Karin no dejaba de maldecir mientras arrastraba el cesto de la ropa del ascensor al piso. El sudor le pegaba el cuello de la chaqueta a la nuca y se retiró un rizo de la frente húmeda. Le sentaría bien una ducha o, mejor todavía, un baño. Entró y se quitó la chaqueta para colgarla en el armario ropero. La puerta parecía atascada y tuvo que tirar de ella con fuerza para lograr abrirla. Resultó que estaba bloqueada por la caja del detergente, que se volcó y formó una duna de polvo blanco en la moqueta del vestíbulo. Karin maldijo una vez más entre dientes.
—Hola. —Göran estaba sentado en el sofá con un folleto en la mano.
—Teníamos hora para lavar —contestó ella sin más—. Ahora tenemos un montón de ropa mojada y el resto sigue sucio. Y además la vieja Svedberg, que está loca, tenía hora justo después de nosotros. —La irritación crecía en su interior. ¿Por qué siempre tenía que ser ella quien se encargara de las tareas domésticas?
—He comprado un reproductor de CD. Ven a verlo. —Göran le enseñó un mando a distancia.
—¿Has oído lo que te he dicho? —Karin notó que se le aceleraba el pulso y sus mejillas se encendían.
—No tienes por qué ponerte así. Supongo que podemos reservar otra hora para hacer la colada.
Karin no se molestó en contestarle. Fue a la cocina y abrió la nevera. Un trozo de queso, un tubo aplastado de caviar y un plato con restos que deberían haberse consumido la semana pasada. Sacó el plato y, ayudándose de un cuchillo, echó la comida en el cubo de la basura. El cubierto rechinó contra la porcelana, un sonido que sabía que Göran detestaba. Luego dejó el plato en el fregadero, encima del montón de vajilla reseca. Su estómago rugía, pero intentó dominar la voz cuando dijo en dirección al salón:
—Creía que harías la compra.
Göran entró en la cocina y la abrazó por detrás.
—Lo haré mañana.
Ella se escabulló de entre sus brazos, presa de la decepción.
—Entonces, ¿qué crees que cenaremos hoy? Y no me digas pizza. ¿Y qué desayunaremos mañana?
—¿Por qué te enfadas tanto conmigo? —Parecía sinceramente sorprendido.
—Porque nunca haces la compra, nunca limpias, nunca cocinas, ni pretendes hacerlo jamás. Libras seis semanas. Al menos podrías aprovechar para hacer algo, ¿no?
—Pero trabajo muy duro las semanas que estoy fuera, ya lo sabes. ¿Ni siquiera me consientes que descanse cuando estoy en casa? —replicó él, consciente de que un ataque es la mejor defensa.
—Por supuesto, descansa. No tengo fuerzas para mantener esta discusión ahora. He de ir a hacer la compra.
Karin agarró la chaqueta y cerró la puerta del armario con tal fuerza y estrépito que resonó en el hueco de la escalera.
Göran era capitán de un buque mercante y trabajaba en turnos de seis semanas. Seis semanas a bordo y luego seis semanas de vacaciones. Llevaban así cinco años. Karin recordó que, al principio, él le había prometido que si su trabajo llegaba a desgastar la relación, se buscaría una ocupación en tierra. Pero, por alguna razón, nunca encontraba nada que valiera la pena. Ella lo había acompañado varias veces a bordo del barco y sabía que aquel trabajo le iba como anillo al dedo. Los marineros y el resto de la tripulación respetaban a aquel joven capitán. No sólo porque su familia fuera la propietaria de la embarcación, sino también por su genuino amor al mar y porque no le hacía ascos a sentarse a arrancar óxido con los marineros, ni a ayudar al cocinero en la cocina. Göran dirigía aquel gran buque con destreza y le encantaba subir al puente de mando por la mañana y ver salir el sol. A Karin le parecía injusto pretender que hiciera otra cosa, pero era difícil mantener una relación que siempre había que reiniciar cuando él estaba en casa y luego volver a suspender cuando se marchaba. Parecía morirse un poco cada vez que se interrumpía, como un viejo quinqué que rellenas de combustible una y otra vez y que, sin que lo detectes, pierde un poco de queroseno entre carga y carga y cada vez quema peor porque nadie se ha preocupado de cortar la mecha.
