.

—Entiendo que puede parecer extraño que os haya llamado, pero en un lugar tan pequeño como este resulta difícil mantener un secreto. En cuanto la policía acudió a Pater Noster, la gente empezó a hablar y especular sobre lo que podía haber ocurrido.

—Hamneskär —lo corrigió Folke.

—¿Disculpe? —dijo Sten.

—Me parece que se llama Hamneskär, ¿no? Si lo he entendido bien, Pater Noster es el nombre del faro. Y usted ha dicho Pater Noster refiriéndose a la isla.

Karin clavó la mirada en Folke. Sten parecía sorprendido y tardó un instante en contestar.

—Sí, es cierto que la isla se llama Hamneskär, pero aquí la mayoría también la llama Pater Noster.

Karin comprendió que lo mejor sería cambiar de tema y se volvió hacia Sten.

—O sea que usted trabajó en la policía, ¿verdad?

Sten les explicó que antes había una comisaría en Marstrandsön, atendida por tres agentes. Un banco, dos zapateros, tres tiendas de comestibles; sí, había habido de todo en la isla.

—Pero eso fue antes de los tiempos de los grandes recortes —añadió.

Elise apareció con una bandeja de café y bollos recién hechos. Qué gente tan adorable, pensó Karin cuando la anciana sirvió café humeante en todas las tazas, antes de tomar asiento en la butaca más alejada. Se había quitado el delantal, pero había conseguido que la harina le manchara la frente y el pelo.

—Estos bollos estaban exquisitos. Por cierto, tiene harina en la frente —dijo Karin.

—¿Qué? —preguntó Elise.

—Los bollos estaban muy buenos —dijo Karin, esta vez en voz más alta.

—Están —la corrigió Folke—. Los bollos están buenos. Mañana podremos decir que estaban buenos, pero ahora están buenos.

—A mi colega le interesa la lingüística —explicó Karin, y suspiró.

—¡Qué interesante! —dijo Elise—. Me alegra saber que os han gustado los bollos.

—¿De qué es el relleno?

—Manzana y canela, y un poco de mantequilla.

Mucha mantequilla, pensó Karin, y tomó un sorbo de café. La combinación de café y bollos recién hechos era perfecta. No obstante, tomarlos era un pecado. Además, en realidad debería estar almorzando, pero no pudo reprimirse y cogió otro bollo. Hum, deliciosamente crujiente por fuera y caliente y untuoso por dentro. Podía abstenerse de comer ricas salsas y emparedados por la noche durante medio año y su peso no variaba. Pero si se tomaba un solo café con algún dulce después de cenar, encima con mala conciencia, enseguida le empezaban a apretar los pantalones. Intentó alejar cualquier pensamiento relacionado con el peso y las tallas y disfrutar sin más de los bollos. De hecho, también podía dar la vuelta a la argumentación: bastaba con pensar en lo triste que Elise se pondría si Karin no probaba sus bollos. En realidad, comiéndose otro más lo que hacía era complacer a la anciana. Se trataba de un sencillo acto de bondad. Folke parecía tener la boca llena de actos de bondad y Karin aprovechó la ocasión para pedirle a Sten que le contara lo que había oído en el pueblo.

Sabía que habían encontrado un cadáver en Pater Noster. En los años en que había trabajado como agente de policía tan sólo unas pocas personas habían desaparecido sin volver a dar señales de vida. Todavía tenía sus nombres apuntados en una lista guardada en una carpeta que ya estaba sobre la mesa. Karin echó un vistazo a la lista. Había nueve nombres. Seis hombres y tres mujeres.

—¿Aparece la persona en cuestión? —preguntó Sten.

Karin empezó a anotar los nombres en su libreta, al tiempo que consideraba cuánta información podía darle al policía jubilado.

—¿No tendrá por casualidad alguna fotografía de las personas desaparecidas? —preguntó.

—¡Ya caigo! —dijo Sten—. O sea que no sabéis quién es el hombre, ¿verdad? —Sus ojos se posaron en Karin.

Ella suspiró. Ya se había filtrado que se trataba de un hombre.

Por otro lado, su anfitrión era agente de policía, o al menos lo había sido, como habría precisado Folke. Este abrió la boca para decir algo, pero Karin se apresuró a adelantársele. Nunca se podía saber lo que saldría de aquella boca y, en todo caso, cualquier pregunta precipitada de Karin sería mejor que otra meditada de Folke.

—No —dijo—. No sabemos quién es. —Miró a Folke y luego a Sten.

—Solapa número cinco —dijo Sten—. Hay fotografías de todos en la solapa número cinco de la carpeta. —Sonrió y luego les habló brevemente de cada uno de los casos.

