3

Seis niños correteaban alrededor de la casa de Fiskaregatan. Waldemar se sentó en el sofá. Parecía agotado. Sus nietos se habían quedado más tiempo del habitual para una tarde de domingo y el nivel acústico era muy superior a lo que le parecía tolerable.

Alargó la mano para coger la copa de calvados.

Normalmente iba en avión al club de golf Gullbringa, pero la temporada todavía no había empezado.

O a lo mejor ha recibido la orden terminante de quedarse en casa, pensó Sara.

Miró a sus cuñadas, Diane y Annelie. No había dos hermanas tan diferentes entre sí como esas dos. Una era rubia, la otra morena. Hermanastras, se corrigió. Diane era hija de Siri, de su primer matrimonio. Trabajaba en marketing, o al menos eso decían cuando algún conocido preguntaba a qué se dedicaba. Luego se obviaba hablar de los detalles del trabajo, que consistía en repartir publicidad directa a media jornada, y se intentaba desviar hábilmente la conversación hacia el exitoso marido de Diane, Alexander, que era agente inmobiliario.

Alexander sólo trabajaba en «los barrios más elegantes», sobre todo Orgryte y Långedrag. Hacía una semana, Diane había llamado a sus padres para pedirles que la acompañaran a ver una casa en que estaban interesados ella y Alexander, precisamente en Långedrag.

Los hermanos de Diane, Annelie y Tomas, se habían preguntado cómo era posible que se pudieran permitir comprar una casa. Tuvieron la respuesta cuando Siri les contó que pensaba ayudarlos económicamente. Ella y Waldemar suscribirían la mitad del préstamo hipotecario, les había dicho sin pestañear.

—Hemos hecho una oferta por la casa —explicó Diane—. El agente inmobiliario cree que tenemos posibilidades de conseguirla. Al fin y al cabo, es un colega de Alexander y, por lo tanto, disponemos de información privilegiada. La casa es de una señora mayor. Y le encanta Alexander.

Diane se rio y se echó atrás la melena morena.

—Qué bien —añadió Tomas educadamente—. ¿Dónde está la casa?

—En Långedrag. Creía habéroslo dicho ya. —Fue Siri quien respondió tras dejar la taza de café sobre la bandeja con cierto énfasis.

—Sí, pero me refería al lugar concreto —aclaró Tomas, al tiempo que se servía más postre.

Diane describió la ubicación de la casa.

—Me parece que esa zona pertenece a Fiskebäck —dijo Sara. Tomas le lanzó una mirada contrariada, una mirada que decía que ese comentario sobraba.

—No; está en Långedrag. A lo mejor no conoces el barrio tan bien como crees —comentó Diane en tono ligeramente altanero.

—Si giras a la izquierda y cruzas la vía del tranvía antes de llegar a la recta del almacén, entras en Fiskebäck —contestó Sara.

De pronto, Diane se interesó por la pequeña figurita de la cremallera de su bolso.

—De todos modos, tendremos que reformarla de arriba abajo. Me gustaría comprar diseño danés, tal vez porque nací en Dinamarca —dijo luego, mientras sacaba un espejito de mano para retocarse el brillo de labios. Y añadió—: Qué pena que ya no estés en la tienda de tejidos, mamá, porque podrías haberme hecho un descuento, ahora que voy a tener una casa entera necesitada de cortinas nuevas y otras telas.

—Supongo que no hace falta que la renovéis de arriba abajo, ¿no? —terció Waldemar.

—No, papaíto, pero queremos hacerlo. ¿Verdad que sí, amor mío? —La pregunta, más bien una afirmación, iba dirigida a su marido.

—Sí, desde luego —asintió Alexander, y se atusó el pelo castaño cortado estilo paje.

El resto de la pandilla de Alexander había acabado en el sector de las finanzas en Estocolmo, pero él había encontrado su nicho lucrativo como agente inmobiliario en Goteburgo.

Sara llegaba a sentir incluso malestar físico cuando lo oía presumir de cómo las señoras mayores caían rendidas a sus pies ante su prestancia y sus buenos modales. Por otro lado, a lo mejor le gustaban las mujeres mayores, pues al fin y al cabo Diane tenía, a sus cuarenta y cinco años, ocho más que él.

—Pero supongo que será complicado, con tres hijos y todo eso —observó Sara—. Me refiero a tener tiempo para todo. Nuestros vecinos no paran de esforzarse en reformar su casa. Y llevan así más de cuatro años.