Durante las seis semanas que Karin estaba sola, siempre había comida en la nevera y una hora de lavandería reservada. En cambio, durante el período en que Göran estaba en casa y cuando todo debería ser más fácil puesto que eran dos para repartirse las tareas, sucedía al revés. La leche, imprescindible para el té de la mañana de Karin y que antes de irse a dormir estaba en la nevera, había desaparecido al día siguiente, porque Göran se la bebía durante la noche. O si no, Karin volvía a casa para descubrir que él no había hecho la compra, contrariamente a lo que había prometido. Como ese día.
Karin tiró de un carro de la compra. El carro chocó contra el contenedor de patatas con un chasquido, como si este también hubiera tenido un mal día. Una señora mayor que examinaba cada naranja minuciosamente antes de meterla en la bolsa la miró con desaprobación. Karin estaba cogiendo patatas cuando vio que Göran entraba en el establecimiento.
—No estarás enfadada, ¿verdad? Ahora haremos la compra juntos —dijo.
A menudo, hacer la compra juntos significaba que ella compraba y él la seguía a unos pasos de distancia. Karin lo miró con una mueca de cansancio. ¿Realmente pretende que me lo crea?, pensó.
—Puedo ayudarte. ¿Qué nos hace falta? ¿Qué quieres que coja?
Era como tratar con un niño pequeño. Por un momento, Karin consideró pedirle que se encargara de elegir algo bueno para cenar, aunque, pensándolo mejor, decidió que no tenía fuerzas para mantener una discusión en la tienda. Lo más sencillo sería que ella eligiera algo y evitara recibir ayuda creativa de un Göran que, sin duda, diría que le apetecía «algo rico».
—¿Puedes ir a por el café? —acabó diciéndole.
Göran miró alrededor y luego se dio una vuelta entre los estantes.
Diez minutos más tarde, cuando Karin estaba considerando acercarse a una caja y pedir que lo llamaran por los altavoces, apareció con el café.
Karin echó una mirada al paquete. Un cuarto de kilo de café descafeinado de cultivo ecológico, seguramente carísimo y justamente lo que no necesitas si quieres espabilarte, pensó. Sin embargo, se resistió al primer impulso de acercarse al estante del café para cambiarlo. ¿Siempre había sido así entre ellos, o la relación acababa de descarrilar? Mientras avanzaban entre las neveras, Göran le dijo que se limitaran a comprar para la cena, puesto que él no sabía lo que haría al día siguiente.
La cajera, con su camisa roja, les sonrió amablemente y Göran se apresuró a pasar al otro lado para empezar a meter la compra en bolsas. ¡Qué listo, así se ahorraba tener que pagar!, pensó Karin mientras introducía su código PIN. Se abrochó la chaqueta fuera de la tienda y acababa de ponerse los guantes cuando sonó su móvil. Al quinto tono consiguió cogerlo sin quitárselos.
—¿Qué? ¿Cuándo? Sí, de acuerdo.
Göran la miró malhumorado, con las manos hundidas en los bolsillos de su anorak verde.
—¿Tienes que irte ahora? Pero si habíamos quedado en pasar un rato agradable, solos tú y yo, este domingo.
No sé cómo te lo tomarías si yo dijera lo mismo cada vez que te vas, pensó Karin, pero en cambio dijo:
—Han encontrado un cadáver en Hamneskär, cerca de Marstrand.
—¿En Hamneskär? ¿La isla del faro? O sin faro, mejor dicho. Pero ¡si ahí no vive nadie!
—Ya lo sé. Suena raro.
Cogieron el ascensor sin decir nada. Para sus adentros, Karin tuvo que reconocer a regañadientes que, en realidad, se sentía aliviada por poder irse. Dejó las bolsas con la comida sobre la encimera de la cocina y rogó que los artículos encontraran solos el camino hasta la nevera.