Elise negaba con la cabeza cada vez que oía uno de los nombres, y de vez en cuando intercalaba un «qué triste» o «tan joven».

Folke y Karin revisaron las fotografías.

—¿Lo reconocéis? —preguntó Sten.

Karin comprendió que sería un chisme de primera si el policía podía ir contando por ahí a quién habían encontrado en la despensa de Pater Noster. A pesar de que se trataba de un expolicía, antes habría que informar a la familia y a los allegados.

—Es difícil determinar si se trata de alguno de estos —contestó Folke vagamente.

Un comentario inusualmente sensato, viniendo de quien venía.

—De hecho, no tiene por qué ser uno de estos hombres —agregó Karin—. Podría ser cualquier otro cuya desaparición ni siquiera fue denunciada en su momento.

Sten los escudriñó con sus ojos grises. Parecía decepcionado.

—Si queréis, os puedo prestar la carpeta, siempre que me la devolváis. Supongo que no está del todo bien que la guarde en casa, pero son cosas antiguas, ya sabéis… —Se masajeó las piernas doloridas—. Espero que os sirva de algo, contiene todos los informes y las circunstancias relacionadas con la desaparición de esas personas.

Karin le dio las gracias, tanto por la carpeta como por el café. Sten hizo ademán de levantarse, pero se hundió en la butaca con una mueca de dolor. Ella le estrechó la mano y le prometió volver. Elise los acompañó hasta el recibidor. Se frotaba las manos como si se hubiera puesto una crema que no acababa de absorberse bien.

—Deberíais hablar con Marta —dijo con cautela.

—¿Quién es Marta? —preguntó Karin.

—Marta Striedbeck. Conoce prácticamente todos los casos.

Sten estaba en el vano de la puerta, apoyado en sus muletas, y miraba a su mujer con indisimulada irritación.

—¿Vive por aquí? —se apresuró a preguntar Karin, para que Elise no tuviera tiempo a arrepentirse.

—Vive en Koön, en Slottsgatan. La calle detrás de Konsumbutiken.

—Coop —dijo Folke.

—¿Cómo? —preguntó la anciana.

—La tienda se llama Coop Nära.

—Por supuesto, sí, así es como la llaman ahora. Cambia de nombre muy a menudo. Bueno, sea como sea, ella vive a una o dos manzanas de la tienda.

Karin le dio las gracias y agitó la mano en un saludo cuando Elise cerró la puerta. La cortina de la ventana de los gatos de porcelana se movió y los dos avanzaron calle abajo antes de empezar a hablar.

—¿Lo has reconocido? —preguntó Karin.

Folke se detuvo y abrió la carpeta. Pasó las páginas lentamente. Con minuciosidad, como de costumbre.

—No, la verdad es que no. Podría ser este… o este… o…

Los hombres de las fotografías los miraban a través del tiempo, pero ambos policías no podían determinar si el cadáver encontrado en la despensa de Pater Noster era alguno de ellos.

Todos los informes los había escrito un tal I. Fredelius, salvo el de Arvid Stiernkvist, redactado por el propio Sten. Se trataba de informes breves y concisos, de un máximo de dos folios mecanografiados, pero el de la desaparición de Arvid en un accidente de navegación tenía cuatro páginas y estaba hecho de forma concienzuda y rica en detalles. De pronto, sonó el móvil de Karin. Contestó y levantó el pulgar en dirección a Folke, a la vez que señalaba el teléfono.

—¡Caramba! Por supuesto. ¡Gracias! —Y colgó—. Era Roland Lindstrøm, el capataz de Pater Noster. Nunca adivinarías lo que han encontrado.

Marstrand, 1962

Arvid volvía a estar sentado en el porche de Societetshuset. Cuando apareció la camarera se sintió decepcionado. No era ella. Al principio, resistió el impulso de preguntar, pero más tarde se rindió.

—Disculpe, señora, pero la camarera que estaba aquí el sábado pasado…

—¿Hubo algo que no estuviera a su entera satisfacción? —Era una mujer mayor y pareció preocuparse. Su semblante era amable pero decidido, el delantal impecablemente planchado.

—No, no, en absoluto. Verá, es que tendría que haberle dado una propina, pero…

—Sábado —repitió la camarera, y se quedó pensativa, ahora con expresión de alivio—. ¿Recuerda la hora? —preguntó.

Arvid le dijo quién era él y cuándo habían estado allí.

La voz de la mujer sonó cálida y respetuosa cuando comentó:

—Es una chica muy aplicada, aunque, teniendo en cuenta la buena crianza que ha tenido, no es de extrañar.