—Ya, pero naturalmente no vamos a hacer el trabajo nosotros —contestó Diane, como si Sara acabara de soltar alguna insolencia—. Alexander tiene un montón de contactos. Albañiles y gente de la banca. Nos ofrecerán un préstamo en condiciones buenísimas y tendremos albañiles dispuestos a trabajar en negro. ¡Será perfecto!

—Sí, pero aun así os costará mucho dinero y os quitará tiempo —sentenció Tomas.

—Está muy bien que Diane y Alexander vayan a comprarse una casa. Y la verdad es que vosotros, sus hermanos, podríais echarles una mano —dijo Siri, antes de mirar a su nuera—. Además, tú, Sara, tienes todo el día libre.

—Sara está en casa por agotamiento, mamá —contestó Tomas, y dejó la cucharilla de postre en el platito.

—Ya, pero Diane también ha sufrido agotamiento —dijo Siri.

—No me lo parece.

—Pues sí. Cuando nació Estelle apenas pudo dormir. Eso también es una especie de agotamiento.

—No, no lo creo. Tal vez sea falta de sueño, o a lo mejor la depresión del puerperio.

—Dejémoslo así —zanjó Siri.

Waldemar cogió la botella de calvados para servirse otra copa. Una para él y otra para Alexander.

Sara recordaba con aversión la historia del nieto y la cooperativa de viviendas. Cuando Annelie, en su día, llamó a Tomas para contarle que sus padres lo habían arreglado todo para conseguirle al hijo de Diane una plaza en una cooperativa de viviendas y, además, habían empezado a ahorrar para la entrada, y no para los demás nietos, Tomas se enfadó y se negó a creerla. De hecho, le había colgado el teléfono y dejó pasar una semana entera antes de volver a hablar con su hermana. Dos meses más tarde, Tomas había encontrado por casualidad un extracto del banco en casa de sus padres. Resultó que Siri, además de haber abierto una cuenta de ahorro destinada a una futura vivienda para su nieto, realizaba mensualmente una transferencia a favor de Diane. Eso le había abierto los ojos. Annelie le había contado la verdad.

—¿No crees que ya es hora de que Matilda tenga un hermanito?

—Diane lanzó una mirada sosegada, teñida de cierta malicia, a Annelie. Sabía que era una pregunta delicada, pero con habilidad simuló no darse cuenta.

—¿A qué viene esto? —respondió Annelie.

Sara la vio posarse las manos sobre el vientre, como un reflejo defensivo. Sobre aquel vientre en que, por alguna razón, no quería crecer otro hijo.

—Sólo digo que para un niño es bueno tener hermanos, porque así aprende a compartir las cosas —precisó Diane.

—¿Eso crees?

En el mejor de los casos, resultaba risible que la demanda de equidad viniera de Diane.

—Disculpa que lo haya preguntado, no pretendía ofenderte —zanjó esta en tono cortante.

—¿Habéis pensado en tener más hijos? —insistió Siri—. Porque es mejor que no se lleven demasiados años entre sí.

—A lo mejor no todo el mundo puede tener hijos cuando quiere. ¿Alguna vez os habéis parado a pensarlo? —dijo Annelie.

—En nuestro caso, basta con que Alex menee los calzoncillos para que me quede embarazada —respondió Diane, y soltó una risita—. ¿No es así, mi amor? —Se volvió hacia su marido.

—Bueno, sí. Eso nunca ha supuesto ningún problema.

Alexander le guiñó un ojo a su mujer. A continuación se tumbó, se colocó uno de los cojines a la espalda y se ajustó los gemelos. Eran de oro blanco y habían costado 4600 coronas. Sara lo sabía porque un domingo, durante una comida familiar en enero, había oído a Siri y Diane discutir al respecto en el vestíbulo, mientras ella estaba en el cuarto de baño.

—Por favor, mamá, son perfectos y se pondrá muy contento —había dicho Diane.

—Pero ¿no te parece que cuatro mil seiscientas coronas es mucho dinero para unos gemelos? ¿No hay otros?

—Pues es lo que cuesta comprar un par de gemelos en Engelbert, y eso que no he elegido los más caros. En el sector inmobiliario el aspecto personal es muy importante. Ninni Johnson le compró unos a su marido por ocho mil quinientas coronas, o sea que, en comparación, estos salen bastante baratos.

No le contó que había elegido los segundos más caros. Mentar a Ninni, la hija de los Johnson, era como agitar una varita mágica, y Siri acabó cediendo: si Diane realmente creía que aquellos gemelos harían muy feliz a Alexander, ya lo arreglarían, naturalmente.