Sacó la mochila y las botas de montaña del armario ropero, y luego intentó elegir entre dos jerséis gruesos de cuello alto; finalmente, optó por meter ambos en la mochila. Se dio una ducha rápida y se vistió: ropa interior, jersey y tejanos. Se puso calcetines de lana y se calzó las botas. El invierno se obstinaba en quedarse, a pesar de que el calendario indicaba que ya era primavera. Su pelo rubio se erizó por la electricidad estática del jersey, aunque al final consiguió bajarlo ayudándose con las palmas mojadas. Se lo volvió a recoger en una coleta. Se puso la chaqueta náutica amarilla, una Musto Offshore, su preferida. Junto con sus pantalones correspondientes, la había resguardado de la lluvia y el frío tanto en aguas suecas como escocesas. Además, la chaqueta tenía incorporado un cinturón de seguridad que Karin solía utilizar cuando se veía obligada a subir a cubierta con mal tiempo. Se metió la hebilla del cinturón en el bolsillo de la chaqueta, donde siempre la guardaba. Göran refunfuñó al verla vestida de esa guisa, le parecía ridículo ponerse una chaqueta náutica si no pensabas salir a navegar.
Karin escudriñó la estantería antes de acercar una silla para sacar tres libros. Finalmente, se decidió por dos, que fueron a parar a la mochila, junto con una linterna y una libreta. Se despidió con un «hasta luego», sin siquiera darle un beso a Göran.
Diez minutos más tarde se sentaba en el coche caldeado de Carsten mientras fuera empezaba a caer una típica lluvia de Goteburgo, de gotas finas y frías, más parecida a una neblina húmeda que a lluvia de verdad. Las pequeñas gotas se colaban por todas partes y hacían que te helaras hasta la médula. Carsten la miró y sonrió al ver que se había traído una carta marina.
—Siento haberos estropeado la noche de domingo —dijo.
—Ya estaba estropeada —contestó ella, y se quitó la gorra que la protegía del viento, ya mojada en los escasos cinco metros que había recorrido hasta el coche.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Carsten, de pronto serio.
Ella reflexionó y pensó que hacía tiempo que no se reía en compañía de Göran.
—¿Cómo estás tú? —inquirió, poniendo fin a sus preguntas.
El comisario de la brigada criminal Carsten Heed no solía trabajar sobre el terreno. Aunque hubiera querido hacerlo, el trabajo administrativo ocupaba la mayor parte de su tiempo.
—Bien, gracias, me he librado por los pelos del guiso de los domingos de Helene. El aviso me ha llegado como un regalo del cielo. —Rio con ganas.
Karin sonrío y notó que empezaba a relajarse. Subió la calefacción del asiento al máximo.
—¡Vaya tiempo tan mierdoso! —Era fácil darse cuenta de que Carsten era danés, sobre todo por el uso que hacía de la palabra «mierda». Echó un vistazo al cielo plomizo y movió la palanca de los limpiaparabrisas. No parecía haber una posición que se adaptara a aquella lluvia, y las escobillas chirriaban contra el cristal—. Bueno, pues como te iba diciendo, hemos recibido una llamada sobre el hallazgo de un cadáver en uno de los anexos de Hamneskär. Hombre. La policía marítima ya está allí para acordonar la zona. Estaban cerca del lugar.
—¿Acordonar? ¿Hamneskär? Pero si allí no vive nadie y la isla tiene la superficie de un sello.
—Según la policía marítima, en la isla hay una cuadrilla de trabajadores que están restaurando las antiguas viviendas del faro. No sé si pernoctan allí.
—Ya veremos —dijo Karin.
Carsten sonrió al ver los libros que ella había metido en la mochila. Entre lo que hojearon y leyeron se hicieron una idea de la pequeña isla a la que se dirigían. Karin leía en voz alta, pero procuraba echar un vistazo a la carretera de vez en cuando, para no marearse.
—Hay una Carta Real de 1724 que menciona la necesidad de un faro, pero dice que la isla es demasiado pequeña para ser habitada. En su lugar, levantaron un faro en la fortaleza de Carlsten, en la isla de Marstrand. Estuvo en uso durante un siglo, hasta que finalmente construyeron uno en Hamneskär. El constructor del faro fue Nils Gustav von Heidenstam, el hijo del poeta. El faro era de un tipo nuevo que llamaban «Heidenstam» o faro de miriñaque, pues parecía un miriñaque con su esqueleto cónico de hierro alrededor de un pilar. El uno de noviembre de 1868 se encendió por primera vez el faro de Pater Noster. Ese mismo año, el vigilante del faro (más tarde farero) Olof Andersson y su esposa Johanna se trasladaron a la isla. Vivieron allí más de veinte años.