—¿Buena crianza? —Arvid consideró hasta dónde se podía permitir preguntar sin que resultara sospechoso.

—Se llama Elin Strömmer y es hija de Axel Strömmer, el farero de Pater Noster.

¿Elin Strömmer? Claro, la hermana de Karl-Axel. Sólo habían coincidido en un par de ocasiones; en los últimos años, Arvid había estado muy ocupado con los asuntos de la empresa.

—Si me disculpa, señor Stiernkvist. —La mujer hizo un gesto con la cabeza en dirección al grupo que requería sus servicios.

—Naturalmente, por supuesto.

Cuando ya se alejaba, la camarera se volvió de pronto hacia Arvid.

—¿Quiere que le diga algo de su parte? —Sus sabios ojos azules se posaron en él.

Arvid dudó antes de sacar un sobre del bolsillo interior, en el que introdujo un billete antes de cerrarlo.

—¿Podría darle esto? —Le pareció detectar decepción en los ojos de la mujer al ver el billete, y se preguntó qué hubiera pensado de haber sabido que el sobre también contenía una carta.

Había pasado un buen rato puliendo las frases de la breve misiva, sin saber muy bien cómo expresarse. A pesar de que sólo se trataba de cuatro líneas, había tardado el mismo número de noches en escribirla. Ahora ya era demasiado tarde para arrepentirse. A saber cuándo recibiría Elin Strömmer aquella carta.

***

El médico juntó las manos y las posó sobre el historial clínico que tenía sobre el escritorio. Putte lo miró y de pronto comprendió.

—¿Cáncer? —preguntó, adelantándose.

—Así es.

—Mierda. ¿De qué tipo?

—De estómago. Tiene que dolerte.

—Va y viene. Supongo que sospechaba que me pasaba algo, pero me negaba a darle importancia. Mis padres murieron ambos de cáncer.

—Realizaremos más pruebas… —La boca del médico se movía, pero Putte no estaba seguro del significado de sus palabras, que no penetraban en su cerebro—: Tratamiento… radiación… órganos vitales… citostáticos…

Una hora más tarde, se encontraba en el aparcamiento del hospital sin saber muy bien qué hacer. Cuando aquella misma mañana había cruzado las puertas de cristal automáticas, era un hombre lleno de esperanza y con un futuro por delante; ahora, al salir, era otro. El olor a asfalto de las obras en los alrededores le provocó náuseas. No recordaba haberse sentido nunca tan mal por culpa de un olor. Ya con otros ojos, alzó la mirada al cielo. Una golondrina sobrevolaba el aparcamiento cuando de pronto empezó a bajar en picado, en dirección a la entrada del hospital. El sol primaveral brillaba y las campanillas de invierno y los crocos[4] brotaban de la tierra húmeda a pesar de que estaban en el lado norte.

Se puso en cuclillas y miró la tierra negra del arriate que había frente a la entrada de urgencias. Recogió un puñado de tierra y cerró los dedos alrededor del mantillo húmedo. «Polvo eres y en polvo te convertirás». No sabía de dónde había salido esa asociación, pero lo llevó a soltar la tierra rápidamente. Se incorporó y se limpió las manos en los pantalones oscuros, ensuciándolos, pero ese era un problema muy menor. Él nunca había sido un dechado de virtudes, de eso era muy consciente. Aunque, si se arrepentía e intentaba arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde, sin duda se le tendría en cuenta. ¿O no? La cuestión era si ya era demasiado tarde. Había un montón de cosas de las que tenía que hacerse cargo y no sabía cuánta arena quedaba en su reloj.

Se dirigió al coche con paso decidido. Pulsó el mando a distancia, abrió la puerta y se sentó. Arrancó y salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás, antes de mover la palanca de cambio a la posición D, de drive. De pronto, apareció un hombre empujando una silla de ruedas en la que iba una mujer extremadamente obesa. Llevaba un vestido con un estampado de pequeñas flores muy desfavorecedor; recordaba más a una tienda de campaña que a una prenda de vestir. ¿Cómo diablos había conseguido caber en aquella silla de ruedas?, fue lo primero que le vino a la cabeza a Putte, pero al punto recordó que había decidido ser una persona mejor e intentó sentir simpatía por aquella señora que tal vez estaba enferma. Desde luego, pesada sí era, pues la silla avanzaba muy despacio. En lugar de frenar y dejar que cruzaran el paso de peatones del hospital, Putte pisó el acelerador. El hombre hizo recular la silla de ruedas precipitadamente y lo maldijo con el puño en alto. La mujer berreó a pleno pulmón. Seguro que a ellos les queda más tiempo que a mí, pensó, y salió del aparcamiento.