—Gracias, mamaíta. Entonces, ¿ingresarás cinco mil coronas en mi cuenta hoy? Me gustaría comprarlos mañana mismo, para que nadie se me adelante. —Diane ya había dado una paga y señal por los gemelos, convencida de que su madre se avendría a comprarlos, aunque lo más seguro era ir por ellos cuanto antes.

—Te ingresaré el dinero esta misma tarde.

—O ahora mismo. Podrías llamar al banco y pedir que hagan la transferencia, ¿no crees? Mientras tanto, me encargaré de entretener a los invitados.

—No hay invitados, sólo están Annelie y Tomas. Pueden entretenerse solos.

Fue entonces cuando Sara tiró de la cadena, se lavó las manos y se las secó bruscamente en la elegante toalla de marca. Cuando salió al vestíbulo, resultó evidente que Diane y Siri estaban sorprendidas, y Sara advirtió que empezaban a repasar lo que habían dicho, preguntándose qué podía haber oído ella de su conversación.

En aquel momento, lo único que Sara hizo fue sonreír fríamente.

Los niños estaban jugando en la terraza acristalada. Linnéa había convertido el escabel de los abuelos en un mostrador y se había erigido en jefa de un negocio que vendía de todo.

—Uno, dos, cuatro, ocho, doce —contaba, dándole piezas de Lego a Nalle a modo de cambio.

Los primos intercambiaban todo tipo de artículos visibles e invisibles de los estantes de la imaginaria tienda.

—Bueno, deberíamos irnos ya —dijo Sara, y le lanzó una mirada elocuente a su marido Tomas.

—Pues sí, no estaría mal tener un rato para nosotros en casa esta noche. Me espera una semana muy pesada, repleta de reuniones —dijo él, y se puso en pie.

—Oye, Tomas, por cierto, ¿llenaste el depósito de mi coche? —preguntó Waldemar desde el sofá.

Tomas se había puesto a buscar el jersey de Linnéa. Sara vio cómo se tensaba para mirar a su padre a los ojos.

—Te lo presté la semana pasada, ¿recuerdas? —prosiguió este.

—¿Te refieres al día que fui por leña para vosotros? Pensé que… es posible que no, pero… por supuesto, me encargaré de llenártelo. No hay problema.

Sara se sonrojó y advirtió la mirada implorante de Tomas. Se apresuró a murmurar un «gracias por la comida» entre dientes y salió al vestíbulo para coger la ropa de abrigo de los niños. Annelie la siguió y posó una mano en su brazo. Sara no dijo nada, pero negó con la cabeza. Mientras buscaba los zapatos de Linus y Linnéa entre la montaña de zapatos de niños, aquel aprovechó para vaciar el bolso de mano de la abuela en el suelo del vestíbulo. Dos pintalabios, llaves, una cartera, perfume… Sara y Annelie recogieron los artículos, y justo cuando acababan de devolverlo todo al bolso, se fijaron en el anillo de oro que Linus tenía en la mano. Era demasiado grande para ser de Siri. Annelie leyó en voz alta la inscripción de la parte interior:

—Elin y Arvid.

Se miraron sorprendidas.

—Cuatro de octubre de 1962. Tiene que ser la fecha del compromiso, y catorce de junio de 1963, la del día de la boda. Elin y Arvid. ¿Sabes quiénes son? —preguntó Sara.

—Debe de ser el Arvid con el que mamá estuvo casada antes de papá, pero que murió. Aunque no sabía que Arvid hubiese estado casado antes, y menos aún tan poco tiempo antes.

Sara se encogió de hombros y Annelie devolvió el anillo al bolso.

De camino a casa, Sara no pudo reprimirse.

—¿Lo ha dicho en serio? No está bien de la cabeza.

Tomas parecía abatido cuando se habían marchado. Sara tenía ganas de decirle que debería mostrar más orgullo y empezar a hacerse cargo de las cosas. Su primera intención había sido mostrarse comprensiva, pero no pudo. Estaba muy enfadada. Le dio una patada a un montón de nieve en el sendero. Estaba duro como la piedra y se hizo daño en el pie.

—¿Tenemos que pagar nosotros la gasolina, cuando tú vas por leña para ellos, y encima llenarle el depósito? ¿No le hacen descuento a tu padre en la gasolinera que hay al lado de su antiguo taller de coches?

—Importación de coches; no era un taller. Importaba coches de Inglaterra y Alemania.

—Eso no importa ahora. De todos modos, él tiene más tiempo que nosotros y supongo que sabrá llenar el depósito solito. Y a mejor precio que nosotros.

—Ahora estás siendo injusta, Sara. No sé si te das cuenta de que estás hablando de mis padres. No entiendo por qué siempre tienes que meterte con ellos.