Karin miró la fotografía de la pareja. La mujer estaba sentada en una silla, con el pelo recogido en un moño tirante y las manos sobre las rodillas. Tenía una mirada decidida. Llevaba un broche en el cuello y un vestido largo que le llegaba hasta las botas negras de cordones. El marido estaba de pie, detrás de ella, con una mano sobre el hombro de su mujer.
En Kungälv dejaron la autopista y enfilaron la carretera 168 en dirección a Marstrand, una vía mucho más pequeña y sinuosa. Una carretera típicamente sueca de los setenta.
—Bien… En 1964 el faro se automatiza y deja de tener farero, y en 1977 se clausura para ser sustituido por el de Hätteberge, que se encuentra a las afueras de Marstrand, y por el faro de Skallen, en la misma isla de Marstrandsön.
Karin levantó la vista. El repiqueteo contra el parabrisas había disminuido al llegar a la cima de Nordön. La ensenada meridional que discurría a lo largo de la carretera estaba helada y su superficie tenía el aspecto de un grueso cristal congelado. Resultaba casi imposible imaginarse que debajo pudiera haber agua y seres vivos, pensó Karin. Aquello podría haber sido la prolongación de un campo de cultivo, pues no se percibía ningún desnivel en la campiña cubierta de nieve. En el canal de Instö, entre Nordön e Instö, había un pasaje estrecho libre de hielo, constató cuando cruzaron el alto puente de Instö. Carsten redujo la velocidad.
—El faro de Vinga —anunció Karin, y señaló en dirección al cono de luz que barría el cielo a lo lejos. Se estremeció de placer. Desde que era una niña le había parecido algo muy especial salir a navegar de noche y dejarse guiar por los faros titilantes.
—¿Puedes llamar a Lasse, el práctico del puerto? Él nos llevará a Hamneskär. —Carsten le pasó su móvil—. No he introducido su número en la agenda, pero es el último que he marcado.
Karin cogió el teléfono.
La sarta de perlas que formaban las pequeñas islas conectadas mediante puentes hacía que se pudiera llegar de tierra firme a Koön. Si querías seguir hasta Marstrandsön tenías que tomar el ferry desde Koön y cruzar el pequeño estrecho. El sol teñía el cielo de colores maravillosos y, al fondo, se alzaba la fortaleza de Carlsten como una atalaya que velaba sobre las pequeñas casas. Karin estaba acostumbrada a verlo todo desde el mar. La sensación nunca era la misma si llegabas hasta allí en coche.
Carsten aparcó delante del edificio de la Dirección General de Navegación y quince minutos más tarde se encontraban a bordo de la embarcación del práctico, de color naranja, con Lasse al timón. Llevaba un jersey típico de pescador y les dio un apretón de manos cálido y firme. Karin se movía con soltura por el barco. Ya ni siquiera recordaba las veces que había ido en esa clase de embarcaciones en Kalmarsund y Helsingborg para recoger o dejar a Göran, o para saludarle a bordo del buque. El práctico solía abarloarse a un costado, luego izaban o bajaban las maletas, y finalmente subías por la escala que descolgaban desde la borda. Una vez le había dado una sorpresa a Göran. Habían hablado por la mañana y él había sonado tremendamente deprimido. Karin sabía que pasarían por Kalmar a lo largo del día y decidió saltarse las clases. Llamó al primer oficial del puente, que le prometió sincronizar la llegada del barco con su tren de Goteburgo sin decirle nada a Göran. Consiguió llegar a Kalmar y subir a bordo sin que él sospechara nada. El recuerdo la hizo sonreír.
El práctico se deslizó a través del puerto de Marstrand y tuvo que esperar a que el ferry cruzara el pequeño estrecho entre Koön y Marstrandsön. El hombre que gobernaba el ferry saludó alegremente.
—Mi vecino —aclaró Lasse.
—¿Qué está casado con tu hermana o tu prima? —preguntó Karin con socarronería.
—Pues ni una cosa ni otra. Pero si crees que tengo un aspecto algo raro se debe precisamente a que la gente de aquí nos casamos con los primos del vecino y, de hecho, la mayoría de los que conozco no han cruzado siquiera el puente de Instö, ni han estado nunca en Goteburgo.
Lasse le sonrió. Karin se rio.
—Qué bonita está la ciudad en torno al puerto —comentó Carsten.