—¿Crees que soy injusta, cuando tus padres le compran una casa a tu hermana? Desde luego, empiezas a parecerme jodidamente ridículo y pusilánime.

Sara intentaba hablar en voz baja para que los niños no la oyeran. Empujaba el carrito de los gemelos cuesta arriba. Pesaba mucho, pero el esfuerzo le sentó bien, pues pudo dar rienda suelta a algunas de sus frustraciones.

—¿Sabes qué? Esta discusión no deberíamos tenerla tú y yo, porque el conflicto no está entre nosotros, sino entre tú y tus padres. ¡Me encantaría que te dieras cuenta de una maldita vez! Qué asco, de verdad. ¡Qué asco! —Esto último fue un bufido.

Karin había vuelto a casa a las dos y cuarto de la madrugada, y no tenía ningunas ganas de abandonar el calor de la cama cuando sonó el despertador de su móvil. Se quedó echada unos minutos más, pensando en el día anterior, antes de ponerse un chándal. En la planta baja del edificio de apartamentos había una pastelería, Kampanilen. Bajó las escaleras de las tres plantas de dos en dos y luego volvió a subirlas corriendo con una bolsa de pan crujiente. Se metió en la bañera para darse una ducha y maldijo al recordar lo que había olvidado comprar el día anterior. Champú. Menos mal que todavía quedaban unas gotas en el bote vacío.

Se sentó a la mesa del desayuno con una taza de té en un intento vano de reanimar su cansado cuerpo. Al final vertió el resto del té en el fregadero y se hizo un café con leche, cargado. Por suerte, todavía quedaba café en el bote y no tuvo que usar el descafeinado recién comprado.

Hurgó en la caja donde guardaba de todo un poco. Entre el celo, las monedas, los botones de recambio y los vales de descuento hacía tiempo caducados encontró un bolígrafo que funcionaba y un post-it.

«Champú», apuntó, y después añadió algunos artículos más que faltaban.

—¿Me servirán el desayuno en la cama? —gritó Göran desde el dormitorio.

Qué mal lo tienes, pensó Karin, aunque dijo:

—Hay café y pan recién hecho, pero se sirve en la cocina.

Göran apareció con vaqueros y una camiseta, con el pelo encantadoramente de punta. Sus ojos azules se posaron en ella cuando se sentó a la mesa. Karin cortó una rebanada del pan aún caliente.

—Buenos días —dijo.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó él.

—No; he bajado a la pastelería. Pan vikingo. —Señaló el pan integral—. También he comprado bollos, por si los preferías. —Supongo que cree que debería hacer el pan, como su mamá, pensó. Él se lo había insinuado alguna vez antes, pero si tanto le gustaba el pan hecho en casa, también cabía la posibilidad de que él mismo pusiera manos a la obra.

—¿Tenemos mermelada? —preguntó Göran.

—Un segundo, ahora mismo se lo pregunto a la camarera —respondió Karin, y agitó la mano simulando llamar la atención de alguien.

—¿Qué pasa?

—¿Tú has comprado mermelada? —preguntó Karin, y se dijo que ella no llevaba un hotel.

—¿Ya estás de mal humor? —Göran se inclinó sobre la mesa y le dio un golpecito en la mano con un dedo de una manera un tanto irritante.

—No estoy de mal humor, pero podrías echar un vistazo en la nevera antes de preguntármelo a mí. No sé si tenemos mermelada. He de marcharme dentro de diez minutos.

—¿Tienes que ir a trabajar? Pero ¡si fuiste ayer, y era domingo!

—Imagínate que yo te digo lo mismo a ti. ¿Podrías dejar de trabajar las seis semanas y quedarte en casa conmigo? —Su tono sonó amargo. Ojalá se lo hubiese dicho de otra manera.

—¡Lo sabía! —saltó Göran, triunfante—. Apenas llevo una semana aquí y ya empiezas a machacarme con mi trabajo. ¡Es tan jodidamente típico de ti! ¡Eres una egoísta! ¿Cuántas veces vamos a tener que pasar por esta discusión? —Puso los ojos en blanco.

Esta es la última vez, quiso responderle Karin, pero no lo hizo.

—Esto no funciona —dijo en cambio—. Me rindo, no puedo más. —Su voz sonó débil, como un susurro. Entonces carraspeó y tomó carrerilla—. Ya no puedo más. Lo siento mucho, pero es así.

—Su voz sonó fuerte y firme, como si esta también se hubiera decidido. Ahora ya lo había dicho. Se hundió en la silla de la cocina y posó los brazos sobre la mesa.

—¡Otra vez con lo mismo! Siempre se trata de ti, de ti y de nadie más. Pero ¿y yo qué? —Göran se puso de pie y gesticuló en una pose teatral—. ¡Ya no puedo mááás! —la imitó—. ¿Cómo crees que me siento yo? Eres tan condenadamente egoísta… —Cruzó los brazos con gesto arrogante, esperando que llegara el contraataque. Pero este no llegó.

Cinco años, pensó Karin, mientras salía de la cocina con su taza de café. ¿Cómo había acabado su relación de esa manera?

Göran la siguió cariacontecido hasta el salón, con su rebanada de pan sin mermelada en la mano.

—Ahora en serio, Karin. ¿Y todo lo que he hecho yo por ti? ¿Te acuerdas alguna vez?

Las réplicas de mártir y víctima de Göran le resultaban trasnochadas, como sacadas de una comedia sueca de los años treinta. Él parecía creer que discutir un poco era, en cierto modo, un entretenimiento. La misma discusión, una y otra vez.

De pronto, Karin se encendió. La rabia brotó y ella se negó a contenerla. Cinco años de desilusión reprimida corrían por sus venas. ¡Ya basta, joder! Lanzó la taza de Höganäs[2] contra la pared, y el café y los pedazos de porcelana volaron por los aires. Göran se volvió sobresaltado.

—Pero ¡estás loca o qué! ¿Qué haces? —Miró sorprendido los restos de la taza y el café que resbalaba por la pared blanca.

—¿Qué es exactamente lo que tú has hecho por mí? ¿Qué? ¡Dime aunque sólo sea una cosa! Pero ¡si hasta te olvidaste de mi cumpleaños! Casi estamos en mayo, y yo cumplo años en enero —le espetó en la cara, como un gato bufando.

—Pero si te llamé, ¿no te acuerdas? No te regalé nada porque no encontré el regalo perfecto, sólo por eso. De hecho, todavía lo estoy buscando.

Su serena contestación no hizo más que acrecentar la irritación de Karin. Recordó la mañana de enero de hacía dos años, cuando cumplió los treinta. La madre de Göran había aparecido en el hueco de la escalera cantando «Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz». La maravillosa mamá de Göran que, a pesar de tener duras jornadas como jefa de unidad en un hospital, nunca descuidaba los pequeños detalles. La iba a echar más de menos que a Göran.

Ahora no tenía ganas de replicar nada. ¿Qué podía decirle? Ya estaba todo dicho, más de una vez, además. Lo miró apenada. ¿O sea que todo había terminado? Él ni siquiera lo había comprendido todavía. Retiró una silla de la mesa del comedor y se sentó. Llegaría tarde a la reunión con Carsten en la comisaría, pero lo mejor sería terminar con todo aquello de una vez. Le escribió rápidamente un SMS a Carsten, lo envió y puso el móvil en silencio.

Göran prosiguió:

—Es muy propio de ti volver a sacar lo de tu cumpleaños. Lo único que te preocupa son ese tipo de tonterías, diría que es lo más importante para ti. Que no te regalé nada por tu cumpleaños. Dime qué quieres e iré a comprarlo ahora mismo.

—Eso no es verdad, y lo sabes. Si realmente es lo que piensas de mí, lo mejor será que nos separemos ya, de una maldita vez. Creo que queremos cosas distintas… —Karin buscaba las palabras.

—No puedes cortar conmigo. Estamos prometidos, y tú me juraste que estaríamos juntos. —Göran le enseñó la mano izquierda, donde llevaba la alianza.

Karin recordó cómo había sido el inicio de su relación. La sensación burbujeante de excitación en el estómago, las interminables conversaciones telefónicas, las cartas. La añoranza y las ganas de que volviera cuanto antes durante el primer período de seis semanas en la mar. Sus bellos ojos azules y sus tiernos abrazos. Su madre, que al principio le había parecido antipática, pero que poco a poco se había ido ganando la confianza de Karin, hasta convertirla en su hija, casi tanto como Göran era su hijo, o por lo menos así lo había sentido ella.

Pensó en el día en que se habían prometido, tan falto de romanticismo, cuando doblaron el cabo Wrath, en Escocia. El cabo de la ira, qué ironía prometerse precisamente allí, de todos los lugares del mundo. Göran había conseguido perder su alianza cuando fondearon en una ensenada, apenas unas horas más tarde, pero había comprado una nueva cuando llegaron a Lerwick, en las islas Shetland. Llevaban cinco años peleándose por culpa de sus períodos en la mar, y Karin tenía la impresión de haber pasado los últimos seis meses intentando romper la relación. No había motivo para seguir alargándolo más.