—Me temo que llamarla ciudad a estas alturas es una exageración, a pesar de que Marstrand sí fue, en su día, una ciudad. Sea como fuere, bonita lo es un rato. Siempre disfruto de las vistas, por muchas veces que pase por aquí durante el día.
Las antiguas casas de madera de colores pastel se extendían a lo largo del muelle adoquinado, aguardando a los veraneantes que en breve volverían a ocuparlas. Las terrazas estaban desiertas, pero empezaban a encenderse luces aquí y allá en las ventanas. Karin se preguntó cuántas serían encendidas por una mano humana y cuántas por un temporizador programado. Las casas se apretaban las unas contra las otras y trepaban por las laderas de la isla en dirección a la fortaleza. Unas pocas todavía tenían placas de amianto en el exterior y cortinas de encaje en las ventanas. Detrás de ellas se vislumbraban algunas casas antiguas, auténticamente de Marstrand, a cuyos habitantes les parecía innecesario encender las luces tan temprano y tenían intención de seguir a oscuras un rato más. Karin, que había paseado numerosas veces por las antiguas calles del pueblo, había tomado nota de que la gran mayoría de las viviendas estaba en perfecto estado, y que un elemento recurrente era la casa pintada de blanco con un balcón con estrellas talladas en la madera. Por lo visto, era obligatorio que en los balcones hubiera muebles blancos de estilo clásico con una cruz en el respaldo. También podían ser de teca, con cojines azul marino. Como si le leyera el pensamiento, Lasse dijo:
—Demasiado caras. —Apuntó con la cabeza en dirección a las hermosas casas y se encogió de hombros con resignación—. A los políticos les gusta hablar de lo importante que es mantener vivos los pueblos de la costa, a la vez que se quejan, por ejemplo, de que la escuela de Marstrand supone un gasto innecesario. La cruda realidad es que son pocos los que se pueden permitir vivir aquí, teniendo en cuenta el alza de los precios y el valor catastral galopante. Si quitan la escuela, no quedará más que una ciudad fantasma. Un decorado bonito. —Señaló una vieja edificación de color amarillo pálido—. Mi abuela nació allí. Mi hermana y su familia viven en la casa, pero no sé cuánto tiempo podrán seguir manteniéndola. En verano alquilan habitaciones para sacar un poco de dinero y poder pagar los impuestos.
Karin no podía más que darle la razón en cuanto a la transformación de la costa occidental. Habían desaparecido los viejos pescadores que, a pesar de sus toscas manos, limpiaban y preparaban el pescado con dedos sorprendentemente ágiles. También habían desaparecido, hacía tiempo, los secaderos y la mayoría de las casas de amianto. Si bien es verdad que las viviendas nunca habían estado tan bien conservadas, tampoco nunca habían estado tan vacías y oscuras como ahora. Lenta pero inexorablemente se iban extinguiendo las antiguas comunidades de pescadores. La última casa del lado derecho tenía un perfil muy familiar que a menudo aparecía en las postales de Marstrand. Carsten señaló una pequeña, gris, en el lado de Koön.
—¡Menuda ubicación!
Dejaron atrás la casa gris y Lasse dirigió la embarcación a través de la bocana norte, hacia el fiordo de Marstrand. Les comentó que aquella casa había sido anteriormente la residencia de verano de P. G. Gyllenhammar.
—Lyktudden o Lyktan. Aunque la mayoría la sigue llamando la casa de P. G. Por cierto, está en venta por unos cuantos millones. Supongo que se la quedará gente con mucho dinero pero poca raigambre. El que sienta envidia siempre podrá alegrarse pensando que los propietarios tendrán que pintarla bastante a menudo. No porque lo vayan a hacer ellos mismos, pero, aun así, es un esfuerzo. Fue la antigua vivienda de un farero y estuvo en uso hasta 1914. Originalmente, el faro estaba incorporado a la vivienda, todavía lo podéis ver. —Lasse señaló una construcción cuadrada de cristal en la esquina sudoeste de la casa—. En 1914 se construyó una garita separada. El nuevo faro era uno moderno de la marca AGA. A lo mejor ya habéis oído hablar de Gustaf Dalén, el padre de la tecnología farera sueca. Recibió el Premio Nobel en 1912 por su importante contribución a la ciencia. AGA son las siglas de AB Gasaccumulator, y era el nombre de la compañía de Dalén que fabricaba los faros. Los faros AGA tenían un sistema de automantenimiento, lo que significó que se acabara prescindiendo del personal del faro y se vendiera la casa. El anexo de cristal es lo único que queda, una reminiscencia de una época pasada.