Cuando finalmente abandonó el piso sintió un profundo alivio, como si hubiera cargado con una pesada mochila durante mucho tiempo para, al final, acabar examinando su contenido y llegar a la conclusión de que no había nada en ella que necesitara de verdad. Desde luego, se sentía terriblemente mal por hacerle tanto daño a Göran, pero no podían seguir así. Habían acordado que él se quedaría unos días en casa de sus padres, mientras ella se mudaba. Seguramente cree que todo se arreglará en cuanto me haya tranquilizado, pensó, y puso el coche en marcha. La radio emitía una canción de Mauro Scocco: «Creía que el amor estaba aquí… y volví». Estuvo pensando en esa letra mientras recorría el barrio de Majoma rumbo a la comisaría.

Goteburgo, 1962

Siri se retocó el pintalabios antes de abrir la puerta y entrar. Con paso decidido, pasó junto a Irene, la secretaria de Arvid, que la llamó.

—Oiga usted, señorita, el señor está ocupado.

Siri se detuvo bruscamente y se volvió hacia la mujer. La miró de arriba abajo, con todo el desprecio que pudo.

—Él nunca está demasiado ocupado para verme.

Acto seguido, irguió la cabeza y abrió una hoja de la doble puerta de caoba. Sorprendida, miró a los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa.

—¿Sí? —dijo Arvid, solícito.

—Venía a preguntarte si querías almorzar conmigo —contestó Siri, y rodeó la mesa para colocarse a su lado. Posó las manos enguantadas en sus hombros.

Arvid se las retiró con gesto brusco y se puso en pie.

—Lo siento mucho, pero estoy muy ocupado. A lo mejor podrías pedírselo a Irene, o a una de las chicas. —Y, sin más, se zafó hábilmente de las manos de ella, se dirigió hasta la puerta, la abrió y echó a Siri con cajas destempladas.

Irene no dijo nada cuando Siri salió del despacho, aunque se la veía muy satisfecha, pero al final no pudo contenerse:

—Ha sido una reunión algo breve, me parece a mí.

Siri ni siquiera se dignó mirarla. Abandonó la oficina dando un portazo. A mí nadie me trata de esta manera, como a una cualquiera, pensó, y se retiró una mota de polvo imaginaria de la manga del abrigo.

***

Carsten había comprendido la situación inmediatamente. Ya eran las once cuando Karin llegó, y no era sólo el cansancio lo que había enrojecido sus ojos. Entró en su despacho con dos tazas de café, le tendió una y fue directamente al grano.

—Quiero que sigas con esta investigación, Karin. —Alzó la mano libre para que no lo interrumpiera—. Eres la indicada para ello, para ir ganando experiencia. Cuando estabas de guardia en nuestra brigada, siempre llegabas al lugar del crimen el primero…

—La primera —lo corrigió ella, y tomó un sorbo de café; los dientes le rechinaron en señal de protesta.

—Sí, lo sé. El café lleva cierto tiempo hecho. Lo siento. —Carsten dejó su taza sobre el escritorio y prosiguió—. Has participado en varias investigaciones con la brigada criminal. Siempre te hemos visto con buenos ojos y te tenemos en cuenta. Considéralo un comienzo. Lo primero que tenemos que esclarecer es cuándo murió. A mi juicio, lleva mucho tiempo muerto. Me temo que tendrás que dedicarte a labores detectivescas de lo más tradicionales. Bien, ¿qué me dices?

Karin cerró la puerta y se acercó a su escritorio. Cogió una carpeta de plástico y escribió «Pater Noster» en la etiqueta. Su primera investigación. Empezó pasando a limpio las anotaciones del día anterior. Luego hizo una lista de las personas de contacto.

Había sido un violento fin de semana de primavera en la ciudad y el cadáver de la despensa apenas tenía prioridad. Permaneció de pie mientras llamaba a la forense Margareta Rylander-Lilja. Habían trasladado el cadáver al departamento de medicina forense de Medicinarberget. Aún no habían tenido tiempo de hacerle la autopsia. Le pareció que Margareta titubeaba.

—Sé lo que quieres preguntarme y no me gusta hacer conjeturas, pero creo que llevaba mucho tiempo allí. —Margareta hablaba pausadamente y con mucho tino, nunca se precipitaba, y si se escuchaba con atención, se podía detectar en su voz un atisbo de acento de Dalarna[3] que, con el tiempo, había ido puliendo.