El sol les recordó que ya había pasado la mayor parte del día cuando se introdujeron de lleno en el crepúsculo con Hamneskär en la distancia. Karin sintió una vaharada de felicidad que sólo un mar en calma lleno de oro líquido podía proporcionarle. Suspiró. Era increíblemente bello.
—Muy pocas veces se ve el fiordo de Marstrand tan calmo —dijo Lasse, y volvió la cabeza hacia Karin. Señaló con el dedo en dirección a los gneis[1] delicadamente redondeados. El viento y el agua salada los habían esculpido durante milenios y, vistos desde aquella distancia, resultaba difícil imaginarse que fueran sólidos—. Cuando estás sentado en las rocas, ves que el mar se ralentiza, que se levanta y baja lentamente, como si no fuera de agua sino de aceite. Solemos decir que ondea.
—¿Que ondea? —dijo Karin—. Nunca lo había oído decir.
—Repitió la palabra para sus adentros, la saboreó y le pareció que sonaba bonita, en cierto modo apacible.
—La isla de Pater Noster está formada por un montón de pequeños escollos e islotes. —Lasse les contó que el nombre de Pater Noster se debía a que los marineros que surcaban esas aguas solían rezar esa oración antes de atravesar los temidos escollos frente a Marstrand—. El faro está situado en uno de los últimos islotes, pero la superficie de la isla en sí no supera los, digamos… doscientos cincuenta metros de largo por unos ciento cincuenta de ancho. Aquí fue donde emplazaron el faro de hierro más grande de la costa oeste, a treinta y dos metros sobre el suelo. Sorprendente, ¿verdad?
Karin lo escuchaba y absorbía cada pequeño detalle. Asintió con la cabeza.
—Pater Noster quiere decir Padre Nuestro en latín —aclaró—. Existen muchos islotes Pater Noster en todo el mundo, pero en realidad la isla se llama Hamneskär, el islote de Hamne. Es el faro el que se llama Pater Noster, aunque la gente de por aquí suele referirse también a la isla con ese nombre.
Un bote a motor pasó por su lado a toda velocidad.
—Roland Lindstrøm, el capataz de Hamneskär —dijo Lasse—. Hoy en día, todo el mundo tiene mucha prisa.
La gente que se encargaba del faro debía de poseer un carácter especial. Karin pensó en la fotografía del farero y su esposa encontrada en el libro. Lasse les contó que la cuadrilla de albañiles que estaba reparando los edificios se había establecido en Hamneskär hacía un mes. Había tanto suecos como polacos. La idea era que estuviera todo listo para cuando trasladaran el faro de vuelta a la isla y fuese reinaugurado para el solsticio de verano.
—Una empresa constructora piensa edificar un albergue y un centro de conferencias en la isla —añadió Lasse mientras maniobraba con mano firme el timón a través del estrecho pasaje entre los espigones, tan cerca que podían tocarlos con la mano desde ambos costados del barco—. Hamneskär —anunció poco después, y Carsten y Karin desembarcaron en el pequeño muelle.
La isla presentaba un aspecto completamente diferente sin el conocido faro de Heidenstam. El práctico no les había preguntado qué los llevaba a la isla y Karin se preguntó si ya lo sabría. Cuando los hubo dejado en tierra y el sonido de su motor se fue apagando a lo lejos, les sorprendió el silencio y la calma. Además del barco de la policía, en el pequeño puerto había un bote de trabajo de aluminio, el mismo que los había adelantado antes en el fiordo. Un hombre que llevaba varios días sin afeitarse salió a su encuentro. Carsten se presentó sin darle tiempo a decir nada.
—Carsten Heed, brigada criminal de Goteburgo. Y mi colega Karin Adler.
—Muy bien —dijo el hombre con voz cansina.
—¿Le importaría decirnos quién es usted? —Karin le dirigió una sonrisa afable.
—Por supuesto. Disculpadme. Roland Lindstrøm, capataz —dijo el hombre, y les ofreció una mano ruda—. La policía marítima está aquí. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al barco policial, gris azulado, y luego señaló las cintas de plástico con rayas azules y blancas que ondeaban al viento un poco más allá.