—Si tuvieras que decir algo, ¿cuánto tiempo, más o menos? —preguntó Karin, y pensó que el plazo de prescripción de un asesinato en Suecia era de veinticinco años.

Se hizo el silencio, hasta que Margareta finalmente contestó.

—Yo diría que entre veinte y cuarenta años. Pero volveré a llamarte cuando disponga de información más exacta. Hasta entonces, podríais examinar su ropa para intentar situarla en el tiempo. Me alegro de que te encargues tú de la investigación. Ahora mismo estoy esperando una visita, pero tendrás noticias mías.

Karin se quedó con el teléfono en la mano, contenta y reconfortada por las palabras de la forense, y rogó poder cumplir todas las expectativas depositadas en ella.

Estaban sentados en el despacho de Carsten, preguntándose qué razón podía haber para emparedar a alguien, y por qué aquel desdichado no había opuesto resistencia.

—Supongo que ya estaría muerto cuando lo hicieron —dijo Karin.

—Pero ¿por qué molestarse en emparedarlo? Así, a bote pronto, parece bastante más sencillo hundirlo en el mar —objetó Carsten.

El móvil de Karin sonó, interrumpiendo la conversación.

—Sí, hola… Por supuesto. —Echó un vistazo a su reloj—. Me va bien.

Colgó y le sonrió a Carsten.

—Era un policía jubilado de Marstrand. Sten Widstrand. Ha oído hablar del cadáver y piensa que podría echarnos una mano. Iré hasta allí para que me cuente lo que sepa.

—¿Podrías llevarte a Folke? —le preguntó Carsten.

Karin soltó una risita, hasta que se dio cuenta de que Carsten hablaba en serio.

—Preferiría que no.

Suecia era un país precioso, no podía decirse otra cosa al ver el paisaje desde la cubierta del ferry entre Koön y Marstrandsön a las diez de la mañana. Tal vez era su linaje sueco lo que lo hacía sentirse así. A pesar de que se había criado en Rinteln, una pequeña aldea alemana de cuento con antiguas y bellas casas entramadas, allí nunca se había sentido como en su hogar. Cuando sus padres le contaron que era adoptado fue como si de pronto todo encajara, pero también fue entonces cuando empezó la búsqueda. Al menos estaba obligado a intentar averiguar sus orígenes.

Había estudiado periodismo y, después de un tiempo trabajando para un diario de tirada considerable, había decidido intentarlo por cuenta propia. Como periodista freelance, solía enviar sus artículos por correo electrónico a sus clientes alemanes, que le pagaban con transferencias a su cuenta mientras él proseguía con sus viajes. Había estado en Dinamarca los últimos seis meses y ahora se hallaba en Suecia. Había escrito un total de catorce artículos sobre aquel país: casas de campo rojas, impuestos sobre inmuebles y toda clase de tecnicismos acerca de la compra de viviendas. La demanda de artículos había sido mayor de lo esperado. Cuando escribió sobre Ósterlen, la venta de bienes inmuebles a ciudadanos alemanes había subido considerablemente. Sin embargo, el interés alemán por la compra de bienes inmuebles en Suecia no había sido recibido de manera unánimemente positiva. Puestos a elegir, la población local prefería tener vecinos suecos.

La oficina de turismo de Marstrand todavía no había iniciado la temporada, pero él había conseguido encontrar una familia dispuesta a alquilarle el apartamento del sótano de su casa en la ciudad.

No era muy grande, sólo tenía una habitación y una cocina con una bonita y antigua estufa de leña. El baño estaba recién reformado y el lavadero lo compartía con la familia. Este tenía incluso una trascocina con calefacción en el suelo de gres y un secadero donde podía tender a secar su equipo de buceo. Compartía entrada con un gato atigrado, aunque el minino entraba por la trampilla de la puerta.

Encendía la estufa casi a diario. Le gustaba llegar a casa, así como la rutina de coger el cesto de la leña, ir a la leñera y llenarlo. Incluso solía llenarle un cesto a Sara, la mujer de la familia que le alquilaba el sótano. No solía hablar con ella, simplemente le dejaba el cesto cubierto con un saco de yute delante de la puerta principal.

Al lado de la estufa había un cajón hecho de ladrillos para guardar la leña. Cogió unos periódicos y unas ramas secas y encendió el fuego. Cuando empezó a arder, lo alimentó con leña nueva. Acomodó el resto de la madera en su sitio. El calor del fuego era maravilloso, tan genuino que incluso calentaba el alma, y él prefería cocinar allí que en la cocina moderna.