—¿Estaba usted allí cuando encontraron el cadáver?
El hombre esquivó su mirada y aparentó pensar la respuesta. A pesar de sus muchos años de trabajador perspicaz en el sector de la construcción no era muy hábil a la hora de poner cara de póquer.
—Bueno, sí, podríamos decir que sí.
—¿Fue usted quien nos llamó? —prosiguió Karin, sabedora de que quien había llamado para dar el aviso tenía un marcado acento extranjero.
—Eh, bueno, digamos que…
Carsten se fue a hablar con la policía marítima, mientras Karin sacaba su libreta. Anotó la fecha, el nombre del capataz y dónde se encontraban, ofreciendo de ese modo unos segundos más a Roland para pensar. Parecía necesitarlos.
—Vamos a ver, Roland. —Había llegado la hora de sonsacarle alguna respuesta—. Entonces, no fue usted quien llamó. Y sin embargo sabía que alguien había encontrado un cadáver. ¿Es correcto?
—Karin alzó la vista y lo miró.
—Eh, sí, es correcto…
—Entonces me pregunto, y no creo que pueda sorprenderle, por qué no nos llamó usted.
El capataz suspiró resignado y le explicó la situación. Le habló de los polacos que habían encontrado al hombre y estuvo de acuerdo en que, naturalmente, habían hecho lo correcto. Lo único que se calló fue un par de detalles, entre ellos su bonificación, aunque esta había resultado inútil.
La isla era pequeña y árida y las ensenadas estaban llenas de cantos rodados. Cerca del puerto, al cobijo de la casa del farero, alguien había construido un muro con piedras redondeadas, a cuyo resguardo se hallaba el único terreno de toda la isla. Cada resquicio en el muro había sido sellado para proteger aquella preciosa tierra transportada hasta allí en barco. Los pensamientos de Karin volvieron a la mujer del pelo recogido en un moño y botas negras. Tomates, pensó. En algún lugar había leído sobre un farero que cosechaba tomates todo el año porque siempre había luz y calor junto a la linterna, allá en lo alto, como en un invernadero.
La despensa era una construcción bonita, con cimientos de piedra natural y una fachada de madera pintada de rojo. Durante la guerra había servido como refugio para los fareros, de ahí su sólida puerta blindada. Un elegante arco romano la coronaba, y a ambos lados del pasillo de entrada había sendos muros de piedra. Sin duda, un refugio bienvenido para quien tuviera que meterse allí en momentos difíciles. Roland pasó por encima de la cinta policial y abrió la puerta. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad, y Karin estaba a punto de sacar la linterna cuando él encendió el quinqué que colgaba de la pared interior. La suave luz se propagó por la estancia y parecía más adecuada que el haz cortante de la linterna.
—Es aquí —dijo Roland—. Tendría que haberlo advertido antes, puesto que sabía que cada familia residente en la isla tenía su propia sección en la despensa, y eran tres familias: la del farero, la del vigilante y la del ayudante. Sin embargo, la despensa sólo tiene dos secciones. Hasta hoy no había reparado en que la tercera sección estaba ahí, pero que alguien levantó una pared.
—¿Sabe cuándo construyeron la pared? —preguntó Karin.
—No. Calculo que mucho tiempo atrás.
Mientras se acercaban, Roland señaló con el dedo el muro derribado.
—Está ahí dentro.
Le pidieron a Roland que esperara fuera. Él pareció aliviado cuando le pasó el quinqué a Carsten y abrió la gruesa puerta. Una bocanada de aire fresco entró en el recinto, el tiempo que tardó en cerrarse la puerta de un golpe sordo. Con cuidado y en silencio, pasaron por encima de un montón de piedras desperdigadas por el suelo. La luz del quinqué, oscilando delante de ellos, los condujo hasta el cadáver.
—¡Oh! —exclamó Karin, e intentó fijarse dónde ponía los pies. Encendió la linterna.
—Debe de llevar tiempo aquí. La pregunta es cuánto —dijo Carsten.
—Está sorprendentemente bien conservado, pero tal vez se deba al salitre que impregna el aire —observó Karin, al tiempo que sacaba su móvil—. Voy a llamar a los técnicos.