Tal vez fueran estas reflexiones lo que hacía que sus artículos fueran especialmente apreciados; su capacidad para ver las pequeñas cosas, para fijarse en los detalles y mostrarlos, para lograr que los lectores compartieran con él el chisporroteo de la leña de abedul y percibieran el aroma y el borboteo de la sopa sueca de guisantes secos con tocino.

Al final había descubierto el nombre de su madre biológica, que era lo que lo había llevado a Marstrand. No había sido sencillo y le había costado más de un euro. Del padre todavía no sabía nada, pero se había vuelto muy hábil a la hora de buscar y encontrar viejos hechos ocultos, olvidados o de sobra sabidos. Sin duda, todo habría sido más sencillo si hubiera hablado sueco, pero sus ojos azules y su semblante franco le habían abierto puertas insospechadas en más de una ocasión. Las asociaciones locales, los registros eclesiásticos y las pequeñas bibliotecas con bibliotecarios entusiastas y competentes solían ser verdaderas minas de oro.

Había visto varias veces a la mujer que ahora sabía que era su madre biológica. Sin embargo, no sabía cómo acercarse a ella, ni siquiera si debía hacerlo. Alquilar el sótano de sus familiares había sido un primer paso. Solía observarla cuando hacía la compra en la tienda o paseaba por el muelle. En una ocasión, al ver que a ella se le caía el pase del ferry, se había acercado corriendo para recogerlo y sus manos se habían rozado. Después, él se preguntó si sus manos lo habrían reconocido, si habrían percibido la sangre que corría por sus venas. La mujer le había dado las gracias con una sonrisa y él se había quedado allí, siguiéndola con la mirada, mientras ella se alejaba deprisa en dirección al ferry. Hasta que este zarpó con ella a bordo, él no abandonó el muelle para seguir las indicaciones que le habían dado en la biblioteca.

La biblioteca de Marstrand ocupaba la planta baja del ayuntamiento, un edificio de piedra, sencillo pero elegante, situado en una plaza abierta donde la copa de un gran álamo plateado desplegaba su sombra. Unos porches decorados elegantemente con colores desconchados, muy necesitados de cuidados y de un pincel, aguardaban pacientemente, mientras sus propietarios discutían si había que pintarlos con las antiguas y fiables pinturas al aceite o con las aparecidas en el mercado en los últimos años.

Dando un paseo desde la adoquinada Lánggatan hasta el álamo plateado se podía admirar, además del ayuntamiento, la parte trasera de Societetshuset e, inmediatamente a la derecha, la vista se abría hacia el mar y la bocana norte. Con el álamo plateado a las espaldas, si se alzaba la vista se podía ver la colina coronada por la fortaleza de Carlsten. La ladera escarpada de la misma ascendía esforzadamente con sus viejas casas bajas apiñadas a ambos lados de la estrecha calle.

Markus había empezado por la casa-museo local. Al otro lado de una cerca blanca, detrás del ayuntamiento, había un edificio de madera también blanca que albergaba la casa de cultura, donde en ese momento se exhibía una exposición fotográfica, «Marstrand, ahora y entonces». Apreciaban sus preguntas, sobre todo porque mostraba interés, tanto por lo que se ocultaba bajo el agua como por encima. Eran muchas las embarcaciones que se habían hundido alrededor de Marstrand por culpa de los famosos escollos, los Kopparnaglarna, que había allí fuera. A Markus le encantaba pensar en todos aquellos tesoros ocultos bajo la superficie del mar, de difícil acceso, que a veces se conservaban mejor precisamente gracias a la ausencia de oxígeno.

Markus había tardado dos semanas en revisar el archivo fotográfico de la casa-museo, pero después de cuatro días ya había obtenido un resultado. Antes incluso de conocer a la entusiasta gente de la institución había encontrado una serie de fotos interesantes de 1963 que, en principio, consideró obra de un fotógrafo profesional. En ellas salían todos los invitados a la fiesta celebrada en el chalet del doctor Lindner en Klöverön, a finales del verano de aquel mismo año. El chalet estaba situado en un lugar precioso, muy cerca del canal de Albrektsund, pero fue el velero con cuatro personas a bordo, más que los ilustres invitados del doctor Lindner, lo que despertó el interés de Markus. Las parejas invitadas habían sido retratadas una a continuación de otra al borde del canal, mientras, al fondo, el velero se iba moviendo en dirección sur, con dos mujeres y dos hombres a bordo. Ahora sabía que la mujer que iba sentada con el rostro vuelto hacia el fotógrafo en la foto número 5 era su madre. La pregunta era cuál de los dos hombres era su padre.